Portadas de Leandro para Elfenomeno

En algún lugar fuera del pensamiento y del tiempo

No sabía dónde estaba, ni de dónde venía. Ni siquiera adónde iba. En eternas tinieblas, por sendas que ningún hombre ha recorrido ni recorrerá jamás, no sabía adónde se dirigía. Recordaba vagamente de otrora aquellas sendas oscuras. Mucho tiempo atrás le hablaron de ellas aquellos que las habían creado. Pero, ¿cómo había llegado allí?
No sabía dónde estaba, ni de dónde venía. No podía recordarlo. Aquel camino se abrió ante el, en una encrucijada infinita, de la que partían infinitos caminos. Miró hacia atrás, y no había un único camino. Miles, millones de sendas conducían a aquel punto en el que se encontraba. Sentía que debía elegir, pero ¿cómo podía hacerlo? Ni siquiera recordaba aquel camino por el que había llegado. Miró atrás, lejos, en cada uno de esos miles de caminos. Al mirar a ellos descubrió que no provenían de un lugar, sino de un recuerdo. Descubrió que cada senda pasada, y cada senda de aquellas que se abrían delante de él, no iban a un lugar, sino que recorrían momentos, historias pasadas, todas relacionadas con él.
Algunas de estas sendas estaban cubiertas de matojos, y estaban sucias y embarradas por la lluvia. ¿Lluvia aquí? Comprendió que esa lluvia eran lágrimas, suyas y de la gente que había conocido. Contempló otros caminos de fresca hierba, y otros con hermosos árboles. Buscó sus huellas, mas todos los caminos pasados estaban marcados por sus huellas. Entonces descubrió las más recientes. No le fue fácil, pues provenían de un camino de roca. Dio un paso hacia él. Dos pasos. Y entonces se vio a sí mismo, en lo alto de una montaña de la que ya no importaba el nombre. Comprendió. Y la comprensión lo empujó atras un paso. Dos pasos.
Estaba muerto.
Comprendió dónde estaba. Aquellas sendas que se abrían ante él eran las que aún podría haber recorrido, pero que ya no podría recorrer. Intentó entrar en una, pero no pudo. Luego en otra, y luego en otra. Pero no podía. No había nada que se lo impidiese. Simplemente, no podía. En todas salvo en una. Ese camino llevaba de vuelta al lugar y al tiempo del que había partido una vez, hacía miles de años. De allí provenía una voz, la de su creador, que lo llamaba por su nombre: "Olórin", escuchó. "Ya es hora de volver, Olórin".
Pero se negó. Aún no podía volver. En aquel lugar sin tiempo, en aquel momento en ninguna parte, en un lugar en el que el sonido no existía, susurró "No puedo". De pronto, todos los caminos que comprendían su vida, la que había vivido y la que le quedaba por vivir, comenzaron a temblar. Se resquebrajaron, arrojándose piedras unos a otros. Los árboles volaban, la hierba crecía y se secaba a velocidad inverosímil, a medida que todos los caminos se fundían en dos. Un sólo camino quedó ante él, aquél del que lo llamaban por su nombre. Y otro camino tras él, el de dura roca, por el que había venido.
Mas la elección estaba hecha. Dándose la vuelta, emprendió el camino de regreso a aquella montaña de la que no importaba el nombre. Del otro camino provino aquella voz sin sonido, que le concedió aquella gracia. Podía regresar, hasta que llevara a cabo su trabajo. Mientras, sintió que el poder, la energía diluída en todos los caminos que aún le habían quedado por recorrer, se le unía en este último recorrido, de vuelta a la montaña. Todo aquel poder era suyo, para terminar su cometido. Y entonces se sintió feliz, pues aunque con todo aquel poder no podría cumplir su cometido por sí solo, recordó que la semilla de su victoria estaba plantada. No estaba solo, allá donde regresaba.
Mirando atrás, de nuevo en dirección a su creador, murmuró de nuevo "Gracias". Y Olórin emprendió el camino de vuelta a la Tierra Media.