Las hazañas de Lady Janet

05 de Febrero de 2004, a las 00:00 - Fëadraug Turmellyrn
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CAPÍTULO 3: LA DAMA DEL PUEBLO Y EL GUERRERO

 La noche llegó. Si mis cálculos no fallaban, en dos días estaríamos en Mant. Tursk tenía razón, íbamos bastante rápido y eso me gustaba. Estaba harta de tener que seguir soportando a Arghèson y seguir la carretera soldeví nos hacía ganar tiempo en nuestra marcha. De allí podríamos conseguir un transporte hasta Solderai. No sería más de una semana en la caravana que une ambas ciudades, mejor eso que casi tres semanas a pie.

Las ramas se amontonaban delante de mí. Después, Tursk se agachó y empezó a golpear dos piedras. Saltó una chispa y un pequeño fuego asomaba de entre las ramas. En poco más de un minuto, ya teníamos una hoguera que nos calentaría ante esa noche tan fría.
Arghèson dormía, aunque le había puesto un poco de veneno Morfeo en la nariz, para asegurarme. No tenía ganas de que incordiase mucho hasta el alba.

Las estrellas brillaban con mucha intensidad, a pesar de que a la luna poco le quedaba para mostrar toda su belleza. Me tumbé y observé el despejado cielo que me ofrecía tan hermosa vista. Me relajaba el estar allí tan tranquila, pero pronto las dudas inundaron mi mente. Las dudas que me había creado Arghèson, sobre si de verdad nosotros somos los que obramos por parte del Bien y nuestros cultos son los únicos y verdaderos o si en verdad nosotros vamos por el camino equivocado. Traté de olvidarlas sin éxito y sólo Tursk consiguió quitármelas de la cabeza.
- Por tu espada deduzco que eres una matabestias, ¿no? - dijo Tursk.
- ¿Puedes reconocer la profesión de la gente sólo mirando sus armas? - pregunté, llena de curiosidad.
- Mi experiencia me ha ayudado bastante, Sandra - el semiorco se sentó cerca de mí -. Los guerreros suelen utilizar una gran variedad de hachas y espadas. No es raro ver a un mago con báculo y alguna daga o espada ligera. Los druidas llevan sus Bastones Natura, cimitarras y hoces. Y los cazadores de bestias lleváis largas espadas con un increíble poder. Un poder destructivo inimaginable...
 - Sí, bueno... Son más bien leyendas. Son espadas con algo de magia, pero no creas que son la Ira Sangrienta de Eladamri o la Primera Espada. Y por cierto, te has quedado muy cerca suponiendo mi profesión. No sólo me dedico al oficio de matabestias - sonreí y saqué un pequeño medallón dorado de mi bolsillo -, pero en realidad la definición de mi trabajo sería "cazadora de brujos".

 Tursk se giró y observó el medallón. Era un pequeño círculo con algunas runas inscritas sobre su dorada superficie. Cuando se giraba un poco el medallón, se veía que las runas reaccionaban con un suave destello blanquecino.
 - Así que éste es un medallón que protege contra la magia oscura - supuso Tursk.
 - Cierto, éste en concreto es el tesoro de mi familia. Los Jenet han ido pasando este medallón de generación en generación y ahora me toca a mí ser su portadora.
 - Una estirpe de cazadores de brujos, muy interesante... - Tursk miró a Arghèson y luego otra vez a mí -. ¿Y él...?
 - Pues sí, es otro brujo más en mi lista.
 - ¿Acaso te pagan bien por cada hechicero oscuro que pones entre rejas o que cuelgan en la horca gracias a tu intervención?
 - ¿Por dinero? En absoluto - respondí con toda tranquilidad -. Es mi moral lo que me lleva a hacer lo que hago, la misma moral que ha movido y moverá a todos los Jenet. Nosotros creemos en el Orden y en su imposición sobre el Caos.
 - Vaya, así que el Bien contra el Mal... una vez más. ¿Y no te aburres de eso?
- En absoluto - fue mi respuesta.
Tursk miró al cielo y luego a la hoguera. Puso su hacha a un lado y volvió a mirarme.
- Bueno, con una familia que cree firmemente en la lucha contra el Caos, no creo que tuvieses una infancia... digamos, corriente, ¿no? - concluyó Tursk.
 Suspiré y me levanté. Me acerqué un poco más a la hoguera, aún con el medallón en mi mano.
 - Ciertamente, no fui una niña como todas las demás - me giré para mirar a Tursk a la cara -. Me enseñaban esgrima e historia, además de aprender las formas para enfrentarse a criaturas malignas y a hechizos de magia negra.
 - Espero que no estuvieses todo el tiempo estudiando o practicando con tu espada.
- No, claro que no - le respondí -, también jugaba, como cualquier niña. Aunque la verdad, mientras las otras chicas hacían de princesas secuestradas por un temible dragón, yo prefería ser la heroína que mataba al dragón y salvaba a la víctima de turno - sonreí, recordando mi infancia.
- Eso es algo bueno - Tursk también sonrió -. Ya desde pequeña eras una chica valerosa, aunque sólo fuese en un juego. Pero seguro que eras también valiente en el mundo real, ¿me equivoco?
- No, tienes razón, yo era una chica valiente, y lo sigo siendo ahora, así es como me educaron - me eché un poco hacia atrás antes de proseguir -. Me enseñaron a no temer a nada, me metieron en la cabeza que el mundo no es un lugar idílico donde todo es paz y armonía. Me enseñaron a afrontar la vida.

 Tursk escuchaba atentamente lo que yo decía. El semiorco se puso un poco más cómodo y yo decidí hacer lo mismo. Me acerqué a él y me senté a su lado.
 El semiorco se había percatado de cómo el tema había dejado de tratar de los cazadores de brujos y de mi familia para hablar del pasado. No sabía por qué lo estaba haciendo, pero le estaba contando a Tursk cosas de mi pasado cuando apenas sí hemos tenido tiempo para conocernos. Aquel guerrero me inspiraba mucha confianza, tal vez fuese ésa la razón.
 Entonces fue Tursk el que comenzó a hablar de sí mismo:
 - Al menos has tenido una infancia digna - dijo con tristeza -. Al menos no eres... no eres un bicho raro.
 Tursk cogió el hacha, la observó durante unos segundos y volvió a ponerla a su lado. Luego se acostó sobre la hierba y contempló las estrellas. Sin dejar de mirar al cielo, Tursk continuó hablando.
 - Como sabrás, los semiorcos no somos bien vistos. Nunca supe quién era mi padre... ¿era un semiorco o era un orco? Ni siquiera sé cómo mi madre pudo... en fin, ya sabes, irse con un... "piel verde" antes que con un humano o con cualquier raza con mejor reputación.
 " Mi madre y yo pertenecíamos a una pequeña comunidad que sentía un gran odio hacia los orcos, y ya te imaginas lo que tuve que sufrir yo. Tenía que estar siempre con mi madre, pues si salía de casa los niños me apedreaban y los mayores me insultaban. Mi madre tenía que soportar todas las broncas de la gente de aquella comunidad. Y al final consiguieron lo que querían: echarnos de allí.
 - ¿Os echaron? ¿Pero...?
 - Ya ves, Sandra, era o eso o morir apedreados. Mi madre no quería que su hijo muriese así y por eso tuvimos que irnos. Fue una suerte que nos encontrásemos con aquel clan.
 - ¿Hablas del Clan del Wyrm? - recordé aquel nombre que Tursk me había dicho horas antes, cuando se presentó.
 - Exactamente. Un clan de guerreros bárbaros formado por humanos, enanos y semiorcos. Y no se peleaban entre ellos, constituían un grupo sólido donde prevalecía la cooperación sobre las disputas raciales. Mi madre y yo vivimos con ellos durante largos años y fue mi maestro, Raddo Puño de Trueno, el que me enseñó el arte de la guerra.
 - ¿Puño de Trueno? - el nombre me sonaba bastante -. ¿No luchó él en las Guerras Bárbaras? Creí que había muerto en aquella contienda.
 - No, ése era su padre, Karn - me corrigió Tursk.
 - Bueno... ¿y cómo es que estás lejos del clan? Si vivíais tan bien tu madre y tú con ellos, ¿por qué no les sigues?
 - Mi madre murió por una extraña enfermedad - Tursk seguía con su relato -. Además, los miembros del clan necesitaban probar que yo era digno de seguir en él. Y por ello tengo que realizar una prueba.
 - ¿Una prueba?
 - Exactamente: he de matar a una mantícora y llevar su cabeza ante Raddo para demostrar que yo me merezco conservar mi derecho de pertenecer al clan.

 No era extraño que los bárbaros hiciesen estas cosas: si alguien quería ser considerado como merecedor de pertenecer a un clan, debía cumplir con una determinada tarea. Y no sólo lo tenían que hacer los "forasteros", sino que los que habían nacido en el seno del clan también debían demostrar su valía. Y si fallaban, serían desterrados y odiados por el clan.
 - No me gustaría dejar de decir eso de "Soy Tursk, del Clan del Wyrm" - bromeaba Tursk -. No sabes lo que impone el que sepan a qué clan perteneces.
 - Me lo imagino, debes sentirte orgulloso de ello. Y seguro que más orgulloso estarás cuando consigas la cabeza de una mantícora.
 Observé a Tursk y pude ver que no parecía ya tan contento, sino que su expresión era más seria, pero no triste. Y lo entendía. Las mantícoras no son precisamente criaturas que puedas encontrarte así sin más. Seguramente tardaría aún mucho tiempo en poder encontrar una y darle muerte. Yo había oído que aquellas bestias con cuerpo y cabeza de león,  grandes alas de murciélago y cola de escorpión vivían en las montañas. Pero si aquel semiorco llevaba lejos de los demás miembros de su clan durante mucho tiempo, seguramente ya habría visto muchas montañas, sin éxito.
- La esperanza es lo último que se pierde - dije.
Tursk sonrió levemente.
- Espero que así sea, Sandra. Para mí es un orgullo pertenecer a ese clan y no quiero que esas malditas mantícoras lo echen a perder - Tursk se incorporó y miró al fuego -. Aunque es difícil encontrar uno de esos monstruos, ¡no voy a rendirme!

 Al menos Tursk no iba a tirar la toalla. Tal vez le pareciese complicadísimo el hecho de encontrar una mantícora para poder superar aquella prueba, pero no dejaría que el desánimo pudiese con él.
 Caí en la cuenta de que se parecía en mí, aquella insistencia se parecía mucho a la mía y mi lucha por la igualdad entre las clases sociales. No pude evitar hacer aquel comentario:
 - Nunca te rindas, Tursk. Yo tampoco me rindo en mi propia empresa, más allá de luchar contra el Caos. Quiero que el pueblo llano deje de sufrir, que no sigan en la miseria. Y eso es muy difícil, pero yo seguiré y seguiré.
 Tursk se puso un poco más cómodo. Yo estaba mirando la hoguera mientras seguía hablando:
- Creo que sabes ya la situación, ¿no? Los ricos tienen todo el poder, el oro les pertenece y sólo ellos pueden controlarlo... Pero dime, ¿cuántos ricos hay? Pocos, ¿verdad? ¡Y cuánto dinero para tan poca gente! Y sin embargo, en el lado opuesto, muchos carecen de lo más esencial para vivir.
 Tursk seguía observándome, esperando a que continuase. Sí, estaba muy interesado y yo, al final, tuve que ceder.
 - Puede que pienses que soy una exagerada o algo así, pero... - hice una pausa para poder aclararme la garganta -. Cuando lo ves con tus propios ojos, ya no te parece tan extraño, tan atípico.
 - No voy a pensar que eres una exagerada, porque seguramente lo has visto con tus propios ojos - dijo Tursk -. Y yo también he visto al pueblo y su mala situación. Pero... la gente parece estar conforme con lo que tiene.
- Llevan siglos así y es normal que parezcan conformes. Aunque... en el fondo se sienten mal y no entienden por qué hay tanta desigualdad. No comprenden cómo unos pocos tienen tanto y estar ellos con lo justo.
- Dime, Sandra, ya que parece que has oído las voces del pueblo, ¿qué dicen?
 - He oído cómo muchos maldicen al Imperio Soldeví por no quererlos tener en cuenta y por tenerlos con poco muy para subsistir. Que sólo existan para recaudar impuestos y para cultivar sus campos y criar su ganado... He visto ambos mundos, sé lo que pasa. Los nobles desperdician bastante comida en sus banquetes mientras los campesinos tratan de racionar lo que tienen.
 Tursk asintió. El semiorco quedó satisfecho con mi respuesta y no dudaba de mis palabras. Yo podría seguir hablando de ello, pero el sueño podía conmigo. Tursk se arrimó un poco más a la hoguera, esta vez sujetando el hacha con la mano izquierda.
 - Estás cansada, será mejor que te acuestes. Mañana nos espera un largo camino.
 - No estarás pensando en hacer guardia toda la noche - estaba a punto de tumbarme otra vez cuando lo dije -. Despiértame cuando sea mi turno.
 Tursk suspiró y decidió aceptar mi propuesta. Unas horas más tarde él me despertaría para el segundo turno de guardia. Insistió en que hubiese un tercer y último turno, para que él vigilase lo que quedara de la noche, pero creí que no era conveniente.
 El semiorco seguía mirando la hoguera cuando yo al fin me quedé dormida. Horas más tarde me despertaría para mi turno de guardia. Como suponía, no había ocurrido nada mientras Tursk vigilaba. Y yo ya suponía que en mi turno tampoco tendría la oportunidad de ver algo interesante... o eso pensaba.


 Tursk estaba tumbado sobre la hierba y respiraba profundamente. Mientras él dormía, yo me mantenía cerca de la hoguera, protegiéndome del frío de la noche. El viento empezó a soplar inesperadamente y las llamas de la hoguera danzaban agitadas por el repentino viento. Las hojas secas de unos árboles cercanos formaban pequeños remolinos y pasaron cerca de la hoguera, algunas incluso prendieron y se consumieron mientras aún giraban.
 Vi el pequeño resplandor de mi medallón, que pronto se vio intensificado cuando una masa oscura se abalanzaba sobre mí. La oscuridad se disipó cuando un cegador rayo blanco salido de mi medallón alcanzó aquella masa negruzca. Y vislumbré una figura esbelta armada con una extraña espada entre lo que quedaba de la oscuridad que trató de envolverme. Aquella figura parecía sorprendida porque la oscuridad desapareciese así de repente. Y no dudó en atacarme desesperadamente.
Con un movimiento rápido, cogí mi arma, aún en su funda, y bloqueé la mortal estocada. Empujé el arma lejos de mí mientras sacaba mi espada. Agarré con firmeza la empuñadura con ambas manos y el fuego de la hoguera me permitió ver a mi atacante.
Su piel era oscura, casi negra, en contraste con su blanquecina y larga cabellera. Tenía ropas oscuras y la espada que llevaba me era desconocida. Creí en un principio que podría ser una cimitarra, pero la hoja era tan curva como la de una hoz y parecía como si la espada estuviese supliendo la mano que debería portarla. Como si fuese una versión gigantesca de los garfios de los piratas.
Las llamas de la hoguera detallaban los rasgos de la desconocida. Podría ser una elfa, pero un extraño brillo carmesí en sus ojos me hizo replanteármelo unos instantes. Pero estaba convencida de que era una elfa.
Mi atacante volvió a alzar el arma y me apuntó con ella, mientras con la otra se cubría parcialmente sus ojos rojos, evitando exponerlos directamente a la luz de la hoguera.
- Tú eres esa Dama del Pueblo, ¿no? - dijo la extraña elfa -. Pues que te quede claro: mantente lejos de Souledge, ¿entiendes? No interfieras en sus asuntos... ni en los nuestros.
Yo en ningún momento solté mi espada, ni mostré ningún signo de debilidad. La extraña esbozó una sonrisa maliciosa y de pronto se fundió con las sombras. Quise encontrarla, pero no había manera, se había esfumado.
- Una drow... - murmuré.
Luego me volví para ver cómo estaban Tursk y Arghèson. El semiorco parecía tener el sueño bastante profundo, creía que el simple choque de la funda de mi espada y el arma de la drow habría despertado al guerrero.
El nigromante seguiría bajo los efectos del veneno Morfeo. Y me alegraba por ello, no me hubiese hecho gracia que se escapase mientras la drow trataba de intimidarme.
Luego pensé en el nombre que dijo aquella elfa: Souledge. ¿Sería tal vez el tipo de la posada, el que compró el polvo de hada a Arghèson?
Pronto lo sabría. Sólo tenía que esperar a la mañana siguiente.



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