El Canto de la Última Jornada

29 de Junio de 2003, a las 00:00 - Daniel Figueroa
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Concentró su atención en la marcha. Precisaba con cuidado por donde andaba; cerca de las estribaciones de la parte norte de la cordillera, entrando por uno de los muchos pasos para cruzarlas en el sector occidental, completamente al lado opuesto de Orior. El solitario caminante se acercaba... pero Bardo no podía precisar el rumbo; lo evadía, podía percibirlo a él, pero se le ocultaba. En una nada, en eso se transformaba, un abismo en el cual el inexperto podía caer aterrado. ¡Detuvo su marcha! Y también trato de averiguar quien lo buscaba, el lugar exacto donde estaba la saliente desde la cual Bardo trataba de atisbarlo. Una batalla silenciosa se dio entre ambos; un juego de esconderse y buscar. Entonces el mensaje, el mensaje a su Señor del Este. Bardo debía huir.
Se internó de nuevo en el bosque, esta vez buscando la ruta que lo llevara a la parte más espesa del bosque. La ruta más larga, si, increíblemente larga, casi al extremo de ser imposible seguir hasta el Valle; pero al menos escaparía, iría al santuario donde sanaría y resurgiría listo para continuar, y pelear. Escaparía de aquella consciencia que lo perseguía ahora como una furia, con igual ferocidad y dedicación. El Magistrado seguía débil, por eso no podía seguirlo dentro del bosque, pero el nuevo guerrero contaba todavía con todas sus facultades a pesar de la larga travesía de la que volvía.
Lo encontraba, pisaba sus talones... y después Bardo lo rechazaba. Los árboles eran cada vez más altos, las vegetación cerraba el camino; pero Bardo sabía bien la ruta, usaba la misma fuerza del bosque para encontrarla. Por fin alcanzaba el lugar más espeso y oscuro del bosque, justo en la parte más baja, cerca de las nacientes de un río.
"¿Qué sucede? ¿No querías que nos viéramos las caras? Sé bien que una fuerza te llevara fuera del bosque. Al Este de atraerá; y allí, contra mí, desaparecerás" Escuchó, convertido en un murmullo moribundo que venía de muy, muy lejos y que era expulsado fuera del bosque por la brisa que abanicaba las altas copas de los árboles.
Pero él continuaba huyendo con desesperación. Magistrado, Azazel y aquel visitante; todos estaban fuera de su alcance ya, mas él huía casi con pavor. Escapaba no ya de un enemigo material, sino en de un temor en su corazón, que aquel caminante había logrado hacer florecer por completo antes de ser arrastrado. Siempre palpitante en sus entrañas, hasta ahora tomaba plena consciencia de toda su pavorosa existencia; y corría, sin rumbo propio, no lo que sabía era que las fuerzas de aquel bosque guiaban sus pasos desde hacía rato.
Se internó más, hasta la misma naciente del río. Cerca de esas aguas estaría a salvo. Aquel era un afluente importante del Gran Bramido; aquellas aguas se unirán con la gran corriente y continuarían su viaje hasta el mar. ¡Ah, el mar! Evocó la visión de las costas, no muy lejanas. Él, de pie bajo la sombra de un árbol bajo, contemplando las olas del azul océano bañar las arenas de una playa, no muy larga, que emergía de la espesa vegetación que llegaba hasta la orilla. El oleaje no era pesado, y la arena era tan blanca; solo allí había visto una playa tan blanca. Así, un pequeño bote de vela llego a la costa. Cuatro personas se bajaron de este y lo acercaron a la orilla, mientras le saludaban efusivamente.
Extraña visión en un lugar tan opuesto. ¡Ah! Cuanto añoró su sueño de centurias, para volver a despertar solo el día en que estuviera en casa de nuevo.
Entonces, un paso en falso y el agua lo cubrió por completo. Salió de una visión para caer en otra visión, pensó, una más fuerte y real. Tardo un buen rato en percatarse de lo contrario. Mientras, se encontró en un extraño estado entre la meditación profunda y la consciencia. Su cuerpo no luchaba en aquellas aguas; sus ojos estaban cerrados pero le parecía ver la mortecina luz del sol penetrar las aguas; ya no escuchaba nada de ninguno de los puntos cardinales. Se sentía flotar allí, diluirse en el líquido. En paz y quietud absoluta cayó de inmediato en medio de las aguas. No luchaba, ni había ansiedad. Este era un estado primerizo, igual al niño en el vientre de su madre.
Poco a poco su cuerpo fue ascendiendo (tal parecía que se había sumergido hasta lo más hondo) y al mismo tiempo él se sumergía más en este singular trance, hasta que llego a la superficie. Sus pulmones empujaron con fuerza el aire hacia adentro, despertando al instante de este sueño. Al alcance de su brazo encontró la orilla.
Los altos árboles formaban con sus ramas un techo de varias capas; la luz del día llegaba velada y turbia al suelo. Estos se elevaban como oscuras columnas del agua de la naciente, la cual estaba queda y pulido como un espejo de ébano. Suma quietud reinaba en el ambiente, y silencio. Solo una que otra gota cayendo o una hoja que graciosamente caía sobre la superficie y cuyas ondas recorrían el espejo, rompían la uniformidad del agua. Una brisa corría desde un extremo al otro, fría y húmeda, pero su movimiento era parejo y constante; acariciaba gentilmente el triste rostro del bardo.
Él estaba en una orilla, hincado, apoyado sobre el báculo, y observando la superficie del agua. La brisa, las ramas, los árboles... sentía como si todo se inclinaba hacia él y quisiera abrasarlo. Entonces un sobrecogimiento lo embargo. Sentía el imperativo deseo de mantenerse callado y quieto, convirtiéndose en parte de esta naturaleza, en perfecta comunión como en el agua. Este lugar llama al visitante y le da la sensación de retorno al hogar primogénito; aquí encuentra la paz inmaculada.
- Y así, he encontrado una encrucijada, de donde la sangre de las montañas fluye en todas direcciones. En cierta manera todos venimos de aquí; la energía que formo nuestra carne y ojos, la que brilla en nuestras mentes... No debo permanecer mucho, es suelo muy sagrado, Azazel no debe encontrarme aquí, aunque sería seguro que lo derrotaría gracias a las fuerzas de este lugar.
De uno de los bolsillos internos de su capa sacó un pequeño frasco trasparente envuelto en una malla de hilo negro. Lo lleno con un poco de agua  y entonces salió con paso solemne. Llegó a un lugar donde dos arboles se inclinaban y entrelazaban sus ramas formando una especie de arcada, parecía un portal entre el resto del  bosque y la encrucijada. Bardo se detuvo bajo estos y proclamo casi con un susurro:
- Lugar tan sagrado que el tiempo no se atreve a mancillar, donde el paso de las Eras no se atreve a poner pie. Como estos hay muchos en nuestros bosques, montañas, mares... ¡estos lugares aguardan a quien los necesita! Remanentes del Edén original. Justo ahora necesitaba llegar a este sitio, justo cuando los tiempos terminan y otros comienzan, ¡encontrar una encrucijada, encontrar un punto de partida para andar de nuevo!
Sin volver a detenerse, continuó. No se había percatado, pero ya ninguna herida de su cuerpo le molestaba; era como si hubieran cicatrizado. También, en lugar de temor, sentía emoción hacia lo que venía de frente; ya no podía esperar a salir del bosque y enfrentar la nueva jornada.
Volvió por el mismo camino con un rostro renovado. Aunque tenía prisa, anduvo con calma; a simple vista tenía un andar despreocupado, pero la verdad percibía todo a su alrededor. Nuevamente pasaba desapercibido; Azazel no estaría muy lejos. Ya no habían pensamientos agobiantes, ni piernas cansadas que lo retrasaran.
Caminó un buen rato. La neblina de la tarde caía cada vez más hasta llegar al suelo. Sus ropas estaban húmedas, por lo que su cuerpo se enfriaba, mas él no le daba la mayor importancia. La niebla escondió las copas de las árboles y todo se desvanecía a los pocos pasos en la distancia; el bosque cobro un ambiente inquietantemente, estático e irreal. Se enrumbo hacia el Gran Bramido, siguiendo de lejos el afluente.
En aquel ambiente estático, a Bardo se le hizo más fácil sentir a través de la niebla un movimiento rápido desde hacia unos instantes. Primero era pausado, como si dudara, después se volvió más constante y decidido. El bardo mantuvo la calma; tenía una extraña confianza esta vez, aunque en realidad no tuviera ni la mitad de sus fuerzas originales para pelear.
Todo sucedió entonces en un parpadeo: una gran figura emergiendo de la maleza de un lado del camino, realizando la misma danza para destajarlo. Bardo en perfecta coordinación, corrió hacia el frente sin voltear; ya había presentido el ataque desde antes que éste sucediera.
Azazel lanzo un grito que pareció más bien un ronco aullido, con una voz entre humano y bestia. Sabía de los poderes de los bardos en las encrucijadas, por eso no ataco hasta estar seguro de alejarse por completo de aquella fuerza. No se veía más como una figura lastimada. Mantenía una posición encorvada, casi tocando la tierra con sus manos cuando corría. Bardo entendió la transformación de Azazel. El caminante le aviso su posición al Magistrado y como había despertado en el bardo aquel temor oculto, y después encontró a Azazel, despertando en este su espíritu de bestia. Lo guiaba todavía, Bardo sentía aquella aguerrida consciencia en el aire, pero la rechazaba por completo esta vez.
Corría decidido, no huía desesperado como en estos últimos días. Solo tenía una opción, y ya formulaba un plan.
Ambos se movían en silencio por el bosque. Desde lejos solo se apreciaban dos figuras negras entre la neblina, veloces como ciervos. Esta carrera pasaba desapercibida. La montaña estaba sumida en un silencio solemne, al parecer mortuorio, como preludio al desenlace de una obra.
Se encontraron con hierba verde bajo sus pies y claros con más frecuencia, hasta que anduvieron por terreno llano, muy verde y con pasto muy tupido. Solo encontraban pedazos cubiertos por espesa selva por acá y por allá.
Azazel sabía aprovechar bien estos islotes de bosque. Tenían que zigzaguear entre estos, entonces la furia los aprovechaba para ocultarse y saltar de pronto, o para adelantarse sin que Bardo se percatara, y atacarlo desde cualquier dirección. Pero aquel estaba bien informado sobre sus artimañas, previéndolas todas, y guiándolo sin que se diera cuenta hasta la margen del Gran Bramido. Azazel se encontraba tan enfocado en la cacería que no percibía la trampa.
Lo que a Bardo y Laurel les hubiera tomado día, día y medio en cruzar, en aquella carrera que comenzara desde la mañana, él sólo lo había recorrido en  cuestión de medio día. Así, ahora estaba en las orillas del río más grande del país.
El estruendo se escuchaba como una gigantesca avalancha; monótono, y solo este se oía, enmudeciendo todos los demás sonidos de la montaña. Embargaba los oídos de quien se parara en las orillas, aturdiendo. El caudal corría inusualmente embravecido, arrastrando árboles y piedras; su paso era imponente como un rey que atravesaba obstinadamente la montaña hasta llegar a su destino. La masa de agua era uniforme, teñida con el color de la tierra, de la cual apenas una que otra piedra se osaba, cubriéndolo todo de orilla a orilla como un manto.
Se detuvo apenas un segundo a observar el río. Sus párpados se entrecerraban por las aguas que saltaban del agua y la llovizna que empezaba a caer. Ahora la neblina se había levantado un poco hasta cubrir las copas de los arboles. El Gran Bramido se había desbordado de su cause normal; las orillas estaban mucho más separabas de lo que recordaba. Muy mala señal para cruzarlo, pero excelente para su plan.
Azazel no se hizo esperar y cayó en la primera oportunidad. Bardo lo esquivó, quedando aquel de espaldas al río y él de frente, con varios metros separándolos. Estaba erguido, sosteniendo su báculo al frente, con la punta firmemente clavada en la tierra; su otra mano estaba lista para desenvainar la espada. La furia estaba recogida, casi hecha una ovillo; todo el ambiente era gris, y en medio, dos ojos brillaban con una extraña chispa. Bardo la conocía bien; los observo largamente, buscando algo detrás del brillo. Entonces se convenció definitivamente de lo inevitable. Las palabras que intercambiaron antes fueron el vivo testamento de Azazel, el primer furia. Este día pronunció sus últimas palabras cuando luchaban en el bosque; ahora el ser que estaba en frente de él no era más que un remanente del gigante. Se sacrifico así mismo para poder obtener la ferocidad y fuerza necesarias para alcanzar lo que creía era su destino.
No más dudas. Bardo extendió báculo y espada, uno en cada mano, y bien alzadas en lo alto. Tampoco quedaba remordimiento; este era el final más noble que podía haber. Los cruzo en el aire; entonces la furia se lanzo con más furor que antes. ¿Podía acaso dejar a este ser, reducido a una mísera bestia sin sentido, así? No, al menos se lo debía al noble Azazel que ese día conoció. Este río sería una sepultura digna de él, pensó. Las dos consciencias, la del Juez y la del caminante permanecían en suspenso.
Clavó la espada en la tierra con el báculo encima de la hoja. Primero, una onda de luz detuvo a la furia y la rechazó. Después, un corte recorrió el suelo, mientras este vibraba, hasta formar una media luna contra la orilla. El Gran Bramido azoto entonces la tierra resquebrajada, arrastrándola inmediatamente bajo una gran ola.



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