Wirda (Libro III: El Regreso de Vidrena)

21 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 7

      Al acostarse cada noche, Briana pensaba que ya no podría volver a levantarse. No era solo el cansancio, ni tener el estómago casi pegado a la columna vertebral, ni la lengua seca la mayor parte del tiempo. También estaba lo otro, aquella carga en el pecho, más pesada cuanto más se acercaba al norte. Briana no se atrevía a llamarla miedo, y menos aún a decírselo a Jelwyn, pero era muy parecido. Se preguntaba si él sentiría lo mismo, pero no se atrevía a preguntárselo, y no había forma de adivinarlo por su actitud.
      Llevaban casi diez noches durmiendo en los Páramos cuando oyeron los aullidos. Briana se despertó sobresaltada.
      -¿Estás oyendo eso?
      -Sssí.
      -Creía que me estaba volviendo loco, pero si tú también los oyes es que están ahí de verdad.
      -¿Qué son?
      -Lobos. No me imaginaba que los hubiera en Ternoy.
      -¿Nos harán daño?
      -No.
      Lo había dicho muy seguro, pero Briana le oyó incorporarse y doblar las mantas como si ya no fuera a utilizarlas en toda la noche.  Poco después, comenzó a oírle afilar la espada.
      -¿Qué son lobos?
      La piedra se detuvo un momento, como si la pregunta hubiera sorprendido a Jelwyn.
      -Ah, claro, si nunca habías visto un perro... Los lobos son animales como Gris, pero algo más grandes y más feroces.
      Como si hubiera sentido la llamada, o entendido su nombre, la perra gimoteó. Briana le acarició la cabeza.
      -¿Y de verdad no...?
      -Si no nos metemos con ellos, ellos no se meterán con nosotros. Al menos eso ocurre en Ardieor.
      -Entonces, ¿por qué no os dormís?
      -¿Por qué no te duermes tú?
      -Porque yo sí que reconozco que me dan miedo.
      -Muy bien. Ya que insistes en comportarte como una niña, te contaré un cuento. -Briana soltó  una risita-. Hace mucho tiempo, en un país lejano, vivía un caballero pobre que estaba enamorado de la hija del rey. Pero ella ni siquiera se daba cuenta de que él existía, y el caballero estaba cada vez más desesperado, hasta que un día apareció un terrible dragón y se dedicó a asolar el reino. Los mejores caballeros intentaron matarlo y terminaron cocidos dentro de sus armaduras. Sobornarlo con oro y doncellas tampoco dio resultado. Entonces, el caballero pobre se presentó al rey y le dijo: "Mataré al dragón si me concedéis la mano de vuestra hija". Y el rey le contestó: "De acuerdo, la cabeza del dragón por la mano de mi hija". Así que el caballero fue en busca del dragón, localizó su cueva y el camino por donde iba a beber al río todas las mañanas, excavó un agujero en medio del camino, se escondió dentro y lo cubrió con hojas. Cuando el dragón bajó a beber, le atravesó el vientre con su espada y lo mató, le cortó la cabeza y regresó al palacio a reclamar su recompensa.
      -¿Y se la dieron?
      -Por supuesto. En una preciosa cajita de madera de cedro.
      -¡No!
      -Había pedido la mano, no a la princesa entera.
      -¡Pero eso es hacer trampa! Él...
      -Tampoco le fue tan mal. Gracias a la sangre del dragón se había vuelto invulnerable, así que se convirtió en un héroe famoso, acabó siendo muy rico y encontró una buena chica con las dos manos y más guapa que la princesa.
      -Es un cuento horroroso. Además, ¿por qué tiene que matar un dragón? ¿No hay otras cosas que matar, en los cuentos?
      -Bri, solo es un cuento, no te lo tomes como algo personal.
      -¡Es que lo es! Yo... bueno, los lossianeses descendemos de dragones-Ya estaba dicho y no podía retirarlo, pero podía tratar de arreglarlo-. Al menos eso dice la leyenda. Las hembras de dragón vieron a los hombres que llegaron de Ardieor y les gustaron más que sus compañeros, así que tomaron forma de mujer y se fueron con ellos, y como los ardieses no se habían llevado mujeres, o habían muerto por el camino, las aceptaron con mucho gusto, y de sus hijos descendemos los actuales habitantes de Lossián.
      Jelwyn permaneció un momento en silencio. Briana deseó que el fuego estuviera encendido para ver su cara y poder imaginarse qué estaba pensando.
      -¿Y cómo supieron las hembras de dragón cómo es una mujer? Si nunca habían visto ninguna...
      -Los recuerdos. Ellas podían, bueno, se dice que podían... leer las mentes de los hombres, así que las sacaron de allí.
      -¿Y sus... descendientes... también pueden leer las mentes?
      Briana se mordió el labio inferior. No por primera vez, se arrepintió de haber hablado. Estaba preparada para enfrentarse a la incredulidad de Jelwyn, pero que él la creyera y encima quisiera saber más era demasiado para ella.
      -Nunca lo he intentado.
      Por suerte, pensó, en la oscuridad él no podía verle la cara para averiguar si le estaba mintiendo.
      -Espero que no -se rió en voz baja-. No creo que mi mente sea la lectura más apropiada para una jovencita.

*****

      Cada noche, antes de poder acostarse a descansar, tenían que desbrozar el terreno. Níkelon pensaba que tal vez por unos días, la fauna del bosque (si es que existía) les agradecería el esfuerzo, pero aquellos  árboles parecían invencibles. Lo extraño era que con tan poca luz y tanta competencia por ella, pudiera crecer tanta maleza en aquel maldito bosque. Debía ser una tierra muy fértil, a pesar de todo.
      Aquello se parecía a cualquier cosa menos a la marcha implacable de un ejército conquistador. Vidrena dedicaba gran parte de los momentos de descanso a adiestrar a su gente, se repartían turnos de guardia y se mantenía una estricta disciplina, pero al mismo tiempo, Garalay y sus nuevas amigas solían abandonar la formación cuando divisaban alguna planta curiosa, y pasaban largo rato hablando en un extraño batiburrillo de idiomas sobre hierbas y sus diferentes usos en sopas y pociones. Distintas versiones de La doncella cisne y Tragando barro en los Pantanos acompañaban la marcha, con tanto entusiasmo que Níkelon estaba convencido de que Zetra les podía oír desde el Castillo Negro.
      Sin embargo, avanzaban más deprisa de lo que creía Níkelon, en parte gracias a la senda que Jelwyn había abierto. Una mañana se encontraron al borde de los Páramos. Permanecieron un momento en la linde del bosque, indecisos, con los ojos entornados para defenderse de lo que en comparación con las tinieblas del bosque era una luz deslumbrante, a pesar del cielo siempre gris. Vidrena apoyó la mano en su frente y miró hacia las Montañas de Hierro, que incluso a tanta distancia parecían enormes, y luego se volvió y les ordenó a todos que se movieran de una vez.
      Jelwyn y Briana habían tenido buen cuidado de no dejar rastros aquella vez, de modo que la gente de los Pantanos no tuvo otra guía que la palabra de Alwaid y el instinto de Vidrena. Pero aún así avanzaron muy deprisa. Una noche, Níkelon despertó sobresaltado por el mismo sonido que acababa de despertar a Briana.
      Garalay respingó
      -¡Lobos! ¿Cómo es posible que haya lobos en Ternoy? ¿Qué comen?
      -Niñas preguntonas -contestó Alwaid.
      -No creo que se atrevieran con una lym -Vidrena se incorporó, caminó hasta donde estaba Garalay y se sentó a su lado-. Dime, Lym, ¿las Damas Grises todavía hacen... aquello? Ya sabes, la Cacería.
      Garalay asintió. Luego, recordando que estaban a oscuras, dijo que sí. Por un momento, volvió a ver a la Dama Gris de Vaidnel tal como la habían encontrado la mañana siguiente a la primera noche de luna llena de verano: desnuda, con los pies ensangrentados, los brazos y las piernas llenas de arañazos, la cara manchada de sangre de algún animal y la mirada alucinada de quien no recordaba muy bien qué había ocurrido la noche anterior. No había hablado hasta después de bañarse, sólo para decir: "El año que viene que lo haga Comelt, yo ya no estoy para estos trotes".
      -¿Qué es la Cacería?
      -Una vez al año, una Dama Gris va al encuentro de los lobos y caza con ellos. Y como ellos.
      Níkelon sintió un escalofrío.
      -¿Por qué?
      -Cosas de las Damas Grises.
      -Puede que algunas personas no necesiten dormir, pero a mí me gustaría al menos intentarlo -respondió Garalay en tono terminante.
      Y no se habló más aquella noche.

*****

      Hacía unos diez, tal vez doce, días que los encargados de buscar a Jelwyn habían salido de Redlam, y el Capitán de la Guardia Siniestra ya comenzaba a plantearse la posibilidad de sugerir que regresaran al castillo, ya que de todas formas el ardiés iba a tener que pasar por allí si quería atravesar las Montañas. Pero el temor a regresar fracasado y enfrentarse a la ira de su Amo y las burlas de Estrella Negra le retenían en los Páramos.
      Hasta que una mañana encontraron lo que buscaban.
      El Capitán de la Siniestra esperaba encontrar a Jelwyn solo, o acompañado por Níkelon, o  incluso por alguno de sus jeddart. Pero lo que en ningún caso esperaba era encontrarle con una chica. Y con una que cuando vio que les tenían rodeados y que su compañero había saltado espada en mano, hizo lo mismo y pegó su espalda a la de él.
      -Suelta el arma, ardiés. No te va a servir de nada.
      -Entonces, ¿por qué no vienes tú a buscarme?
      El Capitán de la Siniestra hizo un saludo burlón sosteniendo la hoja de la espada ante su nariz, y atacó. Jelwyn lo detuvo sin muchos problemas. Briana respingó cuando comenzaron a atacar por su lado. Saltaron chispas de las espadas al chocar las hojas. El No-muerto lanzó un mandoble contra las piernas de Jelwyn que él trató de parar cruzando el puñal y la espada. La hoja de la espada del otro se escurrió por la parte superior del aspa e hizo un profundo corte en la parte externa del muslo derecho de Jelwyn, por encima de la rodilla. La única muestra de dolor de Jelwyn fue una brusca aspiración, pero la sangre que manaba de la herida le recordó al vampiro los días que llevaba sin comer en condiciones. Si su Amo no le hubiera ordenado que se los trajera vivos, pensó, resentido. Al menos, trataría de hacerse con la chica si la Señora no la quería para nada.
      Uno de los Guardias, como si hubiera sentido que pensaba en ella, golpeó la mano de la chica con la hoja de la espada. Briana gritó de dolor y dejó caer el arma. No tuvo tiempo de inclinarse a recogerla.
      -Suelta tus armas o la chica morirá.
      Jelwyn miró a Briana. La joven tenía la punta de la espada de un vampiro rozando su garganta, la de otro sobre su corazón y la de un tercero en el vientre. Por un momento, el ardiés calculó sus posibilidades de huir.
      -¿Qué te dije de la espada, Bri?
      Briana tenía los ojos enrojecidos y lacrimosos.
      -Marchaos. Salvaos si podéis.
      -No seas tonta, es a mí a quien quieren -Jelwyn se volvió hacia el vampiro-. Nos mataréis de todas formas, ¿verdad?
      -¿Y qué más da? Ya no tienes adónde volver. El Valle ha caído, tu padre ha muerto y Comelt está sitiada. ¿Vale la pena morir por un país que ya no existe?
      Jelwyn palideció. Retrocedió un paso y dejó caer la espada y el puñal. No trató de escapar cuando le ordenaron montar en su caballo, ni se resistió cuando le ataron las manos al arzón de la silla. Briana lloraba en silencio. Ataron las cuerdas tan fuerte que las manos comenzaron a amoratarse casi enseguida, y luego, dos guardias tomaron a los caballos por las riendas, los demás formaron una barrera a su alrededor, y, a una orden de su Capitán, galoparon hacia Redlam.

*****

      Dayra observó cómo el enemigo avanzaba otra vez hacia las murallas, arrastrando algo con ellos.
      -Vaya, ya comenzaba a preguntarme cuándo aparecerían.
      Dulyn soltó una risa despectiva.
      -¿Catapultas? ¿Es que esta gente no ha evolucionado nada en cien años?
      -Esperemos que no. ¡Arcos preparados! Nos llevaremos a unos cuantos tiradores por delante.
      El bombardeo fue breve. Los trhogol no debían haber calculado bien el peso de muchas piedras, ya que algunas rompieron la catapulta, otras cayeron a medio camino, aplastando a algunos de ellos, y otras pasaron muy por encima de las murallas y cayeron en las calles de Comelt. Pocas se estrellaron en las murallas, y éstas hicieron poco daño. Ante las burlas de los jeddart, Lajja pareció dudar un momento, pero enseguida irguió la cabeza en ademán orgulloso y gritó una orden.
      -¡A cubierto! -chilló Dulyn, al ver las pequeñas redomas que volaban hacia ellos procedentes de las catapultas.
      -¡Contened la respiración! -ordenó Dayra.
      Se imaginaba lo que contenían.
      Entonces oyó la voz a sus espaldas. Canturreaba como para sí misma, pero Dayra podía oír con claridad todas las palabras. Por un momento pensó en levantarse y obligarla a agacharse, pero la Dama Gris, con la cara levantada hacia el cielo y los brazos abiertos, parecía tan inamovible como el propio castillo mientras invocaba a todos los vientos, instándoles a arrancar  árboles, piedras del camino e incluso tejados de las casas, a desencadenar tempestades y a mil cosas Más que Dayra encontró algo exageradas.
      Tal vez un hechizo más corto hubiera sido más útil, pensó Dayra, pero al menos el viento arrastró los vapores del  ácido hacia el enemigo, y el agua de la tempestad limpió la muralla.
      -¡No me lo puedo creer! ¡Me ha salido bien! ¡Y es la primera vez que lo hago!
      La Dama Gris de Comelt estaba empapada de pies a cabeza. Dayra la miró con el ceño fruncido.
      -¿Puedes hacer que se detenga? No quiero que se me inunde la ciudad.
      -Déjala un poco más. Les será  más difícil pelear con el terreno embarrado.
      Los trhogol huían, más asustados del agua que del veneno.
      -¿Crees que volverán por hoy?
      -Lo que creo es que estamos teniendo demasiada suerte.
      -Aguafiestas.
      Dayra se rió.
      -Nunca mejor dicho.

*****

      Era de noche y los lobos seguían aullando. Garalay se removió bajo su manta. Sentía un peso en la boca del estómago, como si le hubiera sentado mal algo que hubiera comido. Su corazón latía al ritmo de aquellos aullidos que parecían despertar ecos en las paredes de su cráneo.
      Garalay se incorporó. La llamada se había vuelto irresistible. Estaba bien, pensó. Si la querían, iban a tenerla. Caminó descalza en la oscuridad, esquivando los cuerpos dormidos por instinto. Ni el oído mejor entrenado hubiera podido percibirla. Le fue fácil despistar a los centinelas y continuar andando en la oscuridad.
      Y de repente, había luna llena. Una luna más grande, brillante y redonda de lo que ella hubiera visto nunca. Y cuerpos a su alrededor, cuerpos grises y peludos gimoteando, moviendo las colas, olfateándola, mordisqueando sus dedos, golpeando sus piernas con los fríos hocicos incitándola a correr con ellos por el bosque.
      ¿De dónde ha salido este bosque? Se preguntó la parte de Garalay que aún se sentía humana. Pero la otra parte había tomado el mando, y ninguna de las dos se preocupó de si su ropa se arrugaba o ensuciaba al caer al suelo.
      La luna brillaba entre las ramas de los  árboles, los arbustos y las ramas bajas golpeaban las pantorrillas de Garalay, las piedras se clavaban en las plantas de sus pies. Pero el viento nocturno era cálido, y los lobos iban de caza, saltando y corriendo como si no pisaran el suelo. Fantasmas grises cazando en un bosque de tiempos más remotos, bajo una luna olvidada años atrás. Y Garalay en cabeza, con los jefes de la manada.
      A su derecha, un lobo aulló la señal de que había encontrado el rastro. Toda la manada, y Garalay con ellos, le siguieron.
      La presa no era un ciervo, un gamo ni nada que Garalay pudiera reconocer. Era grande, bello y majestuoso. A ella le pareció un unicornio, o quizás un caballo alado, o todo al mismo tiempo. Pero algo en el animal le impedía percibirlo con claridad. Veía un destello blanco como la luna, huyendo ante ella, tratando de escapar. Pero los lobos fueron más rápidos. Unos saltaron a sus cuartos traseros, otros a sus costados.
      Garalay hundió sus dientes en el cuello.
      Y entonces, comprendió. Supo que, a pesar de su poder y de su magia, a pesar de su maldad y de sus monstruos, había cosas en Ternoy que Zetra no podía controlar. Mientras la sangre de la antigua bestia bajaba por su garganta, Garalay supo que ella formaba parte de aquello, del bosque fantasma, de los antiguos lobos, del poder que retenía encastillada, temblando en su trono, a la autodenominada Emperatriz de Ternoy.
      Recuerda quién eres, fue lo último que pensó mientras oía cómo el corazón de la bestia latía cada vez más despacio hasta apagarse por completo. Y luego cayó desplomada en medio de los Páramos, en una oscuridad de repente más acogedora que amenazante.
      Despertó al día siguiente al oír voces. Aún con los ojos cerrados, sintió el roce de la lana cubriéndola, y reconoció el olor de su capa. Abrió los ojos y se encontró con los de Vidrena, agachada a su lado.
      -¿Has pasado buena noche?
      Su boca aún sabía a sangre. Le dolían los pies y sentía los músculos agarrotados.
      -Nikwyn y yo te hemos estado buscando toda la noche. Nos tenías preocupados. No es sano dormir al raso, y menos desnuda.
      -El bosque... -murmuró Garalay.
      -¡Nikwyn, ve a decir que la hemos encontrado, y que se pongan en marcha de una vez! Vamos, querida, te he traído tu ropa.
      Garalay se incorporó.
      -Gracias.
      Níkelon se marchó de mala gana. Garalay comenzó a vestirse. Vidrena sonrió y fijó su mirada en el anillo dorado que colgaba de su cuello.
      -¿No sería más cómodo que llevaras ese anillo en el dedo?
      Vidrena no se había molestado en contarle a Garalay que sabía que estaba comprometida con Níkelon, ni siquiera mediante indirectas, pero aquella tentación había sido demasiado irresistible para ella. Con cierto deleite, se dio cuenta de que Garalay se había ruborizado.
      -Me viene grande. En todos los dedos.
      -Hay formas de arreglarlo, ¿sabes? A no ser que no quieras que nadie sepa que lo tienes.
      -Lo que me gustaría saber es por qué me estás preguntando por un pedazo de oro en lugar de por lo que te gustaría preguntarme.
      Vidrena sostuvo la mirada mientras la joven se ajustaba la falda, con un ligero gesto de disgusto al ver que le venía ya mucho más ancha que cuando había salido del Valle.
      -Me da miedo lo que puedas contestarme.
      Garalay pasó la cabeza por el cuello de la blusa. Su mirada pareció divertida mientras tiraba de las cintas que cerraban el escote.
      -Creía que la gran Dren de Dagmar no tiene miedo a nada.
      -Por supuesto. No conozco el miedo ni la piedad, y la muerte cabalga a mi lado... cuando puede alcanzarme. Pero hay cosas que prefiero no saber. Al menos no todavía.

*****

      Cabalgaron durante cinco días y sus correspondientes noches, sin descansar de día ni de noche. A Briana le dolía todo el cuerpo cuando llegaron a Redlam, pero peor que el cansancio era aquella sensación de derrota. Su fuga en los Pantanos no había servido de nada, y para colmo le había fallado a Jelwyn. No había tenido ocasión de hablar con él desde que les habían capturado. Ni siquiera se había atrevido a mirarle.
      El Signo comenzó a molestarla otra vez. Picaba hasta casi arder, hasta que a Briana casi se le saltaban las lágrimas de dolor. Y la risa de la Sacerdotisa en su cabeza sonaba tan fuerte que Briana se habría tapado las orejas si no hubiera tenido las manos atadas.
      Se subía a Redlam por un estrecho sendero al borde de un precipicio cortado casi en vertical. Briana miró hacia abajo y se mareó, así que mantuvo la vista al frente, hacia el castillo.
      Estaba construido tan al borde del precipicio que las murallas parecían formar parte de la montaña. Un viento frío que soplaba desde el norte parecía proceder del siniestro edificio. Cuando la oscura puerta se abrió, Briana tuvo la sensación de que una inmensa bestia acababa de tragársela.
      Les obligaron a desmontar y les llevaron a la sala del castillo. Briana tenía agujetas, y también le dolía el vientre, pero se dejó arrastrar sin quejarse. Al menos, estaba al lado de Jelwyn.
      -Así que son estos. Buen trabajo.
      En lo primero que se fijó Briana al ver al Amo de Redlam fue en sus orejas. Los lóbulos estaban pegados al cráneo, mientras que el resto de la oreja se encontraba en posición perpendicular. El efecto era desazonador, en especial porque el Amo de Redlam no tenía mucho pelo, aunque el poco que tenía lo llevaba muy largo.
      -La Emperatriz se alegrará de verlos.
      Hizo que les arrastraran ante un bulto cubierto por un paño negro, y retiró el paño. Un enorme espejo apareció ante los asombrados ojos de Briana. Jelwyn se limitó a sonreír como si ya estuviera sobre aviso.
      El No-muerto hizo una serie de pases ante el espejo, y una neblina gris cubrió la superficie. Cuando la niebla se aclaró, Briana vio un salón, oscuro a excepción de cuatro velas negras alrededor de un trono, y en el trono estaba sentada una niña. Llevaba un vestido rojo, y cintas negras entretejidas en sus trenzas. Aunque no la había visto nunca, Briana la reconoció por los ojos. No debía haber muchas niñas de aquella edad con uno de cada color.
      Jelwyn palideció y se mordió los labios.
      -¿Dónde está la Emperatriz? -preguntó el Amo de Redlam en mal ardiés.
      -Reunida.
      La niña no paraba de balancear sus piececitos calzados con sandalias.
      -¿Reunida? ¿Reunida con quién?
      -Reunida con quien no te importa. Si puedes esperar, vuelve en una hora, y si no, dame el recado y ya se lo daré yo si me acuerdo.
      -Muy bien, preciosa. ¿Reconoces a este tipo?
      La niña se fijó en Jelwyn. Ni siquiera parpadeó.
      -Se parece a alguien que conocía.
      -Entonces, pequeña, si quieres y te acuerdas, dile a la Emperatriz cuando salga de su reunión que, como ella ordenó, hemos capturado a tu padre.
      -¿De veras? ¿Vosotros solitos?
      -No interrumpas, jovencita, ¿es que los ardieses no te enseñaron modales?
      Por primera vez, la niña pareció alterarse. Un centelleo de cólera atravesó sus ojos.
      -Me estoy aburriendo. ¿Qué le digo a la Emperatriz?
      -Que volveré.
      Arrojó de nuevo el paño sobre el espejo.
      -Llevadles a las mazmorras.



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