La espada de unión y muerte

02 de Febrero de 2005, a las 22:25 - Nagore Sanchez
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V


Rodeada por más un centenar de jinetes, cabalgaba Zöra en silencio. La brillante armadura de su padre le parecía de lo más pesada y el yelmo de lo más incómodo, pero era la única manera de impedir que la reconociesen.

Apoyó la mano en la empuñadura de la espada colocada en su cintura. Krachek, situado al frente del pelotón junto al resto de los generales y altos mandos de La Región, no era más que un  punto oscuro y pequeño en la lejanía. Aún no sabía cómo lograría hablar con él pero ya encontraría su oportunidad.
La postura tomada por Krachek era sin duda extraña y más tratándose de su propio pueblo. Cómo deseaba saber lo que pasaba por la cabeza de aquel joven.

Cuatro horas después, se estableció un corto descanso, que Zöra aprovechó para acercarse a la orilla del río que les había acompañado en todo el trayecto.
Algo apartada del descampado en el que se encontraban, se permitió el lujo de quitarse el yelmo y refrescarse el rostro. Al contrario de lo que le ocurría con la espada, poco entendía y sabía sobre caballos y su montura. Por eso cuando desmontó, sus músculos entumecidos se resintieron dolorosamente. Y si además añadimos el pesado atuendo militar que vestía, era realmente cómico ver las extrañas maneras en las que andaba Zöra; con torpeza y cual si fuera patizamba.

- ¿Qué hacéis aquí? – Aquella voz estremeció su cuerpo. Lentamente se incorporó, se secó el agua de la cara y se dio la vuelta. Krachek la miraba fijamente, sin reflejar expresión alguna, ni tan siquiera sorpresa o ira. Al ver que la joven se mantenía en una muda compostura, continuó - ¿No sabéis que las mujeres tenéis prohibido ir a la guerra? ¿Sabéis el peligro que conlleva eso? – Su voz se endureció.
- No he venido para luchar – Agachó la cabeza un momento y volvió a mirarlo – Estoy aquí por ti – Le tuteó considerando que aquellos formalismos no eran para nada apropiados teniendo en cuenta la relación que habían mantenido, además la herían. Si Krachek se sorprendió, no dio muestras de ello – Necesitaba verte, hablar contigo...
- Bueno, aquí me tienes, ¿qué deseas decirme? – La dureza de su voz le dolió.
- ¿¿Qué te ocurre, Krachek?? ¿¿Nada significa para ti lo que ocurrió ayer?? ¿¿Tan poco soy para ti?? ¿¿No soy más que una de muchas jovencitas que conquistas con tu gran valentía y porte de soldado?? – La voz de Zöra temblaba. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.

El aludido se mantuvo inmutable.

- Pues para mí significó mucho... – Una lágrima resbaló por su mejilla – Tanto que creo que... os amo.

Krachek pareció reaccionar pero se mantuvo sereno.

- Bueno, sólo quería que lo supieras – Abatida y afligida se encaminó hacia el descampado. Al pasar a su lado, Zöra deseó que Krachek le impidiera el paso, pero no fue así. Desesperanzada, dejó fluir el torrente de lágrimas. No obstante, escuchó pasos tras ella y acto seguido, la esperada presión en su brazo. Despacio se giró, cruzándose con la cálida y triste mirada de Krachek.
- Zöra... – Con brusco e inesperado gesto  la atrajo hacia sí y la besó con desesperación. Zöra cayó rendida – Perdona mi comportamiento cobarde, odio las despedidas y sabía que ésta iba a ser tremendamente dura... no puedo prometerte mi vuelta porque ni yo mismo puedo prometérmelo... pero si sobrevivo, volveré a por ti... – Su voz se había dulcificado notablemente y Zöra percibió cierto temblor.

Se abrazaron. Mientras, Zöra lloraba.

- Zöra, mi pequeña Zöra, cuídate... – Susurraba Krachek en su oído acariciando su melena – Volveré...

Un trompetazo los devolvió a la cruda realidad.

- Ya marchan – Tomando el rostro de Zöra entre sus manos, la besó por última vez – Volveré. Te quiero.

Zöra intentó sonreír pero su rostro no expresó más que una mueca de dolor y angustia. Krachek la abrazó de nuevo, ahora con más fuerza, como si quisiera impregnarse de ella.

- Te esperaré... – Prometió ella débilmente.

Minutos después desaparecía a caballo y se unía a la tropa de jinetes que dejaban ya una asfixiante cortina de arena tras su paso.

Rota de dolor, se alejó de allí en una veloz carrera.

Krachek se detuvo y se giró. Zöra no era más que una insignificante estela que no tardó en perder de vista. Odiaba las despedidas, por eso había optado por marcharse sin decir un miserable adiós. Pero ella le había seguido, y aquel gesto le partió el alma. Empero, tenía un camino que seguir y Zöra se desviaba de él.

Echando un último vistazo, tomó las riendas y se alejó.



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