La historia de Erya Dúnion

15 de Septiembre de 2003, a las 00:00 - Nura de Mithlond
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2.- Noticias desde la Montaña

Erya entró en el cuarto iluminado por la suave luz de dos fanales e inundado por la fragancia fresca y dulce de la noche sobre el valle. Aquel cuarto..., desde que había llegado por primera vez a Imladris aquella habitación siempre le había sido destinada. Tenía algo especial. No era que fuese excesivamente grande, pues su tamaño era mediano y adecuado a sus necesidades; tampoco; que aparte de una cómoda cama de suaves sábanas, un escritorio, una mesita baja de madera tallada , con un juego de copas y una botella de fino cristal que contenía un buen vino sobre ella, dos divanes a cada lado y un par de armarios repletos de bella ropa a su disposición; la habitación se completara con un pequeño baño, separado de ésta por una cortina, y una terraza que se abría al valle y dominaba un prado de verde hierba cruzado por un cantarín arroyuelo. Todo ello construido en perfecta armonía con el entorno natural que lo rodeaba. No, no era todo eso, sino un simple y sencillo capricho que Erya había pedido. Y era que las ventanas y terraza miraran al Oeste, al antiguo hogar largo tiempo abandonado, pero nunca olvidado.
Suspiró y cerró la puerta tras de sí. Sus cosas ya estaban allí. Paseo la mirada por la habitación, tras la cortina del baño se adivinaba una tina de agua humeante. En la mesita alguien había servido una copa de vino especiado. Y sobre la cama habían dejado unas ropas verde-gris plateado de suaves y sedosos tejidos, cómodas y elegantes: un pantalón de fino terciopelo gris, una holgada camisa de manga larga de un verde clarísimo, un jubón sin mangas gris-plateado decorado con sencillos bordados de hilo de plata y zafiro y unas botas de media caña, de cuero blando y negro. Y sobre las prendas descansaba una finísima diadema de plata decorada con una filigrana de oro que recordaba a las olas del mar. La tomó en las manos, era una pieza de una delicada belleza y le traía muchos recuerdos. Él mismo la había llevado puesta cuando aun moraba al oeste del Mar. Esa diadema, que lo señalaba como un príncipe menor de la Casa de Ingwe, y algunas pocas cosas más eran lo único que conservaba de tiempos más felices.
La contempló unos segundos más, embargado por los recuerdos, para finalmente dejarla sobre la cama. Seguramente el sirviente que había llevado sus cosas y las había colocado y ordenado, habría encontrado la diadema y decidido ponerla sobre las ropas que le habían encargado dejar allí, pensando que era un perfecto complemento.
Se quitó la capa de viaje dejándola sobre uno de los divanes. Se dirigió al baño, sus sentidos se llenaron con el olor de las dulces fragancias que perfumaban el agua y el calor que desprendía. Se desnudó rápidamente, dejando caer sus ropas en el suelo y pronto estuvo sumergido hasta el cuello en el agua. Sintió que la suciedad y el cansancio lo abandonaban, que su cuerpo se relajaba, cayendo en un dulce sosiego y que hasta los recuerdos volvían a lo más profundo de su corazón. Aquello era más que un baño, era un bálsamo para su cuerpo y su mente.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que entró en la tina, pero cuando salió, la noche terminaba de caer, aunque la luna aun no había salido. Atravesó desnudo la habitación hacia la cama, dejando que la brisa nocturna que entraba por la terraza abierta acariciara su cuerpo, lo reanimara y lo tonificara. Se vistió con las ropas que le habían dejado sobre el lecho. Se trenzó algunos de sus cabellos, que brillaban con los destellos del oro bajo la luz de los fanales. Y por último se colocó, casi con aliento contenido, la diadema sobre la frente, lo completó con unas muñequeras de cuero blando y marrón con la misma filigrana de la diadema grabada en negro.
Se contempló en el espejo, era una sensación extraña, contemplarse de nuevo con aquella diadema; las ropas no eran las mismas que había llevado entonces, aunque en aquel momento y lugar nada tenían que envidiarles a las de antes. Sintió pena y dolor por lo que había perdido, vergüenza y rabia por el por qué y cómo de esa perdida y anhelo porque algo en lo más profundo de su ser quería recuperarlo. Los recuerdos pujaban por salir de su encierro, pero él los retuvo bajo el control y el peso de las cadenas que les había impuesto, apartando la mirada del espejo. Sí, aquella imagen se parecía al joven noble vanyar, pero sólo en el recuerdo, pues ese joven alegre y despreocupado había muerto hacía mucho tiempo.
Tomó una profunda bocanada de aire y redujo toda la pena y melancolía, que habían amenazado con abatirlo, a la sombra que siempre lo acompañaba. 

En el preciso momento en que se disponía a salir de su habitación, el tañido claro, límpido y vibrante de una campana llenó la noche llamando a las gentes de la casa y los huéspedes a la cena.
Erya se encaminó hacia el comedor, no al principal, donde se celebraban los grandes banquetes, sino a uno más pequeño. Por los pasillos y corredores se cruzó con algunos de los moradores de la casa. Todos los rostros eran joviales y alegres y lo saludaban amistosamente, como si se tratase de un viejo amigo que volvían a ver después de mucho tiempo. En algunos casos era así, en otros, bueno, eran desconocidos, pero sentía bien ser aceptado de esa manera, más cuando había pasado un largo tiempo sólo en el desierto. Sintió el corazón reconfortado por aquellos sentimientos que le brindaban y, como siempre que se encontraba en aquella morada, no le hizo falta enterrar sus recuerdos bajo una montaña de olvido, pues allí eran relegados a lo más profundo del ser, mientras que éste era llenado por el calor de las antiguas y nuevas amistades.
No, ni siquiera en Lothórien encontraba lo que aquí, una mezcla de paz, sosiego, calma y alivio para su corazón y su mente.
Entró en el comedor, todos se iban sentado poco a poco a lo largo de la mesa, a cuya cabecera, presidiéndola, se sentaba, en la alta silla del Señor de la Casa, Elrond Medioelfo, a su derecha su hija, la bella Arwen Undómiel; a Erya casi se le cortaba la respiración cada vez que la contemplaba, pues le parecía estar viendo de nuevo a la más bella doncella-elfo que había hollado el mundo con sus pies de plata a la luz de las estrellas y la luna, pero bien sabía que ella, Luthien Tinúviel, había muerto hacía largo tiempo,  y sin embargo, allí estaba la doncella Estrella de la Tarde recordándosela vivamente, como si en verdad estuviera allí.
Al izquierda de Elrond estaban Glorfindel y Erestor, poderosos miembros y consejeros de la Casa. Por el resto de la mesa estaban sentados los demás Quendi de la casa y entre ellos, hacia el centro, un grupo de montaraces. Erya vio un asiento liebre junto a Erestor y éste le hizo una seña para que se sentara junto a él. "Un lugar de honor en la mesa de Elrond" pensó, pero no hubo rostros hostiles que se volvieran hacia él. No, la envidia estaba lejos de tocar a los moradores de la Última Morada Simple al Este del Mar, pues algunos ya habían vivido mucho y otros eran demasiado jóvenes para albergar tales sentimientos. Además, y aunque él nunca lo admitiría, todos lo tenían por un gran señor (quizás de los Noldor, tal vez de los Sindar...), tanto los que le conocían como los que no y ese era el sitio que le correspondía.
Pronto se vio enfrascado en una agradable conversación banal con sus compañeros de mesa más cercanos. La  comida era excelente,  llena de sabores agradables. El vino, dulce y afrutado, le calentaba el cuerpo y achispaba su ingenio. Y la compañía era inmejorable. Por unos estupendos momentos olvidó todos sus vagabundeos y se sintió parte de aquel lugar.

Sin que casi se hubiera dado cuenta del paso del tiempo, la cena terminó y ya todos se iban levantando, algunos se encaminaban a la Sala del Fuego, unos a sus habitaciones y otros a pasear por los jardines del valle envueltos en el manto de la noche estrellada.
Erya se encontró caminando junto a Elrond y Arwen. Saludó a la doncella con una inclinación de cabeza  y ella  le devolvió el saludo con una sonrisa que a Erya le pareció forzada, pues los ojos no sonreían y parecían ausentes, casi melancólicos y reflexivos. Aquella mirada, aquellos ojos apagados donde antes siempre había luz, le recordaron a otros, también tristes, también perdidos en amargas reflexiones. No, el alto capitán de todos los Dúnedain tampoco sonreía y no sólo era el peso de su destino lo que le sumía en la reflexión. El entendimiento se abrió paso en su mente; algo había común en aquellos dos, algo que también envolvía a Elrond, sumiéndolo en la preocupación, ahora lo sentía, lo percibía en su amigo. Bien, quizás la descendiente de Luthien y el descendiente de Beren compartían su agridulce destino, pensó, mas no le concernía. Sólo podía esperar que de todo aquello no se crearan sombras y dudas, sino luz, entendimiento y felicidad, aunque quizás no todos estaban destinados a esto último. Miró a Elrond, conocía bien la historia de la familia, y sintió pena por él, pues casi podía ver la amarga separación que podría llegar a suceder. Mas los hados de aquellos no estaban en sus manos, ni en las de Elrond, tendría que aceptar lo que la marea del tiempo trajera.
- ¿Nos acompañarás esta noche a la Sala del Fuego?- le preguntó Elrond. Erya relegó todos aquellos pensamientos a una parte de su mente y sonrió cálidamente a su amigo.
- Esta noche no. Necesito descansar y mi cuerpo clama por una cama que no ha podido disfrutar durante muchas lunas.
Elrond rió.
- Discúlpame, casi había olvidado que acabas de llegar. Bien, ve a dormir entonces. Pero me gustaría que mañana por la mañana vinieras a hablar conmigo. Podrás encontrarme en la biblioteca.
Erya asintió.
- Buenas noches. Que Irmo guíe tus sueños y Elbereth cuide de ellos.
Erya le respondió de la misma manera y se dirigió hacia su habitación. En el camino tuvo que rechazar muchas ofertas de paseos, canciones y charlas.
Por fin llegó a su cuarto. Los fanales estaban apagados, pero él no los encendió, podía ver bastante bien en la media oscuridad. Se encaminó a la cama, mientras se despojaba de sus ropas. Un rayo de plata azulada de luna caía sobre el lecho. Erya se echó en él y su rostro se inundó de luz. Pronto se durmió profundamente y sin sueños, pues hasta en el mundo de los sueños, por el que el subconsciente caminaba cuando dormía, descansó. Y a cualquiera que lo hubiera observado en aquel momento le parecería ver el vivo retrato de la paz y la serenidad en un rostro bañado en luz de plata y orlado por la líquida plata dorada que parecían sus cabellos brillando bajo la luz de Isil.

Cuando despertó, poco después del alba, se encontraba completamente descansado y repleto de energía. Vertió un agua clara y fresca en un aguamanil y se lavó la cara y las manos con ella. Se vistió con ropas sencillas, de colores grises. Y mientras revisaba sus armas, se le sirvió un más que delicioso desayuno. Lo tomó con calma. Y cuando ya pasaban tres horas desde el amanecer, salió de su cuarto hacia la biblioteca donde Elrond lo esperaba. Y allí lo encontró. Sentado ante un escritorio lleno de vitelas, legajos y pergaminos, escribiendo sobre un libro de tapas de cuero. Quizás transcribiendo los hechos del pasado registrados en los antiguos y ajados pergaminos, para que los conocimientos de antaño y la historia no se perdieran junto a sus frágiles soportes.
Erya lo observó durante unos segundos en completo silencio. El alto y sabio eldalië, concentrado y entregado a una tarea que amaba. Se había convertido no sólo en conocedor, sino también en guardián de toda la sabiduría que encerraban aquellos muros. Sus ojos grises brillaban y se movían velozmente sobre las líneas que leía. Y luego el trabajo pasaba a una veloz mano, que movía con gracia la pluma sobre las hojas. Letra tras letra, palabra tras palabra, la sapiencia y el conocimiento de los Eldar y los Edain era recogido por aquel que pertenecía a ambas casas, pero que sería contado entre los Primeros Nacidos.
Avanzó hacia el escritorio, si Elrond había notado su presencia no dio señal de ello. Cuando estuvo lo bastante cerca, echó un vistazo a los documentos que estaba transcribiendo. Estaban escritos en la Alta Lengua de los Eldar, así pues eran muy antiguos. La letra era fluida y elegante. Sus ojos leyeron rápidamente los hechos que se narraban allí.

 "La Ciudad Alta está casi terminada. Nos ha llevado muchos largos años de duro trabajo, pero pronto su esplendor será cantado por los bardos. Mas nadie que entre en el valle de Tumladen saldrá de él para anunciar la gloria y maravilla de la ciudad.
Eso me recuerda que pronto será hora de dejar Vinyamar, pero el corazón se me encoge al pensar en abandonar la cercanía del mar. Y sin embargo, ese mismo corazón me urge a partir. Sí, Ondolindë será la ciudad y reino más seguro, si el secreto y el poder sobre el Sirion del Señor de las Aguas se mantienen..."

- Saludos Erya. Lamento haberte hecho esperar- la clara voz de Elrond le hizo abandonar la lectura. Lo miró y sonrió. El heredero y bisnieto de Turgon transcribiendo sus diarios.
- Saludos Elrond. Estás disculpado. Yo también conocía a Turgon y, aunque de eso hace ya muchos años, aun recuerdo la gloria de tu antepasado y su ciudad, Gondolin, como si fuera ayer...
    "Oh Gondolin, bella entre las bellas,
    como un recuerdo de Tirion sobre Tuna eras tu.
    Los pendones de tus grandes casas ondeaban al viento.
    Pero también hasta ti llegó la Maldición".

Cantó el vanyar en Quenya. Elrond sonrió, por un momento la cara y los ojos de Erya habían brillado  embargados por el ensueño del pasado y sin quererlo, había proyectado nítidamente  con sus palabras cantadas la imagen de la Ciudad de los siete nombres en la mente de Elrond. Éste estaba seguro de que muchas veces no era consciente del gran poder que poseía, sobre todo cuando empleaba la Alta Lengua cantando con aquella bella y clara voz para hablar de sus recuerdos.
- Sí Erya, era muy bella. Mi padre me lo contó. Y eso que fue breve el tiempo que vivió allí. Pero no te he hecho venir para hablar de las glorias del pasado. Me ha llegado un mensaje más que inquietante desde Erebor y quisiera compartir lo que dice contigo. Pues es muy posible que necesite de tu ayuda.
Elrond se había levantado y sacado de entre los pliegues de su túnica un pergamino con el sello de Erebor roto. Se lo tendió a Erya.
- Lo más importante está al final. Lo demás son sólo noticias pequeñas de la Montaña y Valle.
La carta estaba escrita con runas enanas, pero en la lengua común. Leyó las últimas frases.
 
"Sin embargo, no todo son buenas noticias. Durante una de las guardias en lo alto de unas de las torres de guardia de la Montaña, uno de nuestros muchachos, que posee una vista penetrante, para uno de nuestra raza, vio una sombra o una mancha oscura que flotaba sobre el Brezal Marchito.
No estamos seguros de lo que puede ser. Ni siquiera los arqueros de ojo más agudo de Valle. Pero en nuestros archivos y memoria sólo ha habido un tipo de criatura que more en esos valles: dragones. No podemos asegurarlo, pero es ese nuestro pensamiento y nuestro temor.
Por esa razón queríamos pedirle consejo y ayuda. Pues ya nos prestó grandes servicios en el pasado. El tipo de ayuda que nos pudiera mandar lo dejo a vuestro juicio. Pero grande es la amistad de los Enanos y los favores serán bien recompensados, tanto ahora como en el futuro.
  
  Sinceramente a vuestro servicio y al de su familia,
      Dain II Pie de Hierro,
      Rey Bajo la Montaña."

- Urulóki- fue la única palabra que salió de los labios de Erya, y sonó ominosa, teñida por una nota de consternación.
- Sí, eso parece. No me sorprende. Esa ralea nunca ha dejado de existir, aunque los Enanos y los Hombres tenían la esperanza de que Smaug fuera el último. Y sin embargo, necesito asegurarme-. Miró a Erya. Parecía perdido en hondas cavilaciones.
- De todos los oscuros designios y malograciones de Morgoth, los dragones eran los más temibles, pues nunca estuvieron absolutamente bajo su control y dominio.- un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero fue capaz de contener el estremecimiento- Partiré de inmediato a Erebor. Seré tus ojos allí y veré lo haya que ver.
- Sabía que podía contar contigo. Pero no es necesario que partas hoy mismo o mañana. No- dijo viendo que Erya pretendía replicarle- Descansa el tiempo que sea necesario. Mientras enviaré de vuelta al mensajero con noticia de que uno de mis consejeros partirá en breve hacia la Montaña Solitaria. Y también escribiré mensajes a Thranduil y Dain. Pues quiero que en este viaje recojas noticias para mi de las tierras de los Beornidas, del Bosque Negro, de Valle y de Erebor. Así pues, será un viaje largo, por lo que necesitarás de todas tus fuerzas. Y yo tiempo para ordenar que preparen todo aquello que necesitarás-. Guardó silencio unos segundos y frunció el ceño ligeramente- Partirás en una semana. Antes de que el temprano invierno traiga las primera nevadas copiosas y el Paso Alto quede impracticable.
Erya asintió. Ahora estaba bajo las órdenes de Elrond Peredhel y debía acatarlas como uno más de los miembros de la Casa.
- Ahora retírate. Te libero de cualquier responsabilidad en la casa. Descansa y recupera fuerzas como desees, pero no abandones el valle. Y mantén en secreto estas noticias. Sólo Glorfindel y Erestor están al corriente. No quiero alarmar a nadie más innecesariamente. Tomaré las decisiones oportunas cuando me traigas más noticias a tu vuelta.
Erya volvió a asentir y salió de la biblioteca dejando a Elrond sumido en sus propios pensamientos.

"El mal del pasado vuelve una y otra vez, aunque su origen ya no está entre nosotros". Pensó mientras se dirigía al exterior. Sí, descansaría y compartiría sus días en la compañía siempre agradable de los sindar del valle; quizás entre canciones, juegos y risas podría olvidar el frío miedo que había sentido al recordar a los temibles y malignos dragones. Ya se había enfrentado a esas pérfidas criaturas y ni con todo su poder había podido resistir mucho en su presencia, quizás el tiempo suficiente para disparar una flecha que no siempre era certera. Y lo más terrible eran sus ojos, capaces de doblegar la voluntad de quiénes atrapaban con su mirada. Sólo los Naugrim, con sus yelmos-mascaras, eran capaces de enfrentárseles en batalla con posibilidades de éxito.
"¡Basta!" gritó en su mente, ya era suficiente, nada de pensar en dragones, no ahora. Salió al exterior, a la clara luz del sol y pronto unió su voz a los cantos que ya llegaban a sus oídos. Y poco a poco adormeció los temores que más adelante tendría que afrontar.



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