La Herencia de Regar

22 de Mayo de 2006, a las 09:44 - Abârmil
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Capítulo 3: Las Tierras Brunas

Heriafel, el hijo de Harond, cabalgaba con su fiel caballo Salien por las llanuras al norte del Paso de Rohan en un primero de septiembre del 3018, día que jamás olvidaría. Él era un joven rohirrim con rostro barbilampiño, melena rubia, ojos grises con mirada distraída, nariz larga y anchos mofletes que agudizaban su aspecto juvenil. Formaba parte de un Éored capitaneado por su padre, bajo el mando del Señor del Folde Oeste, Erkenbrand. Esta era su primera misión en campo abierto y se alegraba de no estar solo; las historias de emboscadas de orcos por aquellos parajes se habían difundido a todos los habitantes de Rohan, y Heriafel, aún siendo de corazón valiente y decidido, era de mente reflexiva, por lo que sabía que un inexperto guerrero como él no tendría oportunidad de sobrevivir ante una celada de estos sanguinarios seres. Junto al hijo de Harond cabalgaban otros diez rohirrim, tres de ellos también neófitos en estos quehaceres.
Se encontraban cerca de los lindes de Nan Curunir, el Valle del Mago, tierras dominadas por el respetado Saruman. Tenían la misión de explorar aquella zona de manera rutinaria puesto que ningún orco osaría hollar los dominios del Mago Blanco. Sabían por sus espías que el pueblo dunlendino estaba preparándose militarmente, así que querían preparar cuanto antes al mayor número de soldados posible y estas marchas solían ser la piedra de toque para todos ellos. Cabalgaban ceremonialmente con paso tranquilo en fila de a dos por un camino que atravesaba un verde bosquecillo, la insignia de la Marca ondeaba en lo alto de un asta al frente de la expedición, al lado de Harond. La conversación era animada entre los veteranos y un tanto agitada entre los cuatro novatos. Los caballos parecían nerviosos.
- ¿A qué huele? - preguntó Heriafel - Diría que el aire está un poco denso o enrarecido, no se como describirlo, lo llevo notando desde hace un kilómetro, es como si a medida que nos adentramos más al norte, el mismo aire se quisiera oponer a ello. Mirad como protesta Salien, algo no va bien, lo presiente.
- Los demás parecen no darle importancia - contestó el compañero de su lado, Fortain - tal vez sólo sea un cambio del clima, Salien siempre ha sido muy sensitivo a esas cosas. Me acuerdo cuando hace tres primaveras comenzó a comportarse extrañamente, casi con violencia, todos pensamos que se había vuelto loco, tu padre incluso se planteó sacrificarlo. A los dos días acaeció la peor tormenta que hayamos visto por aquí en los últimos veinte años, fue algo impresionante…
Heriafel lo miraba con cara incrédula al tiempo que acariciaba las crines de su corcel para tranquilizarlo. El narrador continuaba describiendo los estragos que produjo aquel temporal, gesticulando con brazos y cabeza y haciendo gala de sus artes interpretativas, vocación que Heriafel siempre creyó la más adecuada para su amigo, por desgracia en tiempos de guerra, la poesía suele ser callada por la espada. De repente todos callaron y se detuvieron, Harond había levantado su brazo derecho alzando la lanza. El viejo capitán oteaba en derredor, se sentía pesado y laso, parecía que las arrugas de su cuerpo se doblaban más y más. Miró hacia sus hombres y comprendió que era a causa de algo que flotaba en el ambiente, pues todos respiraban con dificultad y se apoyaban sobre el cuello de sus caballos buscando no caerse ante el agotamiento que padecían sus músculos de improviso. Notaban que el aire se hacía más escaso, como si estuvieran en la cima del Fanuidhol, el Monte Nuboso, o en el Celebdil, junto a la Torre de Dúrin. Uno de los cuatro principiantes cayó al suelo desfallecido, Heriafel se apeó de Salien y ayudo a que se montara de nuevo.
- Rápido - intentó gritar Harond con determinación, empero su palabra se acercó más a un susurro - sigamos hacia adelante, este bosque ha sido maldecido, la salida por Isengard está mucho más cerca que la del sur, encaminémonos hacia allá entonces.
La compañía se puso trabajosamente en marcha con un galope lento y cansado. El cuello de los caballos se mantenía agachado y sus largas lenguas prácticamente barrían las piedras del camino. La sensación de asfixia se hacía más penetrante a cada metro, Harond comprendió súbitamente que aquello se acentuaba cuanto más se acercaban a la fortaleza de Saruman por lo que se dispuso a dar la vuelta inmediatamente. Un pequeño pájaro blanco con alas rojas y azules apareció volando súbitamente desde la izquierda del sendero y tres segundos después una barahúnda de uruk-hai se lanzó con las espadas en alto y con un grito terrorífico. Los rohirrim reaccionaron tan rápido como fueron capaces, pero estaban demasiado exhaustos para hacer frente a tan temibles oponentes. Harond ordenó la retirada, mas está no pudo producirse ya que fueron diligentemente rodeados, entonces lanzaron sus lanzas lo mejor que pudieron y desenvainaron las espadas. Heriafel y Fortain derribaron en galope a tres de los grandes orcos y emprendieron la fuga hacia el norte. Miraron hacia atrás para ver si los perseguían, pero sus ojos les mostraron algo mucho peor: observaron como sus hermanos de armas caían uno a uno exánimes sobre el suelo destrozados por las armas del enemigo. A los pocos segundos Harond era el único que se mantenía encima del caballo, con su fuerte brazo derecho asestaba espadazos a diestra y siniestra manteniendo a sus enemigos a distancia, ¡Que bravo capitán!, sin embargo los orcos trincharon al caballo con sus largas picas, lo que hizo caer al robusto animal y a su jinete con él, aunque mientras esto hacía, el valiente capitán rohirrim, de conspicua fama, tuvo tiempo para echarle una última mirada a los ojos llorosos de su amado hijo, esperando que su sacrificio le permitiera huir. En cuanto su cuerpo tocó el duro suelo la luz se le apago y la sangre bañó su cuerpo. Heriafel siguió cabalgando con la congoja en el corazón y las lágrimas anegando su imberbe rostro.
Los dos amigos lograron salir del bosque gracias a la fuerza de sus corceles, mas la angustiosa sensación no les había abandonado. Además ahora sentían el dolor por la pérdida de sus compañeros y el miedo por encontrarse solos por desconocidos lugares. Habían llegado cerca de las puertas de Isengard, desde donde podían observar en lontananza la majestuosa torre, obra de los tiempos antiguos, inexpugnable hogar de Saruman. Se quedaron absortos mirándola de abajo a arriba, percatándose de que en la parte superior se vislumbraba una alta figura humana, una efigie blanca apoyada en una vara que caminaba altaneramente en círculos y señalaba cada cierto tiempo a otra figura gris postrada contra uno de los pilares sobresalientes de la torre. De la escena emanaba una fuerza superior hacia todos los alrededores, parecía un enfrentamiento mental supremo, los dos observadores se quedaron cautivados por el duelo de voluntades al que estaban asistiendo. Finalmente, la figura levantada desistió y entró con fiereza en la torre dejando a la otra abandonada a la intemperie. Por su parte Heriafel y Fortain emprendieron la huída hacia su casa, lejos de aquellos parajes de los que únicamente pena se llevarían. Un día inolvidable como ya dije.

La compañía pasó la mañana descansando en el ignoto bosque sin hacer guardia, presa de un cansancio extremo debido a que, a consecuencia del ataque, huyeron de la ciudad sin haber podido antes reposar un instante. Sumergidos en sueños y pesadillas, los cuatro viajeros yacían sobre el verde prado en un pequeño claro rodeado de bajos arbustos y varias encinas y fresnos. El esfuerzo mental y físico al que fueron sometidos por los espíritus de Tharbad, junto al suave arrullo de un meandro que serpenteaba a escasa distancia del improvisado campamento, les había adormecido apenas se dejaron caer sobre el húmedo suelo.
Regar rememoraba viajes al lado de su desaparecido abuelo Dirlam, siendo el último sueño aquel que los llevó a las Ered Mithrin junto a cuatro primos del joven enano en busca de un metal que Dirlam pensaba que allí hallaría. El viejo enano era un estudioso de los libros de su pueblo y leyendo uno de un antiguo asentamiento en el Brezal Seco, antes de la llegada de los dragones, descubrió que habían encontrado un material muy parecido al mithril en resistencia, dureza y maleabilidad. Pensó que vendría muy bien dicho metal para la cada vez más próxima guerra que según él se avecinaba sobre las fronteras de hombres y enanos. Los seis hijos de Aüle buscaron durante cerca de dos meses y medio el asentamiento en cuestión, encontrándolo muy al noreste de donde parecía indicar el libro. Alrededor de la puerta que conducía al interior de la montaña se extendía una tierra yerma y desolada. Cuando entraron comenzaron a notar un desagradable olor a quemado que salía en su busca, un zumbido que retumbaba cada vez más fuerte contra las paredes y un jadeo ansioso resonante en sus oídos. Dirlam llevó raudamente a sus nietos fuera de allí bordeando la montaña en busca de un orificio donde ocultarse. Desde aquel escondite pudieron contemplar un espectáculo que Regar jamás olvidaría: con una fuerza descomunal, un dragón alado emergió de la montaña; la luz se reflejaba en sus impenetrables escamas irradiando una orgía de incontables colores mientras agitaba sus gigantescas alas, al tiempo que escudriñaba los alrededores intentando encontrar la fuente del olor que había perturbado su descanso; entre sus inconmensurables colmillos escapó un terrorífico rugido que les heló la sangre, “Rápido - dijo Dirlam -, juntaos bien, el olfato de un dragón es infalible y este lleva mucho tiempo anhelando el olor de un enano al que echarle el colmillo”, cogió una bolsa del bolsillo derecho de su abrigo, la abrió, metió la mano y sacó unos polvos con los que roció primero a sus nietos y luego a si mismo. Esto evitó que el dragón pudiera detectarles confundiendo su aroma con el de la hierba, así pudieron emprender una fugaz huida sin más sobresaltos. Desde aquel día, Regar supo que no moriría hasta que matara a una de esas criaturas, ya que le reportaría la mayor gloria posible entre los suyos. El enano despertó con una amplia sonrisa.
Los pensamientos de Lendor eran muy distintos; se debatía en una pesadilla desesperante, donde, junto a sus amigos, debía encontrar un objeto que salvaría a los dúnedain de su destrucción. Se encontraban caminando por un estrecho pasillo iluminado por una tea que la fuerte mano de Bilmos sujetaba en vanguardia cuando alcanzaron una bifurcación. Lendor no sabía hacia donde ir, estaba totalmente bloqueado por la duda que invadía su cerebro imposibilitando el raciocinio y la lógica que siempre lo habían orientado antes; unos perseguidores se acercaban por el final del pasillo con un estruendo de hierro y piedra que pronto los daría caza; eligió el camino de la derecha conduciendo a sus camaradas a una gran sala sin salida donde un grupo de orcos los aguardaban, ¡Los había llevado a la muerte! Sus amigos no se amilanaron y se lanzaron al ataque mientras él contemplaba inmóvil como caían uno por uno pidiendo su ayuda. Veía a través de sus enramados ojos como eran torturados con los métodos más salvajes, sacándoles gritos desgarradores que se clavaban en el pecho del montaraz como flechas envenenadas. La cara de decepción de su amigo casi hermano, Bilmos, le destrozaba el alma. Volvió en sí con una repetida frase en la cabeza, “los he fallado”.
La cara durmiente de Bilmos lo decía todo, placidez y alegría, poco podía alterar el espíritu del noble guerrero, incluso después de la horrible experiencia que había vivido en Tharbad. Soñaba con una gran mesa frente al fuego a la que se sentaban todos sus amigos y seres queridos, un banquete memorable para un día inolvidable, su boda. A su lado estaba Elmadia, su amada dama, la prima menor de Abârmil y hermana de su inseparable compañero Lendor, hermosa como nunca y querida como siempre. Bilmos había sido ascendido a capitán de los montaraces de Eregion y trasladado a la capital tras haber defendido con éxito una ciudad sitiada durante una semana por incontables orcos contando con tan sólo mil aguerridos hombres, la mayoría de los cuales no eran guerreros profesionales sino comerciantes, herreros, granjeros y demás. Al octavo día los alimentos de la población eran ya ínfimos, las bajas ascendían a la mitad de los soldados defensores y había sido tomada la plaza baja junto a la puerta principal. Bilmos, que lo había preparado durante el sitio, hizo arder parte de la ciudad, en concreto la zona de entrada a la misma, al tiempo que hacía retirar a todo el mundo hacia la ciudadela, consiguiendo parar el avance enemigo atrapándolos en un mar de fuego. Por su diligencia, capacidad de mando y valor se le concedió el mayor rango de los dúnedain, la capitanía, y la mayor recompensa del hombre, una vida junto a su amada. El gigantesco montaraz despertó con todas las fuerzas renovadas.
Finalmente, la bella Farwin se agitaba febrilmente en su lecho de hierbas. Los fantasmas acudían a su encuentro atormentando su necesario descanso después del esfuerzo sobrehumano que tuvo que realizar y que casi le costó la vida. Ahora bien, estos fantasmas no eran los entes acosadores de Tharbad, sino aquellos que la llevan persiguiendo desde muchos años atrás, cuando un hermoso guerrero apareció por entre las aguas de un río que la bañaba y se juraron amor sempiterno sin siquiera conocer sus nombres y sin saber el linaje al que cada uno pertenecía, cegados por un amor puro, libre de razas y de sangre, movidos por lo único que debe tenerse en cuenta, el corazón. Pero he aquí que descubrieron lo que eran y, a pesar de que en principio no importó, las dudas dominaron sus mentes, olvidándose de sus corazones y separando sus caminos. Esos eran los tormentos de Farwin, porque continuaba amando a ese hombre, pero sabía que no podían estar juntos, que debía alejarlo de su mente para buscar el amor con alguien de su misma condición, ya que en cuanto alguno de los dos muriera, jamás volverían a estar unidos y allá donde los hombres encaminen su alma, está muy lejos de donde la resplandeciente Farwin y los suyos acaban sus días. La elfa se desveló con aire taciturno y más silente que nunca.
Se incorporaron perezosamente los cuatro amigos de manera casi simultánea. Cuan grande fue su sorpresa al ver junto a ellos, comiendo hierba, al caballo que Geonte les había entregado por ayudarle a restaurar su granja y que creían perdido o muerto tras el relincho que escucharon en medio de la tormenta en Tharbad. Acariciaron cariñosamente al animal y se felicitaron por el golpe de suerte, habían perdido sus posesiones y alimentos pero un caballo seguía aportando una excelente ayuda en un viaje largo. La siguiente sorpresa que recibieron fue al observar la cara de Farwin; la anterior espléndida belleza había dado paso a una vacuidad notoria, no había perdido la gracia de los hermosos noldo, pero parecía como si algo dentro de ella hubiera muerto. El esfuerzo realizado en la jornada anterior para salvar a sus amigos había hecho mella en su compañera, las acciones heroicas traen, a menudo, consecuencias injustas. Los otros tres camaradas la miraron preocupados y rezaron para sus adentros pidiendo que con el tiempo se recuperara, los dos montaraces además pensaron en un amigo común al que dicho cambio dolería en demasía. Una vez asimiladas las novedades, comieron un jabalí que Bilmos encontró por casualidad cuando se acercaba al río, llenaron las cantimploras que sí conservaban, se lavaron un poco en el riachuelo y emprendieron de nuevo el penoso viaje. Ya nadie se planteaba volver, tenían que descubrir que había detrás de aquella historia tal y como se les había encomendado y aunque ya no tenían esperanzas de dar con los semiorcos, otras nuevas se renovaban en su interior.

A los poco días comenzaron a ver, cada vez más a menudo, poblados intermitentes a los lados del camino. Los habitantes no eran muy hospitalarios y miraban con recelo a los cuatro forasteros. Estos preguntaban amablemente en todos los pueblos por el grupo de semiorcos, pero nadie los había visto, parecía claro que se habían desviado hacia otro lugar que desconocían. Decidieron ir a la capital, para ver si Gilmar, el hermano de Geonte, podía ayudarlos, un buen tabernero siempre se entera de todo.
Tal y como les habían indicado los lugareños que encontraron por el camino, dos días más tarde llegaron a las puertas de la capital. Éstas eran de gruesa madera de roble con refuerzos de hierro, franqueada por dos torres y un arco de piedra extraída de las canteras de las Montañas Nubladas, cercanas ya de aquellos lares. El resto de la grisácea muralla no era muy buena, comparada con las obras de los descendientes de Númenor o de los enanos, aunque si funcional. Regar giraba la cabeza a izquierda y derecha mostrando su desaprobación. Unos guardias vigilaban la entrada y salida de caravanas y personas a través del portón.
Los cuatro viajeros pasaron sin ser preguntados (aunque si detenidamente observados) y se adentraron en la tumultuosa calle principal de la ciudad. Las casas eran bajas, de tres pisos a lo sumo, de piedra gris la fachada y madera oscura las puertas, marcos de ventanas y techos. Si bien la calle central era muy ancha, por el resto de callejuelas apenas entraba una carreta. La principal característica a destacar eran las personas que por allí caminaban, caras serias y torvas les miraban al pasar, parecían todos tristes o preocupados, y pocas palabras se les oían decir.
- Ya nos dijo Geonte que la gente es un tanto seca por aquí - comentó Regar -. No me extraña que se haya ido lejos. Vivir con todos estos puede ser exasperante para alguien con un poco de vida en el corazón.
- Recuerda el campamento que vimos en las afueras querido enano - dijo Lendor -, en la capital las noticias vuelan y si se trataban de maniobras de entrenamiento para antes de la guerra, no creo que guste a nadie. Es el miedo lo que les hace comportarse así, el miedo a la guerra que todo ser humano medianamente cuerdo siente, estoy seguro de que este sitio cambiaría mucho en otras circunstancias.
Continuaron avanzando hasta un puesto de frutas donde preguntaron sobre la taberna de Gilmar. Ésta se encontraba casi a la salida de Tharbad, por lo que tardaron en llegar. Su nombre era La Tierra Fresca, parecía recién pintada de blanco, verde y marrón claro, así como remodelada, ya que la puerta y las ventanas eran nuevas. El negocio debía ir bien. Al entrar vieron que allí había un poco más de ruido, incluso sonaba una alegre música propia de bailes, aunque la gente permanecía sentada abarrotando las redondas mesas dispuestas ordenadamente a los lados de un pasillo alfombrado y mirando inexpresivos al grupo de cinco músicos que tocaba encima de un escenario a la izquierda de la habitación. Únicamente un grupo de seis hombres se mostraba algo animado, probablemente debido a las nueve jarras de cerveza que adornaban su mesa. Farwin no entró con ellos, había ido a dejar el caballo en el establo de la posada, que se encontraba en la parte trasera. Los otros tres se fueron sentando en la barra, situada al fondo del rectangular salón, y comenzaron a hablar animadamente mientras aguardaban a que los atendieran. Sólo había un camarero y parecía bastante atareado. Tras un rato de espera le preguntaron directamente si podía llamar a Gilmar, el camarero agitó una campanilla de forma peculiar y el dueño apareció a los pocos segundos viniendo desde la cocina. Era muy similar a Geonte, aunque algo más alto, menos robusto y con tan sólo unas pocas canas.
- ¿En qué puedo ayudarles señores?- dijo cortésmente.
- Somos amigos de tu hermano Geonte- respondió Bilmos-, nos dijo que nos recibiríais bien aquí.
- ¡En serio! Madre mía, amigos de mi pobre hermano mayor, el tiempo que hace que no le veo. Aquí estaréis como en casa - con gesto jovial y entusiasta hizo una señal al camarero, que se metió en la cocina y llevó una jarra de vino y varios platos de comida a una de las mesas-. La mejor bebida y comida de mi establecimiento, espero que os guste, cuando tenga un minuto me siento con vosotros y hablamos un rato.
- Nuestra amiga vendrá enseguida, ha ido a dejar un caballo que nos dejó Geonte para el viaje en el establo - dijo Lendor.
- De acuerdo, en cuanto entre le indicaré donde estáis. ¡Grobo, corre ahora mismo a ayudarla!
Un niño de unos trece años, piel morena, pelo negro, delgado, un tanto alto para su edad y con ojos vivaces salió corriendo por la puerta de la taberna hacia el establo. Allí dio con una bella mujer que estaba atando un caballo al tiempo que le hablaba suave y dulcemente a la oreja en un idioma desconocido para el joven.
- Permítame señora - dijo Grobo cortésmente mientras asía las riendas del caballo -, ya me ocupo yo, usted vaya dentro con sus amigos, la están esperando.
- Entonces lo dejo todo en tus manos muchacho, muchas gracias – contestó Farwin con su melodiosa voz que hechizó fugazmente a Grobo como lo hiciera semanas atrás con Regar cuando la compañía inició su aventura. Cuando el chico reaccionó, la elfa ya estaba en la puerta de la taberna a punto de entrar.

Farwin entró, divisó rápidamente a sus compañeros y se dirigió hacia ellos serenamente, ajena a las miradas que todos los presentes centraban en ella. A pesar de su reciente cambio conservaba un atractivo increíble para los hombres mortales. Una vez sentada, Gilmar, que ya se encontraba entre los tres viajeros, hizo un gesto con su mano derecha a la muchedumbre y estos continuaron actuando como hasta la entrada de la elfa, aunque gran parte de ellos siguieron lanzando miradas de soslayo hacia el fenómeno que suponía tener tan cerca a alguien de la hermosa gente.
- Bueno amigos, ¿En que puedo ayudaros? Si es que valerosos aventureros como aparentáis ser necesitan la ayuda de un humilde tabernero.
- Ciertamente si lo necesitamos - dijo Lendor -, o más bien precisamos de vuestros oídos y memoria. Llevamos muchos días persiguiendo a unos maleantes que asaltaron a nuestro querido amigo Regar, robándole una herencia familiar que deseamos recuperar. En el ataque fue asesinado su abuelo y él mismo estuvo a punto de morir, pero llegamos a tiempo para curarle las numerosas heridas que le infringieron; esto puede darte una idea de la clase de viles criaturas que son. Logramos cazar a muchos de ellos en el camino, pero otros tantos, que guardaban el objeto de nuestra búsqueda, consiguieron huir. Entonces llegaron a la granja de tu hermano, mataron y robaron a muchos de sus animales y la incendiaron; al llegar le ayudamos en la restauración y nos dejó llevarnos el caballo para sobrellevar mejor las penurias del viaje, así como tu dirección por si necesitábamos ayuda adicional. Perdimos la pista de los ladrones a unos pocos kilómetros al norte de Tharbad - la cara se le oscureció al tabernero al oír esta palabra -, parece que cruzaron en balsas de una a otra orilla del río. Nosotros tuvimos que cruzar por Tharbad ya que…
- ¿Qué locura os llevó a hacer tal cosa? Lo haríais de día me imagino, sino no estaríais aquí, si las leyendas son ciertas. - dijo Gilmar con una sonrisa nerviosa y visiblemente excitado.
- Llegamos allí de noche, y casi de día salimos de la ciudad abandonada - dijo Regar con aire altanero.
- Pero eso es imposible, nadie que haya dormido de noche en ese funesto lugar ha vuelto para contarlo. Las historias de mi pueblo cuentan que cuando la blanca Luna aparece en el estrellado cielo esparciendo su argentina luz, las doloridas almas de los otrora bravos defensores de aquella ciudad, salen a alabarla con ritos paganos que, si son interrumpidos, hacen pagar la herejía con la muerte de los causantes. Parece ser que tras su derrota con los ejércitos del Rey Brujo de Angmar, que les alcanzó sin recibir auxilio de sus aliados del norte, dejaron de creer en los antiguos dioses de su pueblo abrazando cultos que hicieron propios. Rechazaron su conspicuo linaje y loaron los ritos paganos que ya practicaban parientes del lejano sur, aprendidos durante los intercambios comerciales por mar desde Minhiriath.
- Según entiendo - intervino Farwin - se alejaron de los dioses verdaderos de tal forma que sus almas no pueden alcanzar el don de los hombres hasta que cesen en sus creencias, condenados a ser espíritus errantes. No quiero ni pensar hasta que extremos pudieron llegar en sus cultos para recibir tamaño castigo.
- ¡Qué horror! Por eso no les influyó nada que les dijéramos nuestra ascendencia - dijo Bilmos -, odian a nuestros antepasados comunes y dioses porque les culpan de sus males, del fin de su pueblo.
- Tal vez no les falte parte de razón - comentó Lendor taciturno -, a menudo me pregunto si en verdad no hemos sido abandonados por los dioses y por el Único.
- No digas estupideces - dijo Farwin en tono recriminatorio -, están ahí con nosotros, dando fuerza a nuestros corazones para cumplir empresas imposibles, pero hay que tener fe para verlos.
- Creo que nos estamos desviando del tema fundamental de la conversación, mi herencia. Los temas religiosos son personales y ahora mismo no tienen mucha cabida en nuestro propósito, que es encontrar a esos semiorcos del demonio.
- ¿Semiorcos dices? - preguntó Gilmar - Me imagino que te refieres a los mediorcos. Así que fueron ellos los que te saquearon señor enano, malditas criaturas. Por aquí hay gente que tiene trato con ellos, yo no, estamos en paz, pero no me fío nada, cualquier ser que tenga algún parecido con un orco, no me inspira confianza alguna. Tienen una gran similitud con las gentes de mi pueblo y eso es muy extraño. Un viajero que suele ir más allá de Rohan al este y llegando hasta Acebeda en el norte, me contó una teoría nada inverosímil, estos semiorcos no son más que un cruce entre orcos y dunlendinos. Es una idea repugnante, pero no descabellada, los pueblos cercanos a las Montañas Nubladas comenzaron a disminuir hace unos cincuenta años, un tiempo antes de que comenzaran a verse a estos engendros por allí. Hay algunos de ellos que son tan similares a nosotros, que podrían pasarnos perfectamente desapercibidos, al igual que se han visto otros iguales a los orcos. No se quién puede ser tan retorcido para cometer tal atrocidad, pero por ahora no han hecho nada malo a nuestro pueblo (al menos que sepamos), por ello nadie se preocupa demasiado, más si el sabio Saruman no le da importancia cuando habitan tan cerca de sus fronteras.
- Nos gustaría que nos indicaras donde viven los semiorcos - dijo Lendor.
- Por las montañas, pero no se exactamente.
- Yo si lo se - dijo una voz aguda detrás de ellos.
- ¡Grobo! Te tengo dicho que no espíes conversaciones ajenas, y qué es eso que dices, ¿Sabes donde viven esos semiorcos? No me hagas reír, deja los asuntos de adultos a los adultos. - sentenció Gilmar.
- Creo que si sabe de lo que habla, prosigue muchacho - intervino Farwin mostrando una dulce sonrisa.
Grobo volvió a quedarse boquiabierto ante las palabras de la mujer. Si se había acercado a escuchar era para deleitarse de nuevo con la voz de la elfa y ahora se encontraba embelesado, felizmente embelesado, atrapado por una tela de araña invisible que adormece los sentidos y acelera el ritmo cardiaco. Tragó saliva, entrelazó sus largos y delgados dedos y con el rostro sonrojado y la voz temblorosa continuó:
- Mi, mi padre es agricultor. Tiene que ir a menudo a llevar alimentos a los pueblos de las montañas nubladas, donde los intercambia por materiales que ellos extraen de las minas y que luego vende en la capital. Hace cosa de un mes descubrió una cueva por la que vio meterse a dos de esos semiorcos, no era de su incumbencia, así que ni se acercó ni se lo contó a nadie, salvo a mí y a mi madre. Yo como soy muy curioso me acerque varias veces, pero como no ocurría nada extraño, dejé de ir por allí. Espero haberos sido de ayuda mi señora.
- Por supuesto que si, pero ahora necesitamos que nos lleves a ese lugar querido amigo.
- ¡Desde luego, estaré encantado de hacerlo! - contestó entusiasmado.
- Bueno, eso es genial, lo mejor es que salgamos mañana a primera hora - dijo Lendor -. Pero debes saber que esto no se trata de ninguna excursión de colegio.
- No le atemorices antes de comenzar el viaje - intervino desenfadado Regar mientras daba unas palmaditas al muchacho. Iba por su cuarto vaso de vino -, además junto a nosotros no correrá ningún peligro - dijo dándose ínfulas.
Gilmar los acomodó en una habitación grande del segundo piso, donde pudieron lavarse y descansar. Además les dejó ropas nuevas, abrigos, mantas, combustible, antorchas, yesca y pedernal para las ulteriores jornadas. Se acostaron relajados y gustosos sobre cómodas camas que llamaban al sueño para que acudiera a las mentes de los ocupantes. Mientras dormían, el diario viaje de la noche surcó aquellas tierras hasta que alcanzó la última parada, volviendo a tener que ocultarse, pero dejando tras de sí lágrimas de despedida que empaparon las verdes hierbas y las veraniegas hojas de los árboles. Esto coincidía con la aparición de los primeros rayos de sol de la mañana, que saludaban aquellos parajes a través de los nevados picos de las Montañas Nubladas en un cálido y revitalizador amanecer. Fue el momento en el que Grobo les despertó llevándoles el desayuno: leche, tostadas, huevos y jamón. El joven dulendino había preparado unas cuantas bolsas individuales con comida de viaje, agua y algo de licor para combatir el frío de las montañas. Una hora después estaban de camino hacia las Hithaiglin.

La marcha guiada por Grobo transcurría tranquila dejando atrás las llanuras y pueblos de las Tierras Brunas, al tiempo que las altas cumbres se acercaban intimidatorios como enormes gigantes hechos de roca y tierra, deseosos de nuevas víctimas que adornen sus amplias estancias. Restaba poca distancia para llegar a las faldas de la montaña donde el padre de Grobo descubrió la cueva secreta, lo que hizo aminorar el paso de la compañía, temerosos de un fortuito e indeseado encuentro con algunas de las criaturas que la transitaban. Lendor encontró unas vagas huellas de semiorcos sobre el terreno, parecía que habían pasado por allí unas tres horas atrás, decidieron continuar con mayor precaución aún, si es que esto era posible. Un rato después dieron con una finca de límites vallados y en cuya entrada hacían guardia dos robustos dunlendinos con espadas ceñidas a sus cinturones. Ocultos detrás de unos arbustos, la compañía observó que más allá se encontraba una gran casa de piedra oscura con techo piramidal de madera, alrededor de la cual tres semiorcos caminaban armados vigilando la propiedad.
- ¿Qué hacemos Lendor? ¿Vamos a saludarles? - dijo Bilmos con sardónica sonrisa.
- No creo que sea una buena idea - contestó el indeciso montaraz.
- Venga amigo, puede que tengan ahí guardado mi anillo, no podemos continuar sin comprobarlo - intervino Regar.
- El enano tiene razón, tenemos que averiguar que hay dentro de esa casa, tal vez este el tal Gathur que nombró el miserable que capturamos allá en Minhiriath. - insistió Bilmos ya ansioso por entrar en acción.
- ¿Tú que piensas Farwin? - preguntó Lendor.
- Haré lo que elijáis, cualquiera de las dos opciones me parece bien - contestó la elfa desganada, no parecía que su estado mejorase.
- Está bien, haremos lo que decís, pero intentaremos introducirnos en la finca evitando la puerta, una cosa es matar semiorcos y otra hombres como nosotros - dijo Lendor.
- Pero son secuaces y ellos no dudarán en atacarnos, dalo por seguro - protestó Bilmos.
- Si llegamos a ese extremo no dudes de mi determinación, pero dormiré más tranquilo si logramos eludirlos. Grobo se quedará aquí sin moverse, esto se puede poner feo y cuanto más lejos estés, tanto mejor, si se acercan enemigos por el camino, silba fuerte joven amigo. Iremos por la valla de la izquierda, la de la derecha carece de arbustos con los que ocultarnos, hay que acabar con los tres semiorcos sin dar la alarma, a saber cuantos se esconden en la vivienda. Creo que lo mejor será que Bilmos se encargue de uno, Farwin con un flechazo de otro y yo del último, intentaremos hacerlo casi a la vez, luego arrastraremos los cuerpos lejos de la mirada de los hombres de la entrada, está claro verdad.
Todos asintieron mostrando su aprobación. Se dirigieron sigilosamente hacia la izquierda, una vez situados junto al vallado, divisaron a los tres objetivos; uno se encontraba solo en la parte trasera de la casa, mientras que los otros dos charlaban distendidamente en un lateral. Lendor se dirigió hacia el que estaba solo, mientras que Bilmos orientó sus pesados pero silenciosos pasos hacia la pareja, Farwin por su parte tensó el arco con una flecha apuntando hacia uno de las víctimas de Bilmos. Lendor aceleró su marcha agachado, casi reptando cual serpiente, empuñando un pequeño cuchillo, tenía a su rival de espaldas mirando al cielo, a escasos cuatro metros hizo ademán de darse la vuelta por lo que Lendor dejó atrás el sigilo y en una fugaz carrera se dispuso justo a la espalda del semiorco, éste sintió el aliento del atacante en su nuca, pero no pudo reaccionar, porque ya tenía la garganta goteante de su ominosa sangre. Simultáneamente, Bilmos avanzaba discretamente, se desvió un poco para evitar la mirada de los dos semiorcos, se pegó a la pared de la casa y se situó justo tras ellos, en ese preciso instante escuchó un pequeño grito ahogado “ahora o nunca Bilmos - se dijo” y corrió hacia uno de los semiorcos golpeándole con el mandoble su cabeza, su compañero sólo tuvo tiempo para girar la suya antes de que un certero flechazo de Farwin atravesara su gaznate. Bilmos tomó diligentemente ambos cuerpos con sus descomunales brazos y los llevó a donde estaba Lendor, allí los apilaron e intentaron disimularlos tras unos barriles y una montaña de leña para chimenea.
Mientras hacían esto, la puerta que tenían a la izquierda se abrió de golpe escupiendo a dos semiorcos enzarzados en una pelea inofensiva fruto del aburrimiento, mas cual fue su sorpresa al ver a dos montaraces fisgando por los barriles. Por un momento los cuatro se quedaron quietos mirándose fijamente sin saber que hacer, entonces Bilmos desenfundó su espada y se abalanzó contra las criaturas, al atravesar al segundo de ellos, éste emitió un grito de dolor que puso en pie a toda la cabaña. Por la parte delantera comenzaron a salir hombres y semiorcos en masa de los que Farwin dio buena cuenta, gracias a su arco, hasta que las veintiséis flechas de su carjal se le agotaron. Regar, que había permanecido todo el tiempo al lado de la elfa, sacó su hacha de doble filo y puso en decidida y veloz carrera sus robustas piernas, Farwin lo siguió con una esbelta espada élfica desenfundada en una carga desesperada contra los ocho enemigos que restaban. Al otro lado de la casa Lendor y Bilmos, hombro con hombro, luchaban en una cruenta batalla con todos los que salían por su puerta, aprovechando la misma para evitar la superioridad numérica de los adversarios, cuando estos se dieron cuenta de la estratagema, comenzaron a salir por las ventanas cercanas, por lo que de repente, los dos dúnedain, se vieron rodeados por siete enemigos. Regar llegó antes en su carga que Farwin y saltó sobre el primero de sus oponentes incrustándole el hacha en el hombro izquierdo; el que estaba a su lado no perdió el tiempo y, mientras el enano sacaba su arma clavada en la carne del semiorco, se dispuso a lanzarle una estocada mortal que por suerte no llegó a producirse gracias a que la elfa le había lanzado su cuchillo acertándole en el pecho. Lendor y Bilmos se defendían como podían del círculo de hostigadores que los enfrentaban, Bilmos había sido herido en el hombro izquierdo y la sangre manaba anegando todo su brazo, estaba claro que no podían resistir mucho tiempo más, así que a una señal de Lendor, ambos arremetieron contra dos hombres que estaban juntos, los echaron al suelo con sendas estocadas en brazo derecho y costado izquierdo y, una vez conseguido el hueco, salieron corriendo en busca de sus compañeros. Farwin y Regar retrocedían poco a poco ante el acoso de sus seis enemigos cuando vieron acercarse por su espalda a Bilmos y Lendor, los cuatro se reunieron juntando las espaldas, dispuestos a hacer un último esfuerzo frente a los dos grupos de hombres y semiorcos que les tenían acorralados. Las fuerzas estaban bajo mínimos y una huída en carrera parecía inútil, en ese momento de desesperación, cuando apenas podían blandir las espadas, cuando el sudor bañaba todos sus cuerpos, la mirada se les nublaba y la mente se empañaba, únicamente el oído permanecía en liza, escuchando los rugidos, insultos y amenazas que sus enemigos lanzaban; de entre aquellos ruidos se elevó uno proveniente de más allá de la entrada de la finca: era un fuerte silbido, “¡Grobo! - pensaron todos - Ahora sí que estamos perdidos”. Los once semiorcos y hombres ni se inmutaron de aquella señal, absortos en dar muerte a los aguerridos guerreros, como tampoco se percataron del sonido de un caballo a galope tendido que se aproximaba tan veloz como el mismísimo Orome en plena cacería por los bosques de Aman. Una alada flecha llegó en vuelo firme parada súbitamente por el cuello de uno de los semiorcos, el hombre a su vera se volvió confundido para observar, de primera mano, como otra flecha se acercaba, esta vez clavándose en su cabeza. Todos miraron en aquella dirección, donde apareció la efigie de un jinete alto, de pelo negro, anchos hombros y ojos rebosantes de ira descontrolada montada en un espectacular caballo negro que embistió contra otros dos hombres del círculo. “- ¡Abârmil!- gritó Farwin.” Los cuatro camaradas reaccionaron y, aprovechando el desconcierto de sus rivales, juntaron todas las energías que aún conservaban en sus enervados músculos y se abalanzaron masacrándolos. A los pocos segundos los cuerpos de todos los enemigos yacían exangües sobre el ensangrentado suelo mientras sus almas abandonaban aquellas tierras para adentrarse en ignotas moradas donde la balanza y el mazo determinaran el sempiterno descanso que las aguarda, este es el destino al que la desgarradora muerte arrastra a todos los mortales, ¡Dichoso es el Don de los Hombres!, mas nunca por éstos será deseado.

Abârmil enfundó su manchada espada, se apeó del caballo, le dijo unas palabras al oído y le dejó marchar con unas palmaditas en el lomo. Se acercó a sus amigos que le aguardaban con miradas de absoluta admiración por parte de Bilmos y Lendor, agradecimiento en el caso de Regar y el inefable sentimiento de amor que emanaba de los llorosos ojos de Farwin. Él se dirigió directamente hacia la elfa, que lo aguardaba con inmensa ansia en su pecho y sonrisa extasiada, parecía que los segundos se alargaban como edades enteras y que su amado no llegaría nunca hasta su lado (¡Pero qué hermosa es la espera previa a la entrega!), al fin llegó y ella, fatigada como se encontraba, se entregó a los brazos del montaraz fundiéndose en un eterno abrazo y un beso infinito que hizo detenerse el tiempo como sólo lo pueden hacer dos corazones enamorados. Se contemplaban embelesados sin decir nada, sus ojos brillaban de felicidad, no querían romper el silencio que ahora los envolvía, sino que preferían permanecer callados por un momento; a menudo una mirada expresa mejor los sentimientos que miles de palabras. No se habían vuelto a besar desde aquella primavera en la que se conocieron, desde el día que decidieron alejar sus caminos para olvidarse y no hacerse daño, empero aquello parecía olvidado y no repararon en nada salvo en sus propios corazones. El otrora ceniciento cariz que había tomado el rostro de Farwin tras el esfuerzo en Tharbad, recobró su resplandeciente intensidad y las mejillas se le sonrojaron pletóricas de vida. Ella, la extraordinaria guerrera que había acabado con tantos enemigos y que había vencido a espectros inmortales sin mostrar ante ninguno de ellos un atisbo de miedo, se encontraba, por primera vez, completamente a salvo allí, en los brazos de un simple hombre, escuchando los regulares latidos de su corazón, acariciando su anhelado cuerpo y respirando el aroma que desprendía el mismo.
- No pudieron arrebatarte de mí, Abârmil, el amor que siento por ti me salvó, no pudieron alejarme de ti - dijo en un susurro con la cabeza apoyada sobre el pecho de él.
- Lo sé, mi bella Farwin, te vi en sueños hace varias noches. Pude sentir tu llamada. Os encontrabais los cuatro en un mundo aparte, una especie de onírica dimensión repleta de oscuros sentimientos y acérrimos odios. Tú permanecías impertérrita en el centro de todos los amenazantes males, eras una blanca y radiante luz en medio de impenetrables sombras que te acechaban; tu nívea piel sentía frío mas tu gélida mirada retaba a los fantasmas de la muerte. Regar, Bilmos y Lendor estaban cerca de ti y sus rostros mostraban el mayor de los terrores. Las tinieblas os rodeaban cercándoos cada vez más, no existía escapatoria posible y la muerte parecía la más grata de las suertes frente al horror que soportaban vuestras amedrentadas almas.
“Entonces tu luz se hizo más fuerte todavía, luchaba enconadamente contra las tinieblas. Habías descubierto en tu interior una fuerza invencible capaz de rechazar incluso a los demonios inmortales en la lucha de voluntades que sosteníais, pero que te consumía a pasos agigantados. Entonces, cuando te alcanzaba el desfallecimiento y tu hröa estaba a punto de fenecer, gritaste en tu interior palabras desesperadas que les hicieron huir despavoridos. Tus valientes compañeros recogieron tu cuerpo exánime y pude ver una mirada muerta a través de tus hermosos ojos.
“Desperté en ese preciso instante, sudoroso y convulso, sentí que aquello era una señal y que tenía que ir en tu busca. No sabía si era una visión del futuro, del presente o del pasado; o si estabas viva o muerta, sin embargo estaba seguro de que tenía y podía encontrarte por la fuerza de mi corazón. A menudo he pensado que si uno de los dos abandonara este mundo, sería, al final, un alivio para nuestras atribuladas almas, un punto de no retorno, puesto que la posibilidad de estar juntos se desvanecería para siempre y podríamos tener una vida acorde a nuestras respectivas condiciones elfa y humana. Empero esta idea siempre me ha atormentado más aún que el hecho de no poder estar juntos, y este sueño me ha abierto los ojos. Me he dado cuenta que si la mente y el corazón están enfrentados, la razón no tiene cabida. Deseo permanecer a tu lado el mayor tiempo posible hasta que llegue nuestra hora, disfrutar cada segundo contigo, atesorarlos y llevármelos dentro de mi pecho al más allá, porque prefiero tener una fugaz vida junto a ti y una ulterior eterna existencia desgraciada, pero con recuerdos imborrables, que olvidarte y traicionar lo que mi corazón me dicta, ya que nada ni nadie podrá jamás cambiar todo el amor que siento por ti, aunque pasen todas las edades del mundo y me alcance el Fin de los Días, cuando las trompetas de la guerra suenen reclamándome para partir hacia la Dagor Dagorath.”
- Todo mi ser comparte tus bellas palabras. Cuando me vi al borde de la muerte creyendo que no volvería a verte, que ni siquiera había podido nunca estar realmente a tu lado y que partiría sin darte un beso de despedida que calentara mi cuerpo por el resto de mis días, entendí que no podía permitirlo, luché desesperadamente hasta que logré vencer con la fuerza de los Eldar y la que mi amor me inspiraba, entonces me propuse que jamás volvería a abandonarte y que en cuanto acabara la misión iría corriendo a estrecharte entre mis brazos, juntos mientras el gran Eru, el Único, lo permita.
Los dos amantes se miraban abrazados con lágrimas anegando sus mejillas. Se sentían liberados como aquel día entre las aguas del río cuando sus destinos se entrecruzaron por primera vez. Sus compañeros permanecían emocionados a cierta distancia. Lendor y Bilmos conocían el sufrimiento que había arrastrado todo este tiempo atrás Abârmil y lloraban de alegría por su mentor y, ante todo, amigo. El joven Grobo apareció con la cara pálida dando la vuelta a una de las esquinas de la casa andando junto al caballo de Abârmil. Como le había dicho el montaraz al encontrarlo escondido en el bosque, había permanecido guarecido hasta que dejó de oír ruidos de lucha. Por el camino vio a los cuerpos de numerosos muertos, tanto semiorcos como dunlendinos. Aquí y allá contempló sus desgarrados cuerpos y sus desorbitados ojos, con cada paso veía miembros amputados que tenía que sortear, las caras de absoluto dolor que lo miraban pidiendo socorro, la sangre esparcida por doquier y el intenso hedor de la muerte llenando el aire en derredor. El espectáculo horrorizó a su cándida mente transformando al otrora alegre muchacho en un gris hombre para el resto de su vida.
Cuando los sentimientos fueron calmándose, Farwin y Abârmil se acercaron lentamente a sus camaradas, Lendor estaba curando la profunda herida del hombro de Bilmos y Regar consolaba al pequeño Grobo. La batalla había acabado pero la misión continuaba en el aire, así que entraron en la cabaña para registrarla. Era una amplia sala que estaba escasamente amueblada y sin ningún tipo de lujo, tan solo algunas sillas de madera, dos grandes mesas y varios armarios de armas. Había una cocina bastante funcional en el ala derecha con un armario para los típicos enseres tales como grandes ollas, sartenes, platos, cubiertos, etc. y un par de quemadores. En el piso de arriba había tres habitaciones, la primera a la izquierda estaba llena de literas de tres camas y un armario para ropa. En el lado derecho había una habitación algo más pequeña y con cinco camas individuales, probablemente para los oficiales, ya que tenían un cómodo sofá negro y varias lamparitas de noche sobre sus respectivas mesitas con cajones, un mínimo de lujo podría decirse. Por último, la segunda habitación de la derecha era para una sola persona, disponía de una gran cama, una bonita alfombra rectangular en el centro de la estancia, un escritorio junto a la ventana, dos cuadros con bellas imágenes de paisajes colgados de sendas paredes, un armario ropero, un baño propio y una terraza con un sillón. Todos pensaron que esa debía ser la habitación de Gathur, el hombre al que le llevaban el anillo de Regar los semiorcos, según dijo el que capturaron en el primer enfrentamiento que tuvieron tantos días atrás y que ahora parecía increíblemente lejano. Registraron de arriba abajo la vivienda, debajo de las camas, entre los colchones, dentro de los armarios, buscaron una trampilla en el suelo del piso inferior y en el techo del superior, rompieron los armarios y destrozaron todo lo que fuera digno de ser sospechoso para esconder un anillo, pero no encontraron nada, salvo un pequeño mapa de lo que parecían los pasadizos interiores de las montañas. Dado que allí no estaba el anillo, tuvieron que recoger sus cosas y volver a ponerse en marcha camino del lugar donde Grobo les contó que su padre había hallado la cueva de los semiorcos. Al menos ahora tenían un miembro más en la compañía y un recién adquirido cargamento de tabaco, regalo que descubrieron en la habitación principal.



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