Crónicas de Rhûn

30 de Enero de 2006, a las 19:48 - Eldaron de Eldamar
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La Leyenda de Raïq y Nolwa.

Cuentan las crónicas que el Capitán Nahraq tuvo un hijo llamado Raïq, heredero del puesto de su padre al frente de la Capitanía. Raïq fue un chico fuerte y sano que amaba mucho a su padre y su familia, pues su madre había muerto cuando él era pequeño, y tenía plena conciencia de su obligación como futuro gobernante de Rangost. Tenía interés por la historia de su ciudad y aprendió a leer y escribir con ilusión. Le atraía la gente y lo cotidiano, y muy a menudo salía a pasear por las calles de Rangost o viajaba a los pueblos vecinos, a los bosques y a la Gardereda, pero no más lejos. Su curiosidad quedaba saciada con sus tierras y su gente.
Cuando Raïq llegó a la edad de 28 años, esto es en 2568, su padre le llamó un día y le dijo:
- Hijo mío, se acerca la época en la que mi trabajo terminará y pasará a formar parte de tu vida. Por esto y por tu edad creo que sería adecuado el hallar una mujer que te acompañe en tu difícil tarea y que también te dé hijos, entre ellos el heredero de tu puesto. Necesitas una esposa, Raïq.
- Padre, creo que es sabio y justo lo que me pides, pero mi corazón no pertenece aún a ninguna mujer, por ahora. Te pido que me des tiempo antes de hacer este paso, pues es una decisión importante en mi vida.
- Respeto tu opinión, Raïq, pero no te demores, pues estoy cansado y me gustaría ver como mi hijo y mi nuera empiezan a gobernar juntos, antes de irme de este mundo.
Pronto se esparció por la región la noticia según la cual el hijo del Capitán buscaba esposa, pero mucha gente comentaba:
- Seguro que hay, en las familias en honor y posición cercanas a la suya, chicas que desearán ser su esposa. No hay por qué alborotar tanto. Además, estos son asuntos de la Capitanía, no nuestros.
Sin embargo, muchas jóvenes miraban con agrado al joven Capitán, y también con resignación. Y sucedió que fue pasando el tiempo y Raïq no mostraba signos de encontrar a nadie de su agrado, por lo que meses después su padre empezó a investigar por su cuenta. Finalmente halló en la familia de sus primos una joven bella y elegante, con el cabello negro azabache y una mirada inteligente, que mostraba interés por su hijo. Se llamaba Söon.
Así que poco tiempo después, llamó por segunda vez a su hijo y le dijo:
- Raïq, sabes que siempre te he querido más que a nada del mundo, y me aflige el pensar que dentro de poco tiempo tendré que dejar mi cargo a tus manos y que quizá muera antes de verte feliz. Y para remediarlo, he hecho todo lo que estaba en mis manos y he hallado a una mujer que creo que puede ser  para ti una muy buena esposa. He aquí a Söon, hija de una de las familias más cercanas a la nuestra y que te profesa una admiración sincera y te quiere, y creo que será una buena compañía y ayuda en tu tarea.
Raïq había escuchado en silencio a su padre y tenía el rostro más bien serio.
Luego, el Capitán Nahraq presentó a los dos jóvenes, que se miraron confusos. Ella observaba con ojos abiertos a Raïq, que bajó los suyos un momento e inmediatamente los levantó otra vez para vencer la mezcla de asombro, confusión y vergüenza que sentía. Se dieron la mano y se sonrieron tímidamente, pero acto seguido Raïq hizo un cortés movimiento con la cabeza y se alejó hasta salir de la habitación. Su padre murmuró unas palabras a la joven y le siguió.
Lo encontró en su habitación, mirando por la ventana. Nahraq dijo:
- Hijo, ¿te pasa algo? Si quieres, dejamos las presentaciones para otro día, si estás tan confuso. Quizá ha sido culpa mía el no haberte preparado...
Raïq asintió levemente con la cabeza. Su padre volvió con Söon y le comentó que su hijo debía meditar su decisión. Söon mostró signos de haberlo entendido y comprensivamente se retiró. Pero Nahraq se quedó intranquilo.
Raïq realmente no se sentía bien y para despejar sus pensamientos decidió dar un paseo a caballo por los bosques del sur de la Gardereda.
Mientras cabalgaba, su pensamiento estaba lejos del paisaje. La realidad era que se sentía dividido en dos. La joven que le había presentado su padre era realmente bella y parecía amable y de buen corazón, era en verdad una mujer que merecía ser querida, pero la sentía lejos, muy lejos de sí mismo. Quizá era solamente el hecho de haber sido presentada como un regalo, y que el encuentro no había sido ninguna casualidad del destino. Había vivido una situación que tenía poco que ver con los sentimientos intensos de un amor real. Era muy posible que en otras circunstancias, su amor hubiese sido sincero, pero ahora era casi una obligación, más fácil o más difícil, pero era un amor ya decidido. Su padre había roto sin querer el misterio del amor verdadero. Pero Raïq amaba a su padre y sabía que sus intenciones eran buenas y no quería defraudarle. Se propuso seguir su consejo, y creyó posible llegar a querer de verdad aquella joven, pues realmente su padre había escogido quizá la mejor de todas las que él hubiera podido conocer.
Mientras, su caballo había llegado al bosque y se internó por extensos pinares en los cuales el sol jugaba entre las ramas y el olor a resina y el suave pisar de las agujas daban una atmósfera de paz que calmó los pensamientos del joven Capitán.
Se sentía tan a gusto que bajó del caballo y se puso a descansar a los pies de un pino realmente enorme, cuyas ramas se mecían apaciblemente. Cerró los ojos y escuchó el lento ir y venir del viento entre los árboles y percibió a lo lejos un sonido de agua cristalina, que pertenecía a un pequeño manantial que nacía y moría en aquel mismo bosque, dispersado entre múltiples accidentes del terreno. Los pájaros trinaban encima de él, revoloteando entre las agujas verdes de las copas y poco a poco le vinieron los sueños y se durmió. Pero después oyó una voz que recitaba alegremente no lejos de allí. Sus palabras llegaron a él casi en medio de los sueños y decían así:
... Pasa el invierno y llegan las flores
Bonito es el cogerlas,
pero, ¿has llegado a oler el prado,
disfrutarlo, antes que verlas?
Pasa la primavera y llegan los frutos
Sabrosos son en verdad,
pero ¿relucían al sol en el árbol,
brillaban, por curiosidad?
Pasa el verano y llegan las hojas
Necesario es barrerlas,
pero, ¿has oído el suave crujir,
el paso de la ardilla al recorrerlas?
Pasa el otoño y vuelve la nieve
Dolorosa y fría es, con el viento,
pero, ¿entre el rechinar de dientes,
su blanco puro has visto algún momento?
Pasan los días y el amor llega
Mucho dices quererme,
pero, ¿antes de besos y promesas
me has conocido realmente?

Raïq abrió los ojos, aún medio soñando, y se levantó, curioso. La letra de la canción le había llegado al corazón y sentía que de alguna forma le era apropiada. Naturalmente la había oído antes, era una conocida canción, inventada por algun bardo muerto hace tiempo, que ahora cantaban todos los campesinos en las fiestas populares.
Se dirigió hacia el manantial, porque le parecía que la voz procedía de allí. En una pequeña elevación del terreno se abría una grieta en la roca, por la que el agua se deslizaba formando un pequeño arroyo que se secaba poco después, al dispersarse por una suave ladera. Cerca del arroyo, una muchacha recogía ramas secas del suelo y las cargaba en unas alforjas que llevaba su pequeño poney. La joven iba danzando y se agachaba con gracia para coger la leña, tarareando aún la melodía de la canción. Tenía el cabello largo y oscuro recogido con un pañuelo bordado y su piel era de un tono más claro de lo habitual en la mayoría de la gente de la región. Raïq se quedó sorprendido por su belleza y se acercó un poco. Debió de hacer ruido porque la joven se giró y lo miró. Raïq recordó de pronto sus preocupaciones, y turbado se volvió y se internó rápidamente entre los árboles. Oyó que la muchacha le gritaba algo y que lo seguía, así que empezó a correr y llegó junto a su caballo, montó y raudamente huyó de allí.
Cuando llegó a Rangost no quiso hablar con nadie y durante unos días estuvo muy solitario. Su padre se preocupó aún más y no sabía qué hacer al respecto, así que decidió entretenerlo, y lo envió a la Gardereda para comunicar una ley a los campesinos de aquellas tierras sobre una nueva redistribución de los cultivos. Raïq no se pudo negar, así que montó en su caballo y galopó hasta las Tierras de los Campos. Se dirigió a la granja de la familia de más renombre de aquella región, los Azada, y anunció el nuevo decreto. El jefe de los campesinos informó al hijo del Capitán Nahraq que aceptaba la reforma pero el cambio no se produciría hasta el año siguiente, pues en aquel momento era algo poco menos que imposible. Raïq le respondió que comunicaría este detalle a su padre y luego se fue, saludando cortésmente a la familia. Montó en su caballo y se puso a galopar en dirección a Rangost.
Iba a salir de la región y pasaba ya junto a los últimos campos cuando de pronto vio en el camino, justo delante de su caballo, a aquella bella joven del bosque que esta vez se acercaba llevando un cubo de agua. Consternado y sin saber qué hacer quiso parar. Y detuvo tan súbitamente el caballo que éste se alzó sobre sus patas traseras e hizo saltar a Raïq de la silla de montar, con tan mala fortuna que su cabeza golpeó una piedra y quedó inconsciente.
Cuando Raïq despertó, no supo dónde estaba. Vio con alguna dificultad que se encontraba en una habitación rústica, bajo unas vigas de madera más bien sencillas. Fue necesario un cierto esfuerzo para empezar a recordar lo que había ocurrido, pues la cabeza le dolía. Intentó incorporarse, y en ese momento alguien entró en la habitación, por una puerta que estaba frente a la cama donde se encontraba. Era la joven del cubo de agua. Se miraron sorprendidos un segundo y de pronto ella le dijo, sin rubor:
- ¡Hola! Veo que ya te encuentras mejor. Ha sido una tonta caída, nada más, no te preocupes. Siento mucho haber asustado a tu caballo...
- Gracias, muchas gracias. Pero quizá debiera marcharme. Mi padre me estará esperando y...
- No te preocupes por eso, mi tío ha ido a Rangost y le dirá al Capitán lo que ha pasado y que te quedas un par de días con nosotros hasta que te recuperes del todo. Seguro que lo entiende. Me siento responsable del accidente, eso es todo. Además, ¿eras tú a quien vi el otro día en el bosque, verdad? ¿Por qué huiste?
Raïq quedó perplejo y no respondió. Ella sabía quien era él y aún así le hablaba como si fuera su hermano. Y es que siempre le había gustado el tono familiar de la conversación de los campesinos y artesanos, pero con él siempre se mostraban respetuosos y formales. No estaba acostumbrado a este trato cálido. Con timidez pero intentando aparentar formalidad, cambió de tema:
- ¿Cuál es tu nombre, si puedo preguntarlo?
- Me llamo Nolwa.
- Mi nombre es Raïq, hijo de Nahraq.
- Ya lo sé. Yo no tengo padres, murieron hace mucho y vivo con unos amigos de mi madre.
- Vaya, lo siento muchísimo.
Y no supo qué más decir.
Raïq se pasó un día entero con la actual familia de la muchacha y estuvo repleto de atenciones, aunque era Nolwa quien se quedaba siempre cerca para ponerle vendajes en la frente. Raïq había intentado no dar importancia a su estado, pero se había dado cuenta que el golpe había sido fuerte, pues a menudo le parecía que la cabeza le iba a estallar, y de esta forma tuvo que dejarse cuidar. Pronto, ayudado por el alegre tono de conversación de Nolwa, fue perdiendo el miedo y se explicaron muchas historias entre ellos, tantas que al final incluso Raïq le confesó sus preocupaciones. Nolwa se quedó pensativa, pero al observar su rostro entre triste y confuso decidió no hablar de ello para no empeorar la situación.
Fue un día muy especial para el hijo del Capitán, y cuando tuvo que marcharse lo hizo un poco a desgana, aunque pensó enseguida que se estaba comportando como un niño, y además su padre lo esperaba. La despedida fue bastante familiar, y Raïq agradeció muchas veces las atenciones que había recibido. Nolwa le deseó mucha suerte, y le miró muy intensamente. Raïq sintió esa mirada más que ninguna de sus palabras y le quedó grabada.
El Capitán Nahraq fue muy generoso con la familia de Nolwa y les recompensó con dinero y propiedades. Pero Raïq ya no fue nunca el mismo de antes. Su pensamiento iba ahora de Söon a Nolwa y de Nolwa a Söon, y sus dudas le sumieron en una depresión. Nahraq llamó a todo aquel  con instrucción en el arte de la curación, de las hierbas y males comunes. Pero le dijeron que lo que padecía su hijo no era ningún mal físico y que nada podían hacer por él.
Y una vez más, Nahraq se precipitó, pues a su edad creyó más en su criterio y sabiduría que en los latidos de un corazón joven, y pensó que las dudas de su hijo eran debidas al miedo y a la inseguridad. Y por ello decidió poner fecha a la boda, considerando que Raïq afrontaría su vida con más decisión si veía su camino marcado. Y marcó el trece de febrero del año próximo, el 2570, como día de la boda entre Raïq y Söon.
Raïq, al contrario de lo que esperaba su padre, no se tranquilizó. Sus aires ausentes persistieron y empeoraron incluso. Quizá Raïq debiera haber confesado entonces sus dudas al Capitán Nahraq, pero por temor a no ser entendido o por orgullo o por lo que fuere, no lo hizo. 
Lo que hizo Raïq fue volver a la Gardereda para contarle a Nolwa lo sucedido, pues la fecha de la boda no se había dado a conocer públicamente y solamente él sabía ese detalle. Nolwa era alguien con quien se podía hablar más fácilmente, pensaba Raïq, y su carácter alegre y despreocupado quizás lo animaría. Pero ocurrió algo muy distinto. Porque Nolwa invitó a Raïq a dar un paseo por el bosque y mientras caminaban se miraron, y comprendieron que su deseo de estar juntos era más profundo que una sencilla amistad. Y en silencio sus ojos se encontraron y se amaron con sus miradas, mucho más que lo que cualquier palabra hubiera podido expresar.
Y muchas veces después de aquella Raïq y Nolwa fueron juntos a pasear, por el bosque y por los prados y recorrieron todas las tierras que se encontraban dentro del Barnae-qu, por el norte, el sur y hasta las costas del mar. Pero a medida que su amor crecía, más crecía el miedo de Raïq a la reacción de su padre si le contaba la situación, y también le atemorizaba la reacción de Söon ante la noticia. Porque su padre le organizaba fiestas y bailes para que conociera más a su prometida, pero él las evitaba, y se sentía mal consigo mismo y con todo el mundo. Pero esta situación no iba a durar mucho y muy pronto algo forzaría al joven a tomar una decisión.
Y esto llegó cuando un día su padre tuvo un accidente. Había salido a cabalgar por los pueblos vecinos, fuera del Barnae-qu y había llovido. En un paraje un poco peligroso, su caballo había resbalado en el barro y el Capitán Nahraq se había precipitado por un pequeño barranco. Por suerte no iba solo y sus Cazadores le rescataron a él y al caballo, pudiendo volver así a la ciudad. Pero el Capitán Nahraq había quedado con las piernas inmovilizadas y también había sufrido un duro golpe en el pecho que le provocó problemas de respiración crónicos. Raïq comprendió con horror que su padre no viviría muchos años más y se dijo que sería inhumano no darle una última alegría.
Por lo tanto, mucho a su pesar y sintiendo que su corazón iba a estallar, decidió cumplir los designios de su padre y casarse con Söon. Pero para ello debía abandonar a Nolwa.
De momento estuvo unos días atareado, cuidando de su padre, aunque pocos días después todo volvió más o menos a la normalidad, si se ignora el hecho de tener un padre inmovilizado en una cama o una silla. Y cuando él y Nolwa hicieron otro paseo, él le confesó su decisión, intentando no herirla pero también evitando que viera lo apenado que estaba. Nolwa se paró y lo miró fijamente. En su mirada hubo un flujo de sentimientos turbulentos. Ella que era tan jovial y directa, se quedó sin ninguna palabra que decir. Luego bajó la cabeza y murmuró algo sobre emprender el regreso a casa. Durante el camino de vuelta hablaron poco, y Nolwa mantenía los ojos bajos para que Raïq no pudiera verlos. Éste estaba tenso y deseaba llegar cuanto antes, porque intuía el mal que le había provocado. Al llegar a la Gardereda, ella lo miró otra vez, y aunque no pudo esconder el enrojecimiento de sus ojos, le deseó suerte de la forma más despreocupada posible. Raïq agradeció internamente este gesto y la saludó vagamente con la mano. Luego se giró, montó en su caballo y volvió a la ciudad. Mientras cabalgaba, intentó consolarse, diciéndose a sí mismo que era una muchacha inteligente y que al final lo olvidaría.
Raïq, sin embargo, aún tenía que establecer una buena relación con Söon, porque hasta entonces había estado un poco frío con ella. Intentó mostrarse más alegre e interesado y Söon no le defraudó. Demostró ser una joven muy agradable y sincera, cosa que fue para Raïq un consuelo. Bailaron en muchas fiestas bajo la luna y su padre, al verlos, sonreía.
El tiempo fue pasando y llegó la noche de Fin de Año, cuando se prometieron formalmente y al día siguiente, el Capitán Nahraq hizo pública por fin la fecha de la boda. Para Raïq, aquel momento no fue fácil, pero sí más fácil de lo que había supuesto. Söon fue un buen motivo. Verdaderamente era una joven maravillosa y a Raïq le pareció que empezaba a sentir verdadero afecto hacia ella.
Los días de enero se terminaron y llegó febrero. Toda la población empezaba a alborotarse y se iniciaron los preparativos de la fiesta, que debía durar tres días. Comerciantes y bardos llegaron de Esgaroth y del Valle y animaron el ambiente con música y mercados. El trece de febrero se acercaba.
Pero un destino trágico empezó a perfilarse en el horizonte.
Dos noches antes de la boda, Raïq tuvo una pesadilla. En ella, Söon se alejaba de él hacia el interior de una espesa niebla que se arremolinaba, cubriéndolo todo. Cuando él intentaba seguirla, una figura oscura se acercaba y unas vastas alas sombrías se abrían, y oía a Nolwa gritando su nombre. Y esto ocurría una y otra vez hasta que Raïq se despertó, angustiado y sudando.
Por otra parte, para Nolwa aquellos días de animación la sumieron en una tristeza que sus padrastros nunca habían visto antes en ella. No quería estar con nadie y muy a menudo iba al bosque durante horas. Nolwa había aparentado fortaleza, pero la ausencia de Raïq le produjo un vacío enorme, y nada de lo que la divertía antes no logró animarla. Nolwa tenía un corazón cálido pero resistente como el acero. Y este acero se agrietaba por momentos.
Y llegó el día anterior a la boda y Nolwa quiso irse aún más lejos, para así no encontrar ningún camino, riachuelo o fuente que le recordase a Raïq. Y salió del Barnae-qu por la puerta este. En estos días, las murallas habían perdido parte de la vigilancia, pues la fiesta atraía a todo el mundo, y solamente había los guardas imprescindibles. A Nolwa le bastó murmurar que venía de la Gardereda y algo sobre ir a visitar a un pariente en el pueblo de Los Brezos, al sur del Barnae-qu. Aunque los guardas le dijeron que debería haber tomado la puerta sur, para más seguridad, le dejaron salir después que ella les asegurara que volvería al atardecer.
El consejo de los guardas se debía a que últimamente se habían visto algunos pequeños grupos de orcos patrullando a algunas millas de las murallas. De hecho, también hacía algún tiempo que la región al sur de las Tierras de los Cazadores se había empezado a poblar de orientales procedentes de Kartaq, y algunos Cazadores de la Capitanía empezaban a mostrarse intrigados por sendos problemas, pero estos hechos no tenían la magnitud necesaria como para sentir peligro real, y por lo tanto la tranquilidad seguía en pie.
Nolwa advirtió que los guardas ya no se interesaban por ella, por lo que éstos no percibieron que tomaba el camino hacia el este, hacia el último puente de la región de los Cazadores.
Este puente cruzaba el Aguas Viajeras, el gran río que nacía en las Orocarni y desembocaba en el Mar de Rhûn, llamado también Edelkel, el Río de Aguas Emigrantes. Probablemente su nombre se remonta a las primeras edades del mundo, cuando aún existía un gran Mar en el centro de Rhûn y muchos elfos partieron hacia el oeste.
Nolwa tenía la intención de pasar el día allí, viendo como fluían las aguas tranquilamente, olvidando su impetuoso nacimiento y yendo hacia su muerte en el mar, y así no pensar en la boda ni en Raïq.
Estuvo horas enteras allí, en medio del puente, apoyada en los troncos que protegían los laterales de la estructura. La mañana dejó paso a la tarde y ésta se fue apagando y el oeste se volvió rojizo, iluminando con fuego las bellas aguas del Edelkel. La noche empezó a extenderse desde el este, y Nolwa decidió volver a casa. Se encaminó hacia el extremo del puente, pero antes de llegar a él se detuvo. Una inseguridad intensa le hizo mirar en todas direcciones. No vio a nadie, pero notaba algo en el ambiente. Y no se equivocaba. Justo al terminar de cruzar el puente, unos brazos poderosos y sucios la cogieron por el cuello y la empujaron. Nolwa soltó un grito y cayó al suelo. Se giró rápida y pudo ver la monstruosa faz de un orco grande y corpulento. Luego, algo le golpeó la frente y perdió el conocimiento. Poco después, un grupo de veinte orcos empezaron una carrera hacia el este, llevando un fardo atado con muchas cuerdas.
Este ataque tuvo dos testigos. 
Se hacía de noche y los seis guardas que custodiaban la puerta este estaban intranquilos, pues no había noticias de su retorno por la puerta sur y la puerta este también aparecía desierta. Así que decidieron enviar a dos guardas hacia el pueblo de Los Brezos, y otros dos a recorrer las campiñas cercanas, mientras el último par se quedaba vigilando. Los que fueron al pueblo no lograron obtener ninguna noticia de Nolwa y volvieron muy preocupados. Mientras, los exploradores de la campiña llegaron a las cercanías del puente, y justo entonces oyeron el grito de Nolwa y percibieron el grupo de orcos que huía. Alarmados, los guardas volvieron corriendo a las murallas y del Barnae-qu salió un veloz jinete hacia Rangost.
Era noche cerrada cuando el mensajero llamó a la Capitanía y pidió hablar con el Capitán con urgencia. Éste quedó perplejo por la noticia e inmediatamente se interesó por las razones que habían llevado a los guardas a dejarla salir. No quedó contento con la respuesta del mensajero y maldijo la mala suerte, pues al día siguiente debía celebrarse la boda de su hijo, y esa misma tarde le habían informado de ataques de bandidos organizados en la Ruta Comercial, y ahora esto. Sin embargo, mandó al mensajero hacia la Gardereda, para ver si alguien había echado en falta a una chica durante las últimas horas. Éste galopó inmediatamente hacia el norte en medio de la noche.
Por la mañana, el mensajero volvió. Informó al Capitán que una joven llamada Nolwa había desaparecido de casa de sus padrastros. El Capitán Nahraq no sabía nada de su relación con Raïq y tampoco relacionó el nombre con la familia que había atendido a su hijo durante aquel accidente. Y tomó una terrible decisión: no podía enviar a nadie a buscar a Nolwa, pues probablemente estaría ya muerta. Además necesitaba a sus hombres para que fueran inmediatamente hacia la Ruta Comercial para acabar con los bandidos, asegurando así un seguro regreso a los comerciantes que habían venido de Esgaroth a la fiesta. Y de esta forma, Nolwa fue abandonada a su suerte.
Raïq estaba muy nervioso aquella mañana. La boda se celebraría por la tarde y estaba de lleno en los preparativos, cuando oyó al mensajero que hablaba con su padre en la habitación de al lado. Y para su desgracia, oyó todo cuanto se dijo, incluso la orden de enviar un ejército de casi 1500 hombres para registrar en poco tiempo todas las tierras cercanas a la Ruta y expulsar a todos los bandidos que hubiera en ellas. Fue tal el impacto de aquellas palabras que se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Cuando lo recobró, se obligó a decidir una vez más sobre su destino y llegó a la conclusión que Nolwa era demasiado importante para dejarla a su suerte. Aunque no fuera a casarse con ella, no merecía la muerte. Raïq tenía una gran deuda con la joven y debía pagarla.
Así, haciendo un acopio de valor, se dirigió a la habitación de su padre y le dijo:
- Padre, he oído sin querer lo que has hablado con el mensajero. Perdona mi acusación, pero no puedo creer que dejes una persona abandonada así a su suerte. ¿No puedes enviar a nadie para ir a buscarla? Te quedan muchos hombres aún.
- Hijo, no me malinterpretes. Si envío un grupo de cien hombres a buscarla, se encontraran con trescientos orcos, y si envío mil, dos mil saldrán del Último Desierto. No deseo provocar la ira del demonio sobre Rangost, y hoy empieza una nueva vida para ti, y quiero que seas feliz. Además, los orcos no hacen prisioneros sino es para llevarlos con sus congéneres en sus guaridas y torturarlos y devorarlos entre todos. Esa desdichada chica debe estar muerta, por más dolor que esto cause a nuestros corazones.
- Padre, aún así creo que es tu deber enviar a alguien a buscarla. No podré vivir la fiesta tranquilo si no me haces este favor...
Raïq estaba intensamente pálido y gotas de sudor le corrían por la cara. Su padre se percató de ello y le dijo:
- No soy tan viejo aún, Raïq. Puedo ver en tu rostro algo más que preocupación. ¿Acaso esa chica era amiga tuya, o conocida? Comprendo tu tristeza, pero tienes que entender que no puedo hacer nada por ella. Hace muchas horas que fue secuestrada, y tú lo sabes.
Raïq sabía que su padre no cambiaría de parecer, pues siempre estaba seguro de lo correcto de sus acciones. Pero ello no impedía que cada segundo su corazón estallase en mil pedazos. Se volvió consternado y salió de la habitación. Su padre lo vio salir  lentamente, y de pronto una sombra oscura le veló los pensamientos y un miedo extraño y terrible le oprimió el pecho.
Raïq fue directo a su habitación y tan siquiera vio a su prometida Söon, que se encontraba al lado de la puerta de la habitación de su padre, con expresión grave. El hijo del Capitán se tiró sobre la cama y le saltaron lágrimas de desesperación.
Recordó entonces su pesadilla y el peso de la irrealidad de la situación le hizo cerrar los ojos y cayó en la oscuridad del sueño. Y tuvo una segunda pesadilla. En ella, de forma muy clara y mucho más real que la de la noche anterior, la figura negra de anchas alas se acercaba a él y le sonreía, mientras señalaba en una dirección, en la que se podían ver unas grandes montañas. Luego, el sueño se hizo oscuro, y vio una galería de roca iluminada con antorchas, y unos barrotes, y detrás de ellos, la suplicante mirada de Nolwa. Luego, un vapor helado veló la imagen y los ojos de un gran monstruo le miraron fijamente. Se despertó de pronto, como si un relámpago le hubiera tocado, y su mente ya no pensaba con claridad. No dudó más. Él iría a buscarla. Allí donde estuviera. Sabía que estaba viva, y la encontraría. Porque ahora tenía una dirección.
Se levantó de un salto y fue hacia la puerta. Iba a salir a buscar rápidamente su caballo, cuando casi se dio de bruces contra Söon, que precisamente iba a entrar. Se miraron unos momentos, y él barbotó:
- Tengo que salir. Nos... nos veremos más tarde.
- No lo creo. – dijo ella lentamente.
Raïq observó su seria expresión. Ella susurró, con una mirada triste:
- Vas a buscar aquella chica, ¿verdad?
- ¿Qué... qué te hace pensar eso? ¿Cómo...?
- Acabo de escucharte, cuando hablabas a tu padre, el Capitán. Y todas mis sospechas se han evaporado. Serénate y escúchame. ¿Crees que no sé por lo que estás pasando?  

Hace mucho percibo que te has obligado a quererme, quizá por decisión de otros, quizá para no empeorar las cosas, no lo sé, pero lo que sí sé es que amas a Nolwa, y no a mi. Esta boda es un martirio para ti y es fácil adivinarlo. Hasta hace un rato no sabía quien era ella, pero durante todo este tiempo que hemos estado juntos sabía que existía. Y ahora lo has demostrado perfectamente, ante tu padre. No soy ciega, Raïq. Has estado amable, y un gran amigo siempre, pero nunca has tenido conmigo ese trato especial que dicta el amor. Y tu sufrimiento ha sido enorme, lo sé, se te veía cada día y cada hora, en tus ojos, en tus intentos de demostrar un sentimiento que no era el verdadero. Y yo sufría por ti y porque veía que estábamos representando una farsa ante todo el mundo. Me sentía frustrada y muchas veces me he aguantado las lágrimas al ver que todos mis sueños se desvanecían. Y yo te dejaba hacer, porque si hubiera dicho lo que sospechaba temo que tú lo habrías soportado aún menos.  

Sin embargo, aún cuando sé seguro que tu corazón no es para mí, te quiero igualmente, porque a tu manera has intentado apartarme del dolor, y te lo agradezco. También sé que estás en apuros y creo comprender tu dolor. El amor es algo que no puede ser descrito, ni dictado, ni explicado. Pero precisamente porque te quiero no puedo permitir que arriesgues tu vida de esta forma, allí en el este. Estás desesperado y esto…, me temo que será tu perdición.  No quiero verte muerto, porque siempre serás alguien importante para mí, y si por mí fuera haría todo lo posible por detenerte. Aún así, si estás verdaderamente dispuesto a intentar lo imposible, a ir directo a las garras de la muerte por ella, yo… yo no te detendré. Será muy duro para mí,  pero… te dejaré ir.  De todas formas, no… no quiero que vayas solo, ¿me oyes? Prométeme que no vas a ir sólo, ¿de acuerdo?

Estas últimas palabras las había pronunciado con dificultad, y en ese momento, bajó la cabeza y se volvió. Parecía como si hubiera agotado todas sus fuerzas para poder vaciar su corazón.
Raïq la miró, boquiabierto y confuso. Le parecía que la cabeza le iba a estallar. Al fin pudo encontrar palabras:
- Pero mi padre... no le puedo decir nada y nunca me dejaría sus soldados... y… tengo que ir.
A estas palabras siguieron unos segundos eternos, mientras Söon escuchaba aquellas palabras de perdición. Raïq pensó en la niebla que envolvía a Söon en el sueño. Al fin ella se giró otra vez, lentamente pero con algo más de decisión:
- Sí… lo veo. Y yo cumpliré mi palabra. Puedes irte. Pero no solo. Toma a mi sirviente Molqät y rescata aquella muchacha. Debe ser enorme tu amor por ella para que te lances así, a la oscuridad con los ojos cerrados, y muy valiente por intentar vivir con este dolor durante todo este tiempo, y por otra parte, unir hoy nuestros destinos  sería un horrible error.   

Sin embargo, hay otra cosa que quiero decirte. Estoy asustada. El corazón me dice que si intentas semejante hazaña, nunca volverás con vida. Y me aflige y acongoja esta idea, porque te aprecio mucho, y sé que tus virtudes y tu sabiduría te harían un gran Capitán, y también aprecio a Molqät, que es amigo además de sirviente. Pero haz lo que tengas que hacer, y no te demores, pues se acerca el mediodía y cada minuto que pasa es un minuto menos que tienes. Dime, ¿tienes alguna idea del paradero de esa chica?
- Alguna idea. –Y Raïq le contó su sueño, mientras Söon escuchaba con un rostro bastante pálido. Luego, Raïq comentó de pronto:
- ¿Y... y tú... qué harás? ¿Qué harás cuando no esté y todo el mundo se vuelva loco por mi desaparición? Es el día de nuestra boda…
- Yo no te he visto en toda la mañana. ¡Vamos! Coge una capa y cúbrete el rostro. Uno de los guardas de la puerta este del Barnae-qu es pariente mío. Le puedo pedir que os deje ir sin que tengas que descubrir tu cara. No cojas tu caballo blanco, te doy mi yegua y pasarás más desapercibido. Apresúrate, recoge todo lo que necesites. Te espero dentro de media hora en los establos.
Söon se dio la vuelta con rapidez y salió de la habitación, porque sus sentimientos volvían a estar a flor de piel. Raïq sintió que una turbulenta cantidad de pensamientos contradictorios le hacían hervir la cabeza. Pero decidió que solamente había uno importante. Lo que le había dicho su prometida le evitaba muchos problemas y ahora veía la partida más fácil. Raïq miró a su alrededor. Cogió de su ropero una capa de color ceniza, con una capucha grande. Su espada la tenía guardada con su funda en un cofre. La sacó y se la colocó en el cinturón de cuero. Se puso botas de viaje y llenó un fardo con ropa de abrigo. Seguidamente, salió de su habitación y sigilosamente bajó hasta la planta baja de la Capitanía. Tuvo cuidado de no encontrarse con nadie, pues ese día más que nunca era el blanco de todas las miradas.
Se deslizó hacia los establos, y Söon cerró la puerta por dentro. Raïq pudo ver que la acompañaba un hombre, un poco más joven que él, de faz decidida y aspecto saludable y fuerte. Söon le dijo que se trataba de Molqät, su sirviente. Raïq miró al muchacho y un sudor frío le recorrió la espalda. Sus emociones le habían nublado la razón y no se había percatado que posiblemente ese joven moriría con él si le acompañaba, un joven que no tenía nada que ver con toda aquella historia. Así que se dirigió a Söon:
- Has sido una excelente amiga y no podré pagarte nunca lo que estás haciendo por mí, un hombre que ha fingido que te amaba, y al que todavía ayudas en la necesidad. Quisiera decirte con palabras lo que siento, pero… me es imposible describirlo.  

Sin embargo, tu sirviente no tiene por qué hacer nada por mí. Si viene conmigo, alta es la probabilidad de su muerte. No lo obligues, por favor. Si no vuelvo, es suficiente con uno.
- Molqät es un hombre de confianza y muy leal. Y por supuesto que no le he obligado. Ya te he dicho que es amigo mío, y le he contado muchas cosas de ti. Te admira y ahora que sabe toda la historia, está ansioso por ayudarte. No debes temer por él. Es fuerte y sabe de armas casi tanto como tú. Es posible que incluso llegue a salvar tu vida, cuando el amor o la desesperación te cieguen. Necesitas un guía, y no voy a permitir que salgas sin ayuda. Antes… antes iría a contarlo todo al Capitán… te lo aseguro.
- ¿Y si vuelvo con Nolwa, qué será de tu vida? ¿Y si no vuelvo? He roto un compromiso que era muy importante para ti... y aún no ha llegado lo peor.
- No pienses en esto ahora. Es tarde y no hay tiempo. Vete, antes que mis sentimientos me traicionen. ¡Corre! Acaba de sonar la campana del mediodía y te llamaran para comer. Intentaré distraer a la gente y podrás huir. ¡Vete enseguida!
Raïq se irguió, montó de un salto a la yegua y miró lleno de agradecimiento a Söon.
- Nunca olvidaré lo que has hecho...nunca. ¡Buena suerte!
Molqät subió a su caballo y los dos jinetes se cubrieron con las capas y capuchas. Por suerte, el cielo estaba nublado y un viento frío proporcionaba la razón de tal equipamiento. Söon abrió las puertas del establo y los caballos salieron a los patios y se dirigieron a la entrada de la Capitanía. Molqät hizo un vago gesto de saludo al guarda y los jinetes la cruzaron hasta la calle. De reojo, Raïq observó como Söon corría hasta la puerta del edificio y entraba atropelladamente. Raïq no lo supo nunca, pero poco después Söon perdió todas sus fuerzas y desconsolada se abandonó al llanto. Era mucha la tensión que había soportado aquellos últimos días.
Los dos jinetes cruzaron la ciudad lentamente pero sin llamar la atención, en medio de toda la algarabía general. Muchos bardos estaban apostados en las esquinas y plazas y cantaban canciones populares, antiguas leyendas épicas  sobre personajes famosos, héroes y gestas, tanto de sus lugares de origen (muchos eran de Esgaroth) como de Rangost y sus alrededores. Raïq observaba toda aquella felicidad en el ambiente y se lamentó de su suerte.
En una esquina, un bardo de Rangost se había lanzado a recitar una oda sobre las hazañas de los magos en la antigüedad, y hablaba sobre Curunir y de su ataque contra la Sombra. Una estrofa le quedó grabada a Raïq, que decía:

...y Curunir el Sabio
todo mal desafiando
al este se fue, galopando
un punto bravío en el espacio
solo ante la oscuridad reinante...

Y el miedo, ofuscado hasta entonces por su decisión, le llegó de pronto y le fue invadiendo, y su caballo avanzaba cada vez más despacio. Para Raïq pasaron muchas horas hasta que por fin llegaron hasta las puertas de la ciudad, en el extremo oriental. Allí se detuvo y dudó. Fueron los segundos más largos de su vida. De pronto, otro bardo empezó a cantar cerca de allí.

... Pasa el invierno y llegan las flores
Bonito es el cogerlas,
pero, ¿has llegado a oler el prado,
disfrutarlo, antes que verlas?...

Raïq sacudió la cabeza y al recordar la alegre voz de Nolwa aquella vez en el bosque su mente despejó todo lo demás. Cruzó rápido el portal y Molqät lo cruzó tras él. Luego los dos jinetes se pusieron al galope, siguiendo el camino del este hacia las puertas orientales del Barnae-qu. Al llegar a ellas, pusieron los caballos al trote y luego al paso. Finalmente se detuvieron. Uno de los dos guardas se acercó enseguida e hizo como si comprobara sus identidades. Luego dijo a los otros:
- Son dos mensajeros para los conflictos en la Ruta Comercial. Tienen autorización.
Raïq y Molqät salieron por las grandes puertas, que se cerraron a sus espaldas con un crujido. Aún pudieron oír como otro guardia comentaba:
- ¿Y no podían haber salido por la puerta norte? Me da mala espina, eso. Ayer cometimos un terrible error y...
- No te preocupes, y recuerda que hoy es la boda. Sin duda una puerta norte abarrotada de gente viniendo a la fiesta no es el lugar adecuado para salir con prisas, ¿no crees?
Fuera, un viento frío barría el páramo y las capas de color ceniza y arena ayudaron a camuflar a los jinetes de la vista de los guardas, así que poco después ya galopaban velozmente hacia el este. La cabalgata fue dura y duró toda la tarde. Raïq no pensaba ya en la boda anulada y en los problemas de Söon para intentar explicar todo aquello. En su pensamiento solamente se leía Nolwa.
Llegó la noche y acamparon en medio de los páramos desiertos, bajo unos arbustos. Molqät había llevado un fardo lleno de víveres, en los cuales Raïq no había ni pensado. Nadie los molestó aquella noche y a la mañana siguiente volvieron a emprender el camino.
Forzaron a los caballos tanto como osaron, sin llegar a extenuarlos, y seis días con sus noches tardaron en remontar el Edelkel hasta llegar a los primeros pendientes de la cordillera de las Orocarni, en el extremo norte. El frío era casi glacial aquel mes de febrero y los dos jinetes contemplaban un paisaje desolado y bastante seco, excepto en las orillas del río, donde crecían algunos árboles y arbustos. Acamparon allí mismo, cerca del río.
Durante el viaje habían sido pocas las palabras entre ellos, pero ahora Molqät preguntó:
- Capitán, ¿sabes qué es lo que debemos hacer a continuación? Pues ya hemos llegado a las montañas que viste en tu sueño...
- No me llames Capitán, por favor, pues no lo soy. Y a tu pregunta, pues vi una galería que debe pertenecer a alguna mina, y luego vi un dragón. Todo el mundo en Rangost ha oído hablar de esa leyenda del dragón del norte que vive en unas minas enanas, abandonadas hace edades enteras del mundo. Por lo tanto, hemos de hallar la entrada a una cueva.
Y con este propósito buscaron y buscaron durante dos días enteros. Al tercer día, Molqät por fin encontró un agujero. Estaba situado en una ladera, detrás de una roca, por lo que no se veía desde lejos. Probablemente correspondía a una guarida de orcos, ya que no se parecía en nada a una galería enana, pero era una cueva. Además, los captores de Nolwa habían sido orcos. Raïq se detuvo ante la entrada, y Molqät estaba a su lado. Era un momento importante y Raïq, extrañamente sereno ahora,  le preguntó:
- ¿Sabes de letras? ¿Eres hábil con la pluma?
- Sí, señor. Mi padre me enseñó. Incluso llevo encima algo de papel y carbón. Es mi pasión, si quiere llamarlo de esa forma.
- Perfecto. Porque necesito que me hagas un favor. Si vamos a entrar aquí dentro con esperanzas de salir alguna vez, tenemos que ir con precaución. Quisiera que fueras dibujando con líneas todos los caminos por los que pasamos, y yo marcaré todas las bifurcaciones que tomemos con una marca en la pared. Así no nos perderemos tan fácilmente, porque estoy seguro que el camino no será fácil. Aún así, debemos estar alerta y mantener las armas a punto. Allí dentro nos pueden esperar todo tipo de peligros, ¿de acuerdo?
¿Aún deseas ir conmigo? No deseo tu muerte, y es probable que la obtengas si continuas conmigo. Estás a tiempo de volver con tu señora, si quieres.
- Señor, mi deseo es seguirte, y no me importa el peligro que pueda haber. Nunca había hecho algo así, y deseo hacer algo más por usted antes que todo termine. No voy a volver atrás ahora y dejarte solo. Mi señora tenía razón en eso.
- Gracias, Molqät. Eres un buen compañero. Bien, no tenemos otro camino, así que ¡adelante!
Ninguno de los dos cayó en la cuenta que habían pasado muchos días desde su partida y que era raro que su padre, al conocer finalmente toda la verdad, no hubiera enviado a nadie para rescatar a su hijo, y también era raro no haber encontrado ni un peligro en los páramos durante todo aquel tiempo. Pero había un motivo para ello, un motivo terrible y cruel. Pues nadie sospechaba que detrás de toda aquella historia se encontraba, una vez más, Jandwathe.
Porque Jandwathe se había enterado del secuestro de Nolwa por parte de los orcos, y fuera un acto planeado o no, le proporcionó un magnífico as para jugar contra Rangost. Y es que nadie había reparado en ello, pero Raïq era el único heredero de la Capitanía. Jandwathe supo por sus espías, muchos de ellos animales aparentemente inofensivos de los bosques, del amor entre Nolwa y Raïq, y fue ella quien ordenó a esos mismos orcos llevar a Nolwa a la guarida de Nakmaring, el Dragón, donde también había huestes de orcos bajo su mando. También fue ella quien entró en los sueños del joven y le indicó el paradero de su amada, porque había preparado un cruel juego y Raïq era la pieza principal. Si hubiese atraído a Raïq hacia el Último Desierto, era muy probable que el Capitán Nahraq hubiese enviado un ejército, más pronto o más tarde como venganza, y ahora Rangost era poderosa. Jandwathe no deseaba correr riesgos innecesarios y por eso desvió la atención hacia el norte, donde nadie iría a rescatar al joven de las garras de un dragón milenario solamente para recoger sus huesos. Y le divertía ver como en su locura, el joven Capitán se lanzaba a la muerte tras su amada, que efectivamente aún vivía, si bien no por mucho tiempo. Porque al entrar en las cuevas, Raïq y Nolwa habían sellado sus destinos. Y si  Raïq moría, no habría heredero para el puesto de Capitán, y con un poco de suerte podría provocar luchas internas que favorecerían la total destrucción de Rangost.
El plan de Jandwathe era tan meticuloso que, para evitar un rescate desesperado y posibles actos heroicos por parte de Alatar el Sabio, había enviado tropas orcas hacia Rangost que atacaron la mañana siguiente a la boda. Un ejército de unos dos mil orcos se lanzó contra el Barnae-qu, cogiendo a todo el mundo por sorpresa, por lo que consiguieron abrirse camino y entraron en la Gardereda, quemando las granjas y los cultivos. Luego se dirigieron contra Rangost. El Capitán Nahraq vio todo lo que le venía encima y desesperado por todos los acontecimientos: el terrible día de la boda, la huida de su hijo, los orcos y los bandidos de la Ruta, pidió ayuda a Alatar. Le contó todo cuanto pudo, añadiendo que muchos de sus hombres estaban aún en la Ruta Comercial y que se debía organizar a los que quedaban en la ciudad, porque él no tenía fuerzas para ello y además su parálisis le impedía cualquier acto de valentía. Alatar convocó rápidamente a todos los Grandes Cazadores y coordinaron en poco tiempo algunos sistemas de defensa, que pusieron en práctica poco después. Y así, mientras una terrible batalla se desataba en Rangost, Raïq y Molqät descendían hasta la oscuridad, muy lejos de allí, en una tierra extraña en el frío norte.
Después de penetrar en la oscura abertura siguieron una galería descendente que olía peor a cada paso que daban. Los caballos los habían dejado en un pequeño prado que había cerca de la cueva, pastando, y ahora ya no oían sus relinchos. Unos centenares de pasos recorrieron y el túnel se ensanchó de pronto, y llegaron a la primera bifurcación. Cogieron un camino cualquiera porque no había otra manera que confiar en la suerte, marcaron la señal en la pared y siguieron andando, mientras Molqät dibujaba a la luz de la antorcha que llevaba Raïq el sendero que recorrían. Y así siguieron, horas y horas, adentrándose cada vez más en el corazón de las montañas, muy por debajo del nivel del suelo. Tenían la sensación de encontrarse en un laberinto inmenso de millas y hasta leguas de recorrido, en una oscuridad total que empezaba a una yarda de sus antorchas, y perdieron toda noción del tiempo.  De vez en cuando descansaban, intranquilos,  en recovecos de los oscuros corredores, para levantarse al mínimo crujido de la roca. Durante todo este tiempo no habían visto ni oído ninguna presencia de enemigos y les pareció muy raro.
Sin embargo, cuando ya tenían la sensación de haber recorrido la cueva durante años enteros, en cierta ocasión torcieron por un túnel cualquiera y encontraron un camino recto y muy bien tallado que avanzaba durante un largo trecho, sin torcerse ni bifurcarse. Miraron atrás y vieron que el túnel se perdía a sus espaldas, y que el pasaje por el que habían llegado al pasillo parecía una tosca abertura en las paredes lisas, hecha mucho después que la galería original. Por fin se encontraban en la galería de una mina construida por enanos.
Hacía tan solo unos minutos que avanzaban por la galería cuando todo se precipitó de golpe. Oyeron por primera vez algo que habían temido durante días enteros, desde que salieron de Rangost: ruido de pasos apresurados. A sus espaldas. Se volvieron y pudieron ver en la lejanía unos puntos rojizos que se acercaban velozmente. Un grupo de orcos corriendo. El miedo les asaltó y se pusieron a correr también, hacia delante. De pronto, encontraron una bifurcación justo enfrente. Un camino seguía recto, y había otros dos a los lados. Se detuvieron nerviosos, mirando cada una de las tres opciones. Pero de los pasillos laterales les llegó también ruido. Más orcos que se unían a la persecución. Aterrorizados, Raïq y Molqät salieron lanzados hacia delante, apagando las antorchas. Iban ahora totalmente a oscuras, pero no había tiempo para precauciones y el camino parecía tan recto como siempre. Veloces, notaron por dos veces corrientes de aire en sus rostros, que provenían sin duda de más aberturas laterales. Sin embargo, no se pararon por miedo a que llegasen más orcos. Efectivamente, decenas y decenas de orcos habían iniciado una furiosa persecución de los intrusos, y su número aumentaba a medida que llegaban de sus guaridas. Los orcos conocían todos los túneles perfectamente, al contrario que los dos exploradores, y no tardaron en ocupar todos los corredores y rodearlos.
Raïq y Molqät de pronto escucharon en plena carrera pasos delante y detrás, y con una horrible certeza comprendieron que era el final, se detuvieron en seco y sacaron sus espadas, que chillaron al ser arrancadas de sus fundas, al tiempo que volvían a encender las antorchas. Pero a la luz de éstas, una sombra se perfiló en una de las paredes del pasillo oscuro, y descubrieron detrás de una gran piedra una pequeña abertura que daba paso a un conducto estrecho y maloliente, demasiado estrecho para un orco medianamente corpulento. No era un camino nada seguro, pero decidieron que lo que pudieran encontrarse allí no podía ser peor que una emboscada de casi un centenar de orcos. Así que volvieron a apagar apresuradamente las antorchas y guardaron las armas mientras se introducían fatigosamente por el estrecho agujero. Casi tuvieron que arrastrarse por él, pero tan solo fueron unos pasos, pues se detuvieron y escucharon. Y cosa extraña: no oyeron ruidos.  El pasillo estaba silencioso como una tumba. Sin embargo, no salieron a comprobarlo y poco a poco continuaron avanzando por el conducto, que inició un descenso progresivo. Era un conducto insólito, pues era rugoso y ondulante, y sin embargo no parecía natural. Pero a buen seguro no era obra ni de orcos ni de enanos. Raïq y Molqät no se detuvieron para pensarlo y fueron adentrándose aún más hasta el centro de la tierra, hasta que al fin palparon como el conducto se volvía más y más amplio, y llegaron a lo que parecía ser una gran caverna subterránea. Se quedaron cerca de la entrada, y escucharon atentamente. No oyeron nada, y después de mucho pensarlo decidieron encender una vez más las antorchas.
Poco a poco fueron percibiendo los contornos de la vasta sala. En el ambiente flotaba un hedor a podredumbre que les hería la nariz y pudieron ver que el suelo no era llano, sino que estaba lleno de agujeros y pequeñas depresiones abruptas. Todo estaba lleno de pedazos de roca y pudieron atisbar algunos huesos y algo que parecían trozos de cáscaras. Raïq comprendió de pronto con un brutal escalofrío que aquello era el gigantesco nido de un dragón. No podían quedarse allí de ninguna manera, y tampoco volver atrás. Tenían que buscar otra salida en la sala, así que dejaron la relativa protección de la entrada del conducto y se adentraron en la caverna con suma cautela. Molqät, que estaba pensando en aquellos momentos en el extraño conducto que habían dejado atrás, se le ocurrió que quizás su constructor había sido una cría de dragón, que al salir del nido decidió explorar aquel tenebroso mundo. Y aquello lo asustó, pues quizá no solamente hubiera un dragón allí dentro.
El frío era glacial en aquella tétrica sala llena de ecos profundos. Los dos exploradores anduvieron lentamente por su centro, con todos los sentidos alerta. Un silencio extraño y antinatural flotaba en el ambiente. Parecía como si todo el mundo contuviera la respiración, esperando, vigilando. Raïq se detuvo de pronto y alzó la antorcha. Habían llegado al otro extremo de la cámara. Tres oscuros túneles se abrían en esta parte de la sala, opuesta al lugar desde donde habían entrado. Todos ellos desprendían una atmósfera repulsiva que daba al ambiente de la sala del nido un aire incluso confortable. Raïq y Molqät se miraron y escogieron con un gesto el del centro, y en ese momento un gruñido sordo y bajo los paralizó. Procedía del mismo túnel al que se dirigían y vieron unos ojos inyectados en sangre que brillaban. Muchos pares de ojos. Y se oyeron pasos. Muchos pasos. Cinco formas oscuras salieron de pronto del primer túnel y, corriendo, cruzaron la sala. Pronto adivinaron con horror lo que sucedía. Los orcos llegaban a decenas por los túneles y les habían cortado la retirada.
Habían caído en una trampa.
Pronto los dos exploradores se encontraron rodeados, en medio de un círculo de voces susurrantes que lanzaban sonidos guturales.  Un gran orco, alto como un hombre y muy corpulento, se adentró y los miró frente a frente. Llevaba una gran maza armada de púas de metal y de su boca maloliente salían unos grandes colmillos amarillentos. Les dijo algo en una lengua extraña, pues aquella era la Lengua Negra, que ellos desconocían al igual que los demás cazadores, excepción hecha del Sabio Alatar. El tono de voz del gran trasgo era cruel y lleno de maldad. Iba a matarlos, y ellos lo sabían. El gran orco sonrió triunfalmente y, blandiendo la maza en lo alto, se dispuso a acabar con ellos  y romperles el cráneo. Raïq desenvainó velozmente su espada y, desesperado, la volteó con todas sus fuerzas alcanzando al gran orco en el pecho, del cual manó copiosamente sangre negra. El orco rugió de dolor y de ira, y al instante todos los demás se lanzaron aullando sobre Raïq y Molqät, haciéndoles caer al suelo y precipitando su más que definitivo final… Pero un clamor de alerta se elevó entre los enemigos. Raïq giró fatigosamente la cabeza y vio que los orcos se alteraban visiblemente y muchos de ellos huyeron de pronto en desbandada.
Los dos compañeros de viaje se miraron fijamente, asombrados y con el rostro pálido. El suelo se estremeció brutalmente y un viento glacial barrió la cámara,  cuando sonó una voz mucho más potente que la de los orcos, un terrible bramido que hizo retumbar el eco por toda la montaña.  Raïq miró un segundo hacia arriba y vio por primera vez que la cueva del nido no tenía techo, y que las paredes se elevaban muchos pisos por encima de sus cabezas, formando una especie de cañón subterráneo. Y estas paredes temblaron y la roca crujió de repente, mientras se deslizaba desde los pisos superiores una gran masa imponente bajo una intensa lluvia de cascotes que bombardeó el nido vacío.
Nakmaring, el dragón que hasta entonces había estado dormitando en una cueva cercana, se había despertado.
Molqät vio un cuerpo enorme y alargado, más duro que el acero y con múltiples escamas y pinchos de hielo, que al deslizarse por la roca producían un ruido infernal. El monstruo se movía con gran rapidez, como una serpiente,  pues aunque tenía patas con garras se impulsaba solamente con su poderosa musculatura. Y se lanzó contra los orcos, arremetiendo con fiereza y empujándolos hasta los dos primeros túneles. Sus inmensas mandíbulas se cerraron de golpe y con unas cuchillas cual cimitarras de hielo trituró su presa, un orco que no pudo escapar a su letal ataque. Un alarido brotó de la garganta del trasgo antes de sucumbir y Raïq y Molqät se taparon las orejas.
Las imágenes del sueño volvieron como relámpagos a la mente de Raïq,  y vio otra vez la cara del monstruo, y pensó que nunca se había llegado a imaginar que ese ser fuera tan grande- El joven Capitán estaba blanco como la cal y le temblaban las manos. Gotas de sudor se le helaban en la cara mientras observaba a aquella terrible bestia. Sin embargo,  viendo los atroces embates de Nakmaring contra los orcos, se percató de algo. El dragón se encontraba de espaldas a ellos,  separándolos de los orcos con su cuerpo, de casi doce pies de grosor, e impidiendo igualmente su fuga por los dos primeros túneles. Pero así el tercero quedaba libre…
Con una mirada desesperada a su compañero de aventuras, señaló la oscura abertura que estaba frente a ellos. Cautelosamente se arrastraron, mientras el suelo y las piedras gemían ante la cólera del gran dragón y el polvo se arremolinaba tormentosamente, y llegaron hasta la boca del tercer pasillo. Allí se pusieron en pie y se internaron velozmente en la oscuridad del nuevo camino. Pronto empezaron a correr, con los corazones palpitando fuertemente y con la llama de las antorchas casi horizontal, dejando atrás los orcos y el dragón, que aún no había detectado su presencia.
De repente, Raïq soltó un grito y se hundió en el suelo delante de Molqät, precipitándose hacia abajo. Molqät ahogó una exclamación de desespero y dirigió rápidamente la tea a sus pies. Vio un nicho en la roca de unos diez pies de profundidad, de apariencia natural y con la anchura suficiente para caer holgadamente en él. Molqät llamó con urgencia a su señor, y suspiró cuando éste le tranquilizó casi al instante. Bastante magullado, Raïq aseguró que no parecía tener nada roto pero que necesitaría ayuda para subir otra vez.
Ya estaba Molqät cuerpo en tierra alargando la mano, cuando el joven Capitán vio algo a la débil luz de la antorcha, aún encendida. En un recoveco de lo más profundo de la grieta había algo que brillaba. Se arrastró como pudo hacia aquella zona, muy estrecha, y descubrió, antes que nada, un esqueleto retorcido sobre sí mismo. No era de orco y en cambio estaba casi seguro que había pertenecido a un ser humano. Le comunicó a Molqät su descubrimiento y estudió aquel amasijo de huesos. El esqueleto medía algo más de seis pies de largo y daba la impresión de llevar muchísimo tiempo allí, pues estaba totalmente seco y los huesos se hallaban manchados por el paso del tiempo. Aquel hombre, de una respetable estatura en vida, presentaba una calavera con un agujero en la frente que le horadaba el cráneo. Raïq buscó a su alrededor y halló el asta rota de una flecha orca.
Aún conservaba algunos jirones de ropa, cuyo color había desaparecido casi totalmente, y entre los cuales se hallaba una cota de malla, inservible ya que la habían deformado a martillazos. También se apreciaban algunos adornos de metal tirados en el suelo, corroídos por el paso de los años, quizá algún tipo de enseña colgada en la ropa, lo que demostraba un origen importante del propietario del esqueleto, quizá algún noble guerrero. Había algo que parecían unas alas de ave, pero poco más se podía adivinar al respecto.
A Raïq se le ocurrió que quizá había sido algún matador de dragones, al que los orcos habían sorprendido antes de terminar su tarea.
Más allá del esqueleto, en el rincón más recóndito de aquel agujero, brillaba algo de metal. Raïq se estiró todo lo que pudo y alcanzó a ver una espada rota, de empuñadura bellamente tallada, y un par de armas más. Eran dos instrumentos bastante extraños, parecidos a las lanzas corrientes, pero más largos y más gruesos. Al tacto, estas lanzas tenían un relieve rugoso, y ambas presentaban en la parte central una hendidura de tacto liso, posiblemente para permitir una buena empuñadura. La enorme punta metálica que presentaban las dos armas era muy dura y afilada y sus bordes estaban dentados, quizá para impedir que el arma se soltase una vez clavada. Raïq supuso que aquellas armas de manufactura extraña y sabia habían estado construidas con el único fin de matar un dragón.
Molqät le apremió entonces, devolviéndolo al mundo presente, y Raïq comprendió que debían huir cuanto antes. Así que, después de pensarlo un poco, cogió una de las lanzas y se arrastró hasta la mano de Molqät. Un minuto después se encontraba otra vez en el túnel, y los dos exploradores reemprendieron sin demora su camino. Escuchaban atentamente mientras proseguían, esta vez andando más lentamente y vigilando atentos el suelo a la luz de las antorchas.
No se oía ni veía nada, y gradualmente el pasillo subterráneo empezó a descender aún más hacia las entrañas más profundas de la montaña. Hasta aquel momento no habían detectado ningún pasillo lateral en las paredes, pero a partir de entonces los hallaron bastante a menudo.
Raïq y Molqät se mantuvieron en guardia mientras exploraban aquel extraño mundo. Tenían extraños presentimientos y también el hambre empezaba a atenazarles. Sus provisiones eran más bien pobres, pues Molqät las había cogido con prisas en su huida de Rangost, pero pronto tuvieron que hacer un alto para comer, y se sentaron. Comieron por turnos, y mientras uno de ellos vigilaba el túnel,  el otro masticaba en el más absoluto silencio. En estos momentos de relativa calma Raïq volvió a notar la extrema necesidad de encontrar a Nolwa. Sus sentimientos, atenuados por el peligro y el hambre, volvían con fuerza y amenazaban con volverle loco. Intentó serenarse y se irguió al momento. No podía quedarse sentado, pues aún era peor. Debía continuar y mantener su mente concentrada. Así que reanudaron una vez más su penosa marcha.
El corredor los llevó cada vez más abajo y llegó un momento en que describía un largo giro. Y Molqät advirtió de improviso una tenue luz reflejada en las rocas que tenían delante.
Luz de antorchas.
Raïq aminoró la marcha y escucharon atentamente. No se oían pasos ni detrás ni delante. Con las armas a punto, pasaron la curva y se encontraron en la entrada de una caverna baja, iluminada por numerosas antorchas que ardían vigorosamente, inundando la sala con su humo denso. Pero Raïq ya había visto bastante.
Soltando una exclamación de profundo gozo, corrió hacia el otro extremo de la pequeña caverna, donde había algo semejante a mazmorras. En una de ellas, detrás de unos barrotes de hierro muy antiguos, estaba Nolwa. Se encontraba tirada en el suelo, con la cabeza baja y el pelo ocultando su cara, pero para Raïq no había ninguna duda.
La pastora alzó los ojos súbitamente al oír ruido, y miró consternada a Raïq y a Molqät. Su rostro expresó un desconcierto inmenso, pero pronto sintió que aquello era real de verdad. Las lágrimas acudieron presurosas a sus ojos, mientras Raïq le cogía las manos, sucias como toda ella. No dijeron nada. Solamente se abrazaron fuertemente a través de los barrotes y sus miradas decían todo lo que era necesario.  Los sollozos inundaron la pequeña estancia y la felicidad entre ellos era inmensa. Raïq fue el primero que dio un paso atrás. Miró los barrotes y sacó la espada, mientras que Molqät observaba por primera vez a la joven.
Nolwa llevaba aún la misma ropa, la que vestía cuando fue secuestrada muchos días atrás, pero hecha jirones y muy sucia. Sus cabellos estaban enmarañados y estaban impregnados del hedor del humo. Sin embargo, su belleza aún resaltaba en aquella caverna maloliente y terrorífica.
Raïq alzó la espada y dio un fuerte golpe al cerrojo de la puerta, que se partió en dos con el impacto. La reja chirrió al ser abierta, y Raïq atrajo a Nolwa hacía sí.  Pero Nolwa le miró a los ojos, y su expresión era ahora más bien temerosa.
- Raïq, ¿qué ha pasado? ¿Cómo me has encontrado? Oh, estoy tan cansada...  Tengo hambre. – Y de pronto: - ¿Y tu boda?
El semblante de la chica aún estaba confuso y pronunciaba las palabras muy débilmente y las frases resultaban inconexas, como si tuviera los pensamientos en el más completo desorden.
- No ha habido boda. – respondió Raïq. Y le contó brevemente lo sucedido entre Söon y él.
Nolwa observó a Molqät y luego otra vez a Raïq. Y con una súbita mirada anhelante de felicidad, lo rodeó con los brazos y se besaron largamente.
Pero Molqät había estado vigilando. La sala solamente tenía dos salidas: una era la entrada por la que habían llegado, y la otra se encontraba al lado de las mazmorras. Y no le gustó la terrible sensación de no estar solo.
Efectivamente, los orcos que habían escapado al ataque del dragón habían seguido su rastro a través de numerosos túneles. Éstos desembocaban en el pasillo que habían recorrido ellos, a través de las múltiples aberturas que habían pasado hacía ya varias horas. Y ahora llegaban presurosos a la sala de la prisionera, y no les gustó el olor de los intrusos. El gran orco, todavía herido en el pecho, gruñó por lo bajo con fiereza y alentó a los demás. Algunos de ellos se desviaron para cerrar la trampa por el otro lado y al final irrumpieron en la caverna con gran estrépito.
Molqät soltó un grito de alarma cuando oyó la multitud de pasos corriendo, y Raïq y Nolwa se volvieron con terror en sus miradas y se dirigieron a la otra salida. La salida por la que justamente llegaban más orcos blandiendo sus cimitarras y dagas negras. Los tres retrocedieron de golpe y se reunieron en el centro formando un débil círculo de defensa, mientras los orcos se abatían sobre ellos.
Nolwa, ya totalmente alerta por el peligro, cogió bruscamente la extraña lanza que colgaba de la espalda de Raïq y la apuntó al orco más próximo que ya estaba a punto de atacarlos y éste se vio de pronto levantado a los aires y la punta le atravesó el vientre. Raïq dio un paso adelante y de un tajo rebanó la cabeza a otro de los que entraban por la segunda salida. Molqät atacó frontalmente a uno que llegaba por la entrada y le hundió la hoja en el corazón. Pero enseguida otros orcos sustituyeron a los primeros y se organizó una batalla campal.
El círculo de humanos se mantuvo intacto como pudo y se dirigió lentamente hacia una pared, la de las mazmorras. Porque se les ocurrió de pronto que podían encerrarse en ellas para protegerse. Una y otra vez grupos de orcos se precipitaban sobre ellos y uno a uno caían al suelo. Sin embargo, uno de ellos logró dar a Raïq  un golpe de maza en el brazo izquierdo. Raïq sintió un dolor lacerante y perdió al instante la movilidad del miembro, mientras que con un giro del otro cortaba la yugular a su atacante. Molqät recibió también una daga en el hombro izquierdo, pero aún podía servirse del brazo y logró tumbar igualmente al contrincante.
Poco a poco se acercaron a las mazmorras y Raïq se volvió para abrir de golpe una de ellas y así poder meter a Nolwa dentro para protegerla. Molqät se volvió también, para ver qué estaba haciendo su señor y perdió un instante la concentración, recibiendo como consecuencia un tremendo golpe en la frente que lo derrumbó hacia el interior de la prisión abierta. Y Nolwa se giró  entonces y en ese momento un orco la agarró por detrás y la levantó al aire. Nolwa perdió la lanza, que cayó al suelo, y lanzó un grito cuando el orco salió corriendo de la sala a través de la segunda salida. Raïq aulló de furia y quiso seguirlo, pero un puñado de orcos se le echó encima. El hijo del Capitán, sin embargo, estaba en plena cólera y dejando caer la espada cogió la lanza. Con una fuerza sacada de la más profunda desesperación atropelló a diez orcos a la vez, que no lograron detenerlo y se desplomaron llenos de heridas profundas en los miembros. Raïq saltó por encima de sus cuerpos y se lanzó como un loco hacia la salida. Todos los trasgos que quedaban en la sala y muchos de los que llegaban aún por la entrada le persiguieron, olvidándose de un Molqät inconsciente, con un corte sangrante en la cabeza y el hombro medio dislocado.
Raïq persiguió al orco con toda la rapidez de sus piernas por el nuevo corredor, que volvía a subir con un pendiente suave.  Detrás suyo unos cincuenta orcos le seguían furiosos, lanzando órdenes crueles en su extraña y odiosa lengua.
El camino se hizo estrecho y de pronto desembocó en un espacio vasto e inconmensurablemente grande. El techó se elevó muchísimos pies por encima de su cabeza, y un abismo insondable se abrió a sus lados, mientras Raïq avanzaba temerariamente por un estrecho puente de roca que salvaba el obstáculo. Éste se hallaba iluminado por antorchas que crepitaban en las paredes de la cueva, y así pudo ver como el orco se encontraba a unos cincuenta pasos delante de él. Estaba bien entrenado e iba muy rápido. Con toda la energía de sus músculos en movimiento Raïq se obligó a correr aún más deprisa. De pronto el puente se terminó, pero justo delante había roca impenetrable, iluminada por las antorchas. El camino continuaba hacia la derecha, construyendo un reborde escarpado pero suficientemente ancho que seguía la línea del precipicio, dando la vuelta a toda aquella colosal caverna.
Los orcos que lo perseguían habían disminuido su marcha al pasar por el puente, pero ahora volvieron a correr y le ganaron ventaja rápidamente. Además, parecían haber aumentado considerablemente de número.
En la pequeña caverna de las mazmorras, Molqät recuperó el conocimiento y vio que estaba solo, rodeado de cadáveres de orcos. Asustado y muy preocupado, se levantó y miró alrededor. Decidió que los orcos habían huido por la segunda salida, y se lanzó detrás su rastro de sudor apestoso y humo de antorchas.
Al mismo tiempo, el orco que llevaba a Nolwa llegaba a uno de los extremos de la Gran Caverna, donde el reborde se bifurcaba: por un lado penetraba en un túnel abierto en la roca, que continuaba en la misma dirección del reborde, y por el otro se desviaba hacia la derecha, iniciando un descenso vertiginoso hacia el fondo del abismo.
El orco penetró en el túnel a toda velocidad y poco después Raïq llegó a la bifurcación. Iba a penetrar también en el túnel, cuando de su entrada surgieron un grupo de veinte orcos que se lanzaron contra él, al mismo tiempo que el numeroso grupo que lo perseguía por el reborde llegaba a su altura. Raïq, desesperado, giró a la derecha y empezó a descender atropelladamente, cayendo y levantándose después, por la estrecha senda rocosa hacia el fondo de la sima.
Los orcos, sin embargo, no descendieron y cogieron sus arcos. Raïq pronto estuvo bajo una lluvia de flechas que silbaban a su alrededor. Aún así, el escabroso camino le protegía con sus giros repentinos y sus caídas accidentales le salvaron más de una vez la vida, aunque tampoco le salvaron del todo, pues un par de flechas lograron alcanzarle en la parte superior de la espalda. A medida que se internaba en la fosa pudo comprobar que, al menos en donde se encontraba, su profundidad no era tanta, y unos quince minutos fatigosos después llegó a suelo firme, en la base de la Gran Caverna. Pero como las flechas aún silbaban en torno suyo, buscó cobijo al pie de los altos despeñaderos, y cayó extenuado y con un fuerte mareo.
Molqät, por su parte, no había llegado al puente de piedra, pues antes de llegar a él se había encontrado con más tropas de orcos que salían de unos agujeros laterales que Raïq no había visto en su persecución, y que le cortaban el paso. Pero en lugar de volver atrás, se metió en una de las aberturas laterales, de la cual salía corriente de aire y no parecía apestar a orcos.
El nuevo pasillo era más bien estrecho y tenía el mismo aspecto que el túnel de llegada al nido del dragón, aunque más ancho. No le gustaba mucho aquello, no obstante no podía volver atrás. La galería inició de pronto un fuerte descenso y tras algunos giros y vueltas tortuosas, desembocó en un vasto espacio.
Molqät se encontraba en la misma Gran Caverna, pero en el oscuro fondo de la sima. Muy por encima de él observó la línea débil del puente de roca y los diminutos orcos que se encontraban en el repecho rocoso. Vio con dificultad que disparaban flechas hacia abajo, luego se dio cuenta que Raïq debía de encontrarse también en el fondo de la fosa, aunque no estaba a la vista pues la zona en donde se hallaba Molqät era mucho más profunda que la de Raïq, y el pendiente no era llano sino que formaba ondulaciones. Molqät se adentró en la Gran Caverna y fue ascendiendo hasta que por fin divisó a la lejanía el pequeño punto de luz que pertenecía a la antorcha de su señor. Y de pronto, la luz se apagó y los orcos dejaron de disparar. El escudero vio como la jauría de pequeñas figuras avanzaba hasta el extremo de la sala y luego sus luces también desaparecieron. Molqät supuso que debía haber algún túnel por el que hubieran entrado. Sin enemigos a la vista, empezó a correr hacia el lugar donde la luz de su señor se había fundido.
Una media hora de marcha dura por aquel terreno desigual fue suficiente para llevar a Molqät hasta la pared del extremo de la cueva. Allí buscó ansioso algún rastro de Raïq, hasta que descubrió otra galería que se adentraba en la roca. Traspasó su entrada y siguió unos pasos, pero enseguida escuchó unos susurros escalofriantes justo delante de él y se detuvo. Una partida de trasgos se hallaba agazapada detrás de unas rocas, vigilando hacia la oscuridad del corredor. En el muro del lado izquierdo había unas toscas escaleras que subían, quizá hasta el otro pasillo por donde habían salido los orcos, arriba del todo en el reborde. Estaban cortando la retirada a Raïq.
Eran cinco orcos, pero daban la impresión de ser no demasiado grandes. Con la antorcha en una mano y la espada en la otra, Molqät se lanzó adelante con un grito de furia. Los orcos prorrumpieron en chillidos guturales y saltaron como ranas de sus puestos, entre asustados y rabiosos. Con la antorcha, el escudero quemó a uno de ellos dejándolo ciego, mientras con la espada derribaba a un segundo trasgo que se abalanzaba ya sobre él. Un tercer orco lo empujó al suelo, pero Molqät se giró rápidamente y lo ahuyentó con el fuego. En ese momento sintió un dolor penetrante en el mismo brazo izquierdo que ya había resultado herido en las mazmorras. Ese era el brazo de la espada, que cayó al suelo y rebotó para caer a los pies del cuarto orco. Molqät se levantó como pudo y atacó frontalmente antes que pudiera coger el arma. El fuego prendó de los harapos del orco que se incendiaron en el acto, y éste huyó aullando en dirección a la Gran Caverna.
Luego, Molqät cogió otra vez la espada, pero los orcos habían tenido bastante y huyeron todos escaleras arriba, el ciego tropezando a cada instante y gruñendo con ira.
El joven escudero notó que su brazo perdía la fuerza y sus heridas estaban aún abiertas, así que las vendó como pudo, con tiras de su propia ropa. Luego se guardó la espada en el cinto y con la antorcha en lo alto, avanzó hacia delante. No tardó mucho en llegar hasta el fondo de un estrecho pozo seco. Mirando hacia arriba se podía atisbar un conducto en forma de tubo que subía muchos pisos en la roca.
Allí, Molqät descubrió unos restos de comida en el suelo. Raïq, al parecer, se había detenido a comer algo durante un rato. Y este detalle llenó de esperanza al joven, pues al menos había posibilidades de que estuviera vivo. Además, la distancia entre ambos se había reducido si su señor se había demorado en aquel pequeño recinto. Con algunos ánimos más, el escudero prosiguió infatigable su camino.
El conducto de roca le llevó hasta otra gruta, que no distaba de allí más que unos veinte minutos de marcha. Y Molqät llegó a tiempo de ver una imagen dantesca.
En medio de aquella cavidad se encontraba Raïq, pero en una situación que llenó de horror los pensamientos del joven escudero. Siete enormes bestias de unos treinta pies de largo lo rodeaban, a punto para atacar. Molqät lo comprendió de pronto: las crías del dragón.
La cámara hedía terriblemente y había excrementos y huesos por todas partes que confirmaban que aquello era el habitáculo provisional de los pequeños gigantes. Por eso los orcos no se adentraban allí. Sabían muy bien qué les aguardaba.
De pronto, antes que Molqät pensara en nada, las bestias atacaron todas a una. Raïq se perdió en medio de la masa confusa de la lucha. Molqät sabía que debía ir en ayuda de su señor, pero las piernas no le obedecían y su corazón estaba a punto de estallar. Al fin vio con alivio a una pequeña figura que se escurría hacia un lado. Inmediatamente, los dragones se volvieron y atacaron en aquella dirección. Eran muy jóvenes aún y no tenían la sabiduría de los grandes dragones, ni la astucia.
Raïq acababa de percatarse de este detalle. Para ellos, él no era más que un alimento con quien jugaban antes de hincarle el diente. Debía sacar provecho de aquello. Y se le ocurrió una idea. Con un salto subió encima de uno de los dragones jóvenes, que aún tenían la piel lisa y sin púas, y con su lanza hirió los ojos del dragón que tenía más cerca. Luego la hundió en el lomo de su montura. Justo después perdió el equilibrio y se precipitó en el suelo, arrancando el arma con brusquedad. El segundo dragón, aullando, atacó al primero y éste se defendió. Era la primera vez que uno de sus hermanos llevaba un juego tan lejos y no iba a permitirlo. Desde el suelo, Raïq volvió a utilizar su único brazo sensible y clavó la punta de metal en el vientre de un tercero y rápidamente se arrastró hacia unas rocas. El tercer dragón se unió a la lucha, y luego el cuarto, y el quinto. Al final se libraba una pelea mortal entre las crías, con rugidos escalofriantes y se levantó una gran polvareda que empañó el aire de la cueva, mientras Raïq lo observaba con los ojos muy abiertos.  Al poco tiempo, uno de ellos se desplomó con toda su longitud, sangrando profusamente por el cuello. Y después llegó el segundo, y uno a uno fueron cayendo ante los ojos asombrados de Raïq y Molqät.
Finalmente quedó el último, el más grande de los jóvenes. Estaba aún en buenas condiciones físicas y parecía más listo que sus hermanos. Miró directamente a Raïq y soltó un bufido helado. Abrió la boca mostrando unas cuchillas brillantes, y de pronto escupió una ráfaga de aire glacial que hizo temblar al joven Capitán. Sus miembros se pusieron más rígidos y su mente quedó paralizada. Y el dragón atacó entonces, con fiereza y soltando un rugido potente. Molqät lanzó un grito de horror y aquel sonido y el recuerdo súbito de Nolwa, más que ninguna otra cosa, hizo despertar a Raïq, que levantó casi inconscientemente la lanza con su brazo bueno, para protegerse del golpe. El dragón cayó sobre él, pero se encontró con la lanza y todo su peso hizo que ésta penetrara profundamente en su cuerpo. Aullando de dolor, la bestia se retorció y esto hizo que la herida se agrandase enormemente. Luego dio un salto de terror y cayó de costado, revolviéndose e intentando quitarse la lanza, pero los dientes de la punta desgarraban su carne cada vez que intentaba arrancarla.
Entonces Molqät venció por fin su miedo y saltó hasta el interior de la cueva, corrió hacia la bestia y le hundió su espada en la cabeza, mientras que con el fuego la cegaba. El dragón dio una sacudida terrible y se fue quedando sin fuerzas muy rápidamente y poco después dejó de moverse. Estaba muerto.
Molqät cogió su espada y arrancó con fuerza la lanza, y corrió hasta Raïq. Éste se encontraba inconsciente debido al ataque, dentro de una pequeña cavidad del suelo que lo había protegido del peso del monstruo. Estaba vivo, pero muy débil. Molqät lo levantó como pudo, experimentando un intenso dolor en el hombro, y lo arrastró hacia delante. Pocos pasos encontró un nicho en una de las paredes y se refugiaron allí. Raïq se despertó lentamente y vio a Molqät. Sonrió débilmente, pero estaba extenuado y volvió a cerrar los ojos y se durmió. Molqät apagó su antorcha y se quedaron a oscuras, pues la de Raïq se había perdido y apagado en medio del combate.
En la oscuridad transcurrió lentamente el tiempo, y Molqät escuchaba atentamente, pero nada ni nadie se acercó a ellos.  El joven escudero pensó en todo el tiempo que llevaban bajo tierra y se asustó al comprobar que le resultaba difícil recordar el sol y las murallas de Rangost, tan lejos en el oeste, a muchos días de camino por páramos desolados. Y él estaba en ese lugar, el frío norte, bajo montañas de roca intentando sobrevivir. Y volvió a notar el intenso frío que no había dejado de acompañarles en toda la travesía, pero que ahora le agarraba los miembros e intensificaba el dolor de las heridas. La oscuridad total y el ambiente glacial le sumieron en un malestar profundo. Entonces cogió un poco del aceite de la tea y lo encendió en un hueco que hizo con piedras, para que diera la justa luz para verse las manos. Cogió la hoja con la que había empezado el trazado de los túneles y, con un poco de carbón que aún guardaba, trató de recordar el recorrido subterráneo que habían seguido desde la última vez que había escrito algo. Pocos minutos después, sus manos empezaron a dibujar pacientemente en la semioscuridad y en el más profundo silencio. No lo hacía con una intención práctica, sino más bien para olvidarse de todo lo demás. Y sucedió que al final el sueño pudo más que él y se durmió.
Raïq se despertó lo que parecían varias horas después, y aparentemente estaba algo más recuperado porque Molqät lo había tapado con su capa y lo había protegido del frío. Vio a Molqät dormido a su lado y lo despertó suavemente. Raïq no habló, pero su mirada demostraba un gran afecto por su compañero de aventuras. Cogió la lanza, sucia de la sangre del dragón, y utilizándola como bastón con su brazo bueno,  se alzó. Sus piernas estaba adormecidas, pero notó que poco a poco le volvían las fuerzas. Y luego dijo una sola palabra:
- Adelante.
Y sus ojos brillaban.
Molqät encendió la antorcha y le siguió. Los dos exploradores avanzaron una vez más,  juntos en aquel endiablado mundo oscuro y frío. La caverna les llevó a otro túnel que volvía a descender. Poco después el camino se convirtió en unas escaleras talladas en la roca, seguramente construidas por los enanos en tiempos inmemoriales. Molqät contó quinientos peldaños antes de llegar a terreno llano. Allí, el frío se intensificó. Un ambiente gélido les azotó en la cara y los miembros, y la roca apareció de pronto recubierta por escarcha, y luego por hielo. Se taparon como pudieron y se caminaron uno junto al otro, cerca del fuego de la antorcha que pasó a tener una segunda utilidad vital. Grandes vaharadas de vapor salían de sus bocas al respirar, mientras avanzaban por una galería de hielo. Durante un tiempo excesivamente largo continuaron sin pausa, hasta que por fin llegaron a la salida de aquel conducto de hielo.
Una extraña gruta se abrió ante sus ojos. Inmensamente alta, estaba repleta de impresionantes columnatas de hielo brillante que reflejaba mil veces la luz de la tea y que se alzaban hasta el infinito. Parecía que todo el frío del mundo estuviera contenido en aquella cueva de hielo, en el corazón de la montaña. Rocas cubiertas de escarcha llenaban el suelo con extrañas formas caprichosas, y las paredes se elevaban hasta el cielo. En un extremo, un abismo insondable continuaba hasta el centro de la tierra. Cuando lo vio, Raïq experimentó un terrible escalofrío que lo puso totalmente rígido.                                       
Molqät y su señor se apretujaron uno contra el otro y lo observaban atónitos. El vapor que exhalaban subía en grandes nubes y se deshacía lentamente. Pero luego Raïq vio a un lado una senda de hielo que subía arrapada a la pared, formando un pendiente en caracol hasta algún lugar ignorado. Al acercarse, descubrieron que se trataba de una escalera de hielo, y mirando hacia arriba no lograron ver su final. Quizá llegase al mismísimo pico de la montaña, lo que podía resultar una salida.
Molqät sacó algunos víveres y comieron al borde del precipicio, siempre atentos a cualquier sonido y evitando lo mejor que supieron el frío. Estaban hambrientos, y más el joven escudero que no había comido desde hacía una eternidad.
Luego, se levantaron y atacaron la escalera de hielo. Peldaño a peldaño fueron subiendo trabajosamente durante lo que les parecieron horas enteras. Se detenían de cuando en cuando para recuperar fuerzas y evitaban mirar hacia abajo, porque la altitud empezaba a hacer respeto. Aún las gruesas columnas de hielo se elevaban delante suyo y hacia arriba. Pero después de mucho subir y subir, las escaleras llegaron hasta una plataforma que sobresalía de la pared de la montaña y era allí donde terminaban los grandes pilares blancos. Quizá en épocas olvidadas del mundo, grandes masas de agua se precipitaban desde aquel saliente hasta la cueva de hielo, pero ahora solamente restaban las últimas reservas convertidas en hielo imponente. Y el camino aún continuaba hacia arriba, perdiéndose en la oscuridad. Allí Raïq se detuvo.
Molqät miró a su señor y se asustó. Durante los últimos peldaños su paso se había hecho más lento y vacilante. Su semblante era profundamente sombrío y tenía los ojos bajos. Molqät tuvo una rara sensación de pánico. Raïq murmuró:
- Si sigo subiendo, la perderé para siempre. He venido a buscarla, y lo haré, aunque tenga que bajar al centro de la tierra. No puedo seguirte hacia arriba, hasta un mundo brillante pero sin ningún sentido para mí. Vete y vuelve a tu casa, a Rangost, con los tuyos. Debo ir hacia abajo.
- Señor, no puedo dejarte así. Estás malherido. Nunca conseguirás salir solo de aquí. No pienso abandonarte ahora. No lo hice en la entrada y no lo haré aquí. Nunca.
- Molqät, escúchame. Debes volver. Y por una razón muy sencilla.
Raïq abrió el cuello de su chaquetón de cuero y sacó una cadena de la que colgaba el escudo de la capitanía, hecho de plata y cobre. Se la quitó y la dio a Molqät. Después sacó un pergamino de una pequeña bolsa que llevaba escondida e hizo lo mismo. Miró a su escudero:
- Si no vuelvo, quiero que seas tú el nuevo Capitán de Rangost. No puedo arriesgarme a que por mi culpa la ciudad pierda confianza y se pelee por el puesto. He estudiado a menudo un capítulo de la historia de Rangost. En él se cuenta como hace muchos años el demonio del Último Desierto planeó un gran engaño para destruir la ciudad y que consiguió empezar una guerra civil. Si no vuelvo y corre la voz que no hay heredero para el puesto, las cosas pueden agravarse mucho. Así que, por orden de Raïq hijo de Nahraq, tú, Molqät hijo de Wölfreq el Consejero, eres nombrado heredero legítimo del puesto de Capitán de los Cazadores, en el caso que no pueda volver nunca a Rangost. A partir de ahora, cumple con tu deber y sé digno de él.  Has sido un compañero excelente y he comprobado, desde mi escasa experiencia, que eres inteligente y tienes el valor que ha ennoblecido desde siempre a nuestro pueblo, los Cazadores. Te doy las gracias y te digo: amigo mío, lucha y sigue adelante. No puedo darte otra recompensa en estos momentos, más que mi agradecimiento y esta carta en la que te nombro heredero.  Pero obedece la última orden de aquel que llamas señor y amigo: ¡Vete! No es éste tu destino ¡Huye de este oscuro mundo!
Molqät sintió como las lágrimas se le agolpaban en los ojos:
- Señor, esto es un honor demasiado grande para mí,... Compréndalo mi señor, no puedo abandonarle aquí, no podría soportar esta falta de lealtad durante toda mi vida...
Pero Raïq no lo escuchaba ya. Molqät lo miró. Había una expresión rara en sus facciones. El joven escudero le siguió la mirada. Y palideció.
A unos ochenta pies por debajo de su nivel había otro saliente en el que no se habían fijado antes, pues quedaba oculto por unas rocas heladas que lo tapaban parcialmente y solamente lo podían ver bien desde arriba. Era un saliente bastante ancho, aunque no muy prominente, y detrás, abierto en el hielo, había un gran nicho de unos veinte pies de altura, iluminado por unas antorchas. En el borde izquierdo del nicho, una figura humana se hallaba medio tumbada en el suelo de hielo, atada a una argolla de hierro.
Raïq no lo pensó mucho. Empezó a correr escaleras abajo a gran velocidad y una vez estuvo a la altura del saliente, oculto detrás de la roca helada en ese punto, el joven saltó y se agarró a dicha roca con un solo brazo. Inmediatamente su mano resbaló en el hielo e iba a caer al vacío, pero con una fuerza sacada de la desesperación logró columpiarse y lanzarse sobre el saliente.
Al instante, Nolwa levantó la cabeza, y su cara aparecía intensamente pálida, por el frío y el miedo. Con ojos de pavor lo miró y señaló al interior del nicho. Pero Raïq solamente tenía ojos para ella y se alzó y corrió. La abrazó con fuerza y notó como su piel estaba gélida. Cogió la lanza e hizo fulcro para soltar la argolla, que salió arrancada del hielo y la roca con un crujido. Luego atrajo a Nolwa, pero ella no pudo aguantarse por más tiempo y exclamó roncamente:
- ¡El dragón! ¡Es una trampa!
Raïq se giró como un resorte y de pronto un terrible bramido y un vendaval de hielo y piedras lo azotaron, arrojándolo contra el borde del precipicio que se abría al lado de la roca. Quedó tumbado boca abajo y respiraba entrecortadamente. Gritó a Nolwa:
- ¡La roca! ¡Salta hacia ella! ¡Las escaleras!
Nolwa le miró un instante pero antes de poder decidir nada, ambos oyeron gruñidos de orcos que subían por las escaleras de hielo hasta ellos y cortaban la retirada. Aquellos trasgos eran extraordinariamente inteligentes. Y ellos estaban atrapados. Raïq miró un segundo hacia las alturas. Molqät aún estaba ahí. Pero él no podía hacer nada por ellos.
Nolwa corrió para ayudar a Raïq. Entonces, la enorme cabeza de Nakmaring asomó por la gran boca del nicho.  Sus ojos brillaban con un frío mortal y de sus fauces salían bocanadas de vapor glacial. Con un terrible crujido sus poderosas garras se agarraron al suelo y avanzó con una agilidad sorprendente hacia ellos.
Se acercó tanto que Nolwa hubiera podido rozarle el hocico con su mano. Un aliento congelado hizo palidecer sus caras y sacudió sus cabellos, casi helando sus gotas de sudor.
Las ominosas mandíbulas se abrieron mostrando su potente dentadura más dura que el acero. Y entonces el monstruoso ser habló. Lo hizo en la lengua oriental, que tenía mezclas de la común y algunos dialectos ancestrales de Rhûn, y su tono era más bien sarcástico con una pincelada de curiosidad:
- Has caído en mi trampa, estúpido humano. ¿Crees de veras que dejaría escapar un intruso de mi reino? ¿Creíste de veras poder hacerlo? Pobre insensato. Sabes perfectamente que nunca nadie ha salido con vida de aquí. Y nadie lo hará jamás.  Pero antes de darte tu justo castigo, deja que sacie mi curiosidad y te pregunte: ¿Has hecho todo esto para salvar a esa joven pueblerina? No me lo creo. Esto era una excusa, ¿verdad?
La voz, muy profunda y vibrante, retumbó durante muchos segundos por las paredes de hielo, y el eco la llevó muy lejos a través de los corredores. Raïq lo miró con miedo y su semblante se cerró aún más. Al fin musitó:
- No es ninguna excusa. Es la verdad.
- Soy viejo pero no estúpido, humano. Sé muy bien cuanto apreciáis los honores y si mis informaciones son correctas tú eres hijo de un Capitán. No amarías nunca una granjera, y la única razón que veo a tu tozudez es el robo. Ha habido muchos antes que tú que lo han intentado, eso es cierto.
- No he venido a robar nada. Solamente quiero salir de aquí.
La mirada del dragón chispeó, divertida.
- Pues vete. Mientras, tomaré un bocado...
- ¡No! ¡Nunca me iré solo!
Raïq se levantó como pudo y se colocó delante de Nolwa.
- Pues quédate. Podrás ver un lindo espectáculo mientras llega tu turno. Solamente espero que el horror no te mate antes de tiempo y estés vivo cuando vaya a hincarte el diente. Me gustan las presas tenaces...
-  ¡Atrás, monstruo! No eres más que un cruel gusano a quien le gusta ver sufrir a sus indefensos prisioneros. ¡Defiéndete, cobarde!
Raïq alzó con su único brazo la enorme lanza y sus ojos destellaron.
Nakmaring lo miró sorprendido y se fijó en el arma. Su mirada se volvió por unos segundos tensa, incluso preocupada, pero luego su boca se abrió y soltó una gran carcajada que resonó como un huracán. Las paredes de hielo temblaron y las columnas, que se alzaban a un extremo de la plataforma, crujieron. La risa se perdió medio minuto después y el eco la repitió muchos segundos más.
- ¿Estás loco, cazador? No quiero acabar contigo tan pronto. Pero voy a ser magnánimo. Sí. Demuéstrame que estás aquí por esa jovenzuela, y no por el oro, y quizá te conceda algo. Por el momento estás muerto, así que no tienes mucho que perder, ¿no te parece? Así que,...¡demuestra tu valor, guerrero!
La cabeza de Nakmaring se volvió hacia la escalera y rugió espantosamente. De pronto, los orcos empezaron a saltar hacia la plataforma, blandiendo las cimitarras y dagas y gruñendo. Se dirigieron a Nolwa con intenciones asesinas. Raïq soltó un grito y se puso en guardia. Su brazo se puso tenso y empezó a girar la lanza velozmente, en molinetes. El primer orco saltó encima de él con un gran brinco, y Raïq le propinó un terrible golpe en la cabeza que lo envió con un alarido al abismo. El próximo orco recibió un sablazo en la garganta y cayó muerto a sus pies. Tres orcos se abalanzaron de golpe sobre el joven, que trastabilló y quedó tumbado en el suelo. Dio una patada al aire y golpeó la cabeza de uno de ellos, y luego describió un violento arco con la lanza que hirió a los tres en el pecho. Raïq se levantó y se lanzó sobre el primero, que salió despedido hacia atrás y se precipitó por el despeñadero gritando. Se giró y esquivó una daga que iba a su cuello, mientras que ensartaba el segundo orco con la lanza. Entonces un trasgo saltó a sus hombros y le puso una hoja negra en la garganta. Con un brinco hacia atrás, Raïq se lanzó al suelo dejando al orco debajo de él. Con la lanza le propinó un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. Raïq jadeó.
Nakmaring, que lo miraba todo atentamente, le gritó:
- ¡Estás cansado, humano! Si te diera un cofre de oro seguro que te largabas ahora sin nadie. Si lo quieres, ¡es tuyo!
- ¡Estás loco por tu tesoro, dragón! ¡¿Qué tiene de especial, para que me interese por él?!
Raïq lanzó dos orcos por el precipicio y, volviéndose raudo cegó con la lanza a dos más que se acercaban por detrás.
Nakmaring habló por segunda vez:
- ¡Te doy la mitad de mi tesoro! ¡A buen seguro vale lo que esa campesina! ¡Serás libre!
- ¡Llegas tarde, dragón! Mi decisión ya la he tomado y no me iré sin ella. Vigila, ¡tus orcos se terminan!
Quedaban cuatro orcos en la plataforma. Pero Raïq estaba agotado y casi no le quedaban fuerzas. Nakmaring lo sabía muy bien. El joven se hallaba con las piernas flexionadas, apoyado contra el hielo del borde del nicho.
- ¡Tú también estás acabado, Cazador! Tu brazo te pesa y no puedes sostener tu arma. Te ofrezco la libertad más absoluta y todo mi oro. ¡Ríndete ante mí!
Raïq aparentaba fortaleza, pero sus ánimos caían en picado. Toda aquella lucha le parecía vacía e inútil. El dragón lo estaba torturando para divertirse, y luego lo devoraría. Cómo a Nolwa. Y nadie en el mundo lo detendría jamás... Estaba a punto de ceder para pedir por lo menos la libertad de Nolwa. No tenía sentido continuar luchando y morir en vano. Pero luego recordó a Molqät, allá arriba. No podía ver si ya había huído o no, pero podía intentar un último ardid para ganarse como mínimo una pequeña venganza. Gritó a Nakmaring:
- ¡Tu tesoro no tiene valor para mí, dragón! Solamente son palabras vacías. ¡Tu tesoro no existe, y te estás burlando de mí!
Estas palabras lograron el efecto deseado y el dragón se enfureció:
- ¡Insensato! Yo maté al Rey de los Enanos y robé su tesoro. El Gran Tesoro de los Enanos, que tomé hace miles de años, ¿eso es no tener valor incalculable? Quinientos cofres llenos de la más pura plata, ¿es metal de pobres? Mil armaduras de oro, ¿son quizá moneda corriente? Montañas más altas que tú, con joyas y gemas más brillantes que el hielo de esta cueva, ¿son acaso menudencias en tus oídos?
- ¡Inventos de tu retorcida mente son, dragón! - y Raïq cortó la cabeza a uno de los orcos que querían acercarse a Nolwa – ¡No me creo tus palabras!
- ¡Mereces la muerte mil veces, necio! Si pudieras seguir el camino justo sobre tu cabeza, no hay más de media milla hasta el más fabuloso tesoro que hayas podido soñar jamás. ¿Y prefieres a esa campesina antes que todo ello y tu libertad? ¡Estás loco! ¡Allí hay incluso el Anillo que fue entregado al Segundo de los Padres Enanos, hace tanto tiempo que ni las montañas lo recuerdan! Solamente con él ya serías inmensamente rico y poderoso, y podrías escoger cualquier mujer del mundo entero como esposa. ¡Pero ahora morirás por tu insolencia!
Raïq se lanzó con sus últimas fuerzas contra dos orcos que lo atacaban, y con la lanza los empujó hacia atrás y siguieron el mismo camino que los otros que habían saltado antes al abismo.
De pronto, Raïq recibió un tremendo zarpazo en la espalda y cayó de bruces al suelo helado. Su lanza salió rebotando y fue a parar junto a Nolwa. El último orco estaba encima de Raïq, y ya levantaba una gran maza sobre su cabeza.  Raïq supo que aquello era el final. El dragón había vencido. Todas sus fuerzas le abandonaron de golpe y hundió la cabeza en el suelo.
Se giró hacia el dragón y murmuró, jadeando débilmente:
- Has ganado, dragón. Pero ya me tienes a mí. Deja marchar a esa campesina a quien das tan poco valor. En cierto modo merezco tu ira, pues he matado a tus crías. Pero ella no te ha hecho ningún mal. Si tienes la más mínima nobleza, comprenderás perfectamente lo que te pido.
- No tienes ningún derecho a pedir nada, y menos después de tus crímenes, humano. Te aborrezco y no mereces más que una muerte certera y justa. ¿Qué puedes ofrecerme a cambio de esta campesina que no sea tu agotada vida?
Nolwa se dirigió de pronto al dragón:
- ¡El frío y el hielo te velan los ojos, dragón! ¡Eres tan enorme y poderoso que no ves tus defectos! ¿Crees que con el terror puedes ser venerado, vanidosa criatura? ¡Si de verdad fueras grande, sabrías valorar en su justa medida lo que acabas de ver! En las leyendas se dice que los dragones conocen el valor de todas las riquezas. Pero veo que no solamente eres un cobarde, ¡sino que además eres un ignorante! Porque alguien para quien pides la... muerte... ¡lo ha dado todo por la riqueza más grande que existe en el mundo!
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Nolwa y se giró. Nakmaring la miró con curiosidad. Sus ojos chispearon. Luego se giró y de pronto agarró violentamente al orco que aún tenía la maza en lo alto, y con una sacudida brutal lo envió al fondo del precipicio. A continuación dijo, con la voz cambiada:
- Humano, levántate. Veo perfectamente que no has venido a robar mi oro. Y es más. Voy a hacerte una promesa: juro que no voy a devorarte ni a ti ni a tu protegida, y si algún orco intenta atacaros, será su último banquete. Pero te advierto: si intentas robar siquiera una pieza de oro de mi tesoro, vuestra muerte será terrible. Ha quedado claro. Os ha hablado el Señor de la Caverna de Hielo. Adiós para siempre.
Nakmaring se volvió majestuosamente y desapareció en el interior de su cubil, aún cuando el eco de su sentencia se perdía a lo largo de los túneles y pasadizos.
Raïq no podía creer lo que oía. Se frotó los ojos, completamente desconcertado. Se levantó como pudo, y las lágrimas acudieron presurosas a sus pupilas. Tambaleándose, caminó lentamente hasta Nolwa y se abrazaron fuertemente al lado de las grandes columnas de hielo. Todo había terminado. Llorando de felicidad, juntaron sus labios y el mundo se tornó bello a su alrededor.
Molqät, que aún estaba en lo alto, en la plataforma, veía todo aquello y también sus ojos se humedecieron. La admiración que sentía por su señor se hizo enorme, y la felicidad le hinchó el pecho. Una sonrisa acudió a sus labios.
Pero luego ocurrió algo.
Un estruendo removió las rocas y el hielo, y una enorme bocanada de aire glacial salió del cubil del dragón. Y luego llegó una segunda, y una tercera, que barrieron sin piedad la plataforma. Un vendaval de frío y hielo azotó y rodeó a los dos enamorados, que quedaron ocultos en un viento tempestuoso y una niebla espesa y blanca en poco menos de un minuto. Molqät lo miraba con los ojos abiertos por el pánico, las lágrimas a medio resbalar por su cara y sus facciones descompuestas.
La niebla fue disipándose lentamente y el escudero comprobó que los dos jóvenes seguían abrazados, de pie en el borde del barranco. De pronto, la cabeza gigante de Nakmaring asomó por el nicho y el dragón gritó con una voz de trueno:
- ¡Estúpidos ingenuos! ¿De veras creíste posible, cazador, poder escapar de mis dominios? Nadie ha huido nunca de mi reino, ¡y nadie lo hará jamás! Sabía perfectamente quién eras y qué buscabas antes de llegar, ¿cómo pudiste pensar que dejaría que te fueras, después de haberte revelado donde guardo mi tesoro? ¿Para que luego volvieras con ejércitos para arrebatármelo? ¡Claro que no! Eres tan ingenuo que tuviste todo el tiempo en tus manos el único instrumento capaz de matarme, y nunca lo supiste de verdad. Pero ahora ya no hará más daño. – Y Nakmaring cogió la lanza con sus garras, y como si fuera una rama, la partió en dos y arrojó los pedazos al abismo. – Y en cuanto a ti y a tu adorada campesina, os he hecho una promesa: que no os devoraría. Y la voy a cumplir.
El hocico del dragón empujó a los dos enamorados. Y Molqät no pudo aguantar más tiempo y soltó un alarido de pánico y horror, cuando vio que éstos se tambaleaban, rígidos como el hielo, sin vida, y no pudo asimilar lo que sucedió a continuación: como lentamente cayeron petrificados por el precipicio, unidos por un beso eterno, cual roca despeñándose por la ladera del monte, hasta el pozo sin fondo, hasta el centro de la tierra... Todo cuanto amaba se precipitaba en la oscuridad. Perdidos para siempre.
El alarido de Molqät lo delató. Con un rugido espantoso, Nakmaring miró hacia arriba. Y de golpe comprendió como Raïq se había burlado de él, haciéndolo hablar insensatamente de secretos vitales. Había desvelado el secreto del arma más temida por los dragones. Y el tesoro. Cuando vio el alcance del engaño, enloqueció. Un terrible bramido retumbó por todas las cuevas, pasadizos, corredores y pasillos en varias millas a la redonda. El miedo y la ira le ahogaron, mientras su rugido más terrorífico removía los cimientos de la montaña.
Y tuvo respuesta. Decenas de cuernos lanzaron su llamada, y legiones de orcos desbordaron la caverna y se lanzaron escaleras arriba, con los arcos, dagas y cimitarras en lo alto, gruñendo.
Molqät notó como el mundo le caía encima. Estaba solo y desesperado. Toda la ira, tristeza y amargura desaparecieron. Solamente había algo importante. Huir.
Soltando un alarido del más profundo terror, empezó a correr escaleras arriba con todas sus fuerzas.
Pronto una lluvia de flechas lo rodeó. Los orcos eran muy veloces y ganaban terreno muy rápidamente. Y se oía el retumbar y crujir las paredes y la escalera temblaba, mientras Nakmaring ascendía velozmente por los muros de la caverna cual lagarto gigante, hundiendo sus poderosas garras en la roca y rugiendo de locura. Él también se había lanzado en persecución del nuevo intruso.
Y pocos minutos después Molqät llegó a otra plataforma de hielo y roca. Era más grande que las otras, y la escalera la rodeaba y seguía subiendo hacia arriba.
Pero Molqät no la siguió, y se detuvo de golpe, blanco como la cal. Porque desde arriba llegaban más trasgos, que saltaban veloces por las escaleras y gruñían con fiereza, y desde abajo estaban a punto de alcanzarle casi cien orcos completamente enfurecidos.
De pronto descubrió un agujero en la pared de la plataforma y Molqät se lanzó de cabeza hacia la oscuridad, justo en el momento en que las garras de Nakmaring se hundían en la roca que había detrás y su cabeza asomaba por el reborde.
Se encontró en una gran cavidad llena de objetos brillantes. Comprendió de pronto que aquello era la cámara del tesoro. Había montones y montones, montañas y montañas, picos y picos de piezas de oro y plata por todos lados y centenares de cofres dispersos.
Tenía que encontrar una salida.
Corrió por toda la profunda cueva, repasando las paredes. Buscó desesperadamente un túnel, pero no halló ninguno. La mente se le nubló y el pánico lo ahogó. No había ningún túnel.
No había escapatoria. Con un jadeo de miedo subió a uno de los montones de oro y se giró, justo cuando un gruñido sordo y bajo lo heló. El gran jefe orco con la herida en el pecho acababa de entrar en la sala y blandía fieramente su maza de ataque.
Molqät alargó la tea en posición defensiva. No podía sacar la espada, pues solamente disponía de una mano. El orco saltó hacia él con un rugido y subió con dos zancadas hasta la cima de oro. Molqät le golpeó con el fuego en la herida, y el trasgo aulló de dolor. El joven escudero resbaló entonces y se hundió entre las riquezas, observando como un pequeño cofre decorado con extraordinaria belleza se abría con el golpe. Un anillo brilló a la luz de la antorcha, un magnífico anillo de oro con una gema roja encastada en el metal. Sin pensar, Molqät se puso el anillo.
No moriría antes de haber robado, como mínimo durante unos minutos, el más preciado tesoro de aquella sala.
El orco volvió al ataque y dio un mazazo en dirección a la cabeza del joven. Pero Molqät logró esquivarlo y con un salto se precipitó hacia el montón más próximo, que resultó ser de plata. Su atacante saltó también y lanzando un grito de furia dio un terrible golpe con la maza en el brazo muerto de Molqät. El joven no sintió nada, pero cayó de bruces en la plata y parte del montón se desmoronó hacia abajo. El anillo le resbaló de la mano y rodó por el pendiente. Su enemigo estaba encima de él y blandía la maza para acabar de golpe. Con desespero, lanzó la antorcha contra su cara y desenvainó velozmente la espada, y gritando con furia extrema cortó el cuello del atacante. Luego se escurrió mientras el gran jefe orco se desplomaba por la ladera del montículo hacia el anillo. Estaba muerto.
Molqät cogió la antorcha, dejando la espada, y pudo ver con horror que los orcos empezaban a invadir la cámara. El hocico de Nakmaring apareció por la abertura. El escudero comprendió que su destino había llegado y retrocedió hasta la pared.
Y descubrió algo.
El desplazamiento de la plata había dejado al descubierto una pequeña puerta de piedra en el muro, grabada con los extraños símbolos de los enanos. Una salida.
Molqät se lanzó sobre la puerta y empujó. Ésta se abrió crujiendo hacia dentro y mostró el inicio de un estrecho conducto, demasiado pequeño para los orcos. El escudero se arrastró hacia la oscuridad sin pensarlo siquiera, justo cuando los primeros de ellos llegaban a la cima del montón de plata y Nakmaring escupía una terrible tormenta de hielo que hirió la piel del joven, para después lanzar un demoníaco bramido de ira.
Molqät cerró de un golpe la puerta y se arrastró velozmente con el corazón palpitante por el nuevo túnel. Sus paredes y muros eran pulidos y estaban grabados con más símbolos enanos, y poco después se ensanchó y empezó a ascender con un fuerte pendiente.
Molqät había descubierto uno de los últimos secretos de los enanos, que habían excavado y habitado aquellas minas hacía milenios: una galería para huir en caso de peligro. No tenía manera de saber si alguna vez se había usado, pero agradeció su existencia de todas las formas que supo.
Porque pronto aquella galería se convirtió en escaleras de mármol, recubiertas por el polvo de los siglos, escaleras que subían y subían hasta la superficie, sin bifurcaciones ni engaños ni sorpresas. Probablemente ni Nakmaring conocía su existencia, y por tanto ignoraba su recorrido y a donde desembocaba.
Y Molqät ascendió horas y horas, incansablemente. Se permitió muy pocos descansos, durante los cuales lloró amargamente por su suerte y sus amigos. Habían estado muy cerca de la victoria, pero Nakmaring era implacable. De hecho, y el joven escudero se daba cuenta ahora, él era el único que jamás había escapado de su reino subterráneo. En cierto modo, había vencido a Nakmaring en su terreno. Seguramente el dragón no lo olvidaría jamás, aunque para Molqät fuera una compensación minúscula, sin ningún valor. Había perdido a sus amigos. Aún los veía, muertos en una prisión de hielo para toda la eternidad, camino hacia el centro más oscuro y olvidado de la tierra. Recordó las palabras de su señor:
- ... He venido a buscarla, y lo haré, aunque tenga que bajar al centro de la tierra...
Sus lágrimas se secaron al final y continuó adelante. Mucho subió Molqät aquellas horas, alejándose del infierno de hielo y oscuridad que habitaba en los subterráneos. Y al fin, las escaleras se terminaron, y el camino llano desembocó en una sala vacía y en una gran puerta de piedra, que se abrió hacia fuera. Y los ojos del joven escudero vieron el sol, y su luz inundó la sala y brilló en su piel, y él lloró de alegría, pues era libre, y de tristeza a la vez, pues había perdido mucho más de lo que había ido a buscar.
Y Molqät, el Escudero, el de Un Brazo, vio que la salida estaba a pocas millas de los prados, donde pacían sus caballos, y después de caminata fatigosa allí los encontró, como si el tiempo no hubiera pasado bajo la luz del sol. Y observó el páramo, bello y extenso en comparación con la oscuridad tenebrosa del subsuelo. Y montó a los animales, y los puso al galope.
Pocos días después llegaba Molqät a Rangost, cansado y hambriento, y medio incendiada la encontró, por las batallas apenas concluidas. El Capitán ha muerto, le dijeron, de tristeza y desesperación. Y Molqät sintió un dolor aún más profundo, y fue como explicó toda la historia.

Poco tiempo después, con Alatar como brazo derecho y los ánimos de los ciudadanos como inspiración, la estirpe de Tyor se rompió en Rangost. Y Molqät el Escudero, el de Un Brazo, hijo de Wölfrek el Consejero, se convirtió en decimosexto Capitán de Cazadores y gobernó con sabiduría y honor el resto de su vida.
Su mapa de las minas fue terminado y se estudió. Y Alatar el Sabio lo guardó, por designio del Nuevo Capitán, y su secreto fue custodiado celosamente por los Cazadores.
En cuanto a Söon, Molqät no supo nunca más nada de ella. Preguntó a muchos, pero nadie supo ni cuando ni donde había ido, y su recuerdo se perdió en el tiempo. Pero los bardos cantaron durante generaciones las Hazañas del Norte y Molqät fue respetado, temido y amado por sus gentes.
Pero jamás pudo librarse de sus sueños. Sueños en los que veía dos enamorados en una jaula de hielo, en un viaje infinito...
Se dice incluso que nunca murieron realmente, y que si alguien los encontrara y los acercara al calor de la lumbre, volverían a la vida y se amarían hasta el fin de sus días. Pero esto no son más que cuentos, y está de más hacer ningún juicio sobre ellos.



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