La espada del Alba

01 de Noviembre de 2003, a las 00:00 - Abel Vega
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Capítulo seis: Hacia lo desconocido

Sacándole de sus oscuros sueños, dos guardias llevaron a Linnod a la sala de armas no bien hubo amanecido. Allí estaban ya la mayoría de los convocados la noche anterior, muchos de ellos ya ataviados con armaduras o cotas de malla y portando hachas, espadas, lanzas y otras armas. Le condujeron a la armería con prisa. A Linnod, aún aturdido por el sueño y la oscuridad que todavía anegaba todo, le pareció todo confuso, todo era un caos de guardias reales, soldados y caballos. Ordenaron a Linnod coger lo que creyese oportuno de la armería. En aquella pequeña sala había suficientes armas como para surtir a todo el ejército de Anthios, había hachas, espadas, mazas, arcos, ballestas, escudos, armaduras, cotas de malla, lanzas, y multitud de armas, además de objetos que de poco servirían en caso de una gran guerra. Linnod caminó por la sala observándolo todo. Cogió una cota de malla, no de las doradas con broches y adornos, sino de las plateadas y oscuras de acero más descuidadas. También un pequeño escudo de acero y madera, dos brazaletes y una espada larga de las usadas por todos los soldados del rey. Cuando se dirigió a la salida el guardia le miró extrañado al ver el escaso ataviaje de Linnod, y éste le miró, sonrió y se unió a los demás.

Poco a poco Linnod fue saliendo de su amodorramiento y observó a todos los soldados. Todos iban con pesadas y aparatosas armaduras, enormes cascos y yelmos de pesado hierro y cada uno portaba al menos dos espadas o hachas y muchos de ellos traían arcos en sus espaldas. Linnod dudó que pudiesen moverse en el caso de entrar en batalla. Encontró a Scerion al cabo de unos minutos, iba como los demás, con una armadura que le iba grande encima de una cota de malla, una espada que sólo podía ser usada a dos manos y una larga lanza en su espalda.

Linnod le miró y movió la cabeza con gesto de desaprobación.

- Amigo, no creo que todo esto te vaya a ser de ayuda- dijo Linnod

- Pero si vamos a la guerra, vamos a combatir- contestó Scerion

- No esperes encontrarte con millares de soldados a los que matar, ni con una gloriosa victoria como en las viejas historias. Además, aunque así fuera no durarías nada en una batalla así ataviado, no podrías moverte. Y no podrías huir aunque quisieras-

- Nunca huiría, antes moriría en la batalla-

- Eres impulsivo y valiente, eso no lo dudo, pero a veces hay que saber cuando no se tienen opciones y es mejor una huída. La muerte en vano no sirve de nada. Yo prefiero la vida a la gloria de una muerte en combate-

Scerion se sonrojó, y bajó la cabeza. Linnod sonrió.

- Tranquilo, no sólo tu has cometido este error- dijo Linnod señalando a los demás - pero tu y yo seremos los más listos-

Le quitó a Scerion la pesada armadura y la arrojó contra la pared. Cogió la voluminosa espada de la vaina del cinto de Scerion, y éste sintió un tremendo alivio al quitarle ese peso de encima. Linnod se giró y le quitó a un soldado una espada corta y le dió la de Scerion. El soldado le miró y luego a la espada, y no dijo nada, estando conforme con el cambio. Linnod le tendió a Scerion la espada.

- Con esto será suficiente- le dijo

- Gracias Linnod, pero sólo siento no tener un buen arco, me sentiría más seguro-

- Pues dudo que nadie te ceda el suyo, y en la armería no quedan. Pero tranquilo, seguro que conseguimos algo por el camino, ya verás-

Un tiempo más tarde fueron saliendo todos y se les dió un caballo a cada uno. Linnod recordó entonces que Sariel debía estar en el establo de la Torre del Rey, pero decidió no decir nada ni ir por él, para no llamar la atención. En total eran dieciocho guerreros. Y cuando todos estuvieron fuera, enfrente de la parte delantera de la Torre del Rey, Kaenor salió al balcón y les miró. Escrutó la vista unos instantes y posó sus duros ojos en Linnod. El rey se había enterado de su presencia en el reino. Alguien se lo había dicho, alguien había delatado a Toek, probablemente Gerald, siempre al lado del rey y maquinando continuamente. Pero el rey no impidió que Linnod saliera con los demás. Le dirigió una última mirada en la que se podía ver el odio, una mirada que le sobrecogió. El rey se giró y con sus escuderos se volvió a sus aposentos. Linnod miró a su alrededor buscando a Olwaith, pero no le encontró. Seguramente Kaenor le había prohibido su presencia en la partida de los soldados.

El guía comenzó la marcha, y todos le siguieron. Linnod y Scerion cerraban el grupo. Linnod miró atrás, observando mientras cruzaban la puerta de la ciudad, buscando a alguien entre las gentes que habían acudido a la partida. Pero no encontró lo que buscaba, y apesadumbrado se volvió y siguió a los demás. Salieron de la ciudad y tomaron dirección Sur, hacia los campos de Anthios, que rodeaban la muralla de la ciudad. La hierba estaba seca y había perdido casi todo su verdor, y todo estaba sombrío bajo los tempranos rayos de un sol que acababa de despertarse. Linnod tuvo la necesidad de observar el mar, y sentir de frente su brisa. Detuvo su caballo y se dió media vuelta, pero no avanzó hacia el Norte, como su corazón le pedía, se quedó allí unos segundos con los ojos cerrados, sintiendo el suave contacto del viento frío del mar. Y cuando los abrió allí estaba, en la cumbre del risco que bordeaba el mar, sentada entre las escasas flores que la sequía había dejado crecer, observando como los jinetes se alejaban, con su largo vestido blanco y su dorado y rizado pelo mecido a placer por el viento. Así vió Linnod a Nora antes de dejar la ciudad para enfrentarse a lo desconocido. La princesa levantó su mano en señal de despedida y Linnod se dió la vuelta, para reunirse al galope con el resto, y apretaron el paso, con rumbo firme al Sur.

 Cruzaron los campos de Anthios, vadearon el río Thaos y entraron en los Campos Eternos, uno de los más bellos parajes del reino, ahora azotado por una sequía que parecía no tener fin. Por el seco prado viajaron media jornada, entre los castigados álamos y sauces, dejando atrás los moribundos alisos sedientos de un agua que anhelaban desde hacía meses. Pese a la belleza que un día tuvieron los Campos Eternos, esta situación llenó de desconsuelo a todos, y acrecentaba su desánimo, por el cansancio que tan pronto había llegado debido al sofocante calor. Pero a Linnod todo le parecía menos sombrío y oscuro, al recordar a la princesa, y eso le ayudaba a no pensar en Kaenor. Avanzaron durante el resto de la jornada sin detenerse, y llegaron al límite de las estribaciones montañosas de Eltereth. Altas e imponentes se erguían ante los soldados, coronadas por un escaso manto de nieve, que no tardaría en desaparecer del todo ante la época de calor.

 La marcha se detuvo a pasar la noche, al cobijo de una cornisa en la pared de piedra. Tres soldados hacían guardia e iban turnándose cada cierto tiempo. Los demás aprovechaban a comer algo y dormir. Linnod se recostó contra la pared y cerró los ojos.

- Mi hogar se encuentra tras las montañas. Mi mujer ya debe haber acostado a mis hijas.- dijo Scerion, que se había sentado a su lado - Espero que esos bandidos no hayan llegado allí-

- No lo creo- dijo Linnod- No es fácil cruzar las montañas, tu lo sabes bien, además se dirigirán al Norte, donde hay más riquezas-

- Claro. Será mejor que no me preocupe tanto-

Scerion se abrazó las rodillas y apoyó la barbilla en ellas, escrutando la oscuridad de la noche.

- ¿Quien eres, Linnod?- preguntó en voz baja- He notado como muchos de los hombres te tienen un respeto especial, y no me ha pasado inadvertido que no es la primera vez que te ves con Kaenor en Anthios-

Linnod abrió los ojos y miró a Scerion.

- Eres observador, Scerion, y eso es bueno, aunque no lo es tanto el entrometerse en vidas ajenas- dijo Linnod

- Oh, lo siento mucho,.. no era mi intención...-

Linnod rió con fuerza.

- Vamos, tranquilo, era sólo una broma, sabes que te admiro, y te tengo mucho aprecio. - dijo Linnod- Tienes razón, mi vida no ha tenido nada de normal hasta ahora, y dudo que lo tenga en adelante. Hace años fuí desterrado por desobedecer al rey, y gente a la que amaba murió por mi falta. Desde entonces he vivido sólo, sin nadie a mi lado, en parte porque no quiero que nadie más sufra por mi situación con el rey.-

- ¿Y el rey te ha llamado ahora para esta empresa? No lo entiendo- dijo Scerion

- No, no, el rey no sabía que estaba en la ciudad, hasta esta mañana al menos. Fue otra persona quien me hizo venir, para llevar a cabo otro cometido, del que te enterarás llegado el momento-

Scerion asintió y no hizo más preguntas, volviendo a su postura anterior, con la cabeza reposando en sus rodillas.

- Ahora duerme, Scerion, estandarte de Gagda, pues mañana nos espera un largo día de viaje, y dudo que nos sobren las fuerzas con este cruel e interminable verano-

Al poco de amanecer se pusieron en camino. El guía los llevaba ahora bordeando las montañas, dirigiéndose al último lugar donde los bandidos habían atacado. Linnod se colocó en la cabeza de la marcha, al lado del guía.

- ¿Hacia dónde nos dirigimos?- preguntó

- Cruzaremos las montañas por el desfiladero de Gagda, a dos jornadas de viaje de aquí. -contestó el guía sin mirar a Linnod

- ¿Gagda?¿Nos dirigimos allí?-

- Sí. Anteayer llegaron noticias a Anthios de que Gagda ha sido saqueada, los bandidos ya han pasado por allí. No cruzaron el desfiladero, por lo que deben de haberse ocultado en alguna caverna-

Linnod miró atrás y observó a Scerion, que hablaba con otro soldado animadamente. Volvió al fondo de la compañía y se reunió con él.

- ¿Qué noticias hay? ¿Adonde vamos?- preguntó.

Linnod guardó silencio unos segundos.

- Seguiremos bordeando las montañas durante varias jornadas, luego ya veremos- contestó, disimulando su preocupación

- De acuerdo, ya es hora de encontrarnos con esa chusma, mi lanza se mueve inquieta en la espalda...- dijo Scerion sonriendo

Linnod también sonrió, ocultando el dolor que sentía por no haber podido decirle a Scerion lo de su pueblo. Pero decidió que era mejor no hacerlo de momento, y permaneció callado.

Cabalgaron hasta el mediodía de la segunda jornada. Allí la tierra tenía aún peor aspecto que en al Norte, y prácticamente no había hierba que dar a los caballos, ni arroyos con los que saciar su sed. El calor era insoportable, y muchos de los soldados se deshicieron de parte de sus armaduras, dejándolas en el borde del camino, donde el tiempo y las futuras lluvias las oxidarían y harían desaparecer. Las Eltereth no eran más que colinas en esas latitudes. A no muchas millas, su altitud sería ya nula y se convertirían en una vasta llanura de gran extensión, que acabarían en el gran Mar del Sur. Tres de los jinetes subieron a una colina para hechar un vistazo al horizonte, cuando el sol estaba en lo más alto y todos se detuvieron a descansar. Comieron algo y durmieron a la sombra de los cadáveres de unos centenarios robles.

 Y así el sol descendió hacia el anhelado Norte y los vigías no habían vuelto. El guía ordenó que dos más fuesen a buscarlos. Cuando iban a partir, uno de los vigías volvió al galope, bajando a toda prisa la falda de la colina, trastabillando con todas las rocas, castigando las patas de su caballo. Tenía los ropajes rasgados, y su rostro estaba manchado de sangre. Aún empuñaba su espada. El guía le ayudó a desmontar e intentó hacerle soltar la espada, que tenía agarrada con unos dedos temblorosos y ensangrentados.

-¿Qué ha pasado? ¿Dónde os atacaron?- preguntó el guía

El soldado no abrió la boca, miró con los ojos casi fuera de sus órbitas a todos los demás, sin emitir sonido alguno.

- ¡Vamos! ¡Dime qué ha pasado! ¿Y los otros? ¿Dónde están los otros?- preguntó el guía impacientándose

Entonces, en ese momento, pareció que el suelo temblaba, y un ruido sordo entraba por los tímpanos de los soldados, golpeándolos y llenándolos de terror. El sol, ya casi oculto en el horizonte, pareció apresurarse en su camino y la oscuridad se hizo casi total. Todos cogieron sus armas y se reunieron en un gran círculo. El soldado herido, arrojó su espada y se tiró de rodillas al suelo, llorando y sollozando palabra ininteligibles, se cubrió la cabeza con las manos y no se movió mas. El rugido aumentaba, como una gran ola creciente que se dirige al acantilado para desatar su furia contra él. El terror en los hombres crecía a medida que una sombra se acercaba por el Oeste, haciendo cada vez más nítida su figura. Los soldados tomaron posición defensiva, aguardando y observando. La sombra se hizo visible a no más de cien metros de los ellos. Eran cientos, quizás miles, y venían de varios flancos. En la reinante oscuridad sólo se podía observar el centelleo de sus espadas que se acercaban rápidamente. Los hombres cerraron el círculo casi juntando sus espaldas. Un ensordecedor y horrible sonido lo embargaba todo, y el miedo corría a través de los huesos de todos los soldados, haciendo desfallecer a varios de ellos, que arrojaron sus armas y se tumbaron esperando su muerte. Linnod, con Scerion a su lado, no era capaz de emitir sonido alguno, todo su cuerpo estaba agarrotado por el terror, por el temblor en el suelo preocedente de las hordas que los atacaban, sin ni tan siquiera mostrar su rostro. Entonces la oscuridad pareció aumentar y la gran marea oscura cargó contra ellos con furia. Un estruendo pavoroso cruzó el valle y golpeó con las paredes de roca, repitiendo su terrible sonido. Linnod cargó contra los enemigos, pero no alcanzó a nadie. Luchaban a tientas, con ese rugido en la cabeza, con el sonido del metal y de los huesos al quebrarse. Los gritos desgarraron los oídos de Linnod, durante un breve tiempo, porque uno de los sombríos atacantes golpeó con su espada su cabeza, haciéndole caer conmocionado. Sintió el duro suelo golpear contra su cara y luego la más absoluta oscuridad le anegó.



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