La espada de unión y muerte

02 de Febrero de 2005, a las 22:25 - Nagore Sanchez
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VIII

Inexplicablemente y desde hacía unos meses, Zöra había retomado sus prácticas de espada.
Para ello, se retiraba a un lejano boscaje que guardaba su pequeño secreto. Además, para mayores precauciones, un velo cubría parte de su rostro. Entrenaba alrededor de una hora  y después regresaba más relajada y serena. Desde la primera noche, aquella práctica se había convertido en algo automático, algo en lo que ni tan siquiera pensaba y menos planificaba. Su cuerpo se lo pedía y ella se limitaba a obedecer.

Nadie sabía nada y si Chener era consciente de ello, nada le comentaría. Le conocía demasiado bien para saberlo.

Aquella noche, como muchas otras, salió sigilosa de su hogar. Montó su querida yegua, huelga decir que había adquirido una notable soltura en la hípica, y galopó hacia su familiar refugio.

Una vez allí, comenzó su entrenamiento. En cierta forma, la espada le permitía liberarse del odio y la rabia contenida que sentía aún hacia Krachek. Cuando pensaba en él, las estocadas al aire eran más contundentes, violentas y secas. Daba rienda suelta así, a aquel sentimiento tantos años reprimido.

Unos pasos la alertaron. Miró a ambos lados: nada. Ultimamente en La Región, se escuchaban rumores en torno a un bandido, el Bandido Solitario, que ya fuera de noche o de día, atacaba a las víctimas con celeridad y eficacia robando todo aquello cuanto podía, sin derramar jamás una sola gota de sangre. Zöra que no había creído jamás en ese bulo, comenzó a hacerlo.

De nuevo las pisadas. Los latidos de su corazón se aceleraron. Mirase donde mirase no veía más que oscuridad.

Entonces escuchó el siseo de una vaina a su espalda. Rápidamente se giró. Una persona se encontraba frente a ella, a pocos pasos. Vestía un atuendo completamente negro y un pasamontañas que impedía cualquier tipo de reconocimiento, exceptuando su mirada, fría y fija.  La apuntaba amenazante con la espada; los reflejos de la clara luna relucían en la hoja de la herradura. Zöra no se movió, tan sólo se colocó mejor el velo de la cabeza con un movimiento suave.

Una veloz estocada que Zöra supo esquivar, dio comienzo a un fiero rechinar de espadas. El bandido se movía con una ligereza y agilidad admirable, aún así Zöra no se dejó deslumbrar.
Decidida y sin temor alguno que paralizase sus movimientos, tomó la espada con ambas manos y se dirigió rauda hacia aquel desconocido. Pero éste saltando hábilmente, dio una vuelta sobre su cabeza cayendo a la perfección tras ella. Zöra se agachó en el momento justo en el que la estocada iba directa hacia su nuca.
Algo lenta y pesada por la agilidad y la fuerza que se habían esfumado en esos años perdidos de práctica, se incorporó con la mala fortuna de que el velo resbalara por su rostro, dejándolo al descubierto.

El bandido profirió una exclamación de sorpresa y se quedó paralizado. Momento que aprovechó Zöra para clavar la punta de su espada en el hombro izquierdo de su contrincante.

- Zöra... – Aquella voz le privó de la suya e hizo que temblase la mano que sostenía clavada la espada en su hombro.

Rápidamente, sacó la espada de la herida, la dejó caer al suelo y se acercó a aquel hombre, ahora arrodillado en la tierra. Sin mediar palabra, le deshizo del pasamontañas y soltó un gemido.

- Krachek....¡¡Oh, Krachek...!!  - Repetía incrédula con voz temblorosa - ¿Qué haces aquí? – Pero consciente de que no era el momento adecuado para explicaciones, dijo – Ven, te curaré.


Krachek le indicó el camino hacia su guarida, una cueva amplia y cálida oculta entre las rocas, cercana a una abandonada cantera.

Como tradición del pueblo Orna, quien más y quien menos tenía conocimientos básicos de medicina y curación. Desde muy niños se les inculcaba en el mundo de la sanación. Sin ir más lejos, hacia bien poquito que Zöra había comenzado a enseñarle a su hija Madala de 5 años.

Tumbado en el lastimero lecho, Zöra se dedicó por entero al hombro de Krachek. Recorrió la zona buscando las plantas adecuadas, cosió la herida con tendones e incluso se rasgó el vestido para hacer un perfecto vendaje. En todo momento y durante el largo y doloroso proceso, Krachek no emitió sonido alguno. Se mantenía medio adormilado por el dolor y el efecto de las plantas.

Antes de que éstas le introdujeran en un sueño oscuro,  reponedor y vacío, Zöra se marchó prometiéndole su vuelta a la noche siguiente.



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