La espada de unión y muerte

02 de Febrero de 2005, a las 22:25 - Nagore Sanchez
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Zöra se cubrió la cabeza con un fino velo y se dispuso a marchar, preparándose para enfrentarse al frío de la noche.
Un apretón en el brazo la detuvo. Se giró.

- Cariño, ¿qué haces aquí?

Chener la interrogaba con la mirada.

- Zöra, no soy quien para prohibirte nada pero creo que como marido tuyo, merezco una explicación. Sé que antes era la espada, y lo respeto. Sin embargo estoy seguro que ahora hay otra razón, ¿me equivoco?

Acariciando con infinita ternura el rostro de su esposo, sonrió.

- Ésta será la última vez, te lo prometo. Tengo un asunto muy importante pendiente y que he de zanjar. Hoy cortaré los lazos que me unen a mi pasado – Sin más, salió de su hogar dejando a Chener en un mar de dudas.
 
Zöra penetró en la cueva. Un doloroso sentimiento aceleró su corazón al no encontrar allí a Krachek. ¿¿Se habría marchado??

- ¿¿Buscabas a alguien?? – Bromeó Krachek a su espalda.

Al darse la vuelta y contemplarlo, Zöra se quedó sin aliento; aseado y con el torso desnudo, Krachek la penetraba con la mirada. Ésta se clavaba en ella, en su corazón, abriendo la herida mal cicatrizada. Los plateados rayos de la luna, acariciaban su piel atezada, perfilando sus músculos y su cuerpo, que junto con su arreglado y mejorado aspecto, le conferían un aspecto terriblemente atractivo. Zöra comenzó a temblar. Cerró los ojos.

- Krachek, lo siento, pero debes marcharte... – Susurró tremendamente dolida por tales palabras. Pero debía decírselo.
- Lo sé... – Reconoció él. Entonces se acercó a ella y tomó la barbilla de la joven. Zöra no pudo resistirlo y abrió los ojos. Su tierna y ardiente mirada la inundó – Luché contra mi pueblo por ti... te amo más que a mi vida y sabía que si luchaba contra La Región, jamás podría tenerte... – Aquello destrozó la coraza que hasta ahora mantenía protegida a Zöra

Dejando a un lado los años perdidos y olvidándose de todo pasado, sus labios se fundieron en un apasionado beso. Zöra se entregó en cuerpo y alma; abrió su boca y su corazón para impregnarse de él. Los olvidados sentimientos afloraron con fuerza en ella.
Anhelante y sedienta, bebió con desesperación de cada beso, cada caricia y contacto de Krachek. Se amaron con enfermiza, desesperada e insaciable pasión. Todo en ellos, en cada gesto, cada acción o ademán, era un claro y fiel reflejo de la próxima e inminente despedida, que como nubarrones negros amenazaba con su llegada.
Sus cuerpos gimieron de placer, pero un placer tan exquisito como amargo y doloroso. Se amaron entre lágrimas siendo conscientes de que aquella sería la última vez.

Fue un acto puramente pasional y salvaje que ninguno de los dos olvidaría jamás.

Pero Zöra no podía abandonar a los hijos que adoraba y al marido que amaba. Y Krachek no se atrevió a pedírselo.

Para evitar una despedida aún más dolorosa, Zöra corrió a su yegua y entre lágrimas emprendió una rápida carrera.

Entonces Krachek comenzó a correr tras ella. Como era de esperar, nunca logró alcanzarla y la perdió para siempre.
Sus piernas flaquearon y abatido cayó al suelo de bruces.

- ¡¡¡Zöraaaaaaa!!! – Gritaba una y otra vez loco de dolor. Pero su reclamo se ahogó en la noche.

Zöra lo escuchó y rompió en amargos y desconsolados sollozos. Deseaba más que nada en el mundo dar la vuelta y regresar junto a él, pero no debía hacerlo. Y no lo haría.

Los gritos se fueron alejando, al igual que su pasado, hasta que dejó de oírlos. Su pasado había muerto para ella.

Fruto de aquel imposible amor, nacería meses después un regordete bebé de gran parecido a su padre.
Chener jamás preguntó nada al respecto, gesto que Zöra agradeció eternamente.

Aquel niño simbolizaba amor verdadero, un amor incondicional que había sentenciado a eterna soledad al padre de la criatura y a amarga felicidad a su madre.

Empero, hastiado de tanta soledad y sufrimiento, Krachek burló su sino y una mañana oscura y negra como el corazón de aquel hombre, se daba una muerta honrosa: la muerte por espada. Aquella espada que los unió una vez y que ahora tantos recuerdos punzantes le traía. La misma espada amiga que en aquel momento le liberaba de tal castigo.

FIN



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