La historia de Erya Dúnion

15 de Septiembre de 2003, a las 00:00 - Nura de Mithlond
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4.- Primeros pasos en una tierra desconocida

Esforcé al máximo a Yúkale, pues quería perder de vista cuanto antes el humo que subía de los barcos en llamas. Maldito Feänor. ¿Por qué?, ¿por qué tuve que seguirte? ¿Cuál fue el hado que me llevó a convertirme en tu amigo? Frené a Yúkale y volví grupas hacia donde aun, intuía, estaban los barcos ardiendo.
- ¡ Aaaah!- grité a la noche estrellada. Sentí como las lágrimas volvían a caer por mis mejillas. No tenía sentido. Ya nada podía hacer, excepto llorar. Llorar por Fingolfin y sus gentes, traicionados, abandonados. Llorar por los jinetes de las olas asesinados (porque esa era la palabra que merecían tales actos). Llorar por ella. Llorar por mi y mi extrema estupidez cuando me cegó la ira. Llorar por Finwë. Llorar porque la locura había arrastrado a Feänor a una oscura senda. Llorar por el terrible Juramento. Llorar por la Maldición que pesaba sobre todos los Noldor. Llorar por un amigo perdido. La ira ardió de nuevo en mí.
- ¡¡¡Morgoth!!!- grité alzando la cabeza al cielo- ¡Jamás mi espada tendrá descanso hasta que la última de tus perfidias haya sucumbido! ¡Teme a este hijo de los Vanyar que ya nada tiene que perder!- espoleé a Yúkale hacia la oscura tierra ignota que se desplegaba ante mi, bajo el manto de la noche eterna.
Embargado por el dolor y la cólera no se cuánto tiempo estuve cabalgando ni hacia dónde. Un paisaje envuelto en la noche me rodeaba indiferente a mis ojos ciegos de ira y pena. Pero cuando recobré la conciencia de todo lo que me rodeaba, pude darme cuenta de que ascendíamos hacia unas montañas de picos redondeados. Yúkale marchaba a un paso lento y resoplaba de puro cansancio. Pobre, lo había extenuado. Tiré de las riendas y sentí un terrible dolor en las manos. Cuando las solté y me miré las palmas, me horroricé. Estaban en carne viva y sangraban, tanta era la fuerza con la que me había aferrado a ellas.
Pedí a Yúkale un último esfuerzo, y mi buen compañero dobló las rodillas delanteras para que yo pudiera bajarme más fácilmente, sin usar apenas las manos. Ya en tierra, con el cuerpo embotado y dolorido, busqué agua para lavarme las heridas. Tuve suerte y encontré un arroyo de aguas frías que bajaba de las montañas.
Cuando regresé junto a Yúkale, éste se había echado en el suelo, señal de lo agotado que estaba. Me disculpé con él. Y con dolor para mis lastimadas manos, busqué en las alforjas algo que pudiera servirme como vendaje. Al final acabé rasgando una de mis túnicas largas, no creía que en mi actual situación fuese una prenda que fuera a usar a menudo. Una vez vendadas las manos, me tumbé en el suelo de suave hierba y no tardé en quedarme dormido.
Al despertar en aquella oscuridad, rasgada sólo por las estrellas de Varda, sentí que algo maligno acechaba cerca de mi. Me levanté y miré en derredor. Yúkale estaba a mi lado, con las orejas pegadas al cráneo, asustado, pero alerta, como yo. Rápidamente, pero sin movimientos bruscos, eché mano a la espada. Las manos me dolían y apenas podía sostenerla, pero sentía que mi vida podría depender de ella.
Pocas eran las veces en que había sentido miedo, pues qué hay que temer en Valinor sentado a los pies de Manwë. Pero cuando la oscuridad llegó, tuve miedo, como lo tenía ahora, miedo a algo que no conocía, que no comprendía del todo.
Ahogando el dolor lacerante , aferré la empuñadura con más fuerza. De repente una agitación entre la maleza, gritos y aullidos inundaron el aire y veinte figuras negras no muy altas, pero corpulentas, se abalanzaron sobre mí. No sabía lo que eran, pero hedían y hablaban, si a eso se le podía llamar hablar (gruñidos y sonidos que parecían inarticulados), en una extraña lengua que no conocía. Me atacaron con espadas cortas de hojas curvas. Sus golpes eran devastadores, pues poseían una gran fuerza en los brazos, largos y musculosos. Me defendí como mejor pude. Era bueno con la espada, pues me había adiestrado en su manejo. Paraba la mayor parte de los golpes, mas perdía terreno y podía sentir como unas garras despiadadas arañaban mi cuerpo,  desgarrándolo, pues ni un justillo de cuero me protegía. La hoja de mi espada subía y bajaba sin descanso, las estrellas se reflejaban en ella arrancándole destellos azules. Yúkale me cubría la espalda lanzando terribles cocees y mordiscos.
No podría aguantar mucho tiempo, aunque ya habían caído tres de mis atacantes. Las manos me ardían de puro dolor. El círculo se estrechaba. Por último me vi obligado a montar velozmente. Y ya sobre la grupa de Yúkale me defendí mejor. Otras cuatro criaturas cayeron bajo mis estocadas y dos más bajo los cascos de mi montura. Seguí defendiéndome y atacando y cuando vi una brecha en el círculo, espoleé a Yúkale y salimos a todo galope.
Cabalgué y cabalgué impelido por el miedo a que más de aquellas horribles criaturas me atacaran. Pronto cruzamos las crestas de las montañas y, aun sin parar, las descendimos, para desembocar en una extensa planicie que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Más tarde descubriría que aquellas tierras recibían el nombre de Dor-Lómin.

Crucé aquellas bastedades vacías, maravillado por las grandes extensiones salvajes, que yo creía deshabitadas y mi mente, aun negada a mirar hacia atrás, se desbocó viendo grandes reinos de los Eldar, ya podía oír los cantos, ver las ciudades y fortalezas con sus pendones ondeando al viento en las altas torres. Y sí, también veía la gloria y majestuosidad de los enormes ejércitos congregados para presentar batalla a Morgoth. Y los veía volver victoriosos, con los Silmarils recuperados. Y yo iba a la cabeza de una de esas grandes comitivas, liderándola, embriagado por el éxito y sabedor de que nada ni nadie podía derrotarme...
Yúkale relinchó sacándome de mis absurdas ensoñaciones de poder. Al parecer presentía algo, pues se había detenido y olfateaba el aire. Yo puse todos mis sentidos alerta. El miedo hizo de nuevo presa en mi al recordar a mis desconocidos atacantes. Dirigí la mano derecha a la empuñadura de la espada y la desenvainé, el brillo de las estrellas bailó en su hoja. Sí, sentía miedo, pero también me sabía poseedor de un gran poder, la primera vez me habían encontrado desprevenido y confiado, mas ya no, esta vez sería un oponente al que temer.
- Vamos Yúkale. Avancemos.- Seguimos adelante al paso, esperando que en cualquier momento nos atacaran. Pero poco a poco el miedo fue desapareciendo y dio paso a otros pensamientos no menos alentadores. ¿Qué decisión habría tomado Fingolfin? ¿Habría vuelto a Valinor o habría seguido adelante? Y Feänor, me había separado de él, pero no podía dejar de preocuparme por su suerte, aunque no mereciera tal preocupación. Mas una larga y profunda amistad no puede olvidarse de un momento a otro.
Mis ojos se clavaron en la hoja de aquella espada, Feänor la había hecho para mi. Un maravilloso regalo lo juzgué. Ahora me hería llevarla (pues terribles e ignominiosas acciones había acometido con ella), pero no podía tirarla y abandonarla; no, este acero me recordaría por siempre las sangre derramada con él, la razón de por qué estaba aquí. Y también me recordaría el dolor que sentí al tenerla entre mis brazos, mientras su espíritu se escapaba del cuerpo. Sí, aquella espada, que enarbolaría contra Morgoth, sería la bandera de mi dolor y mi pena: utilizada contra amigos que eran enemigos y luego sobre enemigos que habían sido amigos, que había defendido, había matado, que había sido la herramienta de mi venganza. Ahora sería utilizada con justicia sólo contra el verdadero Enemigo y así quizás consiguiera redimirme. Quizás.
Inevitablemente aquellos pensamientos arrastraron los recuerdos a mi mente y las lágrimas con ellos. No, jamás mis manos estarían limpias de la sangre que había derramado llevado por la cólera y la rabia. Y nunca podría yo perdonarme, pues por mucho que culpara a otros, en mi corazón sabía que sólo yo era dueño de mis actos, que sólo yo desoí los consejos de los míos, que sólo yo empuñé mi espada, que sólo yo..., que sólo yo maté a los que eran como hermanos para mi.
En aquel momento sentí rabia, dolor, pena, miedo, ira, vergüenza... y tomé una decisión, quizás equivocada, quizás no. Los Noldor habían hecho su terrible Juramento, yo también haría el mío, desmonté y apuntando al cielo con mi espada grité a la noche:
- Jamás habré de encontrar descanso aquí o en Valinor hasta que todos mis oscuros actos queden perdonados en mi corazón. Y nombro testigos a Varda e Ilúvatar de que nunca dejaré de perseguir y luchar contra las maquinaciones y maldades de Melkor y todos los que puedan seguirle. Mi acero sólo derramará la sangre del Enemigo y sus criaturas, nunca más la de Eldar alguno. Sí no cumpliera o dejara de cumplir estas palabras, que la misma Maldición que pesa sobre los Noldor caiga sobre mí.
Como respuesta sólo obtuve el silencio de la noche, pero sentía que había sido escuchado. Tras el juramento, en cierto modo, mi corazón se sintió aliviado, pues ahora creía tener una forma de redimir mis actos, aunque, tal vez, jamás me sintiera perdonado. Y dentro de mi supe que yo también, de alguna manera, era un Desposeído.
Volví a montar y dejé que Yúkale eligiera el camino. Nadie y ningún lugar me esperaban, sólo el propósito que me había impuesto. Y en aquellas tierras, en soledad, aprendí a dominar los recuerdos , a ocultarlos, a no volver la mente sobre ellos, a no dejar que me embargaran arrastrándome a la melancolía y la autocompasión, a que me acompañaran como una sombra sobre mi corazón. Debía ser fuerte, endurecerme, pero sin olvidar, para tener presente el por qué de mi lucha.



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