La espada de unión y muerte

02 de Febrero de 2005, a las 22:25 - Nagore Sanchez
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III

A partir de entonces, cada vez que lograba zafarse de las responsabilidades del hogar, Zöra acudía dichosa a la cita.

Los entrenamientos eran duros y arduos, que exigían el máximo esfuerzo y rendimiento por parte de Zöra. Krachek, sin duda alguna era un gran maestro; obstinado, incansable y algo cruel, impartía sus clases sin miramiento alguno. No era extraño que Zöra regresase a casa con algún golpe o moratón. A pesar de ello, estaba encantada.
Sus padres se percataron de todo aquello pero prefirieron no preguntar.

Rozaba el anochecer cuando Zöra cayó agotada al suelo. Le costaba terriblemente respirar y abría la boca para tragar bocanadas de aire.

- ¿Ya estáis cansada? – Preguntó Krachek con sorna.

Una extraña amistad había surgido entre ellos. Apenas hablaban durante los entrenamientos y cuando lo hacían, él se burlaba afectuosamente de ella o bien hacía referencia a su debilidad femenina.

Ese tipo de comentarios provocaban en Zöra una extraña motivación que la hacía incorporarse con las energías renovadas y presta para continuar.

Entonces, la cinta que mantenía ordenada su melena, se soltó y mechones de fuego, algo opacos por la escasa luz de luna, cayeron en cascada sobre sus hombros. Azorada, intentó recogérselos con gestos torpes.

- No, déjaos la melena suelta, por favor... – Le rogó mirándola intensamente.

Zöra obedeció. En su comunidad tenían prohibido llevar suelto el cabello, tan sólo estaba permitido dentro del hogar paterno o marital. Se consideraba un gesto vulgar y obsceno.

- No entiendo por qué no lo hacéis más a menudo.
- No nos lo tienen permitido.
- Lo olvidaba, vuestras extrañas e incomprensibles normas. ¿Continuamos?

Zöra no había contestado aún cuando la punta de la espada del joven se dirigía hacía ella.

El entrenamiento se retomó con violencia. Desconocía las causas, pero Krachek golpeaba con mayor dureza y fiereza. El combate se tornó demasiado agresivo para Zöra que por primera vez, tuvo miedo.

Tras la ejecución de una estocada, Zöra permaneció unas milésimas de segundos de espaldas, tiempo que aprovechó Krachek para hacer de las suyas. Zöra se dio la vuelta. El joven guerrero sonreía. ¿¿Qué había hecho?? No había sentido el contacto de la espada pero sí había escuchado su siseo. ¿¿Qué había hecho entonces??
Pronto lo supo; el vestido se abrió por detrás hasta donde terminaba la espalda. Zöra sintió el frescor de la noche. La pícara sonrisa no abandonaba los labios de Krachek.
Sujetándose el vestido como buenamente podía, se abalanzó sobre él. Pero el golpe era demasiado débil; Krachek lo encaró sin problemas. Sus espadas se mantenían pegadas y tensas, manteniendo sus rostros muy próximos... Los ojos de Zöra resbalaron en los labios de Krachek. Rápidamente los apartó y los centró de nuevo en sus ojos. Sonrió avergonzada al descubrir que Krachek miraba sus hombros desnudos. 
Entonces, de manera repentina, le bajó el vestido hasta la cintura, dejando el torso de la joven al descubierto. Totalmente desprevenida, Zöra se cubrió con ambas manos y le lanzó una mirada feroz y furiosa que él esquivó.

Como había hecho el día de su encuentro, giró lentamente alrededor de ella. Cuando se encontraba tras ella, se detuvo.  Zöra, temerosa y expectante, esperó. ¿¿A dónde quería llegar?? ¿¿Qué demonios se proponía?? No le gustaba aquel juego.

Los dedos de Krachek retiraron con infinita dulzura el cabello de la joven de su espalda. A continuación, Zöra sintió sus labios en sus hombros. Se estremeció. Era una caricia tan suave, dulce y grata que provocó en ella emociones y sensaciones desconocidas hasta entonces. Sus besos fueron descendiendo a lo largo de la espalda, cálidos y blandos… Continuaron por la cintura, el vientre y tras apartar suavemente las manos de la joven, por sus senos, en los cuales se entretuvo considerablemente. Después, pasó al cuello y de ahí al rostro: sus mejillas, su nariz, sus ojos cerrados, su frente y finalmente, su boca entreabierta, que la recibió cálida y anhelante, como su cuerpo. Zöra lo rodeó con sus brazos y su cuerpo, y se dejó arrastrar por la pasión del joven. Experimentó los placeres del amor por primera vez. Varias oleadas de insoportable y exquisito placer recorrieron su ardiente cuerpo aliviando la sed insaciable del guerrero. Éste saboreó cada rincón del cuerpo de Zöra, ese cuerpo que había deseado tanto sentir, probar y hacer suyo; ese cuerpo que se retorcía de placer y ese cuerpo perteneciente a la mujer que siempre amaría. Sus gemidos, apenas audibles en la agitada vida nocturna del bosque, no cesaron hasta el amanecer.

Sólo el bosque, la luna y las estrellas fueron testigo del voraz y lujurioso apetito con el que se amaron aquellos jóvenes que el apasionante  arte de la espada había acabado uniendo.



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