La Espada del Alba (libro II)

07 de Diciembre de 2003, a las 00:00 - Abel Vega
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Cápítulo diez: LA BATALLA DE LOS CAMPOS ETERNOS

Extrañas sensaciones se debatían en el interior de Linnod. Sabía hacia donde iban, sabía lo que les aguardaba y sabía lo que tenía que hacer. Todo lo que Korho le había contado, todo lo que había profetizado, se había cumplido; parecía como si el Mal hubiese estado esperando el momento en el que Anthios estuviese fuera del mandato de Kaenor para atacar, como si de alguna forma hubiera dado tiempo a los Hombres para prepararse. Y en el mismo momento en el que el rey moría, habían llegado al reino con el fin de acabar con todo. Pero Linnod sentía miedo, ahora que luchaban sin líder, ahora que defendían un reino sin rey, pese a que ningún soldado lo sabía aún.

Lejos dejaron las murallas de la capital, y en la cerrada noche corrieron, siguiendo los fuegos de las antorchas de los que iban delante. Los soldados se fueron juntando en grupos, y poco a poco formaron una importante cantidad de tropas, que avanzaron rápidas bajo las estrellas, que brillaban con fulgor presagiando lo que iba a suceder.

- ¿Donde está Scerion?- preguntó Linnod a Olwaith

- Salió de la ciudad antes que nosotros, con varias tropas de arqueros.- contestó

- ¿Son los primeros en llegar?-

- No, dos centenares de hombres iban delante. Luego, Scerion y los demás, ahora llegaremos nosotros y la caballería no tardará. No hemos tenido tiempo de preparar a los hombres, todo ha sucedido muy rápido.-

El cansancio y la fatiga habían dejado paso al miedo, ahora que se oía delante de ellos ese rugido sordo que provocaba el Mal. Linnod recordó entonces su primer encuentro con los Muertos, cerca del desfiladero de Gagda, y su corazón se llenó de terror al revivir aquel sonido y aquella masacre. Pronto el rugido se hizo mayor, y se oyeron fragores de batalla. Ascendieron el risco que bordeaba los Campos Eternos y miraron al Sur, y contemplaron toda su inmensidad, ahora inundada por hordas de Muertos. Miles de soldados del Mal se encontraban en aquel antiguo paraíso, portando antorchas que todo lo llenaban de un espeso humo, y dando un color rojizo a la fría bruma nocturna. En la parte Norte de la pradera, varias decenas de hombres aún resistían las embestidas del Mal. Linnod y Olwaith se encontraron con los arqueros, y pronto localizaron a Scerion.

- ¿Cuanto lleváis aquí?- pregunto Linnod a Scerion, agarrando sus hombros.

- Desde poco después de la llegada de los primeros hombres. Está siendo una masacre, son muchos, y parecen no sufrir bajas. Llevamos disparando desde que llegamos, pero no vemos que cause efecto alguno- dijo Scerion

- Seguid así, mantened las ráfagas hacia las primeras líneas. Todo hombre capaz de luchar se dirige hacia aquí, tenemos que evitar que lleguen a la ciudad.-

Linnod miró hacia atrás y vió como llegaban todos los soldados de Anthios, y como se detenían ante Olwaith, que aguardaba en aquel risco, mirando hacia el Norte. Ninguno se esperaba ver al príncipe en la batalla, y aguardaron sus órdenes. Olwaith miró a los miles de soldados y luego a Linnod. Y allí, con el Mal a sus espaldas, se adelantó y se dirigió a sus hombres.

- ¡Soldados de Anthios!- gritó, y todos le observaron. - Vuestro rey os pide que luchéis con él, que defendáis la ciudad y a vuestras mujeres e hijos del Mal-

- ¡ Si luchamos no lo hacemos por que nos lo ordene Kaenor !- gritó uno de ellos desde el fondo

- Lo sé. Y tampoco es Kaenor el que os lo pide, pues está muerto- dijo Olwaith

Todos se miraron confusos y la esperanza corrió por todos y cada uno de los soldados.

-¡ Ahora yo soy el rey de Anthios, y lucharé aunque tenga que hacerlo sólo! ¡Vuestra decisión será respetada, si no deseáis combatir! Ahora, vayamos a la batalla que nos aguarda, pues hermanos nuestros están derramando sangre y nos necesitan. ¡¡Adelante!!-

Y con el ahora rey encabezando el ejército, todos corrieron ladera abajo empuñando sus espadas. Linnod observó a Olwaith que corría a su lado, y vió en él un poder que nunca antes había visto, le veía como un rey, pero no como Kaenor, y esto le hizo sentirse orgulloso, pues él había sido quien le había echo ser así.

Los varios millares de hombres de Anthios fluyeron como el agua por la ladera de hierba marrón. Y cuanto más se acercaban a los Muertos, más ronco y ensordecedor era el rugido, y el suelo temblaba con más fuerza. Se unieron a los pocos hombres que aún resistían en el valle y todos cargaron con fuerza sobre el Mal, y lo único que se pudo oir en ese momento fue el sonido del metal al entrechocar. Muchos de los hombres murieron en la carga, debido a la defensa de los Muertos, que portaban lanzas y picas. Linnod cargó casi a ciegas, y pronto la sangre bañó su cara, y se vió rodeado de Muertos, sin ver a Olwaith cerca. Blandió su espada en el aire, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Entonces pudo ver, ayudado por el débil centelleo de las antorchas, a lo que realmente se enfrentaban. Los soldados del Mal eran hombres, hombres a los que se les había acabado el tiempo sobre la tierra, hombres a los que les había llegado su hora y no deseaban admitirlo. Todos eran cuerpos putrefactos, esqueletos con armaduras que recordaban las viejas historias, sus extremidades eran delgadas pero poderosas empuñando la espada, y en sus caras se veía el odio a través de sus sanguinolentos ojos casi fuera de sus órbitas. Había miles, y aún con su terrible aspecto, se podía saber si eran hombres que habían muerto jóvenes, ancianos o si eran mujeres. Pero en todos ellos se veía el odio, y Linnod recordó lo que el dragón Korho le había dicho, que el Mal les había dado una segunda oportunidad para vengarse de los hombres que les habían dado muerte por avaricia y poder. Y allí estaban ellos, pagando las injusticias de hombres del pasado; o quizás también pagando injusticias del presente.

Con sus ojos ya habituados, Linnod luchó sin cuartel empuñando la Espada del Alba, que parecía espoleada ante los Muertos. Atacaban muy fuerte y varios a la vez, pero Linnod pudo defenderse no sin gran trabajo. Pero por cada Muerto que caía a sus pies, dos o tres más le encaraban, y cada vez era más difícil resistir. En medio del caos, Linnod gritó buscando a Olwaith; el príncipe estaba varios metros más atrás, rodeado de Muertos, y luchaba ferozmente. Todos los Hombres habían sido rodeados, y fue en este momento, demasiado tarde, en el cual se dieron cuenta que eran muy inferiores en número. Olwaith trató de acercarse a Linnod, dejando tras de sí una hilera de Muetos decapitados. El rugido penetraba por los oídos y turbaba la mente y el corazón, el miedo invadía a los hombres, y algunos huían, y otros se dejaban morir ante el acero de los Muertos.

- No tenemos nada que hacer, Linnod. Son demasiados y muy poderosos- dijo Olwaith

- Sigue luchando mi rey, o será el fin de todo- contestó Linnod, y miró a los oscuros ojos del rey, y le transmitió valor, e hizo que su miedo cediera ante éste.

Olwaith miró a su alrededor tratando de buscar a sus soldados. Miró hacia la colina, esperando ver llegar la caballería, pero sólo vio a los arqueros desperdiciando sus flechas contra enemigos que no podían morir atravesados por ningún objeto, pues sólo caían y dejaban de luchar si su cabeza era separada del cuerpo, luchaban aún sin brazos o piernas, incluso arrastrándose por el seco suelo sólo con cuerpo de cintura para arriba.

- ¡¡Soldados!! ¡¡Agruparos en el centro, no os separéis, y resistid, vamos!!- gritó Olwaith

Los soldados comenzaron a unirse a ellos, aún rodeados por cientos de Muertos, pero al estar unidos, lucharon con más ímpetu y esperanza. Un hombre que estaba al lado de Olwaith fue atravesado por la espada de un enemigo, y cayó sobre el rey, manchando su cara de sangre. Olwaith miró su rostro en el suelo y vió la de un joven, casi un niño. Pensó en donde estaría su padre, o si ya había perecido, y en cuantos hombre habían ya muerto y morirían en aquella batalla desigual. Se limpió la sangre de los ojos y siguió luchando. El grupo de soldados iba bajando de número con rapidez. Gran cantidad de guerreros del Mal habían sucumbido, pero había costado un alto precio, y aún eran miles rodeándoles y no resistirían mucho. La Espada del Alba, brillaba en la mano de Linnod, cortando el aire, acoplándose a ella como si fuese parte de él mismo. Y el fulgor de la Espada se hizo mayor y su poder pareció aumentar, cargando sobre los Muertos, causando temor en ellos y haciéndoles retroceder. Pero no era suficiente, pues los hombres eran cada vez menos y su pánico crecía. Todo lo que se oía era el metal y gritos desgarradores en medio de aquella noche fatídica. La esperanza de victoria pronto se disipó, y los hombres lucharon tenaces, pero con el corazón embargado por el miedo y el deseo de una muerte rápida. Olwaith y Linnod miraron a sus hombres y vieron la realidad, la muerte pronto les alcanzaría sin remedio. Y por encima del rugido del Mal, se oyó otro más atronador aún, que venía del cielo. Y al oirlo, los Muertos miraron a las estrellas, y los hombres sintieron que algo iba a suceder, algo que cambiaría el destino de la batalla. En ese momento, el dragón Korho llegó del cielo escupiendo fuego y cenizas, tapando la luz de la luna con sus grandes alas y removiendo el nauseabundo aire del valle. Al llegar al suelo, muchos Muertos fueron aplastados, y muchos perdieron por segunda vez su vida ante el ataque inicial del dragón. Con colosales bolas de fuego saliendo de su boca, pronto los Campos Eternos se sumieron en una bruma de humo coloreada por las llamas. Korho atacaba con ferocidad, con sus garras y sus fauces, con fuego y uñas, arrasando al ejército del Mal. Los Hombres sintieron que podían ganar aquella batalla y cargaron en un definitivo ataque.

- ¡¡Vamos, hombres de Anthios, pues el dragón ha llegado desde el confín del mundo y ahora lucha a nuestro lado!!- gritó Linnod, y todos los soldados le vieron como a un líder, y vieron su espada brillar en la noche, que parecía formar parte de las estrellas que estaban sobre ellos. Muchos Muertos perecieron ante aquel ataque, y más aún ante el poder de Korho. Largo tiempo lucharon así, el Mal contra los Hombres y el Dragón. Y las fuerzas se equilibraron, y los hombres sufrían menos bajas y los Muertos más,y aquellos hombres que habían huído regresaban a la batalla a luchar junto con los demás. Y Linnod seguía segando putrefactos cuellos, y destrozando esqueletos por doquier, espoleado por Korho. Linnod atacó a un Muerto y partió su cráneo. Se dió media vuelta e hizo lo mismo con otro. Le atacaron por la espalda, pero esquivó el golpe y arrancó las piernas de un soldado del Mal con su filo. Ya en el suelo, el Muerto vió cómo Linnod aplastaba su cabeza con su propia maza. El portador de la Espada del Alba se giró de nuevo, con el propósito de volver a atacar, pero ningún Muerto tenía enfrente. Miró a su alrededor y sólo vió hombres, pocos Muertos quedaban en pie, y el rugido atronador se había desvanecido. En el suelo, los huesos crujían al caminar sobre ellos, y miles de armas reposaban a su lado. Pocos hombres quedaban combatiendo, pues pocos Muertos quedaban, y pronto cayeron ante las espadas de Anthios o ante el poder de Korho. Linnod buscó entre los hombres, y pronto localizó a Olwaith.

- Hemos vencido, mi rey- le dijo

- Sí, lo hemos logrado- contestó Olwaith

Linnod miró al suelo y vió los cuerpos sin vida de muchos de sus hombres. Jóvenes y viejos, muchos habían muerto esa noche y el corazón de Linnod se tiñó de tristeza. Miró a Olwaith a los ojos.

- El Mal volverá, no hemos acabado con él. Su líder no estuvo en esta batalla.- dijo Linnod

- Espero que su próximo ataque no sea mayor que éste. Pero contamos con la ayuda del dragón, al que todos debemos la vida- dijo Olwaith

- Sí, sin él nada habríamos hecho- dijo Linnod mirando al dragón a un centenar de metros, que acababa a los últimos Muertos que huían.

Korho levantó la gran cabeza y miró a portador de la Espada. Al ver los mágicos ojos sobre él, Linnod sintió un escalofrío que le atravesaba y que le llenaba de esperanza. El dragón alzó la mirada y rugió con fuerza hacia las estrellas, un rugido que permaneció en las memorias de todos aquellos soldados para siempre, un rugido que expresaba la victoria de los Hombres, y llegó al corazón de todos y cada uno de los supervivientes. Todos alzaron sus espadas y gritaron en homenaje a Olwaith y a Korho, gritaron de corazón al ver que el nuevo rey podía llevarles a la victoria y al ver a aquel hombre que les había capitaneado aquella noche y que portaba una espada que hacía desfallecer al Mal y rebosaba poder y valor.

- Muchos Hombres han muerto esta noche- dijo Linnod

- Lo se. Pero hemos conseguido mantener el reino fuera de su alcance- contestó el rey

Linnod miró al Sur y vió el Sol aparecer en la lejanía, y a todos los hombres festejando la victoria, bañados ahora por una tímida luz.

- El reino está en tus manos ahora, Olwaith. No creo que la sangre de tu padre sea igual que la que corre por tus venas, y creo que Anthios volverá a ser grande y hermosa. Pero mucho hemos de sufrir aún antes, y el Mal debe ser destruído, y eso nos causará mucho dolor. Anthios debe ser uno antes del ataque definitivo, y tu eres el encargado de hacerlo, une a todo el reino y combatamos al Mal. Haz que merezca la pena luchar, mi rey, haz que los hombres piensen en volver a la ciudad y en ver a sus seres queridos, en un reino grande y sin injusticias. Une a los Hombres, Olwaith- dijo Linnod

Olwaith le miró a los ojos y recordó los años en los que había sido enseñado por él. Pero ahora le vió de manera distinta, con un poder que nunca había notado en él. Envainó su espada, y se arrodilló al lado de un soldado muerto. Cogió su espada y arrancó de su empuñadura el pequeño trozo de metal con el emblema de Kaenor y lo arrojó lejos, entre los caídos. Clavó la espada en el suelo ante ellos, que osciló con el viento que la mañana había traído consigo.

- Todos haremos renacer el reino, Linnod, y renacerá con fuerza y valentía, y todos hablarán dentro de siglos del gran reino de Anthios y de su victoria ante el Mal. Resurgiremos, y la esperanza y el acero serán nuestros baluartes-

 

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