El Canto de la Última Jornada

29 de Junio de 2003, a las 00:00 - Daniel Figueroa
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 Una bahía en miniatura quedó en la margen. Bardo seguía de pie, y continuó así por mucho tiempo. El agua golpeaba y las gotas que se desprendían empapaban sus pies. La persecución había concluido, las montañas de repente se sumergieron en la calma, el Gran Bramido ya no le parecía tan amenazador y furioso. ¿Por qué sentía un vacio? Se quedó allí, de pie, contemplando la orilla opuesta.
La consciencia del Juez se esfumo cuando Azazel desapareció. La otra seguía flotando a su alrededor, quizá esperando alguna palabra del Bardo.
"¿Qué es este vació?" La llovizna y las gotas que salpicaban del río lo habían empapado de pies a cabeza; por sus cabellos y su rostro rodaban gruesas gotas de agua. Parecía petrificado en la orilla, en la misma posición en que vio a Azazel ser absorbido por las aguas; una triste figura mirando el río. Es curioso, mientras se hundió no pareció luchar contra la corriente, más bien adopto una pose digna como si su cuerpo reposara sobre una barca mortuoria. Tal vez, también pensó que el Gran Bramido iba a ser una tumba digna para él.
Extraños pensamientos comenzaban a divagar por su cabeza; la contemplación de aquella corriente lo inducía al trance. El caminante seguía allí, atento a cada nuevo pensamiento que nacía, pero inmóvil, no realizaba ningún intento para molestarlo. Bardo aún pensaba en la muerte, y para sus adentros sabía que la cacería no había terminado; quizá, solo comenzaba otra vez con un nuevo depredador. Pero todavía estaba bajo los efectos de la encrucijada, por eso aquel viajero lo dejaba tranquilo. Despertó y reanudo la marcha.
Siguió andando. Aunque la verdad nadie lo perseguía, no aminoro el paso, sino más bien caminó con más soltura; una figura envuelta en un manto café que se deslizaba a lo largo de la gran corriente. La llovizna no cesaba y la neblina tampoco cedía por completo; a veces las gotas de agua en los ojos y la neblina baja le hacían ir a ciegas, pero no se desviaba de su ruta, la cual conocía muy bien. Aquella era la ruta de los viajeros para cruzar el río sin usar las rutas principales.
La neblina era más espesa conforme avanzaba; la altura aumentaba de manera imperceptible. El rugido del Gran Bramido surgía, oculto casi por completo por una masa gris y etérea.
Poco a poco una gran mole negra se formaba adelante. Por más que uno agudizara la vista, no podía captarse ningún detalle, solo una forma negra y difusa. Bardo se movió más rápido, al tiempo que se desviaba un poco de la margen, por un desnivel. Entonces, paulatinamente las vigas se fueron delineando y las gigantescas bases de piedra y cemento fueron emergiendo. Cuando aquella estructura ya estaba por completo visible, Bardo estaba parada al inicio, tratando de observar al otro lado.
Este era un muy antiguo puente por donde pasaba la línea del tren hacia el Sur. Los rieles todavía estaban allí, perdiéndose en ambas direcciones; los travesaños eran pocos los que permanecían intactos. El tiempo ennegreció la estructura, de ahí su aspecto tétrico, pero seguía siendo macizo, las bases no cedían ante las peores crecidas. El extremo opuesto se esfumaba..
Con mucha precaución comenzó a cruzarlo. En medio de las vigas y los pedazos de travesaños se apreciaba con claridad el gran río revuelto, como si esperara con los brazos abiertos a quien osaba cruzar. El báculo cada travesaño antes que su pie. Una docena de veces podía cruzar este puente, y una docena de veces repetiría el mismo ritual.
Mas esta vez se detuvo justo en el medio. El río se perdía en un océano blancuzco, ambas orillas se observaban difusas. Bardo podía ver ya el extremo opuesto del puente. Conforme se fue haciendo más claro, comenzó a sentir una angustia, que al llegar al medio del puente se convirtió en una especie de pánico.
Allá estaba el extremo opuesto, aguardándolo; no muy lejos de esta la línea se perdía engullida entre los arboles y la maleza. Tenía la certeza de que algo lo esperaba de ese lado. ¿Qué iba a ser de él cuando cruzara? Entonces volteo de repente hacia el otro extremo movido por la fuerte sensación de una figura, tal vez el mismo Azazel, que surgía y cruzaba el puente. Por supuesto, no había nada. Y acepto finalmente que Azazel estaba muerto. Entonces supo el porqué del vació y de su miedo.
"¿Qué sucede Bardo? ¿No quieres que nos veamos las caras? Desde el Oriente la luz se esparcirá por la tierra, y la oscuridad será desterrada; tu no tendrás donde esconderte, el resplandor de mi espada te encontrará" Y con estos últimos pensamientos aquella consciencia se esfumo. Bardo se sintió muy liviano de repente, como si le hubieran quitado un peso de los hombros que le había sido imperceptible; era una sensación curiosa de alivio, aunque con la certeza de que el caminante reanudaba su marcha en ese mismo momento. Se deslizo con rapidez por el  puente, internándose en el bosque otra vez. Se movía como si quisiera llegar a algún lugar cuanto antes.
Aquel tramo del viaje fue claro; un sendero bien delineado, muy limpio en comparación con el bosque por el cual cruzo. La maleza y los arboles eran abundantes a ambos lados de la vereda. También percibía los movimientos de algunos animales y el canto de las aves. Pero la magia de aquel amanecer se había perdido; ahora se acercaba a los bosques de Orior.
Con cada paso se acercaba más a la capital de La Hermandad. En medio de las montañas del Este un pequeño valle se abre se improviso al viajero perdido en el bosque. Oculto entre los macizos, solo se puede entrar por un paso en el extremo occidental; al norte y al sur, densos bosques cubren las escarpadas montañas, y hacia el oriente una pared de roca cuida la retaguardia de la ciudad. La Antigua Hermandad había encontrado este lugar, igual a la encrucijada de la naciente. Por esta razón comenzaron a edificar un santuario allí antes de la época de los disturbios y de Osejo, lejos de sus enemigos y anticipándose al caos próximo; un santuario para proteger sus preciosos conocimientos y a sus altos maestros, y así tal vez preservar el conocimiento para que en el nuevo ciclo de caos no se perdiera. Pero fue demasiado tarde y no pasaron de construir sus murallas, cuando se debilitaron. Sin embargo, los altos muros colocados son macizos; se cierran en forma de pentágono, cuyo vértice apunta al oriente, y por lo tanto infranqueables, imperecederos como la misma montaña donde fueron construidos y hechos según las antiguas artes reales.
De esto han pasado muchos años; mucho antes de que el viejo bardo despertara; nunca había andado sus caminos, ni conocidos sus muros cuando estuvieron desiertos y en paz. Y así, cuando el Juez fue expulsado, y junto con sus seguidores fue exiliado al Este, recorrió toda la cordillera buscando aquel lugar  olvidado. Conforme La Hermandad adquirió poder, en secreto la ciudad fue creciendo, alrededor del gran obelisco, el Último Dogma. Entonces, llego el día en cual el Juez rompió el ciclo, la nueva historia comienzo cuando las puertas occidentales de la ciudad se abrieron y engulleron a la dictadura de Osejo; de sus puertas, los ejércitos marcharon por toda la república.
Mas, por ahora las puertas permanecen silenciosas, Bardo desde aquí las escuchaba bien. Solo es cuestión de tiempo y se volverán abrir. Entonces será su última jornada; de lo que ahora seguía en pie, no quedaría nada, y el aullido de la espada resonará de nuevo por las calles. Cuando las puertas principales se abran, Orior lanzara otra vez su azote.
Al otro lado escuchaba al Valle, inerte, un pueblo que se desangra; la traición del Macizo aseguro la victoria de La Hermandad; de los que representaban una amenaza, su sangre baña las rocas. Solo queda ella, y es apenas un retoño, muy tierno. Yacen fuerzas todavía en la ciudad del Valle, reptando entre las calles, refugiándose en las ruinas, sobreviviendo o solo esperando; ¿quién las hará despertar? Ahora solo es cuestión tiempo.
El lugar tenía un aspecto extraño. La niebla cayó hasta el suelo, y velaba la luz del atardecer, tornándola mortecina. Los arboles oscilaban en lo alto, pausados, movidos por un imperceptible viento, solo densas sombras contra el cielo oscuro, cuyo crujir hacía eco en la lejanía. Todo el bosque estaba encerrado en una bóveda que apenas dejaba pasar los rayos del sol. Esa es la mejor defensa de Orior, el denso bosque que cubría aquellas montañas en todas direcciones, montañas escarpadas, con paredes de roca y acantilados ocultos en todas direcciones.
El gran Valle en el centro de la república estaba divido en dos por las altas cordilleras, unidas por el Paso de la Bruma. El Valle Occidental, el más grande, fue la capital; pero la ciudad del valle oriental es la más antigua, lugar de la primera fundación. Las Montañas del Este lo rodean, incluyendo el poderoso volcán Itskazú. Aquella es una tierra muy rica; sus suelos estaban fertilizados por las cenizas de los antiguos volcanes y debajo yacían preciosos y raros metales. En las montañas se hallaban cuevas y ríos subterráneos que Bardo sabía que formaban un extraño reino inexplorado debajo de la república, y los bosques cubrían hasta las puntas de los cerros, tan altos que la ciudad parecía rozar el cielo.
Bardo, antes de La Hermandad, había visitado aquel lugar, desde ese entonces presintió que la historia se volvería a escribir es esos suelos. Ya sabía bien donde Orior se levantaría y por donde sus ejércitos cruzarían para invadirlo todo. El lugar era hermoso, poseía una singular magia. A pesar del avance de la civilización, no dejaba de parecer tener cierta terquedad a no cambiar; la ciudad le hacía un guillo al visitante, los tiempos cambiaban pero aquí siempre se abrirá un paréntesis. ¿Quién no en estos bosques había tenido la sensación de aislamiento? Era como entrar en un reino mágico. Las montañas se hacían más altas hacia el este, hasta llegar al Cerro Silencioso, epicentro de aquella fuerza. La gente la sentía, y eso la atrajo hacia la montaña, mas ahora permanece solitaria, disfrutando de un periodo de calma. De sus secretos, nadie había compartido, ni siquiera el Juez se atrevió a echarle mano; solo un solitario refugio en la cima existía.
Aquella ciudad al oriente del valle pertenecía a La Hermandad, lo fue mucho antes del primer ataque, pero en secreto sus gobernadores y su gente siguieron las ordenes del Magistrado. La Ciudad del Oriente y la nueva Capital de la República, estos son los títulos conferidos; por supuesto, para la gente del Valle no tienen sentido, son palabras huecas, pero para muchos otros pueblos cercanos son símbolos de su autoridad y del nuevo poder al cual obedecen. Desde allí Orior enviaba sus ordenes y controla a los pueblos conquistados; Al pie de las montañas, hacia el este de la ciudad, estaba la Fortaleza de ..., dominando todas las rutas hacia el Este y Sur del país; aquella fortaleza era la embajadora de La Hermandad fuera de Orior, enviando desde ahí los mensajeros y las tropas a todo el país.
Un fuerte viento comenzó a escurrirse en el bosque, arrastrando la niebla, escurriéndose como una corriente de agua en medio de los arboles. Golpeaba su cara; sus ropas húmedas se le pegaban al cuerpo. Todo el valle central tenía esta magia especial, solo que la gran ciudad la había extinguido en el occidente, pero en el oriente, de donde nace la luz, aquel poder no podía ser apagado tan fácilmente. Por eso, los Antiguos en toda la basta tierra buscaron allí un santuario, donde estar protegidos del tiempo. El Juez Magistrado respetaba estos parajes y por eso bajo su sombra se refugió; se aquella fuerza alimento a La Hermandad.
El frió de la tarde le anunciaba el final del día; era molesto, la neblina lo había empapado por completo, ¿qué haría en la noche, en estas tierras donde no podía detenerse a descansar? Era territorio de Furias, pero no sentía a ninguna recorrer el bosque. ¿Sus sentidos estaban adormilados o sencillamente todas permanecían en Orior? ¿Tanto daño les causaba la muerte de Azazel? ¿Los terribles cazadores fueron intimidados por un triste bardo? Tendrían  razón de temer al hombre que aniquilo al titán, pero también solo era cuestión de tiempo; solo contraían fuerzas para lanzar el ataque definitivo; esta vez, no dejarían espacio a errores. La victoria sería rotunda.
Moría la tarde. Él descendía por una ladera. La neblina se había quedado atrás, cubriendo la parte alta de la cordillera, las faldas de la montaña estaban despejadas. Se deslizaba por un grueso manto de barro y hojas húmedas, sujetándose como podía con sus dos manos y pies. Su semblante era duro; por todo su cuerpo habían marcas de barro, y tenía trozos de maleza revueltos en su cabello y barbas. No tenía sensación en las puntas de sus dedos; tampoco sentía sus heridas, ya que todo su cuerpo estaba entumecido.
Llego a un terreno plano, donde dos montañas estrechaban las manos. A la izquierda continuaba el denso bosque. Al otro lado el terreno descendía y en el fondo un fino hilo de plata se extendía entre los montes; más allá, la cordillera con sus cimas cubiertas por un grueso manto de nubes. Bardo se detuvo, sobrecogido por esta visión. Entonces el sol de la tarde apareció entre las nubes; su luz toco aquella meseta, bañándolo todo con una hermosa luz dorada.
Bardo quedo clavado en su lugar con su mirada perdida. Tuvo un sentimiento, una mezcla de soledad, nostalgia y tristeza. Emanaba desde el fondo de su ser, aflorando en su mirada y en un suspiro; algo oprimía su pecho; una certeza flotaba en su pensamiento. Los bosque y las montañas lo oprimían, aprisionándolo. Podía ver el Sol ocultándose en el Occidente, pero estos linderos no lo conducirían hasta allá. La dorada luz de la tarde lo bañaba, como un dorado bálsamo. Mira el cielo, es tan hermoso, celeste, blanco, dorado...; dale una buena mira... por qué al Este haz ido a parar, donde la noche comienza a caer y la primera estrella comienza a brillar.
Del otro lado, la cima del Obelisco asomaba a lo lejos de entre las montañas, apuntando como un gran índice al cielo; justo encima estaba la Luna, y la primera estrella de la noche brillaba con toda su fuerza. Luna y estrellas; esta Luna, aquella figura en el cielo, la cual el Último Dogma señalaba como las manecillas del reloj; se había dado una vuelta completa al ciclo, la Luna aparecía en Orior y el Arcángel cruzaba el umbral.
Entonces allí estaba el caminante, de pie a las puertas de la ciudad. Sus miradas se cruzaron en la lejanía. Vestía un manto negro de pies a cabeza; montaba ahora una bestia negra que le había sido preparada desde hace mucho. Tenía señas de haber pasado por un muy, muy largo viaje; su rostro parecía agotado, pero en sus ojos, esos ojos de ébano, todavía palpitaba el fulgor.
Bardo no podía apartar la mirada de aquellos ojos; lo tenían atrapado. Sus pies se volvieron pesados como rocas. Escabulléndose, una oscuridad lo envolvía, una extraña clase de tormenta se formaba a su alrededor. Sus brazos también se volvieron pesados, y cayeron perezosamente a sus costados.
- Para ti la noche cae en el Oriente y el cielo del Occidente se enciende con el fuego del Sol fatuo. Muere el día; viejo Bardo, la jornada también acabo. Ven a casa, ¿qué no oyes las exclamaciones de estos pequeños que quieren escuchar una historia antes de dormir?
Entonces vio la escena, conforme el Arcángel la describía. Una fuego que arde en una habitación, y varias camas a su alrededor. Y en algún rincón, las voces de los niños rogándole que contara las hazañas de algún valiente de tiempos olvidados, las viajes de los aventureros marineros, o simplemente el relato de alguna travesía por un bosque encantado. Las infantiles miradas lo buscando con ahínco; no se irían a dormir sin su historia.
- ¡Eres hábil caminante! Casi caigo en tus artimañas, ¡ah! Te conozco bien bribón. De mi hogar, no quedan ni los fundamentos - no podía dejar de recordarlo sin un profundo dolor -; pero tu todavía tienes donde ir, ¡ve! ¡Regresa por el camino por donde viniste! Aunque solo sean cenizas y recuerdos, hónralos porqué son lo único que te queda.
- Sobre las cenizas de la antigua República levantare una nueva. Con la Regla y la Escuadra construiremos una ciudad de donde la luz del nuevo amanecer se extenderá.
- ¡Si! Una ciudad cuyos muros tendrán bases de cenizas, las cenizas de huesos y cal.
- ¡Vete! La noche se aproxima y con ella el fin de tu jornada. ¿Qué no entiendes que en la hora más oscura, darás palos de ciego buscando tu camino? Ahora solo nosotros somos los guardianes: entre la Estrella y la Nada, sostendremos la Llama.
Bardo extendió de golpe su báculo al cielo, y exclamó:
- Soy el viejo Bardo, y esta es mi jornada a través de la oscuridad. Conmigo traigo la Llama, madre de todas las luces - una poderosa llama se encendió, cubriendo la mitad del báculo y alzándose casi dos metros  hacia arriba -; ¡este es mi fuego, inagotable y puro!
- Tonto. Crees acaso que la encrucijada puede sanar las heridas de una Furia; ¡ahora estas lejos de allí!
Una fuerte ventisca lo azoto, estrellando contra su rostro un montón de hojas y trozos de bosque. La llama de su báculo se apago engullida por la noche, ahora cerrada a su alrededor; ni la luz de la Luna o el brillo titilante de las estrellas se dejaban ver. De repente un agudo dolor recorrió todo su cuerpo, casi haciéndolo perder la cordura, como si todas las heridas provocadas por Azazel fueran desgarradas con un cuchillo. El Arcángel había batido sus alas.
Sin saber como reunió fuerzas y corrió ladera abajo. Sentía el galope del jinete detrás de él. Con salvaje exaltación corría con espada en mano, abriéndose trecho a como fuera, destrozando todo a diestra y siniestra. Venían otros detrás de él, algunos a pie, otros montando también; pero los que lo seguían más de cerca eran tres guerreros furia.
Por fin llegó abajo, sumergido en un singular estado de ensueño; el terrible dolor anulaba su consciencia, casi lo hacía desfallecer. Daba por sentada su caída, continuaba huyendo solo por instinto, no era un acto consciente. De repente era la hora más oscura de la noche; un viento funesto soplaba, ¿caía la lluvia también? No lo sabía, para él todo transcurría en un sueño.
Corrió hasta chocar con la margen del río, y todavía se adentro en su corriente hasta que le llego a la cintura. Lo halaba, le era difícil continuar de pie. Se uniría con Azazel en una tumba líquida; los dos bravos contrincantes por fin encontrarían anhelado descanso en el seno de las aguas, y así ambos estarían en paz. Extraños pensamientos andaban por su mente cuando se encontró con una masa negra, informe, en el agua. Sus brazos la sujetaron como movidos con voluntad propia; de un salto, como si alguien lo tomara del cinturón y lo levantara, monto encima, afianzándose con desesperación a la áspera superficie.
La fuerte correntada lo transportaba. Los otros ya habían llegado a la orilla, y no se detuvieron, lo seguían. Si no podían eliminarlo, por lo menos presenciarían el momento en que las aguas cobraran la víctima. Él, sin embargo se dejo caer en aquel sueño; no lucharía más, solamente se dejaría llevar por el río a su capricho.
Así, Bardo perdió la noción del tiempo y el espacio. Todo le parecía estático; todavía en la orilla, balanceándose en las aguas, con los jinetes y las furias aguardando en tierra por alguna razón que él no podía explicarse; si las aguas estaban tan calmas, ¿por qué no se lanzaban hacia él? Por supuesto, en su sueño el río no era una correntada imparable. Aquellos todavía continuaban con ahincó recorriendo la margen del río.
¿Había amanecido ya? ¿El Sol daba luz a un nuevo día? Atrapado en el dogma del Arcángel, no podía conocer el movimiento de los astros y las estaciones, solo la perpetua noche que amenazaba con desbaratar su consciencia. Solo ecos le llegaban desde el mundo exterior; las pisadas de los caballos, los murmullos de los guerreros impacientes, una risa que de vez en cuando estallaba en son de victoria. Y justo antes del silencio, un alboroto repentino.
Por un momento el río pareció crecer y una gran ola se extendió en la orilla contra el Arcángel y su comitiva. Pudo ver bien, entonces, el brillo de las espadas. Una voz con tono de mando dicto una amenaza, y varias otras respondieron de igual forma. Había un gran movimiento de pesados pies; hombres vestidos con cotas de malla y armaduras, hasta diviso varias escudos redondos finamente pulidos. Parecía una batalla de resplandores que se agitaban en todas direcciones. Entonces una alta figura montada a caballo se adentro en medio de toda la acción. Con cada ataque, el río también respondía bañando las márgenes, tratando de arrastrar a los invasores. Apenas podía sostenerse encima del tronco que le servía de balsa.

La Hermandad se batía en retirada. El río se tranquilizo, convirtiéndose en una suave corriente apenas perceptible, como en su sueño. El tronco giro y se acerco muy despacio hacia la orilla, donde amistosas manos lo cargaron. El murmullo de una voz cantó en su oído, y el terrible hálito del Arcángel se retiro en el acto. Ahora veía la dulce luz del amanecer, con su cielo azul y las hojas verdes de los árboles. Mas todo era un sueño, ¿o no?. Sus ojos se cerraron, no sin antes ver un par de finas joyas de obsidiana que lo observaban desde un rostro blanco como la porcelana, rodeado por largos cabellos negros. Sentía el tibio calor de las manos sosteniendo su cabeza, los dedos rozando su mejilla.



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