Legado de sombras

11 de Junio de 2003, a las 00:00 - Mª Isabel Esteban Alvarez
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5. Sombras en la noche

Sobre las solitarias y abandonadas calles el cielo se había despejado lentamente, una brillante  luna llena destacaba en el oscuro firmamento, cubriéndolas con su pálida luz. A través de una de las pequeñas ventanas del piso superior de la silenciosa posada, algo relucía en respuesta a los blancos rayos que atravesaban los cristales del viejo edificio. En el interior del cuarto invadido por las sombras, dormía plácidamente la joven elfa, cuyos brillantes cabellos se derramaban sobre la delgada almohada como hilos de plata que capturaban el nacarado resplandor. La fina sábana que la cubría había resbalado  levemente, revelando sus esbeltas formas bajo el ligero camisón que envolvía su cuerpo con delicadeza; parecía inmersa en un placentero sueño cuando, en la quietud de la noche se oyó un leve crujido procedente de la puerta de la habitación, que empezó a moverse lentamente hasta quedar completamente abierta.
Una silenciosa figura oculta bajo la penumbra que reinaba en el interior, se aproximó con lentitud hacia la joven que dormía profundamente en el lecho, ajena al desconocido intruso que después de observarla durante unos breves momentos, se inclinó sobre su rostro acariciando suavemente un mechón de sus cabellos, y depositó un fugaz beso sobre los labios de la joven durmiente, que emitió un leve gemido pero no llegó a salir de su pro-fundo sueño.
La anónima figura, después de colocar nuevamente la sábana sobre el pálido cuerpo dormido, volvió sobre sus pasos y cerró silenciosamente la puerta, alejándose rápidamente por el sombrío corredor.
Mientras tanto, en el pequeño desván de la parte superior de la posada se desarrollaba una escena algo diferente. Recostada sobre una vieja cama se encontraba la hija del posadero desvistiéndose lentamente mientras dirigía impacientes miradas hacia la puerta cerrada de la estancia. Después de caminar inquieta por la habitación y tumbarse de nuevo sobre el lecho rozando con creciente frustración las deshilachadas sábanas de un ligero tono amarillento con diversos zurcidos y remiendos, se abrió de improviso la puerta del cuarto, entrando a continuación la nerviosa y agitada figura del juglar.
-¿Dónde estabas?- preguntó suavemente Cora recorriendo lentamente con la mira-da aquel delgado pero bien proporcionado cuerpo, mientras un extraño brillo surgía de la profundidad grisácea de sus pupilas, dilatadas por el deseo y por algo que esperaba agazapado en su interior, impaciente por ser liberado.
-Tenía asuntos pendientes- contestó precipitadamente Eric. -Lamento haberte he-cho esperar, pero creo que no deberíamos seguir adelante con esto, a tu padre no le hará ninguna gracia- prosiguió algo turbado ante la desnuda visión que tenía frente a el, la cual se había incorporado acercándose lentamente  sin desviar la mirada, y que no parecía dudar de la rápida rendición de su acompañante; el cual retrocedió poco a poco hasta tropezar contra un pequeño taburete sobre el que reposaba en un completo desorden, la ropa interior de Cora, consiguiendo que se alterara aún mas y no fuese capaz de pensar con claridad.
-No  tiene  porque  enterarse de lo que ocurra esta noche entre nosotros-  murmuró sugerente en su oído mientras le arrastraba hacia el lecho y apagaba el tenue resplandor de la vela que iluminaba la habitación. Sin tener respuesta a su última sugerencia, Erik decidió entregarse a sus tiernos cuidados mientras intentaba alejar de su mente unos cautivadores ojos verdes y rodeaba con sus brazos el sensual cuerpo de la joven respondiendo a sus de-seos.
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La noche transcurría tranquila y silenciosa, a excepción de los sonoros  ronquidos  que
surgían de una de las habitaciones, concretamente en la que dormían el enano y su in-vitado sorpresa, Nickham Penderbolt, que había logrado salirse con la suya una vez más; aunque a estas alturas no sabía si había hecho bien en insistir tanto, pues no había logrado conciliar el sueño todavía a causa del ruido que formaba su compañero, el cual no dudaba de que dormía profundamente, pensó con irritación, mientras lo comparaba mentalmente con un enorme venado en celo.
Después de unos momentos en que parecía que los ronquidos remitían y podría dormirse por fin, escuchó un grito ahogado procedente del cuarto que había encima de su habitación; y aunque supuso que sería el lugar adónde había ido Erik a dormir por lo que no había motivo alguno de preocupación, quiso asegurarse de que no había nada raro en todo aquello, pues aún no estaba muy convencido del súbito cambio de actitud de la hija del posadero.
Salió de la cama de un salto y cogiendo una pequeña daga que reposaba sobre la pequeña mesilla que había junto al lecho, se dirigió sigilosamente hacia la puerta después de echar una rápida mirada a su compañero, que había vuelto a roncar sonoramente sin darse cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor. Se estremeció levemente al salir al frío y oscuro corredor y se maldijo por no haberse abrigado un poco más antes de salir de su habitación -cubierto tan solo por unos gastados calzones anaranjados; pues desde hacia tiempo le gustaba llevar ropa interior llamativa ya que no la podía ver nadie, exceptuando al venado en celo, claro está- pero se encaminó con determinación hacia el final del pasillo en el cual había una pequeña escalerilla que subía a la planta más alta de la posada.
Se detuvo brevemente frente a la puerta de la habitación donde dormía Aldor, preguntándose si debería despertarle para ir juntos, pero pudo más su curiosidad y se dirigió rápidamente a la escalerilla, ascendiendo por ella con agilidad mientras su aguda visión nocturna, común entre su raza, le indicaba hacia donde dirigirse pues no deseaba que cualquier luz pudiera delatar su presencia; al llegar a la parte superior tan solo pudo distinguir tres puertas de distinta apariencia y tamaño, atravesadas por un corto corredor que daba acceso a ellas. Acercándose silenciosamente y girando hacia su izquierda, frente a la menor y más deteriorada, tiró suavemente del picaporte comprobando, a la vez aliviado y sorprendido, que no se hallaba cerrada, y penetró lentamente en la estancia descubriendo decepcionado que no había nadie allí; a excepción de algunas ratas, que asustadas por la irrupción corrían nerviosas entre sus cortas piernas, emitiendo agudos chillidos.
El suelo se hallaba cubierto de polvo y suciedad, mientras un olor rancio y húmedo inundaba sus agudos sentidos, haciéndole retroceder apresuradamente y cerrar la puerta con un golpe sordo. Después de llenar sus pulmones con un aire más puro, se dirigió hacia la segunda habitación; esta vez teniendo cuidado antes de entrar y tapándose la nariz con una mano mientras con la otra empujaba la delgada barra de hierro que impedía su entrada; y aunque esta se resistió un poco más que la anterior, al final cedió crujiendo ruidosa-mente, y consiguió introducir su rechoncha figura mientras maldecía en silencio el estado de decadencia en que se encontraba aquel lugar. En su interior había varios sacos re-partidos por el suelo, llenos de comida según pudo comprobar acercándose a uno de ellos, el cual se hallaba repleto de una amplia variedad de legumbres secas y en sorprendente buen estado; aunque en ese momento no le tentaron demasiado, pues el banquete que se había dado en la cena fue suficiente hasta para él, recordó satisfecho frotándose la redondeada panza, mientras su mente preparaba un sabroso potaje con la visión que tenía ante él. Tras registrar hasta el último rincón de la estancia sin encontrar nada, salió silenciosamente al corredor y se dirigió hacia la última de las puertas que se encontraban en él.
Esta vez intentó escuchar algo a través de la puerta, pues al ser la última debería estar ocupada, y al no percibir ningún sonido decidió arriesgarse e intentar abrirla, pero descubrió para su fastidio que se hallaba cerrada desde dentro. Impaciente, buscó en sus bolsillos hasta que encontró unas pequeñas ganzúas  -que siempre llevaba encima, hasta para irse a la cama- con las que comenzó a hurgar en la oxidada cerradura. Desgraciadamente, no había sido el único que había decidido subir, pues escuchó unas fuertes pisadas procedentes de la escalerilla por la que había llegado hasta allí.
Una débil luz iluminaba el principio del corredor mientras una enorme sombra se alargaba sobre el polvoriento suelo; rápidamente logró abrir el cerrojo que impedía el acceso a la habitación y entró precipitadamente en ella. Examinó el interior del cuarto y, a excepción de una desvencijada cama la cual se hallaba totalmente deshecha y unos pocos muebles bastante estropeados distribuidos descuidadamente, no halló nada fuera de lo normal, a no ser por la ausencia de Erik y la hija del posadero, claro está.
Sumido en sus reflexiones, oyó demasiado tarde el ruido de una llave en la cerradura de la puerta, y casi no le dio tiempo a esconderse debajo de la cama en la que había estado sentado poco antes. Rodeado por las sábanas que colgaban alrededor del deshilachado colchón logró ver las rollizas y velludas piernas del que supuso sería el posadero, el cual comenzó a pasearse nervioso por la estancia, sin encontrar lo que andaba buscando, aunque se preguntó si no habría ido a la planta superior por la misma razón que él.
Bruscamente, su visión se vio obstruida por una criatura negra y peluda que descendió lentamente desde los hierros del colchón, agitando sus finas patas en el aire hasta posarse literalmente delante de su nariz; inspiró con fuerza, rezando porque no siguiese su descenso, delgados hilillos de sudor rodaban por su frente mientras su corazón latía alocadamente, y observaba con perversa fascinación, su cuerpo totalmente paralizado, los indolentes y lánguidos movimientos del arácnido que parecía no decidirse a encaramarse sobre su cara. A punto de pegar un salto y salir de su escondite, logró ver de reojo a la obesa figura saliendo de la habitación, por lo que no perdió tiempo en apartarse de allí. Odiaba hasta lo más profundo de su alma aquel ese absurdo temor hacia las arañas, pero no lo podía evitar y algún día le iba a traer problemas, estaba seguro.
En su apresurada huida tropezó con un objeto alargado semioculto por una de las mantas que había resbalado hasta el suelo; tirando de este descubrió la conocida forma de un laúd, el mismo que usó Erik esa misma noche, recordó mientras lo recogía y observaba detenidamente, con su lisa superficie exhibiendo una alargada mancha húmeda que se ex- tendía por uno de los lados del instrumento; y, aunque no pudo distinguir de que trataba, supuso que sería vino o agua. No era de extrañar que Erik fuese aficionado a la bebida, en aquellos tiempos, ¿quién no lo era?, se preguntó con sorna.
Buscó de nuevo por toda la  habitación alguna salida oculta, pero no halló nada a excepción de la sucia y polvorienta ventana por la que se asomó -pues a través del cristal, si se le podía llamar así, veía menos que con los ojos cerrados ¿cuántos años habrían pasado desde la última vez que la limpiaron?- pero no encontró  ningún  rastro de ellos. Encogiéndose de hombros y cargando con el abandonado laúd, decidió volver a su habitación, pues el misterio no lo resolvería esa noche, aunque esperaba ver a Erik a la mañana siguiente y hacerle algunas preguntas, se dijo a sí mismo mientras se alejaba arrastrando sus pies desnudos por el oscuro pasillo.
Mientras tanto, en la habitación de Aldor, su inquieto ocupante hacía inútiles esfuerzos por conciliar el sueño, el cual parecía negarse a brindarle un merecido descanso. Irritado, apartó bruscamente la delgada sábana que lo cubría y salió del lecho sin preocuparse por su desnudez. Se acercó hacia la sucia -y se quedaba corto- ventana que daba al exterior y contempló ensimismado la pálida esfera lunar que dominaba el firmamento, indiferente ante los indefensos mortales que habitaban bajo ella.
Con un suspiro de frustración se encaminó de nuevo hacia el estrecho camastro, decidido a dormir de una vez por todas, cuando sintió que todo en torno suyo giraba sin control, aceleradamente, el mundo entero se derrumbaba ante el, mil voces chillaban dentro de su cabeza, como si un afilado cuchillo se hundiera en su maltrecha mente hurgando sin compasión; una lacerante y familiar sensación que hacía demasiado tiempo no experimentaba y que estallaba en su interior sin previo aviso, dejando un vacío insoportable rodeado de una intensa negrura que pugnaba por devorar su espíritu...

...Abrió los ojos lentamente y se encontró frente a un viejo templo, abandonado hacía mucho tiempo, décadas quizá, el cual se había encargado de erosionar y derrumbar paredes y techos en igual medida; a su alrededor, una ligera niebla se elevaba desde el arenoso suelo, ocultándole parcialmente la parte inferior del cuerpo, cubierto por una brillante armadura azulada; una magnífica pieza creada con maestría, ligera y perfectamente adaptada a su figura, y que no acababa de reconocer; irónicamente, le pareció divertido  pensar tan coherentemente, sobre todo tratándose de un sueño.
En su mano derecha apareció una maravillosa espada, de filo y equilibrio perfecto, la cual emitía un suave fulgor dorado que rodeaba la hoja de acero pulido; su empuñadura, en cuyo centro destacaba una brillante amatista ovalada, era protegida por una extraña criatura alada que la envolvía con su cuerpo. Fascinado con el mágico objeto, le costó centrarse en lo que ocurría a  su  alrededor. Por fin, levantó la mirada, había algo que le resultaba conocido en  aquel  lugar,  pero no lograba recordar que era.
Sus antaño orgullosas columnas de un blanco puro y brillante, se hallaban ahora totalmente devastadas, un desgastado símbolo pendía de la ruinosa entrada, en avanzado  estado  de descomposición; tan solo era una delgada forma indefinible de oscuro hierro forjado. Vislumbró la conocida figura de Illswyn que traspasaba el umbral del templo portando en sus manos un largo báculo, coronado por la cabeza de un halcón; que recordó había conseguido de manos de un anciano shaman al que habían liberado hacía bastante tiempo -en una de sus insólitas aventuras, como diría Nick- y en unas tierras bastante alejadas de dónde se hallaban en aquellos momentos; pero... ¿qué demonios significaba todo aquello?
Mientras la joven elfa se acercaba, logró percatarse de que sus ropas, -una corta túnica de un blanco níveo, cuyos finos pliegues parecían tener vida propia y ondeaban con la ligera brisa que se había levantado de improviso-, estaba completamente ensangrentada, aunque ella no exhibía herida alguna; su mirada parecía vacía de toda expresión pero, aún así, caminaba sin vacilar en su dirección.
Intentó avanzar hacia Illswyn pero se hallaba totalmente inmovilizado, no era  capaz de moverse por mas esfuerzos que hiciera, de repente, el peso de la armadura era un lastre demasiado pesado para ello; frustrado, tuvo que esperar hasta que, finalmente la joven se detuvo a escasa distancia y sin decir palabra, le ofreció el báculo, que en ese momento no estaba coronado por un halcón, sino por la redondeada forma de una calavera, cuyos ojos vacíos refulgían con una luz rojiza y demoníaca. Dos sables cruzaban por detrás de la figura, con diversos símbolos rúnicos sobre sus filos. Sintió una fuerza que le impelía a tomar el largo bastón entre sus manos, pero la espada pareció cobrar vida propia y se adelantó veloz hacia el cuerpo desprotegido de la elfa, que no hizo ningún movimiento para defenderse por lo que el acero atravesó sin piedad su delgado cuerpo.
En ese preciso instante, y antes de poder coger el cuerpo inerte entre sus brazos, desapareció todo a su alrededor y sintió que se hundía en una oscura caída sin fin...

Recobró la consciencia lentamente, intentó girar la cabeza pero un repentino mareo le obligó a seguir recostado sobre las gruesas maderas del suelo de su habitación; le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo. No lograba encontrar ningún sentido a lo que había experimentado recientemente, sobre todo porque hacía años que no sentía nada parecido, desde su casi olvidada infancia, rodeado de los numerosos lujos y riquezas que le correspondían por pertenecer a una de las estirpes más nobles entre su raza; antes de que ocurriese aquella tragedia que cambió su vida por completo y le arrebató a sus seres más queridos, de la que no pudo escapar ni evitar en medida alguna, pues no creyeron ninguna de sus palabras. Desgraciadamente, tan sólo estaba seguro de una cosa: las visiones habían regresado, y aquello no significaba nada bueno . . .



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