La espada del Alba

01 de Noviembre de 2003, a las 00:00 - Abel Vega
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Capítulo 1: La Marcha

Poco después de que el Sol ascendiese en el horizonte y una tímida pero cálida luz comenzara a iluminar el valle, Linnod salió al pequeño huerto y observó la tierra árida. Sólo unos míseros tallos asomaban de vez en cuando entre el polvo. No había sido un buen año para la cosecha, había llovido poco, muy poco, una sequía como no recordaba en años. Con desgana, cogió los útiles y comenzó a recoger lo poco que había de provecho.

Linnod vivía en una pequeña casa de madera y ladrillo construída por él mismo tiempo atrás situada en el valle de Taenir, un fértil y en condiciones normales húmedo lugar entre dos estribaciones montañosas apartado de todo. Tenía dos caballos en un establo adyacente a la casa casi tan grande como ésta. Vivía con humildad, produciendo todo aquello que necesitaba para vivir, y raramente iba a algún pueblo de la región, sólo para comprar algún cerdo u ovejas en la primavera. Hasta ese año las cosechas habían sido muy buenas, y lo obtenido Linnod lo repartía entre él, los caballos y el almacén, éste último con el fin de no quedarse sin comida en invierno y épocas desfavorables. Pero ese año había sobrepasado todas sus expectativas y casi no tenía comida guardada, por lo que se vería obligado comerciar con uno de sus caballos para obtener algo de carne o cereales, algo que tenía como último recurso.

Clavó el azado en la tierra para dejar al descubierto unas pequeñas raíces. Las cogió y las introdujo en el saco, lleno hasta un cuarto de su capacidad. Miró a su alrededor y observó que había recogido más de la mitad del campo. Se sentó en el suelo y se llevó las manos a la cara, limpiándose el sudor de su frente. Miró con pesadumbre el Sol que ya se alzaba orgulloso en el cielo. Bajó la vista y se restregó los ojos. Cuando los abrió lo primero que enfocaron fue la figura de un jinete al lado de la cerca. Linnod se acercó a él. A medida que caminaba pudo observarle con detalle: vestía cota de malla plateada, reluciente, brazaletes también plateados, una capa roja larga, con ribetes dorados y un escudo en la espalda que Linnod conocía bien. Portaba una espada larga envainada que colgaba amenazante de su cintura. Luego observó su cara: una cara con los rasgos marcados, una nariz aguileña, pelo largo que caía sobre las hombreras y unos ojos negros y pequeños bajo unas espesas cejas que le observaban mientras se acercaba.

Cuando Linnod llegó ante el jinete le miró a la cara y se quedó allí, esperando las nuevas que traía.

- Por orden del rey debe acompañarme- dijo el jinete

Linnod se quedó mirándole.

- Coja lo necesario y si lo posee, un caballo; partiremos enseguida- dijo en tono algo más bajo.

- ¿Y quien se supone que es ese hombre que irrumpe en mi hogar y me da órdenes sin ni siquiera decir su nombre?- dijo Linnod

- A lo primero te respondo diciéndote que soy el escudero del rey, y a lo segundo, no soy yo quien te da órdenes, sino tu rey- dijo el jinete frunciendo el ceño.

Linnod advirtió que el hombre dejó de tratarle de usted para pasar a ser más autoritario y a considerarle un súbdito.

Linnod se quedó pensando. Algo extraño pasaba en todo aquello, nunca esperó volver a oir nombrar al rey, y de pronto Anthios vino a su mente. Anthios era la capital del reino de mismo nombre. Montones de recuerdos se agolparon en su cabeza. Nunca había pasado por su cabeza volver a Anthios, pero aquella inesperada visita le había hecho pensar. Pronto se quedaría sin comida, tendría que ir a algún pueblo pronto de todos modos. Pero desconocía cual era el propósito del rey al convocarlo, y eso le daba miedo.

El rey Kaenor había influído en la vida de Linnod hasta el punto de controlarla. Infaustos recuerdos le traía a Linnod el nombre del rey, apartado hacía diez años al más oscuro lugar de su mente, donde no pudiese hacerle daño. Pero en unos minutos su dura pero apacible vida había tomado un sentido que Linnod no deseaba, no deseaba volver a Anthios y no deseaba ver a Kaenor. Pero no tenía opciones, era eso o esperar unas lluvias que nunca llegarían, para poder abastecerse y comerciar.

Decidió hacer lo que el jinete le dijo. Entró en la casa y cogió algunos víveres que tenía guardados. Se colgó a la espalda su pequeño macuto y cogió una daga en su vaina y se la puso en el cinto. Se puso una capa marrón desgastada por la edad y el uso. Se dirigió al establo y ensilló a Sariel. Sariel era su caballo más joven y fornido. Linnod miró a Habor fijamente. El viejo caballo le devolvió la mirada tristemente, como sabiendo lo que iba a ocurrir. Cuando hubo acabado con Sariel desató a Habor y lo sacó por la parte trasera del establo.

- No puedo llevarte conmigo, amigo. Y no sé cuando regresaré. Así que es mejor que vivas libre lo que te quede de vida- le dijo Linnod

- Sabes que me duele hacer esto, pero no tengo alternativas-

El caballo parecía entender lo que su amo le decía. Le miró con sus viejos ojos y cansinamente comenzó a alejarse entre los árboles, mirando atrás cada poco, esperando un arrepentimiento de Linnod. Pero éste no llegó, y Habor se alejó despacio hasta que se perdió en el bosque. Linnod se secó los ojos húmedos y volvió al establo. Se subió en Sariel y salió despacio. El jinete seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Linnod no pudo evitar volver la cabeza, como acababa de hacer Habor, para observar aquella casa que se quedaba vacía. Por un momento pensó en retroceder e ir a buscar a su caballo, hacer caso omiso del jinete y seguir con su vida. Pero no lo hizo. Aquellos segundos de duda, y su decisión posterior serían claves en el desarrollo de su vida a partir de entonces. El jinete comenzó la marcha. Linnod le siguió a un par de metros. A medida que se alejaban y los secos robles del borde del camino iban ocultando la cada vez más distante casa, se sentía más apesadumbrado. Sabía que comenzaba un viaje hacia un lugar que añoraba y a la vez temía, un viaje con un propósito incierto y pocas esperanzas de encontrarse con nada positivo. Lo que no sabía era que aquella vez fue la última que vio su hogar, la última que vio a Habor y aquellos los últimos pasos que daba en el valle de Taenir. Perdieron de vista la casa y comenzaron a ascender. Llegaron a la cima de la colina que delimitaba el valle. Descendieron con paso rápido y cogieron el camino principal que unía todos los pueblos con la capital. Tres jornadas de viaje les quedaban por delante hasta llegar a Anthios. El jinete giró la cabeza y miró a Linnod. Acto seguido hizo un gesto y apretó el paso. Linnod azuzó a Sariel y se colocó a pocos centímetros del jinete. El Sol comenzaba a declinar cuando cogieron una bifurcación más ancha, un camino que Linnod había echo a la inversa diez años atrás, un camino que llevaba directamente al trono del rey que había destrozado su vida.



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