Corazón de Hobbit (Libro II)

12 de Agosto de 2004, a las 00:00 - Lily B. Bolsón
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3. La Primera Proeza


"Todavía en tiempos de Bilbo, el fuerte carácter albo
podía descubrirse  aún en las grandes familias,
 tales como los Tuk y los Señores del País de Los Gamos."

(J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos "De los Hobbits")


*****

Cuando Pippin se despertó al día siguiente, se vio sumido en una leve penumbra. Al principio pensó que se había despertado en mitad de la noche, como cuando era pequeño, y que de un momento a otro aparecería alguien pidiéndole que se volviera a dormir. Pero al girar la cabeza todavía adormilado y mirar hacia la ventana, entre brumas, vio que una ligera luz se atisbaba allá afuera. Fue entonces cuando todo adquirió sentido de nuevo.
 Lo último que recordaba era que estaba en las calles de la ciudad, y que hablaba con Beregond sentado contra un muro. Supuso que se había quedado dormido y que su compañero le había llevado a la habitación. Con estos pensamientos volvieron el miedo y la soledad que la noche anterior le hicieron vagar por calles y calles, pero ahora parecían lejanos e imprecisos, como si todo hubiera sido un mal sueño. Se desperezó, y al mirar a su alrededor ya más despierto vio que no había nadie. Pero sobre una mesa encontró una humilde bandeja con el desayuno; nada que hiciera regocijarse a un hobbit, pero suficiente para calmar su hambre. Se preguntó si había sido Gandalf el que la había dejado ahí, y se extrañó de que el mago no le hubiera despertado gruñendo porque había vuelto a quedarse dormido. Después de vestirse, se sentó al lado de la ventana y tomó el desayuno. 
 Pippin se asomó a la ventana, poniéndose en pie sobre una pequeña butaca. Minas Tirith, la ciudad blanca, se extendía a su alrededor como un enorme manto blanco. Y estando allí asomado, contemplándolo todo, a su mente acudieron todas las cosas que Gandalf y Beregond, y otras gentes, le habían contado sobre la hitoria de la ciudad. Vio allá abajo, a los guardias, vestidos de negro y plata; en esos momentos, también él llevaba esas ropas, y era uno de ellos. Pero no vio a Beregond, ni tampoco vio a Gandalf.
 "¿A dónde habrá ido?, se preguntó, quizá a alguna reunión importante... Como la que tuvimos ayer con el capitán Faramir..."
 Faramir era el hijo menor de su señor Denethor, y por tanto, hermano de Boromir, y era asimismo el capitán de la Guardia. El día anterior, Gandalf había ido a su encuentro cuando regresaba de una misión, y los jinetes negros, montados en las bestias aladas, habían interceptado su llegada. Pippin sintió un escalofrío cuando pensó en los terribles jinetes, capaces de oscurecer el corazón del más valiente, ya fuera hombre o hobbit.
 En esa reunión, una pequeña luz de esperanza se había encendido en su corazón cuando Faramir dijo que él no era el primer Mediano que veía; estos eran Sam y Frodo, y los había visto en Ithilien, dirigiéndose a Cirith Ungol. Pero en los ojos de Gandalf, por primera vez en todo el tiempo que le conocía, Pippin había visto el miedo, y esa esperanza se desvaneció. Durante el tiempo en que transcurría la reunión fue demasiado duro para él estar allí y escuchar sin hacer nada, con el alma en vilo, esperando que alguna de aquellas palabras diera una mínima esperanza a Frodo. Y justo en la noche, antes de retirarse, Gandalf había hablado con él, pero sus palabras eran esperanzadoras y a la vez inquietantes. Y el mago parecía temer ese nombre; Cirith Ungol, creyó recordar que se llamaba, y Pippin se preguntó por qué. Algo le decía que un peligro inesperado aguardaba a Frodo y Sam, pero su corazón no perdía la esperanza. No cuando habían podido llegar tan lejos.
 Entonces su mirada se fijó en el horizonte, en las tinieblas, allá donde una oscura nube negra se apoderaba de todo. Se preguntó si Frodo y Sam ya estarían allí, en los fuegos de Mordor, y otro escalofrío le hizo separar la mirada de allí, de las sombras del este, sentándose de nuevo en la butaca. De repente, se sentía infinitamente pequeño, y muy cansado. La noche anterior, viejos recuerdos habían acudido en sueños, y un extraño temor despertó en él. Ahora, esos sueños parecían lejanos, imposibles; y aunque siempre se aferraba a una mínima esperanza, allí estaba él, en medio de una guerra que no tardaría en desatarse, y se sorprendió echando tanto de menos su hogar y sus gentes, y a Merry, y a Frodo y Sam.
 Pippin suspiró. Echaba de menos esos días felices con la Comunidad, cuando, pese a saber que iban camino a una misión oscura y peligrosa, al menos estaban todos juntos. Echaba de menos a sus compañeros hobbits, pero también a Aragorn, que se había quedado con Merry en Rohan, y si todo salía según lo previsto, pronto llegarían juntos a Gondor; a Legolas, y su maestría con el arco; a Gimli, con sus enfados y su gran temperamento, pero sobre todo, su sonrisa bonachona cuando la situación lo requería. Y sus ojos se empañaron cuando pensó en Boromir, en cómo dio su vida por salvarle a él y a Merry. Pero ahora ya no estaba con la Comunidad, aunque ésta siempre estaría unida en su corazón. Ahora era un miembro de la guardia, y tenía que luchar hasta el final si era necesario. Y a su mente volvió la imagen de Faramir. Altivo, pero con un brillo especial en los ojos grises. Tan parecido, pero a la tan vez diferente a su hermano. Así era Faramir, y en ese momento, Pippin sintió una enorme lealtad hacia su capitán.
 De repente, los pensamientos de Pippin se vieron interrumpidos por unos lejanos gritos de terror. Horrorizado, se puso en pie sobre la butaca y se asomó fuera, y lo que vio le dejó sin aliento. Dos enormes wargos habían rodeado a unos inocentes niños allá abajo, entre dos calles. No tenían escapatoria posible. Un grupo de guardias les habían estado persiguiendo, e incluso algunos habían resultado heridos. Pippin los vio a lo lejos, y supo que no llegarián a tiempo. Intentó salir corriendo, pero un miedo helado le había paralizado por completo. Quiso gritar, y ninguna palabra brotó de sus labios.
 Y entonces algo ocurrió. Pippin no supo jamás qué fue lo que le impulsó a hacerlo, ni tampoco ninguno de los que presenciaron la hazaña; quizá fue el miedo, o la impotencia de verse allí sin poder hacer nada, o quizá (y muchos dicen que de seguro) fue la sangre de Toro Bramador Tuk, que en esos momentos corría ferozmente por sus venas como un río embravecido. Cogió el arco de la mesilla, y en pie sobre la butaca y apoyando un pie en el alféizar, inclinó medio cuerpo hacia afuera. Pronto la calle se llenó de gritos y exclamaciones, de voces entre alarmadas y desconcertadas por el atrevimiento del hobbit: "¡Mirad, allá arriba, es el Mediano!" decían algunos; "¿Qué está haciendo? ¡Se va a caer!" anunciaban otros. Pero Pippin no les oía, como tampoco oía el llanto asustado de los niños y los feroces ladridos de los wargos; tan sólo oía los latidos de su propio corazón golpeándole en los oídos. Clavó la mirada penetrante en uno de los wargos, y vio sus dientes afilados, y la boca goteaba una saliva espesa y oscura. Tensó el arco, con pulso firme; en sus ojos dorados, clavados en su objetivo, brillaban la rabia y el coraje. Y disparó. La flecha certera atravesó la garganta de la bestia, que no pudo sino lanzar un aullido de sorpresa antes de caer fulminado. El otro wargo se debatía entre huir y hallar al agresor, presa del desconcierto, cuando otra flecha surcó el aire, y estuvo muerto antes de poder decidir qué hacer.
 Y entonces Pippin se dio cuenta de lo que había hecho, y oyó los gritos, y los vítores del gentío, y presa de un vértigo tal que creyó que se caería de la torre, se arrastró hacia adentro jadeando, quedándose sentado en la butaca. El arco se le cayó al suelo. Las piernas le temblaban, pero en su corazón ardía una gran satisfacción que desconocía. Había salvado a esos niños, pero jamás había pretendido hacerlo. Se sentía tan extraño; extraño y asustado. Los vítores del gentío se mezclaron entonces con una voz que salió de lo más profundo de su corazón: Imprescindible entre la oscuridad será el coraje de un corazón inocente... Ahora más que nunca estaba seguro de que esas palabras se referían a él, y un suspiro ahogado escapó de sus labios.
 Aún podía oir las voces allá a lo lejos, cuando de repente, la puerta de su estancia se abrió y apareció Beregond. La sorpresa se dibujaba en la cara del hombre de Gondor, y Pippin sin saber por qué, se sobresaltó.
 - ¡Es increíble!, ¿cómo has hecho eso? -dijo, y de él brotó luego una risa sincera, y cogió al hobbit en brazos, levantándolo en el aire. Pero al ver su rostro pálido y enmudado le dejó otra vez en el suelo, alarmado- ¿Qué te pasa, maese Peregrin? ¿Estás bien?
 Pippin no respondió, o no sabía que responder. Levantó la cabeza y miró a Beregond, con los ojos muy abiertos y asombrados.
 - No sé porque he hecho eso, maese Beregond -balbució-. Por unos instantes es como si no fuera yo mismo.
 Beregond rió de nuevo con ganas, y le palméo la espalda, y Pippin sintió que un calor súbito pero agradable le enrojecía las mejillas.
 - ¡No te preocupes, no es nada que debas temer! -dijo el guardia- La guerra se acerca, y esa circunstancia convierte en un guerrero hasta al más tímido de los hobbits. Te sorprendería ver la de veces que hasta mi propio hijo Bergil nos ha ayudado sin quererlo, pese a su corta edad . ¡No te asombres por esto! Has salvado a esos niños, y eso es algo de lo que mereces estar orgulloso.
 - Pero los hobbits no servimos para ser héroes, mi querido Beregond... -dijo Pippin- Alguien me dijo una vez... que yo haría grandes cosas.. -sintió que no debía detallar más, y calló unos segundos-. Y ahora de repente, salvo a unos niños, y nunca antes había cogido un arco. Temo en qué pueda acabar esto.
 - Acabará en lo que tenga que acabar -dijo Beregond-  Pero eso no debe impedirnos seguir luchando. Este pueblo no caerá mientras nos quede una pizca de fuerza.
 Pippin miró al suelo, y de pronto se sintió muy egoísta. No debía asustarse por haber hecho una hazaña semejante. Ya no era el momento de ser un hobbit caprichoso y alocado. Aquello era real; no estaba en la Comarca, y lo más peligroso que podía hacer no era subir a un árbol a coger manzanas. Esta vez había en juego algo más. Y supo que tenía que hacer lo que pudiera.
 - ¡Vamos con los demás! -dijo Beregond- No temas, ni te avergüences, pues has hecho algo digno del mejor soldado. Y estoy seguro de que no será tu única hazaña.
 Pippin sonrió, y poniéndose el yelmo siguió a su compañero.
 - Algo me dice que tienes razón. ¡Vamos entonces!



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