La Herencia de Regar

22 de Mayo de 2006, a las 09:44 - Abârmil
Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías :: [enlace]Meneame

Capítulo 4: Umbrías Estancias

Caminados tres kilómetros desde la cabaña asaltada, entre jubilosos hayas, fresnos y castaños lindantes con el sendero que, según Grobo, llevaba hasta la guarida de los semiorcos del ladrón del anillo, Gathur, los seis compañeros comenzaron a pensar que debían acampar cuanto antes para hacer noche. El joven dunlendino guiaba a sus nuevos amigos sin emitir ni un solo sonido salvo el susurrar de sus ligeros pies a las piedras del sendero, y únicamente levantaba la cabeza para buscar la reconfortante compañía de la elfa. Farwin seguía a su lado observándolo preocupada con sus profundos ojos oscuros, mas no podía dejar de mirar reiteradamente hacia atrás para perderse en el rostro de su recién reaparecido amor. Abârmil, unos pasos más atrás, mostraba un rostro enjuto y ajado producto de sus últimos pesares vividos y no se daba cuenta de las constantes miradas de su querida Farwin ni de la conversación sobre piedras preciosas que provenía de su lado izquierdo. Regar el enano hablaba distendidamente al adusto montaraz contándole las principales técnicas de elaboración de anillos que tenía su pueblo. Por supuesto se cuidaba de no nombrar los grandes secretos que su abuelo Dirlam le confió tantos años atrás. De pronto el enano recordó nostálgicamente a su gran mentor asesinado y cayó desconsoladamente en un silencio sepulcral en el que la imagen de un anillo flotando en el aire se repetía hasta la saciedad. Cerrando filas caminaban los dúnedain Lendor y Bilmos. El segundo recriminaba al primero la táctica llevada en el ataque a la cabaña de Gathur.
- Me detuviste precipitadamente cuando quise embestir a los dos guardias de la puerta - decía - porque, según tú, el sigilo era mejor opción. Al final tuvimos que acabar con todos y la estrategia se vino al traste, lo mismo que cuando matamos a la retaguardia de semiorcos en aquella ladera en medio de la nada.
- Ambos planes eran buenos, pero a veces surgen infortunios imposibles de predecir - respondió Lendor.
- Lo único que sé es que tus prudentes estratagemas siempre terminan como lo habrían hecho mis impulsivas locuras que tanto te gusta criticar - contestó Bilmos riéndose.
- De eso nada - dijo el otro montaraz intentando mostrarse ofendido -, además, por ahora hemos salido bien parados ¿no? Pues confórmate con ello.
Los brillantes rayos de sol veraniegos comenzaron a decir adiós a las verdes hojas del estío y todos supieron que continuar dejaba de ser una opción plausible. Además no habían podido descansar desde la encarnizada lucha librada y su cansino deambular era sumamente patético, así que acordaron buscar ya un lugar para reposar y dormir. Dado que era muy posible que algún semiorco o dunlendino se aproximara a la masacrada cabaña volviendo de alguna misión o portando algún recado, se alejaron de cualquier posible camino que encontraron adentrándose en una pequeña pero frondosa parte del bosque pegado al pie de las Montañas Nubladas que no parecía haber sido hollado en mucho tiempo por algún ser que no fuera un animal. A los pies de un fresno Abârmil se recostó exhausto sobre el suelo, no en vano había realizado un viaje descomunal en un tiempo ínfimo. Se soltó el cinturón con la espada ceñida, se quitó las botas y cerró los ojos al tiempo que emitía un largo suspiro de alivio. Cuando dos noches atrás, durmiendo entre las ramas altas de un gran roble, vio a Farwin en sueños rodeada de fantasmales peligros, el resuelto montaraz emprendió una sobrehumana carrera a lomos de su caballo desde los lindes de las Quebradas del Sur, donde tenía encargada su vigilancia, hasta la capital de las Tierras Brunas. Cruzó como el rayo el vado de Sarn; cabalgó sin descanso hasta el Gwathló; se detuvo un tiempo en la ruinosa Tharbad, pues su desolador paisaje le recordó la pesadilla sobre su amada, aunque los rayos del sol la hacían menos amenazante; preguntó por los distintos asentamientos y llegó exhausto a la capital. Su caballo sangraba por las piernas debido al inconmensurable esfuerzo y él no recordaba haber probado bocado en años. Entre los ciudadanos capitalinos que encontró en el mercado, en la plaza y en todas las posadas fue preguntando por los cuatro viajeros, mas nadie supo decirle nada, hasta que dio con el amable posadero Gilmar, que le mostró hacia donde se habían encaminado tras hospedarse en su establecimiento. Siempre a galope tendido, llegó justo en el momento preciso para salvar a sus amigos en fragor de la batalla de la cabaña. El macilento montaraz pensaba en todos esos momentos cuando se percató de que tanto Lendor como Bilmos estaban apostados delante de él.
- ¿Qué hacéis ahí como estatuas sin mente? Tendréis asuntos que hacer, digo yo - dijo Abârmil mirándolos sorprendido.
- Esperamos tus órdenes primo, bueno, jefe - respondió Lendor - dinos nuestras tareas.
- ¡Por Eru bendito! ¿No os dais cuenta de que ya no soy vuestro capitán? He desertado de mis obligaciones, he abandonado mi puesto y mi misión desobedeciendo órdenes directas de Halbarad, he roto mi juramento de lealtad para con mi pueblo - respondió Abârmil exaltado -. Rechacé mis deberes por un asunto personal, he fallado a nuestra gente. Ya no soy capitán, no, sólo un dúnadan más, un apátrida descendiente del desaparecido Númenor - dijo calmándose a cada palabra -. Además, ya no me necesitáis, os habéis manejado perfectamente sin mí, seguid como hasta ahora. En caso de necesidad podréis consultarme, pero prefiero permanecer al margen, tal vez os tenga que abandonar pronto y debéis estar preparados. El futuro se presenta muy oscuro para mí, una inextricable red se aposta frente a los ojos de mi clarividencia - comentó enigmáticamente -. Hasta entonces vedme como un… guardaespaldas - sonrió al final -. Contestad, ¿Quién estaba al mando?
Lendor miró a Bilmos sin saber qué contestar. De nuevo lucía esa cara de inseguridad que lo perseguía a diario. Por su parte Bilmos, con su aire desenfadado y expresivo, contestó con decisión:
- Lendor, por supuesto, ya me conoces, si hubiera sido yo el jefe, ahora estaríamos encarcelados o algo peor - se rió -. Sabes que él tiene más dotes para la negociación y la reflexión. Mi impetuosidad siempre me ha caracterizado.
- Y si no fuera por su miedo al fracaso sería un líder nato - comentó Abârmil.
- Bilmos exagera Abârmil - intervino Lendor aguantándose la punzada que le había producido el último comentario de su primo -, ha cambiado mucho ¿Sabes? Ha crecido bastante a lo largo de esta aventura y creo que está aprendiendo a controlar sus emociones sin dejarse llevar desastrosamente por ellas. Ya te lo contaré mientras cenamos.
- Muy bien querido Lendor, y no te aflijas por mis comentarios, juré a tus padres que haría de ti un montaraz de provecho y así lo haré - contestó Abârmil incorporándose y apoyando su mano derecha sobre le hombro izquierdo de Lendor.
Lendor miró a los ojos de su maestro y se sintió reconfortado, cogió del brazo a Bilmos y se lo llevó de caza en busca de la cena. Regar ya había conseguido encender en solitario un pequeño fuego que no humeara demasiado y se encontraba recostado dando buena cuenta de las hojas de tabaco que encontraron en la habitación de la cabaña perteneciente a Gathur. Mientras, a su lado Farwin intentaba reconfortar con suaves palabras y tiernas caricias de madre a la mente del atormentado Grobo, que había adquirido una apariencia mortuoria desde la batalla de la casa. En sus ojos ya no se entreveían sentimientos, sino una vacuidad insondable como los abismos de Moria. Las escasas sonrisas que esbozaría hasta el fin de sus días, parecerían muestras de cualquier emoción excepto de felicidad. Su corazón había recibido una sombra demasiado grande para su edad. Y esta lacra se acrecentaría con prontitud.
Estaban los seis compañeros sentados formando un estrecho círculo lo más cerca posible del crepitante fuego, intentando calentarse el cuerpo ante el frío glacial proveniente de las hirsutas montañas que emergían ante sus ojos por encima de las copas de los árboles, gracias a los cuales estaban refugiados de aviesas miradas. Era verano, pero las noches en aquellos lares eran tan intempestivas como un invierno en Forochel. Degustaban un bien nutrido ciervo cazado por los dos jóvenes montaraces. El animal en cuestión no había sido una presa fácil. Estuvieron persiguiéndolo durante media hora y cuando consiguieron rodearlo mientras bebía agua de un arroyuelo, Bilmos se abalanzó sobre el ciervo. Pero éste se apartó con rapidez y el gigantesco montaraz dio con su cuerpo en el agua. Lendor disparó un certero flechazo y se llevó el mérito de la caza que ahora saboreaba la compañía con ansia. Regar, en tono ceremonial, dio muestras de su afición a los cuentos y comenzó a narrar las aventuras acaecidas al grupo desde la ya lejana emboscada en la que fue arrebatado el anillo de su familia y la vida de su abuelo Dirlam. Se olvidó del hambre y se puso en pie, movía los brazos con gestos miméticos de sus compañeros para emularlos correctamente, incluso cambiaba su voz dependiendo del personaje imitado, hacía pausas en las que escrutaba con sus ojos marrones el interés que producía su historia y agitaba sus negras barbas de enano graciosamente. Rememoró la batalla en la solitaria llanura, la ayuda que ofrecieron al granjero Geonte, el encuentro con el ejército de dunlendinos en el bosque de Minhiriath, la aterradora huida de los espectros Tharbad, la llegada a la capital donde conocieron a Gilmar y a Grobo y la batalla de la cabaña. Todos ofrecieron un gran aplauso a la interpretación del enano.
- Es extraño - dijo Abârmil -, cuando pasé camino de Tharbad no encontré ninguna casa cerca del camino. Me hubiera venido muy bien, pues cabalgaba a ciegas en vuestra búsqueda. Es muy interesante que ese tal Geonte os indicara un camino en el que tendríais que entrar en Tharbad, sobretodo porque cualquiera que conoce las Tierras Brunas sabe que “no debe atravesarse la ciudad bajo las frías estrellas, sino de la mano cálida del sol”, pues tras las guerras del Reino del Norte con Angmar, aquella región fue devastada, y cuenta la leyenda que los habitantes de la ciudad aguantaron un asedio durante meses hasta que todos fueron masacrados. Esperaban valientemente la ayuda de Fornost, mas ésta nunca llegó desgraciadamente, no por abandono, sino porque también sufrió un durísimo ataque que dejó al reino con apenas hombres para defenderlo. El problema es que nuestros antepasados no lograron enviar exitosamente un mensajero que ordenara el abandono de la ciudad, de hecho perdieron a seis en ese quehacer. Una historia triste, como fueron la mayoría en esa época en la que devino el fin del reino de Arnor.
“Os contaré que el sabio elfo Gildor, en una de nuestras largas conversaciones que hemos tenido en Bosque Cerrado, me dijo que desde hace mucho tiempo, incluso para los elfos, en Minhiriath habitaba una pareja de seres con aspecto de hombre y mujer que solían ayudar a los viajeros errantes. Nadie sabía quienes eran ni de dónde venían, sólo que siempre habían vivido por esas tierras. Estaban aquí y allá, vagando sin hogar fijo. Decían ser comerciantes, granjeros, herreros, artistas, aventureros y un sinfín de empleos que cambiaban con cada oyente al que socorrían, al igual que el aspecto que presentaban a los ojos inocentes. La gente les consideraba unos guías, tanto geográficos como espirituales. Si bien es cierto, no siempre han obrado bien y, a veces, ofrecen malos consejos si el viajero tiene inicuas intenciones.”
- Pero - intervino Bilmos - nuestra misión es honorable y en cambio nos enviaron a una muerte casi segura. No tienes ni idea de lo que fue aquello, maestro. Jamás sufrí tanto ni padecí tanto miedo.
- ¿No es eso lo que tu carácter necesitaba acaso? - dijo Regar - Nadie puede ser un buen combatiente, como tu aspiras a ser, sin conocer lo que es el miedo. Un buen guerrero no debe amar la guerra, ella es en sí odiosa, sino que debe amar algo por lo que luchar, algo que le haga invencible en la batalla cuando la desesperación aprieta.
- Tienes razón, querido Regar - contestó Farwin -, Herela, la esposa de Geonte, me dijo mientras preparábamos la casa que los sentimientos no pueden ser enfrascados y apartados del pensamiento, pues éstos siempre saldrán y volverán a rellenar el corazón una y otra vez. Así fue como, en el peor momento de la huida de Tharbad, salieron mis emociones y me dieron la fuerza inmortal que nos permitió salir indemnes de allí. Ahora sé que siempre deberé ser fiel a aquello que siento.
- Nos enviaron allí - dijo el enano -, pero con un fin. Hemos ganado a una valiente elfa, cuando antes era un ser melancólico sin deseo de futuro. Ahora tenemos a un guerrero menos temerario y a otro capaz de tomar decisiones en momentos de presión extrema, pues fue Lendor quien, desde entonces, tomó el mando de la compañía. Además nos envió a una posada donde hallamos a un joven valiente como es Grobo - dijo con una sonrisa mirando al niño, que lo miró indolentemente -. Creo que aquel hombre, Geonte, miró dentro de nosotros y nos guió en nuestra aventura. A veces los problemas son los que sacan lo mejor de nosotros.
- Cierto - intervino Lendor -, ahora estamos más preparados para afrontar esta misión. Sin aquella experiencia, tal vez ya habríamos sucumbido. Ahora bien, creo que subestimé a Gilmar, lo tomé por un simple posadero y parece que tiene amistades nada desdeñables incluso para un rey.
- Las apariencias engañan - dijo fríamente Grobo -, que se vean los dientes no significa que esté sonriendo, como se dice entre mi gente -. Luego calló y no volvió a hablarlos.

Terminaron de conversar describiendo los detalles de sus enfrentamientos, discutiendo sobre quien era el mejor espadachín, el más rápido o el más fuerte y resistente. Abârmil puso fin a la conversación dada la avanzada hora que los envolvía y pidió hacer la primera guardia. Los demás aceptaron de buena gana. Bilmos se colocó junto a su inseparable amigo Lendor y Grobo se acostó entre Regar y Farwin, quienes se mostraban como una figura paternal ejemplarizante y otra maternal de sabiduría, cariño y comprensión. En pocos minutos el grupo navegaba por oníricos parajes rodeados de felicidad Todos salvo Grobo, a quien la imagen de un robusto dunlendino moribundo mirándole a la cara con ojos desorbitados y su sangre derramada inundando todo el suelo, se repetía hasta la locura. Abârmil vio su cara rezumando sudor y se acercó a su oído, en donde susurro unas suaves palabras en Quenya. Al rato observó que el rostro del niño se relajaba y la cadencia de respiración se normalizaba. Más adelante, Grobo se despertaría, necesitando un largo paseo para volver a dormir, pero de esto no se enteró nadie. Buscando amenizar la tediosa vigilancia, el montaraz se puso en pie y comenzó a caminar escrutando la noche. Caminó lentamente apartando las ramas de los arbustos que salían a su paso. La noche estaba tranquila, con el cri-cri de los grillos ofreciendo hermoso concierto. Un búho de bello plumaje se apareció en un árbol a su derecha, se quedaron mirando brevemente y salió dirección este. Abârmil lo siguió durante un lapso de tiempo, al término del cual el sonido de una cascada lo atrajo irremisiblemente. Al llegar vio un pequeño salto de agua de unos tres metros rodeado de una gran frondosidad. Un poco más adelante se extendía un pequeño claro hacia donde se dirigió. Se quedó absorto mirando perdidamente los remolinos de la corriente. Su mente evocaba otro río y otra cascada que visitó muchos años atrás y en cuyas aguas había alguien más a parte de rocas, plantas y peces, alguien por la que luchar, alguien por la que morir, pero sobre todo alguien por la que vivir. Una sonrisa se formó entre sus labios y una luz se entrevió entre sus ojos. De repente salió de su ensimismamiento cuando escuchó un sonido entre los matorrales. Se dio la vuelta rápidamente y asió con su mano derecha la empuñadura de su espada, dispuesto a desenvainarla.
- ¿Quién va? - preguntó Abârmil en tono contundente.
No escuchó respuesta. En lugar de ello apareció apartando unas ramas con sus blancas manos la bella Farwin. Tenía su larga melena castaña bailando con la suave brisa nocturna. Sus ojos brillaban como las estrellas en la noche más clara de verano. Un blanco vestido élfico, bordado con maestría, tapaba sus encantos y reflejaba la callada mirada de la luna. Se aproximó en andar parsimonioso con las manos cogidas entre sí por debajo de la cintura. Él se relajó, sonrió embelesado y se dirigió a su encuentro. Ella esbozó una gran sonrisa de hermosura divina al ver nítidamente la preciosa cara de su amado. Él sintió que estaba mirando una obra maestra hecha por Fëanor o por el propio Eru. Ella ansiaba delirantemente tocar el fornido cuerpo de él. Entonces, bajo el firmamento expectante de luces argentinas, él acarició con sus dedos el rostro angelical que amaba, bajó por el níveo hombro y recorrió todo el brazo hasta llegar a sus finos dedos, que entrelazó con los suyos. Subió su delicada mano hasta la altura de la boca y beso uno a uno cada uno de los dedos. La soltó con dulzura y rodeó su perfecto cuerpo con los brazos, haciendo ella lo propio. Apenas un milímetro separaba sus labios. Cerraron los ojos y se encaminaron al encuentro el uno del otro en un segundo infinito y, en cuanto se pegaron sus bocas, el latir de sus corazones se paró por completo y comenzaron de nuevo al unísono. Desde entonces ambos corazones se convirtieron en uno. Ella desabrochó la camisa de él y se la quitó junto al abrigo que llevaba encima, mientras que él hizo caer al suelo el vestido de ella. Desnudos se abrazaron y besaron repetidas veces. Acompañados por la música del agua y la luz de los astros, yacieron en aquel apartado claro durante toda la noche amándose sin medida. Jamás volvió a ser más verde aquel paraje, ni las flores más radiantes, ni el río más cristalino, ni el éter nocturno más luminoso, que en esa noche de entrega mutua. Todavía puede oírse en este edénico lugar el canto de la naturaleza a un hombre y a una mujer separados por sus destinos pero unidos por el amor.

A la mañana siguiente, Abârmil fue a despertar a sus compañeros. Irradiaba felicidad, todos pudieron sentirlo. Le preguntaron por qué había hecho él toda la guardia, a lo que contestó sin rubor alguno que se había dormido, algo que creyeron a medias al ver que Farwin no se encontraba allí. La elfa apareció al rato con la misma cara de alegría que el montaraz. Regar, Lendor y Bilmos la miraron sonrientes entre codazos joviales de complicidad. Por su parte Grobo, con una media sonrisa insensible, miraba desorientado la escena que se había montado ante sus ojos fríos e impasibles. Sin dar más explicaciones, Abârmil recogió las cosas y las puso a lomos de su caballo.
- Bueno amigos, ya es hora de irnos, que Grobo muestre el camino hacia la cueva donde se hallan los semiorcos. - sonrió cariñosamente al dunlendino mientras lo observaba preocupado. “Parece un muerto viviente”, pensó para sí. Esto no puede traer nada bueno.
Farwin cogió de la mano al niño y comenzó a guiar a la compañía. Volvieron al camino principal para que Grobo pudiera orientarse perfectamente. Pronto ya estaban en plena marcha hacia la guarida del ladrón del anillo de Regar. Se veía que la senda era muy transitada, pero su cuidado dejaba mucho que desear, no había sido adoquinada o siquiera marcado unos límites, sino que el constante deambular de gentes la había formado, o mejor dicho, deformado. El paso era vivo, pues estaban bien descansados. No hablaban entre ellos por miedo a que de repente surgieran semiorcos en el camino. Bueno, a excepción de los dicharacheros Regar y Bilmos, que susurraban chistosamente ante la recriminadora mirada de Lendor. Un tiempo después, Abârmil se acercó a Lendor, que cerraba la compañía, para hablar con él.
- Dime primo, ¿Qué piensas del joven Grobo?
- ¿En que sentido, Abârmil?
- No sé, lo veo demasiado distante del mundo. Intento explorar en sus ojos y sólo veo un muro impenetrable. Me acerco a ellos en actitud amable y el cierra la puerta con nueve llaves. Tengo la impresión de que guarda algo tras ellos. Yo ya lo he conocido con esta mancha en su espíritu y quisiera tu opinión sobre él cuando lo hallasteis en la posada de Gilmar.
- Era un joven alegre, diría yo. Me pareció un chico muy servicial, en seguida se preocupó por nosotros y ofreció su colaboración. Además alguien de tan corta edad que trabaja para ayudar a sus padres merece todo mi respeto y mi aprecio. Por no comentar que trabajaba para Gilmar, el “hermano” de Geonte.
- Eso demuestra que ha sufrido un cambio radical - explicó Abârmil -. Ver un campo de batalla puede ser una experiencia traumática, pero esa barrera de soledad auto impuesta es excesiva. Tal vez lo mejor es que vuelva con el posadero, temo por él, esta aventura puede ser demasiado y provocar su derrumbe psicológico en el peor de los momentos. Sinceramente creo que tres montaraces como nosotros no tendríamos problemas en encontrar la cueva Gathur desde aquí. Además no creo que aquel sitio sea el mejor para mi caballo, él podría irse con la bestia y seguir con su vida en la ciudad.
- No creo que exista algo mejor para el alivio de su alma que las palabras de Farwin. Desde el primer momento quedo embelesado por su voz y creo que ella si puede penetrar hasta su corazón, aunque sea de piedra. Estar a su lado es la mejor medicina que puede tener.
Abârmil aceptó en quedarse con Grobo, aunque sus dudas no fueran aplacadas. Tras más de tres horas de agotadora marcha, Grobo señaló hacia la montaña. Farwin miró en la dirección que marcaba el dedo del dunlendino y vio una abertura en la grisácea roca. Era un agujero redondo a una altura considerable de donde partía una estrecha senda artificialmente hecha para alcanzarlo. El camino serpenteaba irregularmente sobre las faldas de la montaña sin ningún tipo de camuflaje, pues carecía de paredes laterales. Cualquiera podría verlos llegar a la puerta de la cueva desde una distancia más que apreciable. Se detuvieron un momento para establecer la estrategia. Regar defendía que cualquier morada bajo la montaña se hace con el menor número de entradas posible, por lo que la única medida viable a tomar era el asalto directo. Todos se resignaron a ello salvo Lendor, que insistía nerviosamente a buscar otra forma.
- Si escalamos quizás podamos encontrar una fisura natural en la cara de la montaña, entrar así es un suicidio, ¿Quién nos asegura que no hay vigilantes en la puerta? En tal caso nos tendrían a su merced.
- Nada de eso - respondió Bilmos -, podemos huir a los bosques de nuevo y nos perderían la pista.
- Eso suponiendo que no haya nadie en nuestra retaguardia - contestó Lendor -. Mientras subimos nos podrían ver algún batallón de regreso o que patrulle las cercanías, con lo que estaríamos rodeados. Tengo un mal presentimiento.
- Maldita sea Lendor - gritó Regar - Hemos acabado con decenas de ellos, en un lugar angosto no tendrían oportunidad ante la maestría de nuestras manos. Además no tenemos cuerdas ni equipo de escalada y los enanos no estamos muy cómodos en esas faenas.
- Ya está todo dicho - concluyó Abârmil -, la mayoría ha decidido. Confiemos en la buena suerte. Si tienes malos presentimientos, tendrás que hacerlos frente, Lendor.
El montaraz asintió ante su primo y se dispuso para la marcha. Ahora estaba encabezada por Regar y Bilmos. En pocos minutos habían dejado atrás la protección de los árboles y caminaban a la vista de cualquiera. El verano volvía a reírse de ellos ya que el viento se hacía cada vez más fuerte y la alborotadora lluvia volvió a aparecer en su aventura. Húmedos hasta los huesos avanzaban en lento paso, ya que el sendero era más estrecho de lo que incluso parecía desde abajo y cada golpe de viento suponía un gran esfuerzo para proseguir sin caer ladera abajo. No en vano caminaban a cuatro patas para ofrecer mejor resistencia a las acometidas eólicas. Si bien es cierto, se alegraron de la climatología, ya que el temporal les permitió llegar a la entrada sin ser vistos, paramentados por la ira del cielo que tanto les había hecho sufrir en días pretéritos.
Entraron cargando furiosamente en la cueva con las armas desenfundadas dispuestos a acabar con los supuestos guardias, mas no dieron con nadie. Una amplia estancia de unos noventa metros cuadrados de planta y cuatro de altura aparecía ante ellos. En la parte derecha encontraron armaduras y armas, mientras que en la izquierda hallaron unos barriles, unas cajas de comida y herramientas de afilado, excavación y serrería. Había varias antorchas iluminando en las paredes la pétrea y solitaria entrada. Todos se miraban extrañados, no se veían signos de lucha, pero allí no había nadie. Las cosas estaban en un aparente orden, dejadas deliberadamente sin prisa.
- Esto es una trampa - dijo Lendor - salgamos de aquí antes de que la boca del orco nos engulla.
- No hay razón para tu preocupación, amigo Lendor - dijo Regar -, ¿Para que vigilar un lugar que nadie conoce?
- Hasta la oculta Gondolin tenía guardias - dijo Farwin -, aunque eso no demuestra nada. Los orcos nunca se han caracterizado por su inteligencia, tal vez los semiorcos tampoco estén muy sobrados de esta característica. Avancemos, no hay más remedio si queremos recuperar la herencia de Regar.
Bilmos, aunque dijo confiar ciegamente en las habilidades visuales de Regar bajo la montaña, cogió una de las antorchas encendidas y se colocó a la vera de Lendor. Abârmil hizo lo mismo salvo que decidió quedarse en la retaguardia llevando a su caballo junto con Farwin y Grobo. Regar encabezaba con orgullo la compañía. Los seis viajeros recorrían un largo túnel bastamente excavado, según Regar, con numerosas irregularidades del terreno y con constantes curvas. Habían pasado más de once horas caminando y tres de descanso para comer y beber cuando, tras dejar un recodo a la derecha, se abrió un gigantesco patio encima. En sus laterales había tres plantas de pasarelas comunicadas con escaleras de madera entre sí. En las paredes se observaban numerosos agujeros que parecían habitaciones. Era el barracón de las tropas de Gathur. La compañía se adelantó hasta el centro desde donde pudieron comprobar esta hipótesis mucho mejor. Una fuerte brisa entro por el camino de donde acababan de salir y súbitamente se apagaron todas las antorchas de la sala salvo las sujetadas por Bilmos y Abârmil. Estaban rodeados de la más absoluta oscuridad. Sólo eran un ligero titilar en la negrura de lo desconocido dentro de la inmensidad de las tinieblas. Fue en ese momento cuando Bilmos volvió a sentir el miedo, el sudor corrió por su frente y su ánimo se empequeñecía. Sin mediar palabra Grobo se apartó corriendo del lado de Farwin hacia la entrada. Ella gritó inconscientemente e intentó salir en su busca pero Abârmil la retuvo. Al hacerlo soltó al corcel, que salió al galope hacia la misma dirección, jamás volvieron a verlo. Tampoco pudieron ver las lágrimas que se vertieron por la cara del joven dunlendino en su huida. Lágrimas de pena. Lágrimas de remordimiento. Lágrimas de venganza.
- No vayas Farwin - dijo Abârmil.
- Pero se perderá en esta lobreguez asfixiante, no tiene posibilidades de sobrevivir por ahí él solo, es un niño - contestó airada la elfa - ¿No tienes corazón?
- Tranquila mi amor, está más seguro que cualquiera de nosotros. Creo que tu buena voluntad te ha traicionado.
- ¿Qué pretendes decir Abârmil? - preguntó Regar. Farwin se quedó muda, absorta en lo que ahora entendía.
- Grobo nos ha guiado hacia donde él quería - intervino Lendor con aire preocupado - mis presentimientos resultaron acertados, íbamos hacia una trampa. ¿Cómo pensar que era uno de los nuestros quien nos conducía a ella?
- ¡Estáis locos! - exclamó Bilmos - Yo iré en su busca, con la antorcha lo encontraré. Él nos guió hacia la cabaña y no nos delató, ¿Qué sentido tiene que lo haga ahora?
- Tal vez sea un plan posterior a aquel momento - dijo Abârmil.
- Esto está mal, maestro - dijo suplicante Bilmos - es un crío, voy a ir tras él te guste o no.
- “No hace falta” - dijo una tétrica y gutural voz que resonó maliciosamente en toda la estancia. Su tono era glacial, desagradable e inhumano. Cada palabra de pronto venía de la izquierda, como después se aproximaba desde la derecha, luego caía desde arriba o llegaba desde detrás en un torbellino de heladas flechas hirientes -. “Grobo ya está a salvo, algo que no puede decirse de vosotros. Pagaréis vuestra arrogancia al venir hasta aquí y por matar a tantos de mis hombres, especialmente la de uno que se encontraba en la cabaña del bosque que asolasteis. No creo que Grobo pueda volver a dormir sin que la cara de su padre se le presente desangrada y con los ojos hinchados y exánimes.”
- Así que eso es lo que atormentaba al joven dunlendino, su padre pertenecía al ejército de los semiorcos y nosotros lo matamos. Ese era el secreto que ocultaba y que no pude conocer. Nos ha engañado desde el principio. No era más que un espía en la ciudad. Lástima de chico, su vida será desgraciada - dijo Abârmil.
- “No, presuntuoso montaraz, quieres ver más allá de tus posibilidades, pero todos sabemos que la sangre de Númenor está harta gastada y que su linaje languidece a cada año. Grobo no sabía del empleo adicional de su padre, lo descubrió allí mismo. Era un simple niño en la ciudad que ganaba algo de dinero para su familia. Pero vosotros asesinasteis a su amado padre y el odio entró en él. Si fuerais más precavidos os habríais dado cuenta de su ausencia durante la noche en el bosque. Su deambular fue interceptado por un grupo de mis secuaces y allí se fraguó vuestra perdición. Recordad bien la luz de la blanca mañana, el trinar de los pájaros, el refulgir de las estrellas, el sabor del más suculento manjar o la inmensidad del océano porque jamás volveréis a sentirlos.”
- ¡Gathur, muestrate! - gritó con furia Regar. - Deja tu endemoniada charlatanería y enseña tu rostro.
- “Yo no soy Gathur, él está en su fortaleza, yo sólo soy su lugarteniente, el encargado de arrebatarte tu bonito anillo, maese enano. Te alegrará saber que ahora luce en una mano más adecuada. Mi señor le dará buen uso.”
- Yo sí que daré buen uso de mi hacha si tienes valor para enfrentarte a mí y pagar por el asesinato de mi abuelo. Sal de tu escondite criatura del infierno. Soy un enano de Erebor, descendiente del celebérrimo pueblo de Moria, uno de los mejores guerreros que jamás haya existido dentro del conspicuo abolengo al que pertenezco. Mi fuego no se extinguirá hasta que tu vil cuello se encuentre con mi acero. Baja a mi encuentro y dejemos esta parlamenta inútil, que la fuerza sea quien dirima nuestros destinos.
- “Claro que bajaré, estúpido enano, lo que pasa es que mientras llego no creo que pueda retener el ataque de mis hombres.”
Y al decir esto soltó una estentórea carcajada que retumbó en las paredes en un ensordecedor grito de batalla. En cada uno de los cientos de agujeros que había en las tres plantas de la estancia se encendió una miríada de pares de pequeñas luces rojas amenazantes. Las antorchas de la sala de los barracones ardieron de nuevo mostrando a todo un ejército abarrotando los tres pisos de pasarelas. Los cinco combatientes se quedaron atónitos e inmóviles.
- Creo que esto es lo que se llama una situación complicada, así que asumo el mando, Lendor - dijo Abârmil -. Continuaremos por el túnel de detrás de nosotros. El que nos ha traído hasta aquí es un suicidio, seguro que hay gente al otro lado. Tal vez esta alternativa no la hayan previsto. Guarda tus aladas flechas para los arqueros Farwin, sólo tu puedes hacerlos frente en la distancia. ¡Guíanos Regar por las entrañas de la tierra, que no se diga que un enano no puede encontrar el camino de salida bajo una montaña!
La barahúnda comenzó a descolgarse por las escaleras en una riada ingente de oscuros cuerpos. Su rapidez era increíble. Los cinco guerreros debían alcanzar el túnel antes de que pudieran interponerse la caterva de Gathur o estarían perdidos. La compañía corría rauda como el viento en pleno huracán. Parecía que lo iban a conseguir, pero a falta de cinco metros para llegar a la salida ya tenían el corredor cercado por enemigos que impedían la escapada. Dos arqueros tendieron sus arcos desde la pasarela opuesta y apuntaron, pero antes de lanzar sus flechas, una saeta élfica se clavó en el ojo de uno de ellos, el otro dio un respingo y recibió otra saeta en la garganta antes de poder a reaccionar. Las espadas comenzaron a cantar en la embestida desesperada. Los cinco compañeros acabaron con diez semiorcos tras la brillante carga realizada. Sin parar ni un segundo lanzaron estocadas certeras cercenando miembros sin inmutarse. Regar lanzó un molinete a la altura del vientre enemigo matando a seis con su formidable movimiento. Lendor y Bilmos luchaban hombro con hombro y los rivales caían al suelo tan rápidos como las gotas de un día de lluvia invernal. Farwin combinaba magistralmente el ataque cuerpo a cuerpo con sus precisos flechazos a los arqueros que se colocaban sobre las pasarelas de enfrente. Finalmente Abârmil atravesaba sin pausa a cualquiera que se acercara por la espalda del grupo.
- ¡Bilmos, lánzame, corre! - dijo Regar.
Bilmos, entendiendo lo que pedía el enano, lo tomó con ambas manos y lo lanzó con su inconmensurable fuerza hacia los últimos nueve adversarios que tapaban el pasadizo de salida. El enano derribó a tres en el impacto y al resto en los cinco segundos siguientes. Regar era una llama de fuerza e ira imparable entre las tinieblas de armaduras enemigas. El anillo, la heredad de su estirpe, se había aposentado sobre su frente proporcionándole una maestría incontestable en batalla. Los cinco consiguieron entrar atropelladamente en la oscura galería, el enano los guiaba sin vacilación. Corrían con el fétido aliento de la muerte calentando sus nucas. Lendor comenzó a reconocer aquel pasadizo y aquella situación desesperada, era igual a la del perturbador sueño que tuvo muchos días atrás, bajo el acogedor techo de la casa de Geonte. Se sintió aterrorizado, pero no dijo nada. El camino bajaba y bajaba cruzando estancias naturales y dejando atrás otros caminos alternativos a los lados, sin embargo Regar avanzaba sin inmutarse ante cualquier disyuntiva. El túnel comenzó a ensancharse poco a poco facilitando la cadenciosa respiración. De pronto Regar se paró. Ante sus ojos se mostraban dos caminos y no supo decidir cual era el acertado.
- No podemos pararnos - dijo Abârmil - ¿A qué esperáis?
- No puedo decidir cual es la elección buena - confesó el enano. Los semiorcos llegaron a la altura de Abârmil y Farwin, que consiguieron mantenerlos a raya tras la primera embestida.
- Esto lo he soñado amigos - dijo Lendor.
- Pues elige amigo, no es momento de dudas - apremió Bilmos.
- No lo entiendes, Bilmos, en el sueño erraba mi elección, tomaba el camino equivocado y todos éramos capturados, torturados y cruelmente asesinados. La decepción se dibujaba en vuestros rostros y mi corazón estallaba de pena ante vuestro insufrible dolor ¡No puedo, no quiero fallaros!
Abârmil y Farwin iban perdiendo terreno ante la abrumadora masa de atacantes. Lendor miraba inquieto ambos pasajes, el sudor recorría todo su cuerpo. Sus amigos dependían de su elección, podía llevarlos hacia la muerte o hacia la vida. Temblaba por completo y balbuceaba como un bebe, el terror dominaba su cuerpo. Miró a su alrededor, vio a su primo Abârmil, su mentor, sufrir una herida en un costado de su cuerpo; a Farwin, con su belleza incomparable, a punto del desfallecimiento; a Regar, el valiente y fuerte enano, mostrando en su duro rostro la consternación ante el fin de sus días; y a su querido amigo Bilmos, su hermano en vida, con mirada de ciega confianza, vertiendo lágrimas de tensión entre su negra barba de varios días. Lendor reaccionó. Sintió un suspiro de aire reconfortante proveniente del lado derecho y otro gélido desde el izquierdo, se decidió. Regar y Bilmos lo siguieron sin dilación por el túnel derecho. Abârmil y Farwin se dispusieron para reemprender la carrera, pero la elfa fue herida en la pierna izquierda. Cayó al suelo. Abârmil sintió pavor. Se colocó de pie sobre ella sin dejar de asestar golpes mortales a quien se acercaba. Lanzó un grito desgarrador y tres espadazos asesinos que permitieron una leve pausa en el combate. Los otrora verdes ojos del dúnadan eran dos antorchas encendidas que ningún semiorco era capaz de mirar. Farwin se reincorporó con dificultad y se apoyo en el hombro derecho del montaraz.
- Vete, amor mío, yo no puedo escapar corriendo, y no puedes cargar conmigo hasta la salida, sálvate. No me hagas cargar con tu muerte el resto de mi vida inmortal.
- Al venir a buscarte renuncié a mi vida y te la entregué a ti. Somos un solo latir, ¿Recuerdas? Si tu sino es morir aquí, yo lo haré contigo. Nunca te abandonaré. Para qué querría seguir mirando al mundo, si mi mundo, que eres tú, ha muerto. Para qué querría seguir respirando, si el único oxígeno que me vale es el que está bañado por tu aroma. Para qué querría continuar en pie, si lo que motiva mis pasos es acercarme a ti para besarte. Para qué querría volver a sentir el sol, si con tu marcha en mi pecho sólo hay nubes de eterna tormenta. No, Farwin, seguiré a tu lado, y si estos son nuestros últimos momentos, tal vez podamos ayudar a nuestros amigos con nuestro sacrificio.
Se dio la vuelta, cogió en brazos a Farwin y emprendió la carrera por el pasadizo izquierdo. Los semiorcos los siguieron. Treinta metros en adelante se vieron acorralados por la nada. La galería conducía a una caída libre sin salida. Abârmil, resignado, puso a su amada en el suelo. Se dieron un beso con todo el amor que tenían en su interior, un amor tan puro que al llegar los semiorcos ávidos de sangre, se detuvieron al ver una blanca luz brotando de sus cuerpos. Sin embargo el beso no podía ser eterno y cesó, tras lo cual la batalla se reinició. Allí, en un saliente de la montaña, a un palmo del vacío y a otro de las hojas semiorcas, lucharon la elfa y el dúnadan, como los mejores héroes de la antigüedad, contra las huestes de Gathur. Cómo Béren y Luthien, como Turín y Beleg, como Hurin y Huor. Pero las fuerzas en sus músculos se apagaban con cada estocada. Farwin recibió la sangre de su última víctima en sus preciosos ojos oscuros y el nauseabundo hedor hizo que se tambaleara. Perdió por un segundo la conciencia de donde estaba, lo que fue aprovechado por otro semiorco para infringirla una herida en su hombro izquierdo haciéndola caer de dolor. Un grito ahogado exhaló por la boca de la mujer. Abârmil intentó reaccionar, mas fue demasiado tarde y Farwin, la hermosa elfa, cayó de espaldas por el precipicio. El montaraz alargó inútilmente su brazo izquierdo para impedir lo inevitable, empero sólo consiguió poder ver como ella susurraba un dulcísimo “Te amo” mientras caía grácil como una pluma ante la atracción de la tierra. Por un momento el dúnadan estuvo a punto de saltar, de ir a abrazar a su amada en el aire. Un último abrazo que guardar previo al ignoto viaje al más allá. Sin embargo no lo hizo, la ira lo dominó, la sed de venganza se apoderó de él irremisiblemente, se dio la vuelta y embistió en desesperada lucha contra todo un ejército de enemigos. Uno a uno fueron cayendo sus adversarios, incapaces de rechazar tamaño ataque. La negra sangre anegaba el duro suelo y las límpidas lágrimas hacían lo propio con las tiernas mejillas de Abârmil. Cegado por el odio acabó con todo aquel que no huyó despavorido ante la mirada furibunda del montaraz. En unos pocos minutos estaba solo, completamente solo. Rezumaba sangre por ocho heridas distintas y pecho y músculos estaban a punto de explotar por el titánico esfuerzo, en cambio únicamente su soledad le dolía. Se desplomó en el suelo deseando morir, pues ya no necesitaba su cuerpo. Cerró los ojos, pues ya no necesitaba ver. Soltó su espada, pues ya no necesitaba luchar. Renunció a seguir respirando, pues ya no necesitaba vivir. Mas no murió. Su corazón compartido aún latía. Una clara misión se aposentó en su inconsolable mente, “Debía encontrar el cuerpo de Farwin”. Se levantó con energías renovadas, enfundó su espada y comenzó a descender por la impracticable pared de la montaña en busca de su amada. Tras supremos sacrificios, dolores y amagos de desmayos por la gran cantidad de sangre perdida, logró llegar hasta abajo. Curó con diversas plantas algunas de sus heridas y reinició sin demora la búsqueda. Utilizó todas sus habilidades exploradoras para dar con ella. Recorrió una y otra vez aquellos parajes. Pasaron días, quizás semanas, él diría que meses. No dormía ni comía ni bebía, sólo caminaba y caminaba sin tregua anhelando una mísera huella. Mas no la encontró, ninguna pista, ningún indicio, ningún atisbo de esperanza, parecía que se hubiera esfumado en el claro cielo. Un ángel que desaparece entre el aire del celeste éter. La soledad lo laceró profundamente y la imagen de la noche en el claro de la cascada lo atormentaba a cada segundo. De ahí en adelante no pasaría día sin que soñara con ese aciago instante lanzándose al viento tras Farwin en lugar de aniquilar a los causantes de su desgracia. Sin embargo, de qué sirve el arrepentimiento cuando el único perdón que vale es el de quien ya no puede concedértelo. Anduvo y anduvo durante tanto tiempo y con tal pena en el corazón, que aún hoy día, cuando el mundo ha cambiado completamente y nada es ni volverá a ser como fue entonces, un corazón puro puede adentrarse por esos lares y escuchar de las viejas rocas una desgarradora canción entonada por un ser desgarrado por la garra del abigarrado infortunio:

Un frágil vuelo sin albas alas,
una inútil carrera de veloz paso,
una travesía entre pétreas calas,
un arduo viaje de precoz ocaso.

Mis ciegos ojos jamás secarán,
ahora que te hallo perdida,
lagos de lágrimas derramarán,
por el resto de mi taciturna vida,
pues mis otrora estrellas de plata,
en mi noche ya no me iluminan,
y mis eternas lágrimas de plata
lavan y aclaran mas no olvidan.

Vagaré siempre por valles umbríos,
donde habitan soledades y repican
campanas con acordes de luto frío,
entre vigilantes sombras que gritan
la lobreguez de mi agrio sino,
a mi alma en tinieblas sumergida,
húmeda por el vespertino rocío,
que dejó tu luctuosa partida.

Un frágil vuelo sin albas alas,
una inútil carrera de veloz paso,
una travesía entre pétreas calas,
un arduo viaje de precoz ocaso.

Destino de incierto nombre,
aguarda a mi espíritu laso,
la vida concedió a este hombre,
un viaje de precoz ocaso.
El aire arrebató mi cielo,
para llevarlo al cadalso,
mi corazón viste negro velo,
por un viaje de precoz ocaso.

No volveré a sentir el sol,
el mundo se tornará falso,
en mi cuerpo no habrá calor,
tu viaje tuvo un precoz ocaso.
¡Oh, funesta montaña!
Tu odioso mal no es escaso,
lapídeas quedaron mis entrañas,
al provocar el precoz ocaso.

Un frágil vuelo sin albas alas,
una inútil carrera de veloz paso,
una travesía entre pétreas calas,
un arduo viaje de precoz ocaso.

Cuando no pudo soportar más arrastrarse por aquella región, raices de su melancolía, marchó hacia el este, hacia la desesperanza, perdiéndose entre los oscuros parajes del Bosque Negro, trabajando como mercenario independiente para los elfos de Thranduil, beornidas o los hombres de Valle, respirando mas deseando ahogarse, durmiendo mas deseando no despertar, sobreviviendo mas deseando morir.

Mucho antes de que esto pasara, Regar, Bilmos y Lendor corrían por el túnel afanosamente. Jamás había anhelado tanto un enano salir del interior de una montaña. Los tres jadeaban al borde del ahogo, tropezando con las rocas, los salientes y las estalactitas. Tenían sus ropas desgarradas y el cuerpo lleno de llagas, empero no se detuvieron ni un instante. Miraban únicamente hacia delante buscando en lontananza un atisbo de luz del sol, algo que les indicara el final de ese infierno en el que se habían metido. Sin saber por qué, Lendor miró fugazmente hacia atrás buscando a su primo, pero a su espalda no corría nadie y se detuvo.
- ¡Amigos! - gritó el montaraz a Bilmos y Regar, que ya estaban a casi diez metros de distancia - ¡Abârmil y Farwin no nos siguen!
- ¿Cómo? ¿Dónde se quedaron? - preguntó confuso Bilmos.
- No tengo ni idea - contestó Lendor -, debemos volver a buscarlos.
- ¡Por Aüle que me encantaría! - exclamó el enano - pero creo que no podremos encontrarlos. Escucha - los tres se quedaron en silencio por un momento. Nada se oía, salvo el goteo lejano de agua subterránea -. Los semiorcos no nos persiguen. Tendríamos que habernos dado cuenta antes, ¡Maldita sea! Nos hemos quedado solos.
- ¿Por qué? Quisiera saber - dijo Bilmos - No creo que se hayan cansado tan pronto.
- No, queridos dúnedain - dijo el enano -, han cambiado su objetivo, creo que nuestros amigos tomaron otro camino erróneamente y ahora son perseguidos mientras nosotros estamos a salvo.
- Nada podemos hacer entonces - asumió Bilmos con gran tristeza en su rostro -, espero que hayan elegido un pasadizo con final feliz.
- No lo habrá sido si tomaron el túnel de la izquierda - dijo Lendor atribulado -. Sigamos pues, salgamos de este luctuoso lugar cuanto antes, ponte en cabeza Regar.
Todavía tuvieron que recorrer muchos kilómetros más junto a la oscuridad de piedra. Desde que se adentraron en la montaña, el sol se había puesto una vez y estaba ya disfrutando de sus últimos momentos del segundo día. Encontraron la enésima estancia cavernosa y sus músculos pidieron un merecido descanso. Se auparon a un amplio y elevado saliente en el lado izquierdo, donde esperaban no ser vistos si alguien pasaba por allí. Carecían de mantas, yesca, pedernal o abrigos extras para combatir la gélida quietud. Estaban absolutamente empapados de sudor e iban a pasar la noche arropados por el frío de las rocas del interior del mundo. Les costó mucho conciliar el sueño debido al constante castañear de dientes y a la preocupación por el destino de sus compañeros. En la encrucijada donde vieron por última vez a Farwin y Abârmil, según el sueño premonitorio de Lendor, había un camino bueno y otro malo, si fue allí donde se separaron, uno de los dos grupos se encaminaba hacia la perdición. Temían por sus dos amigos, pero el sentimiento de supervivencia personal deseaba que los confundidos fueran éstos. Se pegaron unos a otros intentando aportarse algo de calor humano y guardándose su desconsolador desasosiego, que los dejaba aún más fríos. A la mañana siguiente, tanto Lendor como Bilmos, despertaron con un fuerte dolor de garganta y unas ligeras punzadas en la cabeza. En cambio Regar se encontraba perfectamente y con las fuerzas completamente renovadas. Era la ventaja de ser un enano. Y de los duros.
Los dúnedain se pusieron trabajosamente de pie, se pertrecharon con sus armas y se dispusieron a seguir la marcha. Observaron extrañados como Regar ponía su oído derecho en el suelo.
- Noto algo en el ambiente - comentó el enano -, percibo una pestilencia que hacía mucho que no olía.
- ¿Qué es maese Regar? - preguntó Lendor.
- Por el sentir de la roca diría que es un trol de las cavernas, ni las piedras pueden soportar a esas bestias. - contestó el enano. Bilmos se acercó al túnel de salida y sintió con más intensidad aquel hedor.
- Si, en efecto - dijo Bilmos -, al otro lado de esta galería nos aguarda un trol. Bueno, preparemos las armas y ataquemos, no hay más caminos, ¿Verdad?
- Está claro que debemos deshacernos del trol para continuar - explicó Lendor -, pero existen varias maneras. Primero, podríamos asaltarlo por sorpresa, esperando que incomprensiblemente no capte nuestro olor y que podamos pillarlo desprevenido - los ojos de Bilmos se iluminaron -. Segundo, Regar, que se maneja mejor que nadie por estos lugares, podría ir hasta él y atraerlo hacia aquí, tú y yo - dirigiéndose a Bilmos - lo esperaríamos encaramados a los lados de la entrada del túnel, para saltar encima suyo en cuanto entre. Esta opción me parece la más adecuada, pues sobre él podremos infringirle mayores daños que cara a cara.
- Me parece buena idea - dijo el otro montaraz -, aunque sabes que no me gustan las tretas para acabar con un enemigo, prefiero el enfrentamiento honorable de frente a frente.
- Deja tu honor al margen y pongamos en marcha el plan - comentó sonriente el enano -, iré entrando por el pasadizo, vosotros esperadme aquí, esto puede ser divertido, hace mucho que no me enfrento a un trol y los orcos o semiorcos se están volviendo demasiado fáciles para mi hacha. No creo que tenga que hacer ninguna señal para que sepáis que llego, el estruendo lo oirán hasta en Moria. Allá voy, deseadme suerte amigos.
Y según dijo esto, Regar se adentró en el agujero con el mayor sigilo del que fue capaz. Avanzaba a buen ritmo, dando pasos cortos e intentando marcar una respiración homogénea para espantar resoplidos y jadeos delatores. El ambiente cada vez estaba más cargado. El enano tuvo que empezar a respirar por la boca para no marearse. Parecía que se encaminaba hacia un basurero de animales muertos. Se detuvo un momento para intentar acostumbrarse a la terrible peste, era insoportable. Pasados un par de minutos de nueva carrera ya vio la salida. Asomó a la estancia sus grandes ojos marrones. Miró a la izquierda hallando sólo roca y miró a la derecha descubriendo a un gigantesco trol tumbado de espaldas. Estaba durmiendo. Junto a él había cientos de huesos esparcidos por doquier en la gigantesca sala. Localizó la salida del lugar a unos diez metros a la derecha del trol. Regar se dio la vuelta y fue a toda prisa en busca de sus camaradas. Llegó sin estruendo y los dúnedain lo interrogaron.
- Tranquilos amigos - dijo Regar sofocado -, el trol está durmiendo a pierna suelta, podemos pasar sin que se entere. Un golpe de suerte compañeros. Huele increíblemente mal, pero vuestros recién adquiridos resfriados os pueden ayudar a no notarlo demasiado.
Se lanzaron a la carrera para aprovechar la oportunidad que les deparaba el destino. Un trol durmiendo rara vez despierta por motivos externos, tan profundo es su sueño. Alcanzaron la habitación del trol, se asomaron con cuidado y comprobaron la información dada por Regar. Llegaron sigilosamente al otro extremo de la sala y, pegados a la pared, rodearon el recinto en dirección hacia la puerta con precaución para no pisar los huesos tirados por todo el cuarto. Bilmos sintió la ineludible necesidad de estornudar. Se tapó con su mano derecha los orificios nasales y con la izquierda la boca, evitando un sonido significativo. Por un segundo los tres aguantaron la respiración esperando la reacción del trol, pero nada ocurrió. Restaban cuatro metros para tomar la salida y vislumbraron la clara luz del día al final del siguiente pasadizo. Un enorme regocijo azuzo sus corazones. De pronto sonó una trompeta en grito violento, a la que siguió otra, y luego otra. Ruido estridente de trompetas de alarma venían desde el exterior a repicar en la caverna. Se quedaron paralizados de sorpresa y miedo. En todo esto, el trol despertó sobresaltado, miró en derredor y vio a los tres intrusos. “¿Quién dijo lo de suerte?”, se preguntó Bilmos. Los tres salieron corriendo, pero el monstruoso ser cogió una enorme roca y la lanzó contra la puerta. Al impactar contra las paredes que la rodeaban, se rompió en decenas de trozos, uno de los cuales golpeó a Lendor tirándole al suelo y dejándolo inconsciente. Bilmos y Regar, que ya salían de la habitación, volvieron valientemente a recogerlo, lo que supuso acabar con sus opciones de huida, puesto que el trol ya estaba frente a ellos. Éste intentó asestar un fuerte puñetazo con su monumental mano derecha sobre Bilmos, pero el dúnadan logró apartarse rodando lateralmente y el golpe lo recibió la pared de la cueva, que retumbó durante tres interminables segundos. Regar no perdió oportunidad y asestó un terrible hachazo sobre la muñeca derecha del trol cuando éste acababa de descargar su ataque. El monstruo chilló de dolor y lanzó un manotazo con el dorso sobre el enano, que salió volando cinco metros hasta impactar contra una pared. Bilmos lo atrajo hacia el otro lado de la estancia intentando distraer a su oponente mientras sus amigos se recuperaban. Sujetaba su espada con dos manos por encima de su cabeza y aguardaba el siguiente movimiento de su rival. Éste tomó otra piedra e intento golpear al montaraz, que esquivaba con reflejos sobresalientes al tiempo que atinaba pequeñas punzadas por el robusto brazo de su adversario que lo exasperaban. Por su parte, Lendor consiguió incorporarse, asió con fuerza su espada y atacó por la espalda al trol. Consiguió clavársela profundamente en un costado, pero la bestia, dominada por el odio y el dolor, agarró con sus dos manazas a Lendor sin inmutarse y comenzó a aplastarlo. Bilmos asestó tres tajazos en la espalda del monstruo, empero éste no reaccionó. Su fétida sangre manaba sin pausa. El trol descargó una soberbia patada sobre Bilmos cogiéndolo desprevenido y lo mandó bien lejos de él y malherido. Lendor estaba apunto de asfixiarse. Entonces Regar se levantó, cogió con una mano su hacha de doble hoja, cargó contra la bestia y a falta de siete metros lanzó su arma predilecta contra la cabeza del monstruo, acertando directamente sobre el ojo izquierdo. El trol soltó inmediatamente a Lendor y gritó de dolor tapándose el ojo. Se agitaba desorientado golpeando al aire. Bilmos se acercó y apuñaló repetidas veces al monstruo hasta que se desplomó. Una vez muerto, Regar y Lendor recuperaron sus armas incrustadas en el fenomenal enemigo derribado.
- De nuevo tu plan - dijo jocosamente Bilmos mirando a Lendor - ha derivado en un enfrentamiento frontal.
- Dame entonces las gracias ¿no? - contestó riéndose.

Salieron los tres al exterior y contemplaron felices el cerúleo cielo adornado con blancas nubes de algodón. Un estrecho sendero, flanqueado a ambos lados por muros naturales de roca, corría hacia abajo con una fuerte pendiente. Allí, en aquel pétreo saliente solitario, con la sensación de libertad, de salvación y, por encima de todo, de vida recorriendo todo su cuerpo, sintieron en su corazón una fuerte herida al recordar a sus desaparecidos compañeros. Habían logrado alcanzar la salida de la montaña. Desearon fervientemente que el funesto sueño de Lendor estuviera equivocado y aquella aciaga bifurcación tuviera salida por ambos túneles, o que Farwin y Abârmil se hubieran separado en otro punto distinto para que ahora estuvieran abrazados bajo la manta amarillenta que extiende el sol. La evocación les trajo el duro frío a sus corazones, por lo que buscaron sin fe el consuelo en el calor del día. Se expusieron a las caricias del sol extendiendo los brazos en cruz y respiraron profundamente el aire del lugar. Al término de la inspiración, los tres compañeros comenzaron a toser. El viento transportaba cenizas y vapores mefíticos. Perplejos miraron hacia una curva en el camino, desde donde podía verse el valle adyacente, y reconocieron grandes humos saliendo de la profundidad de la tierra. Bajaron hacia allí para contemplarlo todo mejor y se encontraron ante una fortaleza circular en cuyo centro se erigía una altísima torre de color negro y de bellísima factura, tenía un aspecto magnífico, sublime, indestructible y esplendoroso. Una maravilla de los días antiguos con los trazos inconfundibles de las manos de los numenoreanos. La reconocieron de inmediato, cientos de veces pintada, miles de veces cantada, era Isengard. Estaba rellena de enormes fuegos y tropas uruks moviéndose de un lugar a otro ¡en plena luz del día!, un gigantesco ejército en expansión. No podían admitir lo que tenían ante sus ojos. Querían creer que aquello era una mera ilusión del sol tras tantas horas bajo la oscura tierra o que todos sus conocimientos de geografía estaban confundidos y veían una fortaleza de un enemigo de los Pueblos Libres. Sin embargo debían asumir la realidad.
- La fortaleza de Gathur. Saruman es Gathur. El Gran Mago es el asesino de mi abuelo. Y tiene mi anillo - dijo Regar confundido entre balbuceos -. Ya nunca lo recuperaré. He perdido la herencia de mi familia, el orgullo de mi casa, la joya que da honor a mi estirpe. Tanto sufrimiento padecido, tantas horas malgastadas, tanta sangre vertida, la vida de dos incomparable amigos, todo para nada. Hemos fracasado. He fracasado. Me ganaré el oprobio de mis semejantes y la vergüenza de mi abolengo. ¿Cómo explicar mi ruina a los míos? ¿Cómo puedo volver a Erebor y mirar a los ojos a mis parientes? - El enano comenzó a llorar desconsoladamente.
- Esto explica que el Mago no informara al consejo de las actividades semiorcas y tranquilizara a las gentes de las Tierras Brunas respecto a los ataques constantes sobre sus poblaciones - comentó defraudado y atónito Lendor -. El sabio Saruman nos ha traicionado. Poca esperanza queda ya para hacer frente a la creciente amenaza de Sauron.
- Mientras siga vivo, tendré esperanza - dijo con ánimo Bilmos -. Lo siento Regar pero tu anillo está fuera de nuestro alcance y una nueva misión se presenta ante nosotros. Debemos avisar de esta traición. No te desanimes tan pronto amigo enano, tal vez podamos recuperarlo, aunque antes necesitaremos ayuda, mucha ayuda. Acudamos a ver al rey de Rohan, esta buena tierra puede estar en serio peligro.
Comenzaron a descender la montaña. Observaron que en el interior de la fortaleza estaban en pie de alerta y recordaron las trompetas que despertaron al trol. Supusieron que alguien había debido de escapar, puesto que no veían ningún ejército dispuesto a atacar Isengard. ¿Quién podría haber sido capaz de escapar de aquel lugar infestado de uruks, orcos y el Mago Blanco? Continuaron avanzando pegados a las desiertas faldas de la montaña sin ser vistos, la vorágine de nerviosismo interno de la fortaleza los había echo pasar desapercibidos. Llegaron al sur de Isengard y se internaron en un bosque. Justo antes de hacerlo, una de las Grandes Águilas los sobrevoló viniendo desde más al sur. Aquella maravilla les reconfortó el corazón, aunque no supieron su significado hasta más adelante. Se internaron cuidadosamente en el bosque, siguiendo el camino interno. Tenía algo especial el lugar, podía sentirse una fuerza inmaterial que dominaba aquel paraje. Media hora de marcha y Lendor encontró signos inequívocos de lucha en el camino. Varias semanas atrás una compañía de rohirrim había sufrido una emboscada. Aún se podían encontrar numerosos armas y aparejos de guerra de gentes de la marca y algunas de orcos, aunque de los cuerpos no había rastro. Prefirieron no pensar que hicieron con ellos las abyectas criaturas. Avanzaron sin detenerse demasiado para estudiar el acontecimiento, pues sabían que aquel lugar estaba vigilado, así que tenían que salir de allí lo antes posible. Al poco rato de marcha, dieron con un riachuelo que atravesaba el sendero para dirigirse hacia el sureste. Tras un rato de charla decidieron seguirlo para alejarse del sendero. Un tiempo después hallaron a dos caballos enjaezados con pertrechos rohirrim bebiendo en la orilla del río. Se acercaron los dos montaraces en actitud amistosa susurrando palabras élficas de calma y agarraron las riendas. Lendor montó junto con Regar, mientras que Bilmos tomó su propio caballo. Así lograban que los pesos estuvieran compensados para no agotar heterogéneamente a las bestias. A galope tendido salieron del bosque y se dirigieron hacia el sur. No conocían donde se encontraba Edoras, la capital de La Marca, pero confiaron en su suerte.
- En algún momento nos tiene que venir, ¿no? - dijo el sonriente Bilmos.
- Si al menos no hubiéramos perdido el tabaco de pipa, podría creerlo - gruñó Regar.



1 2 3 4

  
 

subir

Películas y Fan Film
Tolkien y su obra
Fenómenos: trabajos de los fans
 Noticias
 Multimedia
 Fenopaedia
 Reportajes
 Taller de Fans
 Relatos
 Música
 Humor
Rol, Juegos, Videojuegos, Cartas, etc.
Otras obras de Fantasía y Ciencia-Ficción

Ayuda a mantener esta web




Nombre: 
Clave: 


Entrar en el Mapa de la Tierra Media con Google Maps

Mapa de la Tierra Media con Google Maps
Colaboramos con: Doce Moradas, Ted Nasmith, John Howe.
Miembro de TheOneRing.net Community - RSS Feed Add to Google
Qui�nes somos/Notas legalesCont�ctanosEnl�zanos
Elfenomeno.com
Noticias Tolkien - El Señor de los AnillosReportajes, ensayos y relatos sobre la obra de TolkienFenopaedia: La Enciclopedia Tolkien Online de Elfenomeno.comFotogramas, ilustraciones, maquetas y todos los trabajos relacionados con Tolkien, El Silmarillion, El Señor de los Anillos, etc.Tienda Amazon - Elfenomeno.com name=Foro Tolkien - El Señor de los Anillos