La venganza de la araña

01 de Noviembre de 2003, a las 00:00 - Mazo Terhun
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Capítulo 4: Redención

 Galadan Eldanar respiraba ruidosamente. La batalla en el patio había cesado. El veterano montaraz estaba cubierto de pequeñas heridas y su espada estaba mellada en varios puntos. Cerca de él sus hombres se encargaban de atender a los heridos y contar los caídos. Poco a poco la niebla parecía que empezaba a disiparse. Se limpió el sudor del rostro y observó todo a su alrededor. Los lamentos de los heridos se oían por doquier. Había sido una batalla sangrienta. La mirada se le paró en la torre del homenaje. La espesa niebla se extendía sobre ella como una mano huesuda y ascendía hacia lo alto. Parecía como si la neblina se retirase del patio para cubrir la gran torre. Galadan tuvo un mal presentimiento y se encaminó hacia allá con varios hombres. En sus inmediaciones apenas podían ver. Casi tanteando subieron las escaleras que daban a la entrada. Galadan alargó la mano hasta la puerta. Esta se le enredó en un hilo pegajoso. Intentó librarse y su puño golpeó la puerta de acero y madera de roble: estaba cerrada.  De pronto se escucharon multitud de gritos de alarma en el patio. Los montaraces no sabían que estaría pasando y Galadan estaba abstraído, pensando que desgracia estaría ocurriendo en la torre. En ese momento escuchó una tos y se acercó: un soldado herido estaba apoyado en un escalón: le contó que Ardhan, Kivan y Gilagaroth estaban dentro y que Bregor y Anarduabar también. Sin embargo había pasado algo muy extraño momentos antes de que llegasen: cuando la niebla empezó a crecer en la torre, varios de los espectros que yacían muertos se alzaron de nuevo y entraron. Habían llegado muchos. Un buen número empezó a trepar por la torre pegados a las paredes, como enormes insectos de acero. Galadan pensó en traer un ariete para forzar la entrada. Tan pesada era la niebla que no pudo localizar los espectros que estarían trepando por los recios muros. Justo cuando se giraba para dar la orden vio una espada que salía de entre la niebla. Galadan consiguió detener el golpe con la suya, pero tropezó con un escalón y cayó de espaldas. De la niebla surgió un espectro acorazado, que ignoró al caído y empezó a trepar por la torre. Cuando Galadan se levantó, escuchó gritos en el seno de la niebla. Lentamente, los enemigos se alzaban de nuevo.

 En el tejado de la torre Anarduabar se giró para encarase a su adversario: el espectro que poseía el cuerpo de Kethwyd lo observaba en silencio. Estaba apoyado en extraño equilibrio sobre las almenas. Extendía su brazo derecho al cielo. Girando en la noche, su sable volvió a su amo. La niebla parecía crecer a su alrededor. La hoja quedó envuelta en un brillo mortecino. Anarduabar comenzó a avanzar, la espada empuñada con ambas manos. El sectario comenzó a reír. A su espalda apareció una figura vestida con una armadura negra llena de afilados pinchos. Llevaba dos flechas clavadas y el yelmo estaba hendido como por un golpe de hacha. Saltó ante su señor y se encaró con el enorme guerrero venido del sur. Las espadas cortaron en aire. Ninguno conseguía romper la guardia del otro. Las espadas chocaron de nuevo y esta vez la hoja de Tor se introdujo en el pecho del espectro. Se escuchó un gorgoteo y la luz amarilla de los ojos se extinguió. Anarduabar sacó su hoja de un tirón y se dispuso a enfrentarse a Kethwyd. Pero quedó paralizado de estupor. Otros espectros aparecían sobre las murallas. Eran decenas. Bregor y los defensores que quedaban se apiñaron en el centro. Varios de  los aparecidos se lanzaron sobre Anarduabar, que se vio obligado a retroceder, paso a paso, hasta legar con el señor del castillo y los demás. La garganta de Kethwyd reía con una voz que no era la suya, ni la de ningún otro hombre mortal.

 Kivan terminó de acomodar el cuerpo inconsciente de Gilagaroth en el centro del circulo de defensores, donde se hallaban las mujeres. Los ballesteros cargaban sus armas y apuntaban. Los demás, caballeros y soldados, esperaban con las espadas en mano.  Ardhan se acercó a su amigo y empezó a lanzar una plegaria. El paladín buscaba la protección de los Valar para este fatal trance. Se encontraba muy débil y su lazo con los señores del Oeste parecía casi extinto. Aún así la ayuda legó y una brillante aura dorada envolvió a los defensores. Cojeando, el hombre de Gondor, ocupó su posición entre los soldados, su martillo  resplandeciendo con una luz roja. Los guerreros de la araña los iban rodeando poco a poco, mas ninguno avanzaba contra ellos. Junto a Bregor estaban su hijo Bregolas y Anarduabar. El noble dirigía su mirada oculta por el yelmo de guerra a la figura del señor de los espectros. Ese horrible ser era un amigo suyo. Otro más que ha caído bajo el peso del poder del Mal. Lamalas... La imagen de su amigo se le vino a la cabeza. Él también quedó presa de su sed de poder y se unió a las filas de la oscuridad. No tuvieron mas remedio que matarlo. Ahora deberían hacer lo mismo. Aunque quizás Kethwyd estuviese ya muerto y solo fuese su alma atrapada en su cuerpo decrépito, animado por una magia oscura. Los espectros avanzaban ahora, muy lentamente. La voz de Ardhan sacó a Bregor de sus elucubraciones:

- Mucho me temo que hemos olvidado que no nos enfrentamos a hombres comunes sino a muertos vivientes. Tiene más poder del que pensábamos. Si algo sé de esas horribles criaturas es que las heridas solo las detienen momentáneamente y que solo una arma bendita o muy poderosa pueden destruirlos definitivamente, si no, se vuelven a alzar... aunque nunca tan rápido. Quizás, la presencia de la espada de Nozgoth tenga algo que ver. Recordad que, como nos contó él mismo, cuando Bregor la arrojó al lago de Sonotor, los espectros cayeron uno tras otro, como unas marionetas a las que les cortan las cuerdas con las que las manejan. Mucho me temo que solo habremos matado realmente a los que hayan caído bajo el filo de Sulring y de la espada de Anarduabar, y a aquellos que yo haya golpeado mientras entonaba una plegaria que haya canalizado el bendito poder de los Valar en sus corruptos cuerpos. Los demás, me temo, no tardarán en alzarse.

Bregor contestó las palabras del paladín:

- Bien, entonces ya sabemos lo que hay que hacer. Debemos destruir esa espada y ver que ocurre. Anarduabar y yo intentaremos salir del circulo de enemigos y nos lanzaremos sobre... su líder. Los demás, resistid hasta entonces.

Sin ni una palabra más, o una despedida, lanzó un grito de guerra y avanzó seguido de su capitán contra el muro de enemigos que tenían delante.

 Kethwyd y Morwen estaban haciendo el amor. Era su noche de bodas. Kethwyd no podía dejar de ver los ojos de su esposa, que lo miraban llenos de felicidad, no podía dejar de oír sus suspiros de placer, ni dejar de oler su cuerpo, ni sentir su piel contra la suya. Se besaron largamente. Kethwyd cerró los ojos y se dejó llevar por su mujer. Cuando los abrió de nuevo, un sudor frío invadió todo su cuerpo. Se encontraba en una habitación oscura, sobre un lecho de piedra. Abrazaba el cuerpo de su esposa, que estaba helado como la muerte. En su cuello tenía una herida profunda. Kethwyd recordó, mientras un cosquilleó le subía por la espalda. Cuando se quiso dar cuenta estaba cubierto de arañas. Estas empezaron a surgir de la herida de Morwen. De pronto, el cadáver abrió la boca y lanzó un agudo lamento. Kethwyd se llevó las manos a los oídos, pero lo seguía oyendo. El aullido se apagó y la garganta de la mujer empezó a expulsar más arañas sobre la mesa de piedra. Kethwyd se levantó y retrocedió estupefacto. Chocó contra un espejo y se giró: era su rostro el que veía, pero su pelo era rojo y estaba recogido en una coleta y sus ojos eran dos luces amarillas. Golpeó el cristal con su puño y lo hizo pedazos. Entonces se percató. Una risa macabra llenaba la habitación. La llevaba oyendo mucho tiempo, incluso cuando yacía con Morwen, aunque era como si no le hubiese dado importancia. Cayó de rodillas e intentó gritar para liberarse del dolor, pero no pudo, pues era él quién reía.

 En la fortaleza, la batalla parecía súbitamente perdida. Un buen número de enemigos se alzaba y los defensores estaban cansados y heridos. Muchos de los espectros se encaminaban hacia la torre del homenaje, aunque otros muchos quedaban para combatir a los diezmados soldados. Mientras luchaban, uno de los guardias lanzó un grito de alarma y señaló un punto sobre la entrada principal. Allí se alzaban tres figuras con armaduras y espadas, apenas visibles en la noche y en la menguante niebla. El trío bajó por una de las escaleras y se encaminó hacia el portón principal. Nadie les salía al paso, pues todos estaban luchando por sus vidas. Llegaron hasta el mecanismo que controlaba el rastrillo y empujaron. El puente cayó sobre el foso que defendía el castillo y la reja de acero se alzó. Instantes después, un buen número de hombres entró gritando en el interior y se unieron a la desigual lucha. Eran al menos tres docenas. Tras ellos se oyó el crujido de las maderas del puente levadizo. En la entrada desprotegida apareció una mole de unos cuatro metros. Era una figura humanoide, vestida con pieles de oso. Su piel parecía piedra y tenía una espesa barba en su rostro humano. Empuñaba el tronco de un árbol como si de una porra se tratara. La dejó caer con todas sus fuerzas contra el enemigo más cercano, aplastándolo literalmente contra el suelo, dejando solo una armadura machacada. Como si nada, pisoteó el cuerpo mientras buscaba otra víctima. Los soldados de Bregor estaban estupefactos y no sabían como tomarse la llegada de estos extraños, hasta que se percataron de sus gritos de guerra: ¡por Eldanar! ¡Por Bregor! ¡Por el rey Gotshelm! ¡Por el Thain!. Los hombres de Nothva Raglaw habían llegado, y con ellos el gigante que se decía vivía cerca del pueblo y cuidaba de los aldeanos. Los soldados de Bregor recuperaron las fuerzas ante esta inesperada ayuda y siguieron luchando mientras Ridorthu, el gigante de piedra, dispersaba a los espectros como si fuesen briznas de paja.

 Kethwyd se retorcía en el suelo presa de terribles dolores. La sangre le hervía y espasmos incontrolados convulsionaban su cuerpo. Se hallaba vestido con una cota de mallas negra y se tapaba el rostro con una monstruosa mascara  de acero negro y plata. A pesar de los espasmos no había soltado el sable que empuñaba en la diestra: la hoja de Nozgoth. Tras su iniciación él y Bultarik habían venido hasta este valle oculto en las montañas nubladas y se encontraron con Bregor, Ardhan y Anarduabar. Se habían enfrentado a los espectros controlados por Angmar y luchado contra tres brujos que defendían el claro. Bregor atravesó a uno con su gran arco y Anarduabar mató a otro, pero el último era Camthalion, señor de los sacerdotes oscuros y uno a uno fueron vencidos por su magia. Kethwyd intentó luchar contra él pero el sacerdote invocó una visión horrible: el espíritu de su mujer surgió de la nada y se aferró al cuerpo de Kethwyd. Sentía como las fuerzas lo abandonaban y un pesado cansancio invadía sus miembros. Morwen, Morwen... era no único que podía decir o pensar. Pero la voluntad de Nozgoth es poderosa. El arma se movió y golpeó el alma en pena. Con un extraño silbido, la hoja absorbió el espíritu de la antigua montaraz de Arthedain. Kethwyd cayó de rodillas, desconsolado, sabiendo que acaba de condenar a su mujer al tormento eterno. En ese preciso momento Camthalion derribo a Anarduabar, el último guerrero que aun permanecía de pie. El coloso cayó al suelo en estado comatoso, del que solo Elrond de Rivendel pudo sacarlo. El sacerdote del Mal se giro hacia el sectario. Le apuntó con un dedo mientras invocaba los poderes de la oscuridad. Kethwyd sabía que la espada podía absorber la magia o usar la suya propia, pero a costa de las energías de las almas presas, lo que les causaba gran sufrimiento. Y su esposa estaba dentro. El mago lanzó su conjuro. La espada intentó anularlo, pero la voluntad de Kethwyd se sobrepuso a la del arma  y se negó. El conjuro lo golpeó y lo redujo al estado en el que se encontraba. Entre dolores vio como Camthalion hundió un largo cuchillo negro en el cuerpo del sacerdote Galmod, encadenado a un monolito de piedra, y lo mató. Con eso, el piadoso espíritu de Sonotor, que se decía reencarnado en el joven novicio quedó desterrado del mundo y condenado al vacío. El elfo corrupto sacó el puñal y se dirigió hacia Kethwyd. Este sabía lo que le esperaba. Podía anular el conjuro que lo mantenía preso, pero no podía causar más mal a su mujer. Escuchaba los pasos del elfo, cada vez mas cerca. Apretó la cimitarra y con una nueva determinación gritó:
 -¡Nozgoth! ¡Toma mi alma y libérala a ella! ¡Es tu única oportunidad de vengarte! ¡Libérala!

 Con un rápido movimiento se hundió la cimitarra en el pecho. Camthalion se detuvo sorprendido. Kethwyd sintió como la vida lo abandonaba.  Los espasmos cesaron. Con sus últimas fuerzas se incorporó tambaleante, alzó la espada ensangrentada y la arrojó contra el elfo siervo del mal. Sabía que su alma iba en la espada, la sentía alejarse. Cuando su cuerpo muriera, cosa que estaba próxima, quedaría encerrada en ella. Le pareció que la espada tardaba una eternidad en recorrer la distancia que lo separaba del sacerdote. Limpiamente se introdujo profundamente en su abdomen. Su víctima puso una expresión de horror indescriptible pues supo lo que esa espada hacía cuando sintió como su esencia vital era absorbida por el hambriento demonio que la habitaba. Se la arrancó entre agudos dolores y la dejó caer de sus manos sin fuerzas. La maligna arma rebotó contra el suelo con el trabajo cumplido. Camthalion lanzó un gemido y vomitó sangre. Un humo negro lo envolvió y desapareció sin dejar rastro. El alma de Kethwyd hubiese querido gritar de dolor cuando se sintió atrapada en la espada, con la esencia del demonio torturándola y corrompiéndola. Había otras muchas allí, todas presas. Sin embargo, entre el tormento hubo algo de felicidad para Kethwyd. Su voluntad se sobrepuso a la espada y había conseguido que cumpliese su orden: el alma de su mujer no estaba. Era libre.

 Bregor y Anarduabar se abrieron paso entre los enemigos, dejando a varios inertes sobre el suelo. Cuando rompieron el círculo se percataron que aquel con el que querían combatir había desaparecido. La niebla lo cubría todo y no sabían dónde estaba el señor de los espectros. Los habían engañado.  Se vieron rodeados por varios espectros. Se colocaron espalda contra espalda y siguieron luchando. Mientras, los defensores estaban siendo diezmados. Los espectros se abrían paso entre ellos, hacia el corazón, donde estaban las mujeres. Finduilas, que protegía a su hijo Helvorn de diez años de edad, alzó sus manos y un rayo de luz golpeó a un espectro, que quedó tambaleante. Kivan lo decapitó golpeando desde un lado. Otro espectro se le echó encima al montaraz y tuvo que seguir luchando. Su rival rompió su guardia y le hizo un profundo corte en el brazo del arma. Esta se le cayó al suelo. Su rival le dio un nuevo golpe de plano en el rostro y lo derribó. Desde el suelo vio al que lo había vencido. Era Kethwyd. Kivan perdía la conciencia. Lo último que vio ese día fue como el espectro de su amigo se dirigía hacia Fingil. En mitad de la lucha, Ardhan también se percató, pues estaba allí cerca. Los espectros los habían estado separando como negras cuñas, aislándolos en una niebla que posiblemente a ellos no les dificultase la visión.  Ahora su señor venía por aquello que ansiaba: El alma de la heredera de la línea de sangre de Tarontor. Si ella moría, la profecía quedaría rota y los guerreros de la araña habrían triunfado, pues no habría ningún descendiente que los derrotase en el futuro. El campeón de Gondor intentó abrirse paso, pero no podía. Estaba débil y herido. Un espectro con un hacha de mango largo lo mantenía a raya y de un golpe muy rápido por su lado ciego consiguió arrebatarle el martillo de las manos. Se encontró  inerme ante su enemigo. Este lo acometió con el arma y el paladín, en lugar de esquivarla amortiguó el golpe con sus brazos cubiertos de metal, agarrando el mango del arma. Forcejearon unos instantes, pero el espectro poseía una fuerza sobrenatural y volteó a Ardhan, que cayó al suelo con estrépito. Su cabeza chocó contra el pavimento y aunque el poderoso yelmo de guerra que llevaba amortiguó el golpe, quedó terriblemente desorientado y no podía ni levantarse. Todo le daba vueltas.  Bregor apareció entre el caos del combate y se plantó ante su rival. El espectro llevaba un yelmo con cuernos, en forma de cabeza de toro. Giraba su hacha de forma amenazadora. Bregor lo golpeó fuertemente con Sulring. El espectro detuvo el golpe con el mango del arma, justo donde dos púas se alzaban y atrapó el arma élfica. El sectario hizo girar el mango en las manos y desarmó también a Bregor. Pero este no se dejó sorprender. Llevó las manos a su cadera y cogió el hacha de mano que allí pendía. Pronunció una palabra y  la arrojó. El hacha prendió en llamas en el aire. Con un sonido metálico atravesó el yelmo del espectro y este quedó  de pie unos instantes, como sorprendido más que herido y  luego se desplomó. Bregor recogió a Sulring y lo remató.

 Anarduabar se abría paso entre la niebla, cada vez más densa,  haciendo peligrosos molinetes con su arma. Un espectro intentó cerrarle el paso y cayó destrozado. Sin embargo, pronto otros ocuparon su lugar y el capitán de la guardia vio frenado su avance. Fingil estaba en peligro y no sabía si llegaría a tiempo. Lo único que podía hacer era seguir matando.

 En el castillo, los defensores iban venciendo uno a uno a los espectros que quedaban. Los refuerzos se mostraron providenciales. A su cabeza marchaba un hombre alto, que vestía una malla brillante y portaba un yelmo dorado coronado por la figura de un ciervo. Una espada de diseño nórdico subía y bajaba incansable en su mano. Lo seguía una mujer muy hermosa, de cabello rubio y largo, en cuyo rostro podía verse la alegría de la batalla. Su pesada espada giraba en un baile mortal. Tras ellos, protegiéndoles las espaldas, iba un hombre robusto que se mantenía en el anonimato con una mascara de bronce. Una recia malla le cubría el cuerpo y luchaba con una espada y un escudo de madera reforzado con hierro. Eran los tres que habían trepado los muros con una cuerda y abierto la entrada para que los guerreros de Nothva Raglaw pudiesen entrar. Ahora dirigían la lucha. Thaer, el thain del pueblo había recibido noticia de los cazadores de que una misteriosa niebla avanzaba por las tierras circundantes y en su seno parecía moverse gente siniestra. Sabiendo qué significaba, llamó a las armas a aquellos dispuestos a luchar y mientras se reunían fue a caballo para pedir ayuda su amigo Ridorthu, el  amable gigante. Y finalmente habían llegado. La lucha fue cruenta. Henrik quedó herido por un golpe de hacha dirigido a Thaer. El arma rompió su escudo y le hizo una fea herida en un costado. Aun así siguió luchando y consiguió matar a uno de esos terribles guerreros negros. Thaer y Dunuhuet acabaron con dos cada uno. Pronto los soldados empezaron a gritar victoria. Se dirigieron a la torre del homenaje, casi invisible por la niebla y en la escalera encontraron una fiera lucha. Galadan Eldanar y varios valientes más intentaban llegar hasta la puesta pero el camino lo bloqueaban cinco espectros. Thaer supo que algo pasaba en el interior de la torre y se lanzó al combate, abandonado su proverbial cautela. Había que entrar cuanto antes.

 Gil Mor defendía con la espada desenvainada a Fingil, Finduilas y al pequeño Helvorn. En el suelo estaba inconsciente Gilagaroth. La señora de Eldanar escrutaba la niebla, a la espera de que apareciese un espectro y fulminarlo con sus energías mágicas. Lentamente, la niebla se espesaba y los espectros habían alejado a los defensores. De entre la niebla apareció un espectro. Empuñaba dos espadas. La hermosa Fingil empalideció, con sus verdes ojos muy abiertos. El espectro rió con fuerza, mas se la ahogó la risa en la boca. Un rayo de luz lo golpeó y una de sus espadas salió disparada. Rugió de cólera y se lanzó sobre Gil Mor, que era quien le cerraba el paso. Pronto quedó claro que el mentalista no podría detenerlo. El espectro le dio una patada en una pierna y lo hizo tambalearse. Lanzó su cimitarra contra el corazón del guardián de la Palantir, mas este consiguió apartarse y el arma se le hundió en un brazo. Sintió como las fuerzas lo abandonaban. Un agarrotamiento se extendió por su cuerpo, que casi le hacía ignorar el dolor de la herida. Cayó de rodillas y quedó paralizado a causa del maligno veneno del arma. Su rival desapareció en la niebla.

 Fingil escrutaba la oscuridad. Habían visto como ese espectro derrotaba a Gil Mor y desaparecía. Rondaba cerca, ella lo sabía. Un espectro más apareció y se lanzó sobre las mujeres. Empuñaba una pesada maza, así que no era el líder. Finduilas intentó canalizar su poder, pero estaba exhausta. El espectro avanzaba hacia ella y cuando alzaba el arma, la maga invocó sus últimas energías y los vientos la obedecieron, rodeándola de una poderosa corriente de aire que el espectro no podía franquear sí no era muy trabajosamente. Alguien apareció tras el muerto viviente y le golpeó en el yelmo con un pesado escudo. El demonio se tambaleó y cayó al suelo con estrépito. Antes de que se incorporase, una espada lo decapitó. Su verdugo vestía una cota de malla dorada con un yelmo de caballero de color negro. Era Bregolas Eldanar, el hijo mayor de Bregor. Este se acercó para defender a su madre en caso de otro ataque. Finduilas miró a su alrededor. Su hijo menor estaba agarrado a sus piernas. Fingil había desaparecido.

 Kethwyd veía las imágenes como en sueños. Vio a Bregor inclinarse sobre él y alzarlo con su mano derecha. Entonces él comenzó a hablarle. Juntos vencerían al Rey Brujo y aplastarían su reino. Y ambos tendrían venganza. Sus poderes le ayudarían. Bregor apretó los dientes y se negó con todas sus fuerzas. Tras él, un montón de guerreros de la araña se acercaba para acabar con el noble guerrero y sus amigos inconscientes. Bregor prefirió la muerte a unirse al Mal. Kethwyd se vio girar en el aire y dirigiéndose a un lago de frías aguas. Con un leve chapoteo, la espada de Nozgoth fue engullida por las aguas. Sus aguas habían sido sagradas y aunque el valle había sido mancillado y el culto de Sonotor destruido, conservaban poder. Kethwyd se sintió presa de un pesado sopor. Junto a él, Nozgoth se agitaba inquieto. Escuchó sus susurros. Tarde o temprano, las aguas perderían su poder. Y entonces el demonio se cobraría su venganza. Y para ello necesitaba su alma. Desde ese momento todo fue silencio.  

 Fingil aguardaba entre la niebla. Empuñaba una espada que había recogido del suelo. A su espalda, se deslizaba una figura oscura, acechante. Empuñaba una cimitarra que era él mismo. Era Nozgoth. Era Kethwyd. Se acercó en silencio, dispuesto a asestar el golpe final. Se colocó a un par de pasos de la mujer. De improviso saltó sobre ella. Fingil sintió peligro y una luz dorada la envolvió. Con una rapidez pasmosa, se giró y detuvo la estocada de la hoja maligna. Entonces su rival se percató que empuñaba una espada larga algo deteriorada. Kethwyd la reconoció. Era su espada. Era la hoja que mató a su mujer. Ambos contendientes quedaron inmóviles, con las espadas cruzadas oblicuamente. Fingil habló con voz dulce:

- La has reconocido, lo sé. También sé que Nozgoth no te tiene bajo su total control, si no nunca hubieses desenterrado esta espada. Sé que es duro perder a un ser querido. Los sectarios de la araña mataron a mi hermano y luego a mi padre. Yo los amaba, como tú amas a Morwen, pues estoy segura que el alma de Kethwyd aun la añora. Pronto serás libre. Y escúchame tú, Nozgoth, ¡demonio!. Hoy serás derrotado y algún día, un descendiente de mi sangre encontrará el lugar en el que se esconderán tus últimos  secuaces y acabará con ellos. Y con tu culto. Y tu quedaras destruido y olvidado, para siempre. Así quedó establecido por Mandos, señor del destino de los hombres, ¡así qué no te opongas y recibe tu justo castigo!.

 Kethwyd escarbaba en el suelo con sus manos. Las tenias llagadas y las uñas rotas de tanto sacar tierra, pero le era indiferente. Cuando el agujero tuvo un tamaño que consideró apropiado, depositó en el una espada larga manchada de sangre reseca. El guerrero lloraba en silencio, amargamente. Sus lagrimas caían sobre el arma. Con un hilo de voz, entrecortada por los sollozos, dijo:

- Te quiero. Por ello voy a vengarte aunque me vaya la vida en ello. Todos pagarán por esto. Y algún día volveremos a estar juntos. Espero que para entonces me hayas perdonado. Siempre te llevaré en el corazón.

Tras esas palabras, comenzó a sepultar el hoyo.  

 Anarduabar estaba cerca de Fingil, lo sabía. La llamaba a grandes voces aunque había demasiada confusión y la niebla parecía ahogar los sonidos. Le dolían los brazos de tanto luchar, pero seguía firme en su propósito. Cada paso que daba lo acercaba a su esposa. Sin embargo una sensación de peligro lo amenazaba. Detuvo una estocada y abrió en dos al espectro que se le oponía. Quedó absorto contemplando la poderosa espada que empuñaba. Su mujer estaba inerme. Anarduabar se arrodilló y con todas sus fuerzas arrojó la espada sobre el suelo. Esta desapareció girando sobre sí misma entre la niebla. El coloso descolgó el hacha de guerra de su espalda y se encaminó hacia donde la espada había ido. Otro espectro se interpuso en su camino. Le incrustó el hacha en mitad del pecho, pero allí quedó atorada. Anarduabar sabía que no podía perder mas tiempo y siguió avanzando sin mas armas que sus enormes puños guarnecidos de acero.

Fingil miraba la mascara negra y plateada que tenía ante ella. Dos hilos de sangre surgían de sus ojos. Lloraba. En una explosión de rabia, su rival soltó un golpe que la mujer pudo detener por los pelos. Este fue tan fuerte que se tambaleó y cayó de espaldas, pues no tenía la fuerza suficiente para absorber la fuerza del choque de ambas espadas. Su enemigo se recostó sobre ella, dispuesto a  asestar el golpe mortal. Nozgoth había ganado. Su espíritu maligno ordenó a Kethwyd que rematase a la mujer caída. Pero Kethwyd seguía inmóvil con la espada en alto. Veía en el suelo a su mujer, que lo miraba con ojos serenos. No iba a matarla una segunda vez. No podía hacer eso. Desde el interior de la cimitarra la voluntad de Nozgoth le exhortaba  a lo contrario. Kethwyd se resistía con todas sus fuerzas pero la hoja comenzó a descender temblorosamente centímetro a centímetro hacía el corazón de Fingil. Si la mataba, habría perdido para siempre a su mujer. Ya nunca volverían a estar juntos. El sonido del acero chirriando sobre el pavimento despertó la conciencia de Fingil. Una espada llegó deslizándose entre la niebla.  Cerró su mano sobre la empuñadura y lanzó una estocada hacia arriba. Las hojas chocaron. Nozgoth sintió un terrible dolor, similar al que sintió cuando esa misma espada se introdujo en su forma humana durante la batalla de la Última Alianza, dejándolo tullido de por vida. El mismo dolor sintió cuando su cuerpo demoníaco quedó partido en dos por una estocada similar a esta pero dada por Anarduabar. Y el mismo dolor sentía ahora. Kethwyd observaba la espada rota que tenía entre manos. El choque con la hoja de Tor la había destruido. Ahora él era el único recipiente de la maldad de Nozgoth. Este intentó tomar el control, pero se le resistía. Anarduabar apareció en escena. Se agachó para recoger un arma caída en el suelo y asestó un terrible mandoble al convulsionado cuerpo de Kethwyd. La espada segó el cuello como si fuese mantequilla y la cabeza enmascarada rodó por los suelos. Un agudo lamento escapó de la cabeza decapitada. Era la horrible voz de Nozgoth, que nunca más volvió a escucharse en tierra de los vivos. El combate cesó de golpe. Uno tras otro, los espectros que aun quedaban en pie caían inertes al suelo. Anarduabar fijó la mirada en el arma que había asestado el golpe mortal a su enemigo. Era la vieja espada de Kethwyd.

 Con el amanecer se disipó la niebla. La terrible y sangrienta batalla había terminado. Los guerreros de Barad Estel había ganado, pero a un alto precio. De los trescientos hombres que componían la guarnición, ciento cincuenta estaban muertos o gravemente heridos. De los demás no quedó ninguno ileso. Los muertos que no fueron reclamados por familiares o amigos para un trato distinto acabaron sepultados con honores en un  gran túmulo que se construyó en una colina cercana. Allí Ridorthu erigió una estatua conmemorativa: un guerrero que alanceaba una araña grande como un cerdo. En un gran pedestal se incluyeron los nombres de todos  los caídos. En primer lugar figuraba el de Telendil Eldanar, pérdida que Bregor lamentó mucho. En segundo lugar el valiente Helfdane, padre de Henrik. Tras ellos, otros muchos. Al final de la lista figuraba un nombre que  muchos de los soldados desconocían. Se preguntaban entre ellos  quien sería; quizás no más que un error del escultor. Otros conocían el nombre, pues era de un viejo amigo de Bregor, un montaraz del reino que había muerto hace unos años en una arriesgada misión. Tras los ritos fúnebres, la gente comenzó a marcharse en pequeños grupos. Ardhan y Kivan se acercaron para dar sus condolencias a Henrik, pero el nórdico, que aun hoy ocultaba su rostro con la mascara de bronce, les dijo:

- Mi padre ha muerto como siempre dijo que quería hacerlo. En combate y con su arma en la mano.

Los dos compañeros asintieron ante la respuesta del lacónico hombre del norte. Ambos se dieron cuenta de que en su voz había un pequeño deje de tristeza. Kivan le palmeó el hombro y le dijo:

- Nosotros nos vamos hacia Nothva Raglaw a tomarnos unas cervezas en la posada de mi mujer. Eres bienvenido.

Henrik se encogió de hombros y respondió con un: "¿Por qué no?". Los tres hombres se alejaron juntos.

 Bregor estaba plantado ante la estatua, repasando la lista de caídos, como si quisiera memorizarla. Tenía el rostro serio, algo raro en él. Escuchó un carraspeo y se giró. Anarduabar estaba a su espalda, vestido con ropas negras y plateadas. Su capitán de la guardia le habló:

- Los hombres se preguntan por qué has incluido el nombre de Kethwyd en la lista, y a mí también me intriga, máxime cuando ambos sabemos que su cuerpo fue sepultado en una fosa común con los de sus seguidores.

Una sonrisa llenó el rostro de Bregor mientras pasaba la mano por la lámina dorada hasta detenerse en el nombre de su antiguo compañero. Se volvió hacia Anarduabar y le dijo:

- Por que hasta el día de hoy, no le habíamos honrado como se merecía.

 Anarduabar escuchó la respuesta impasible. Se alejó a grandes zancadas hasta donde su mujer lo esperaba. Esta había contado como el alma de Kethwyd había vencido a la maligna voluntad de Nozgoth y eso le permitió a ella salvarse y que se ganase el combate. Pero su marido no parecía prestarle atención a la historia, quizás sujeto a viejas rencillas. Era un hombre muy estricto con respecto a su honor. Poco a poco, la colina quedó desierta y silenciosa.

  Era de noche. La primavera había llegado y la nieve se había ido. Un gran caballo de guerra cabalgaba hacia la colina del túmulo. Su jinete descabalgó. Vestía una coraza negra con un horripilante yelmo. Una capa de seda lo hacía mas parecido a una sombra que a un hombre en la negrura de la noche. En lugar de armas llevaba un fardo envuelto en telas y una pala. Excavó un agujero bastante profundo y desenvolvió el paquete. Era una espada larga, de factura dúnadan, pero vieja y oxidada. La depositó en el fondo y rellenó el agujero. Terminada la tarea se subió en su poderosa montura. Antes de desaparecer al galope pronunció tres palabras, que quedaron suspendidas en el silencio nocturno:

Descansa en paz.



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