Wirda (Libro III: El Regreso de Vidrena)

21 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 5

 El intenso frío despertó a Layda. Alargó la mano para cubrirse con la manta, pero descubrió que la manta seguía allí.
 A la mañana siguiente, pensó, le pediría otra manta a una de aquellas pálidas muchachitas asustadizas que servían en el Castillo. Y entonces vio la tenue fosforescencia, aquella luminosidad desganada en la que ya había reparado en noches anteriores. Entornó los ojos para enfocar mejor, y tras varios intentos, lo consiguió.
 Una mujer, y un hombre a su lado. Viejos, melancólicos. La palabra llegó a su mente sin que ella pudiera evitarlo.
 Fantasmas. Lo que faltaba, pensó Layda, y sintió más frío aún cuando se dio cuenta de que la estaban mirando.
 -Os estoy viendo.
 No sabía en qué idioma hablaría aquella gente, si es que podía hablar, y el galendo de Layda era bastante deplorable, así que habló en ardiés. No esperaba respuesta, más bien una reacción, en concreto una desaparición instantánea. Por eso se incorporó sorprendida cuando la voz respondió dentro de su cabeza en un intento de ardiés.
 -¿Quién tú?
 -Layda. ¿Y vosotros?
 -No sabemos. No recordamos. ¿Niña?
 Layda pensó un momento antes de contestar.
 -Creo que sí.
 -Otra niña, antes. Mucho tiempo. Ahí.
 Layda se preguntó si se referirían a Alwaid, o a la propia Zetra, o a alguna otra niña. La idea de que alguna niña aparte de Alwaid o Zetra hubiera dormido alguna vez en aquella cama le pareció tan descabellada que casi soltó una carcajada. Pero se contuvo. Los fantasmas estaban tan melancólicos que reírse, aunque no fuera de ellos, le pareció un insulto.
 -¿Qué queréis?
 -Ayuda. Descansar. Dormir.
 -Yo también. ¿Podríais iros? -Layda recordó a tiempo sus buenos modales- Por favor.
 Los fantasmas respondieron con un suspiro y se desvanecieron en el aire. Layda sintió de nuevo en su cuerpo el calor de las mantas.
 Se tendió en la cama y se tapó hasta la cabeza.
 Por si acaso.

*****

      Al principio, Jelwyn había creído que sería fácil cabalgar por el bosque. Pero pronto fue consciente de que había cometido un error. Los espinos, las malezas y las ramas bajas les impidieron el paso hasta tal punto que tuvieron que desmontar.
      -Si lo llego a saber, me llevo mulas en lugar de caballos -fue su único comentario.
      Briana no respondió. Estaba demasiado ocupada tratando de convencerse de que si le sudaban las manos y se le había secado la garganta no era por miedo. En Lossián, los bosques eran agradables y civilizados. Tenían claros, y senderos, la luz del sol se filtraba entre las hojas, los pájaros cantaban, y olían a resina y a hierba fresca. Y, sobre todo, no parecían estar acechando.
      -¿Te ocurre algo?
      -¿Siempre hace tanto frío?
      -No lo sé, nunca había estado aquí. Y mis antepasados no se molestaban en indicar esas cosas en el mapa.
      Tanta fe en unos antepasados muertos y unos mapas viejos hizo sonreír a Briana.
      -Deberíamos haberlos rodeado -oyó murmurar a Jelwyn mientras echaba mano a su puñal y comenzaba a despejar el camino.
      Sin demasiada consideración, su brazo subía y bajaba, oscilando de derecha a izquierda, cortando ramas bajas, matorrales y un par de animalillos que se interpusieron en su camino. No se detuvo hasta que el brazo estuvo entumecido y la oscuridad era ya demasiado profunda como para ver qué cortaba.
      Al menos no iban a tener que preocuparse por la leña. Si acaso, tendrían que preocuparse por la posibilidad de quedar atrapados en medio de un incendio si la leña prendía demasiado.
      Briana se sentó y, con infinita paciencia, comenzó a arrancarse todas las espinas que se le habían clavado.
      Jelwyn comenzó a sacar las provisiones de sus alforjas. Briana le oyó murmurar algo mientras observaba su valioso saquito de menta, cada vez más ligero.
      -No nos queda mucha agua.
      Aplastó una buena porción de terreno antes de sentarse, hizo un círculo de piedrecitas y encendió una pequeña hoguera.
      -Para vernos las caras, al menos.
      Briana sonrió. Una parte de ella le estaba diciendo que, peligro de incendios aparte, el fuego era una imprudencia. Pero la parte más fuerte se alegraba de tener un poco de luz y calor.
      -Y yo creía que los Pantanos eran horrorosos -bromeó-. Me pregunto si vivirá gente aquí.
      -Y qué clase de gente, me pregunto yo.
      Aquella noche, la conversación se había vuelto demasiado siniestra para el gusto de Briana. Cada noche, después de practicar con la espada o el puñal, y de la cada vez más escasa cena, Jelwyn y ella hablaban hasta que se dormían. A él le gustaba hablar de Ardieor, y a Briana le gustaba escucharle, y también le gustaba la cara de interés que ponía él cuando le hablaba de Lossián, de la vida en el Templo, de Liatan y sus travesuras, de su primo Garlyn, el único de toda la familia de su madre que se había molestado en tratarla como a un ser humano, y de su prima mi-papá-es-el-rey-y-vosotros-tenéis-que-hacer-lo-que-yo-mande Brela. Briana no volvió a mencionar a su prometido, y Jelwyn no se molestó en preguntar por él. Era como si los dos estuvieran solos en el mundo, y a pesar del miedo, del frío, del cansancio y de los malditos árboles, Briana estaba segura de que nunca volvería a ser tan feliz como entonces.
      Siempre y cuando él no tomase por costumbre el asustarla mencionando a los habitantes de los Bosques.

*****

 Los bebedizos de los Pantanos eran amargos pero efectivos. Garalay se recuperó en pocos días, y aunque sus cuidadoras no la permitían aún levantarse, podía recibir todas las visitas que quisiera. La primera que apareció fue Vidrena, para asegurarse de que todo iba bien, y para explicarle su plan para conseguir armas y transportes y sus progresos con el adiestramiento de los aldeanos. Más tarde, Níkelon se quejó de que Vidrena le había robado su misión de liberar los Pantanos y volvió a preguntarle a Garalay si de verdad había sido necesario secuestrarle. Garalay tampoco estaba muy segura de ello, pero, como la Dama Gris de Dagmar solía decir, había un motivo para todo. Y en estas estaban cuando los emisarios que habían enviado a comunicar al resto de las aldeas de los Pantanos que el Liberador había aparecido por fin, regresaron con algunos representantes.
 Níkelon, a quien todo le había parecido demasiado fácil cuando había ocurrido y casi había esperado con impaciencia el momento en que alguien le pusiera tan en duda como él se ponía a si mismo, salió de la choza para enfrentarse con ellos. Diez hombres jóvenes, con miradas hoscas y las bocas torcidas en un gesto desconfiado.
 Parecían haber nombrado su portavoz al más alto de todos, un joven moreno con una verruga en la mejilla derecha que había dicho llamarse Morj. Vidrena estaba en pie ante él, con su cara de "Yo estoy al mando" y un cierto aire de superioridad, o tal vez era la impresión que producía porque era más alta que Morj. Níkelon se adelantó, se presentó por su nombre ardiés completo y les pidió que se sentaran.
 -¿Y cómo sabemos que eres quien dices ser?
 En cuanto oyó la pregunta, Níkelon pensó que todos debían estar pensando que habían sido unos estúpidos, que Morj tenía razón y que lo mejor que podían hacer era ahogar a aquellos visitantes antes de que los trhogol llegasen a descubrir que habían estado allí.
 Vidrena apoyó con disimulo su mano en la empuñadura de Wirda. Era el momento de salir corriendo, pensó Níkelon.
 -¿Cómo sabéis que no lo es?
 Los cuellos de los emisarios se volvieron hacia su derecha tan deprisa que Níkelon oyó crujir más de una vértebra. Vidrena sonrió y dijo en galendo:
 -Disfruta del espectáculo.
 Garalay estaba en la puerta de la choza. Estaba descalza, pero se había envuelto en la piel que servía de manta, y el cabello le caía sobre los hombros con un brillo que indicaba que debía haber pasado un buen rato cepillándolos para lograr aquel efecto.
 Avanzó muy despacio, como si no recordase muy bien cómo se caminaba. Níkelon contuvo el deseo de levantarse para ayudarla. Sabía que ella no se lo habría perdonado nunca.
 -Es posible que no sea el que estáis esperando. ¿Y qué? Por lo menos él se ha molestado en venir aquí a ayudaros, que es más de lo que nadie ha hecho por Ardieor. Pero si lo preferís, seguiremos nuestro camino y no os molestaremos más. Si preferís convertiros en monstruos o en alimento para sanguijuelas, si la gran ilusión de vuestra vida es seguir siendo esclavos hasta después de muertos, y sentaros alrededor de vuestras hogueras a lamentaros de lo desgraciados que sois y hablar de lo mucho que deseéis que llegue alguien que os libre de Zetra, solo tenéis que decirlo y no os causaremos más problemas. Si estáis esperando que aparezca alguien tan alto como cuatro torreones y con una espada más grande que él, lamento decepcionaros, pero ese hombre no existe. Nikwyn no puede derrotar a Zetra él solo, necesita vuestra ayuda.
 Morj aprovechó su pausa para respirar.
 -¿Y quién eres tú para hablarnos así, sin tener ni idea de... ?
 -Soy la hija del Señor de Ardieor. Mi pueblo lleva casi seiscientos años luchando solo contra vuestra Emperatriz, sin recibir más ayuda que palabras amables y palmaditas en la espalda, y eso cuando alguien se acuerda de dárnoslas. He perdido a más parientes y amigos de los que vosotros nunca sabréis contar, y aún así, a menos de los que han perdido la mayoría de los ardieses. Pero nosotros no nos hemos sentado a esperar lloriqueando por un liberador. Porque quien no tiene valor para luchar por sus sueños, ni siquiera merece soñar.
 El silencio que siguió a sus palabras fue casi sólido. Níkelon volvió a sentirse diminuto, apabullado por aquella criatura que apenas podía mantenerse en pie. Vidrena aprovechó la ocasión.
 -Mañana vamos a atacar un fuerte no muy lejos de aquí. ¿Vendréis con nosotros?
 -Con vuestro permiso, voy a descansar un rato.
 Níkelon se levantó para acompañarla.
 -Esto no es necesario -murmuró Garalay, pero no se resistió cuando él le rodeó la cintura con el brazo y puso el de ella sobre sus hombros. Sin embargo, sí que se negó a acostarse. Se quedó sentada en el jergón, aún envuelta en la manta. Níkelon se sentó a su lado.
 -Sal a hablar con ellos, no querrás que Dren haga todo el trabajo.
 -Oh, estoy seguro de que a ella le gusta.
 -Lo sé, pero el Liberador eres tú.
 Fuera de la choza, Vidrena estaba comenzando a explicar a Morj y sus compañeros, y a todos los de la aldea que iban a acompañarla, su plan para el día siguiente. Pero allí dentro solo estaban ellos dos.
 Antes de que ella pudiera imaginarse en qué estaba pensando, ya la había besado, y antes de que pudiera abofetearle, o limpiarse con la manga, o hacer algo aún más insultante, Níkelon ya había salido de la choza y trataba de fingir que no había ocurrido nada.
 Pero Vidrena le miró como si para ella no existieran las paredes.

*****

 Estrella Negra entró en la Sala del Castillo de Redlam.
 -¿Querías verme?
 El Amo de Redlam apartó la mirada del patio y sonrió. O al menos puso toda su voluntad en intentarlo (tal vez buena, pero Estrella Negra no podía asegurarlo.)
 -He recibido un mensaje de la Señora. He pensado que te gustaría saberlo.
 -¿Buenas noticias?
 -El Valle de Katerlain ha caído. Nuestras... gloriosas tropas de Dagmar entraron en él, mataron a todos sus habitantes y lo incendiaron.
 Estrella Negra parpadeó. No podía hacer otra cosa.
 -¿A todos?
 -Eso dice, pero ya conoces a Lajja. Dice haber matado ella misma al Señor de Ardieor.
 Era de día, o al menos lo que pasaba por día en Ternoy. La mayoría de los No-muertos podían soportar aquella luz crepuscular, y se decía que el Amo de Redlam podía soportar hasta la luz directa del sol, aunque nadie lo había comprobado. En aquellos momentos, la aguda mirada de sus ojillos estaba clavada en la cara de Estrella Negra como si pudiera traspasar la máscara y ver la expresión de la cara del joven.
 -Pareces un poco molesto...
 -¿Molesto? ¡Estoy furioso! Yo debería haber estado allí. ¡Yo les dije cómo entrar en el Valle! ¡Me merecía participar en la caída!
 -Pero hay un problema. Al parecer, alguien muy importante para la Emperatriz no estaba en el Valle. Ella piensa que el muy inconsciente está  paseándose por Ternoy y quiere que le encontremos y le capturemos. Vivo, a ser posible.
 -¿Otra vez el principito? ¡Los hay que no escarmientan!
 -Jelwyn Aletnor -Estrella Negra silbó-. Exacto. Por eso he pensado en ti. A veces me da la impresión de que tienes algo personal contra él...
 -Estamos en bandos opuestos.  No sé si te habrás enterado de que hay una guerra allí abajo.
            La cara del Amo de Redlam no cambió de expresión, pero en sus ojos vidriosos apareció un destello que prometía problemas para el humano.
 -Tengo entendido que mataste a su hermano.
           Estrella Negra suspiró. ¿Por qué tenía que revolver aquello? Lo último que deseaba en aquellos momentos (en cualquier momento, se corrigió) era recordar al maldito Farfel Aletnor.
 -No fue a propósito.
 -¿Tropezaste y le clavaste la espada sin querer?
 -No sabía que fuera su hermano. Para mí era otro estúpido Capitán con demasiado sentido del honor ardiés.
 -Luego mataste a su esposa. Y no puedes decir que no lo supieras.
 ¿Por qué estaba sonriendo de aquella manera? Estrella Negra comenzó a tener sudores fríos, pero se obligó a sonreír.
 -Fue difícil no enterarme, ella me lo dijo. Parecía creer que no la mataría si creía que iba a ser una buena rehén.
 -¿Y no lo hubiera sido?
 -No habíamos ido a tomar rehenes.
 -De todas formas, clavarla en un  árbol de un lanzazo en el estómago parece una invitación a tomárselo como algo personal.
 Estrella Negra se obligó a reírse.
 -La chica se lo había buscado. Ni siquiera debería haber estado allí, solo mandaba una patrulla, no eran bastantes ni para defender un corral. Pero al parecer su familia vivía en aquella aldea y ella quería demostrarles lo bien que manejaba una espada.
 -Estás muy bien informado. A veces me pregunto si no serás ardiés.
 Estrella Negra tuvo la impresión de que su máscara comenzaba a derretirse.
 -¿Lo parezco?
 -¿Les traicionaste porque te echaron o te echaron porque descubrieron que eras un traidor?
 Estrella Negra levantó la barbilla.
 -Señor, yo nunca he traicionado a nadie -Esperaba que el otro comprendiera por su tono de voz que la conversación estaba terminando-. Y con tu permiso, creo que deberíamos comenzar la búsqueda de ese hombre antes de que él mismo se presente aquí a preguntarnos el camino hacia el Castillo.
 -¿Me estás dando órdenes?
 La voz del Amo de Redlam estaba cargada de amenazas, pero Estrella Negra estaba furioso.
 -No, Señor -aunque no lo bastante como para ser temerario-, era una sugerencia.
 -Pensándolo bien, creo que no voy a enviarte a ti. Acabo de recordar que la última vez que intentaste capturarle, todos los trhogol que te acompañaban terminaron muertos. No podemos permitirnos perder material ahora..
 Estrella Negra estuvo a punto de recordarle que no era a Jelwyn a quien había estado intentando capturar en aquella desafortunada expedición por Galenday, pero en lugar de ello, respiró hondo para controlar su rabia y evitar que le rechinaran los dientes, y contestó en un tono tan frío que se sorprendió a si mismo:
 -Como desees, mi Señor.
 -Muy bien, puedes retirarte -Estrella Negra golpeó el suelo con sus talones, se dio media vuelta y caminó hacia la puerta, lo bastante rápido como para parecer diligente, pero no tanto como para que el otro pensara que estaba huyendo.
 Solo cuando supo que la puerta estaba bien cerrada se permitió apoyarse en la pared y dejar que sus piernas temblaran un buen rato.

*****

 Briana nunca había sido capaz de distinguir un árbol de otro, pero aquel viaje por los Bosques Siniestros le estaba enseñando. Estaban los árboles bajos y retorcidos, los altos y retorcidos, los que tenían ramas que se le enredaban en el pelo, los que tenían raíces que se enganchaban en sus pies y aquellos cuyas ramas bajas se empeñaban en atrapar sus pantalones. Briana se sentía ya en condiciones de escribir todo un tratado de botánica.
 Un día, cansados ya de caminar, encontraron el arroyo. Se habían quedado quietos entre los arbustos, mirándolo sin acabar de creérselo, hasta que los caballos, impacientes, les empujaron con el morro y trotaron para hundirlos en el agua.
 -Dicen que si los caballos beben, es que el agua es buena.
 -¿Quién lo dice?
 -No lo sé, pero me arriesgaré a hacerle caso.
 Jelwyn se arrodilló ante el arroyo y hundió sus manos en el agua. Briana le oyó murmurar "Fría", y luego le vio beber algo más ansioso de lo debido. Poco después, ya estaba arrodillada a su lado, con la cara casi hundida en el agua y sin importarle que su pelo estuviera empapándose.
 Los dos levantaron la cabeza casi al mismo tiempo, se miraron y se echaron a reír.
 -Voy por los pellejos de agua.
 Briana asintió y se sentó sobre sus talones. Se echó atrás el cabello, sintiendo la suciedad bajo sus dedos, y, en un impulso, introdujo la cabeza en el agua y frotó con todas sus fuerzas.
 Cuando sacó la cabeza, Jelwyn le estaba alargando el jabón.
 -Si lo prefieres, me alejaré un poco. Grita si me necesitas.
 No era lo mismo, pensó Briana mientras se desabrochaba la camisa para enjabonarse el cuerpo y los brazos además de la cabeza. Aquella vez no iba a tener ropa limpia para cambiarse, pero era la primera corriente de agua lo bastante importante como para lavarse que encontraban desde que habían salido de los Pantanos, y Briana no se había dado cuenta de lo mucho que añoraba la sensación de limpieza hasta aquel momento.
 Un movimiento entre los arbustos al otro lado del arroyo llamó su atención. Al principio, se sintió indignada pensando en que quizás Jelwyn la estuviera espiando, pero él se había ido por el otro lado. Luego, los arbustos se apartaron y Briana vio al animal.
 Abrió la boca para gritar, pero no pudo. La bestia, un oso más grande que ninguno de los que ella hubiera oído hablar, devolvió su mirada desde el otro lado del arroyo. Su pelaje era de un gris blanquecino, sus ojos rojizos; sus garras eran de un tamaño mayor al que tenía derecho cualquier animal.
 Briana se levantó poco a poco. El oso se levantó sobre sus patas traseras, abrió la boca y rugió. Briana seguía sin poder gritar. Pero el animal debió encontrarla despreciable, o poco nutritiva, y se dirigió hacia los caballos. Briana gritó. El oso ni siquiera se volvió a mirarla. Ella estaba desarmada, a excepción del puñal que Jelwyn insistía en obligarla a llevar encima. Pensó en lanzárselo, pero no estaba segura de poder acertarle, ni siquiera de saber cómo lanzarlo. De modo que le lanzó una piedra. El oso no se dio por enterado.
 Briana volvió a gritar, y aquella vez Jelwyn respondió al grito. Apareció con la espada desenvainada en la mano izquierda, un puñal de lanzar en la derecha y un rugido de cólera que rivalizaba con el del oso. Se dio cuenta de la situación con una sola mirada y se interpuso entre el oso y los caballos con las armas en posición de ataque. Lanzó el puñal y sostuvo la espada ante si. Briana se preguntó si la espada serviría de algo, mientras veía asombrada cómo el puñal se clavaba en un punto a la derecha del ojo derecho del monstruo sin más efecto que el de obligarle a emitir unos bramidos que casi la ensordecieron. Comenzó a dar manotazos, rugió más fuerte aún y cargó contra Jelwyn.
 Briana nunca pudo explicar qué le había ocurrido. Gritó como si le hubieran arrancado una uña por sorpresa, corrió hacia Jelwyn y le apartó de la trayectoria del oso de un empujón.
 En pie ante el animal, Briana abrió los brazos y clavó su mirada en la de él. Luego cerró los ojos y contuvo la respiración.
 Y el monstruo cayó muerto en plena carrera. La inercia le llevó hasta sus pies, donde se estremeció un par de veces, moviendo las patas, y, exhalando un gruñido, quedó quieto.
 Briana abrió los ojos poco a poco. Jelwyn seguía en el suelo, mirándola como si fuera la primera vez que la veía. Ella sonrió con aire de disculpa y luego se desmayó.
Recuperó el conocimiento al lado de una hoguera. Jelwyn la había acostado con las piernas y los brazos estirados y la capa doblada bajo su cabeza.
 -No te muevas -le oyó decir en voz baja, y luego oyó un tintineo y algo rozó sus labios-. Abre la boca -Briana obedeció, aún algo confusa, y un pedazo de miel cristalizada cayó sobre su lengua.- Deja que se disuelva.
 Briana esperó a que la miel se deshiciera en su boca y, cuando se sintió algo más fuerte, se incorporó poco a poco.
 -Al parecer os enseñaban algo más que buenos modales en ese templo -Jelwyn sonrió, y luego pinchó el pedazo de carne para ver si estaba bien asado -No sé si esto tendrá buen sabor, pero se lo tiene bien merecido, así que nos lo comeremos y fingiremos que nos gusta.
 -¿Qué habéis hecho con el resto?
 -Pensaba que sería buena idea quedarnos con la piel, pero no tenemos tiempo de curtirla como es debido, así que he dejado el cuerpo para quien lo encuentre. ¿Puedes comértelo sola o prefieres que te ayude?
 -No estoy tan débil.
 -Deberías estarlo. He visto a más de una Dama Gris quedarse agotada después de hacer cosas más fáciles. Podrías habérmelo dicho -añadió tras una pausa que Briana encontró bastante incómoda.
 -¿Qué podría haberos dicho?
 -Que eres una Dama Gris.
 El Signo comenzó a cosquillear en su muñeca, aunque Briana fingió no darse por enterada. De una forma algo nebulosa, recordó lo que él le había dicho que eran y hacían las Damas Grises.     
 -No lo soy -El cosquilleo del Signo casi la hizo gritar. Se lo rascó con todo el disimulo que pudo mientras aguantaba la mirada de Jelwyn.
 -Pues nunca le digas que te lo he dicho, pero eres casi tan buena como Dag. Con un poco de adiestramiento... -Entornó los ojos con aire calculador-. ¿Fue otro de los motivos por los que te sacrificaron? ¿Les daban miedo las cosas que puedes hacer?
 Briana sintió que se le secaba la lengua. Soy lo más parecido a un amigo que encontrarás en este antro, recordó de repente, así que será mejor que confíes en mí. No se lo cuentes a nadie. Ni menciones la palabra drach. Pero lo más parecido a un amigo que había encontrado en aquel antro se había esfumado sin dejar rastro. Jelwyn había pasado más tiempo con ella que el tal Estrella Negra, la había salvado de aquellos seres que la perseguían, había cuidado de ella...
 Y seguro que no la iba a creer. Lo primero que había aprendido Briana desde que había salido de Lossián era que las chicas de los otros países no iban por ahí convirtiéndose en dragones. Y, en el dudoso caso de que Jelwyn la creyera, Briana no estaba segura de cómo iba a reaccionar él, y de cómo reaccionaría ella ante su reacción. Mejor dejaba de pensar en ello.
 -Creo que sí. Fue por eso.
 Jelwyn movió la cabeza.
 -Majaderos -sonrió, pinchó el pedazo de carne para ver si ya estaba bien asado, cortó un trozo y se lo tendió en la punta del puñal-. Ten cuidado, quema.

*****

 Lo primero que Níkelon oyó mientras llegaban a la aldea fue la voz de Garalay. Estaba cantando la última estrofa de La doncella cisne, y otras voces de muchacha la acompañaban, muy despacio, como si estuvieran tratando de aprendérsela. Una vacilante flauta, algo desafinada, trataba de seguirla.
 -¡Cielos! -se quejó Vidrena- ¿Aún se canta esa espantosa canción?
 -Eso parece.
 -La odiaba en Crinale y la odié cuando Hyrna la cantaba en Dagmar.
 -¿Es una canción galenda?
 Aquello explicaba muchas cosas.
 -Por supuesto. En una canción ardiesa las hermanas habrían ahogado al caballero.
 Habían llegado a la aldea justo en el último verso, aunque Níkelon pensó que sin el arpa perdía su efecto. Garalay estaba rodeada de la que parecía ser toda la población femenina de la aldea, sentadas en el suelo y mirándola con adoración. Níkelon no pudo evitar preguntarse cómo habrían logrado convencerla para que se dejase recoger el pelo en una trenza. Y entonces Garalay miró en su dirección y sonrió.
 La vida era injusta, pensó Níkelon. Allí estaba él, el héroe victorioso, regresando al hogar con sus seguidores. Y su dama debería haber estado esperándole preocupadísima, debería habérsele quedado mirando embelesada, con los labios temblorosos y los ojos brillantes de ternura, como en Arnthorn el intrépido. No debería haberle sonreído con aquel aire de superioridad, ni haberle dicho con cierta frialdad que se alegraba de verle entero. Níkelon se preguntó qué haría ella si alguna vez regresaba tuerto, manco o desnarigado. Lo más seguro, se contestó, enfadarse con él por no haberla obedecido.
 Por eso, Níkelon estaba en su puesto de guardia, escuchando la noche de los Pantanos, tratando de ver algo más allí  de la luz de su antorcha y aprovechando que nadie le veía a él para hurgarse la nariz.
 Había atrapado un moco algo más molesto y escurridizo que los demás cuando le sobresaltó el sonido de unos pasos. Níkelon se levantó y dijo un "Quién va" algo vacilante.
 Le respondió una risita.
 -¿Todo bien, centinela?
 Ella y su trenza entraron en el círculo de luz.
 -¿Dagmar?
 -No me llames así a estas horas, parece que creas que soy ella.
 -¿No es un poco tarde para que un petirrojo esté despierto?
 Garalay se sentó sobre sus talones, al lado de la antorcha clavada en el suelo, y le miró con la ceja izquierda arqueada.
 -A veces cantamos de noche, ¿no lo sabías? ¿Vas a quedarte en pie?
 Níkelon se calló la réplica que comenzaba a ocurrírsele y se sentó a su lado. Garalay miró al cielo.
 -Están ahí, detrás de toda esa oscuridad. Puedo sentirlas.
 Níkelon se estremeció al pensar qué cosas espantosas podían estar agazapadas detrás de la oscuridad.
 -¿El qué?
 -Las estrellas. Y tal vez la luna, si aún no se ha puesto. O si aún está  en una fase visible. Si te concentras, puede que consigas oír los grillos. En noches como esta solía asomarme a la ventana de la Torre para escucharles -Níkelon estaba pensando en cómo responder algo que estuviera a la altura, cuando ella se volvió a mirarle-. Cuéntamelo.
 -¿Que te cuente qué?
 -La batalla, escaramuza o como quieras llamarlo. Cuéntamelo.
 -Creía que Vidrena ya te lo había contado.
 -Oh, sí, pero ella solo cuenta hechos. Cómo la atacó el enemigo, cómo contraatacó ella, y en cuántos segundos lo convirtió en carne picada. No habla de lo que sintió mientras ocurría. Del miedo.
 -Princesa, no sé si te habrás dignado darte cuenta, pero soy un hombre, ¿sabes?
 -Algo había observado. ¿Y... ?
 -Que en mi triple condición de hombre galendo, caballero de la Guardia Real y jeddart de Ardieor, mi orgullo se convierte en... carne picada cada vez que mi novia me obliga a contarle cuánto miedo he pasado y en qué circunstancias -esperó unos instantes, para ver cómo reaccionaba ella, pero al parecer su curiosidad era mayor que su habitual hostilidad cada vez que oía la palabra "novia"-. Ha sido toda una experiencia -terminó diciendo.
 El plan había parecido casi perfecto cuando Vidrena lo había ideado en la aldea, explicó Níkelon. Solo se trataba de saltar la empalizada del fuerte, deslizarse como sombras hasta el lugar donde guardaban las armas, robarlas y escapar sin hacer ruido. Había pasado de cuasiperfecto a bueno al llegar ante el fuerte y ver lo alta que era la empalizada. Alwaid había hecho un comentario acerca de lo destructivo que iba a ser aquello para sus uñas, pero a nadie le había hecho gracia. El plan había llegado a mediocre, una vez saltada la empalizada. Habían llegado agotados a lo más alto y hubieran sido descubiertos si Vidrena no hubiera decapitado con tanta eficiencia al trhogol antes de que diera la alarma. Pero el plan aún podía empeorar: no había forma de abrir la puerta de la armería. Tras varios intentos, lograron forzarla. Y pasó a ser más que desastroso cuando Alwaid estornudó.
 -¿Que estornudó? No sabía que las de su... especie pudieran hacer eso.
 -Vidrena cree que lo hizo a propósito. Y lo que iba a ser un simple robo con escalo y nocturnidad se ha convertido en una carnicería. Vidrena ha dicho algo así como: ¿Recordáis lo que os he explicado sobre las espadas? ¡Pues ahora es el momento de demostrarlo! Ha desenvainado a Wirda, ha lanzado un landraik tan fuerte que me extraña que no lo hayas oído desde aquí y ha saltado sobre el pobre trhogol que ha abierto la puerta. Le ha dado tal patada en el pecho que creo que ya estaba muerto cuando le ha clavado la espada en el corazón.
 -¿El pobre trhogol?
 -Bueno, ellos no pueden evitar ser como son... Y luego... ¿sabes? Estos chicos de los Pantanos no tienen una técnica muy depurada que digamos, pero tienen miles de años de rabia y odio acumulados. Creo que ni los ardieses tenéis tanto -Níkelon se estremeció-. Me han asustado más ellos que la posibilidad de que los trhogol me mataran.
 Y aquella imagen de Alwaid con antorchas, incendiando el fuerte, rompiéndoles el cuello a los trhogol con sus propias manos y mordiendo gargantas como un animal rabioso...
 Al menos, las gentes de los Pantanos habían dejado de estar a pie y desarmados, aunque seguían siendo demasiado pocos.
 Permanecieron largo rato callados, mientras Garalay asimilaba toda la información y Níkelon recuperaba la serenidad que había estado a punto de perder varias veces mientras le contaba el asalto al fuerte.
 -Y para colmo, vuelvo y te encuentro tan tranquila, cantando. ¿No podrías ni siquiera fingir un poquito de preocupación por mi seguridad?
 -Pero Nikwyn, eso es injusto, yo ya sabía que no iba a pasarte nada.
 -¿Y si algún día no vuelvo entero?
 Garalay sonrió.
 -Depende de lo que hayas perdido.
 Níkelon no pudo evitar devolverle la sonrisa.
 -De momento, menos que Alwaid. Ella se ha roto dos uñas.
 -Oh, vaya, qué tragedia.
 -Vidrena le ha dicho que si alguna vez vuelve a estornudar cuando no debe, la empalará en una estaca roma. Y creo que hablaba en serio. ¿Sabes cuándo he pasado más miedo? En medio de la pelea, he sido arrastrado al lado de Vidrena, y la he oído decir: Muy bien, mi amor, como en los viejos tiempos.
 -Debe haberte confundido con...
 -No me hablaba a mí, princesa. Hablaba con Wirda.

*****

 -Presta atención, Nikwyn.
 Estaban todos inclinados sobre el mapa que Alwaid había dibujado en el suelo, y que representaba el camino más corto hacia el Castillo Negro. Vidrena disparaba preguntas como dardos de ballesta, y Alwaid le disparaba respuestas más o menos a la misma velocidad. Una muchacha de los Pantanos trataba de copiar el mapa lo mejor que podía en un pergamino. Níkelon se preguntó de dónde lo habría sacado.
 -Redlam guarda el Desfiladero que lleva su nombre, y que es lo único parecido a un Puerto que hay en las Montañas de Hierro. Es un castillo roquero, al borde de un precipicio, y se accede a él por un sendero tan estrecho que solo cabe una persona a la vez. El castillo perfecto. No se puede sitiar ni tomar al asalto. No como otros que recuerdo.
 -Nunca se me ocurriría sitiar un castillo con la poca gente de que dispongo.
 -¿Por qué no se puede sitiar? Si el sendero es tan estrecho, no creo que cueste mucho bloquearlo.
 -Oh, pequeñín, puedes bloquear el sendero todo lo que quieras. Pero tus maestros deberían haberte enseñado para qué sirve un sitio.
 -No entiendo a qué te refieres -Níkelon decidió no hacer caso de aquel "pequeñín".
 -Un sitio sirve para que la guarnición se rinda por hambre, sed, enfermedad o aburrimiento. O por todo a la vez -contestó Vidrena por él. Entornó los ojos-. Y apostaría mi mano derecha a que Redlam conserva la misma guarnición que cuando yo pasé por allí.
 -Con una o dos nuevas adquisiciones -Alwaid miró a Garalay-. Espero que mi precioso Estrella Negra siga con vida. Es un ejemplar espléndido.
 Garalay arrugó la nariz.
 -¿A quién le importa él ahora? Continúa.
 -¿Quieres decir que la guarnición de Redlam son... como tú?
 -Tu chiquitín tarda en captar las cosas, Dren.
 -¿Qué viene después de Redlam?
 -Suponiendo que consigamos tomarlo, o pasar por allí sin que nos vean.
 -No pienso dejar enemigos a mis espaldas. Supón que lo hemos tomado.
 -Es tu sueño. De acuerdo, luego el camino es bastante fácil, dentro de lo que cabe...
 Níkelon trató de concentrarse y escuchar, pero Garalay estaba a su lado, en cuclillas, con la mano apoyada en su hombro para no perder el equilibrio, y no podía evitar mirarla de reojo de vez en cuando.
 -...Y ya hemos llegado al Castillo Negro -terminó Alwaid- ¿Qué hacemos ahora, llamar a la puerta?
 -Ya se me ocurrirá algo -Vidrena miró a la joven que había estado copiando el plano-. ¿Has terminado? -La muchacha asintió-. Pues a prepararse todo el mundo. Nos vamos al Castillo Negro.



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