La Espada del Alba (libro II)

07 de Diciembre de 2003, a las 00:00 - Abel Vega
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Capítulo once: LA SOMBRA DEL MAL

Lento y duro fue el regreso desde los Campos Eternos. Los cuerpos de aquellos que habían muerto en la batalla fueron traídos de vuelta a Anthios, aquellos que aún estaban reconocibles. Los miles de esqueletos del Mal fueron quemados en una gran hoguera en el centro de la pradera, y el humo se levantó en el cielo y pudo ser visto en muchas millas a la redonda, y ardió durante días, consumiendo lentamente los cuerpos de aquellos que habían regresado de los infiernos. Los soldados supervivientes, llevando a sus amigos perdidos aquella noche, marcharon en silencio, cabizbajos, con gran tristeza en sus corazones, pero con la alegría de haber derrotado al Mal en su primer embite. La llegada a la capital se produjo bien entrado el nuevo día, de nuevo despejado y caluroso, que acrecentaba la sequía que azotaba el reino desde hacía ya muchos meses. Incesantemente los soldados fueron atravesando la gran puerta de la ciudad, bajo la mirada de todos los habitantes que habían permanecido allí esa noche. Todas las mujeres salieron a recibirles, y la alegría y los abrazos de algunas se mezclaban con el desaliento y el dolor de otras, al encontrarse con el cadáver de su hombre. Y tras la ciudad, y a orillas del acantilado del Norte, enterraron a todos aquellos que habían perecido a manos del Mal, y todos tuvieron su tumba adornada con flores marchitas y su lápida cara al mar, para que fueran recordados en el tiempo. Casi llegada la noche, todos reposaban ya bajo tierra, donde permanecerían para siempre. Donde permanecerían para siempre si el Mal no doblegaba a los Hombres, ya que si no resistían, no habría alma que descansase para siempre en su lecho, no habría muerto que no fuese reclutado para aquel ejército de terror que les acosaba, y este pensamiento causaba gran pesadumbre entre aquellos hombres y mujeres que ahora trabajaban para dar un digno fin a los que habían dado su vida por ellos.

Linnod observó las tumbas, y luego miró al mar, a la línea que le separaba del cielo, pero no pudo distinguirla, pues sus ojos temblaban pidiendo que dejase salir las lágrimas. Agarró la empuñadura de la Espada del Alba con fuerza y miró al Sol, y vió como éste se ocultaba ya tras el mar, abandonándoles, sumiendo a aquellos hombres y mujeres en la oscuridad, como ajeno a lo que sucedía bajo él, en la tierra. Entonces Linnod supo que estaban solos, que ellos eran los únicos que quedaban para evitar que la raza de los hombres desapareciese para siempre, y un gran dolor creció en él, a la vez que el miedo le poseía. Un ligero viento se levantó, y revivió las ramas de los álamos y de los robles del cercano bosque de Rovehn, llenando el cementerio de aquel sonido que parecía tratar de acallar el dolor que les embaucaba. Y Linnod sintió entonces en su mejilla el suave y ligero tacto de un rizado y dorado pelo que el viento mecía, y que le acariciaba con unos caprichosos movimientos. Nora se colocó a su lado, mirando también al mar. Se acercó a Linnod y le abrazó, y éste se sintió mejor y su dolor menguó. Y los últimos rayos de sol de aquel día de silencio se despidieron de ellos, haciendo brillar las lágrimas de todos aquellos que habían llorado la pérdida de alguien amado, y el Sol se sumergió definitivamente en el mar, tiñendo el reino de sombra.

Olwaith entró en la Torre del Rey, ahora vacía. Subió las escaleras despacio y llegó a la sala del trono. Se detuvo ante la puerta, sin abrirla, pensativo. La empujó y los grandes goznes chirriaron, a la vez que la estancia se dejaba ver bañada sólo por la luz de las llamas de las antorchas que bailaban en las paredes. Ante él vió varios cuerpos, de Guardias Leales de Kaenor, y unos metros mas allá, a pie del trono, vió a Kaenor, y vió su cabeza reposar con los ojos abiertos, todo rodeado de su brillante sangre, que anegaba las baldosas de blanco mármol. Olwaith recordó a su padre en vida, y sintió dolor, no por la pérdida de éste, sino por pensar en todo lo que el antiguo rey había hecho, y en todo el tiempo en el que el reino estuvo soportando sus injusticias sin que nadie se enfrentase a él. Y al ver el cadáver de Kaenor, la parte de su vida que transcurría desde su nacimiento hasta el día anterior, le parecía lejana y oscura, siempre bajo esa sombra que le controlaba. Y ahora sentía que era libre, y que su vida, como la de Nora, comenzaba de nuevo ese mismo día.

En ese instante entró Toek a la sala del trono, y se acercó a Olwaith y cogió su hombro, mirando como los ojos negros de Kaenor les observaban. Olwaith miró al anciano y le abrazó, y lloró en su hombro, pues tenía miedo, y Toek le rodeó con fuerza con sus brazos.

- Llora ahora todo cuanto quieras, rey, pues ya nunca mas habrás de hacerlo mientras estés en el trono de este reino. Sus gentes necesitan esperanza y un rey fuerte y sin miedo, y tu eres ese rey. La gente ha de mirarte y ver la victoria, no unas lágrimas que presagien la derrota.- dijo Toek al oido de Olwaith.

- Aunque yo sea el rey, no tengo ese poder. No hace mucho que me llamabas niño, y aunque mi mente y mi corazón han crecido, aún tengo miedo, ya no a mi padre, sino al Mal, y a lo que el destino de los Hombres nos tenga preparado. Es en Linnod en el que el pueblo ha de fijarse, él es el valor y la fuerza de Anthios. Yo no soy nadie para conducir al reino a una victoria que no podemos conseguir.- dijo Olwaith

- Eso mismo dijo Linnod el día siguiente de llegar a la ciudad. Dijo que no tenía poder para hacer creer al pueblo, porque tenía miedo, igual que tu. Pero encontró su camino y ahora nos guía a todos empuñando esa espada que nos llena de coraje. Y el pueblo le seguirá y le amará, pero no como a un rey. Anthios lleva mucho tiempo sin un rey, y la gente necesita esa figura para creer en la victoria- dijo Toek

- ¿Y de qué sirve que sea yo el hijo de un rey? ¿Qué puedo hacer yo que no pueda hacer otro? La figura del rey es etérea, lo único que el reino necesita son personas como Linnod, y como Nora, dispuestos a luchar por aquello en lo que creen. Estaría dispuesto a arrojar mi corona y dejar el reino en sus manos, pues yo no soy capaz de gobernarlo- contestó Olwaith

Toek puso sus viejas manos en las mejillas del rey y sonrió.

- El miedo ha condicionado tu vida, Olwaith, y ya ha llegado la hora de que deje de hacerlo. Cuando eras niño, y tu padre luchaba con Rivil y Siriath, saqueando sus ciudades, en las noches tenías pesadillas y no dormías, pues tenías miedo a que esos reinos asediados un día se revelasen y cargaran contra Anthios. Entonces yo te cantaba una canción, y tu miedo se desvanecía y te dormías. Supongo que no la recuerdas.- dijo Toek, y calló, quedándose mirando la noche a través de la ventana. Luego, con una voz baja y suave, aunque ronca, comenzó a cantar.

¿Qué deparó el destino,
a aquellos que un día lucharon?
¿Qué fue de aquellos
que se alejaron de su camino
dejando de lado la Ira y el Odio?
¿Que deparó el destino,
a los que no se doblegaron?
Su vida duró poco, pero su recuerdo pervivió,
y el valor les mostró su signo
haciendo su alma inmortal...

El viejo calló de pronto, se separó de la ventana y miró a Olwaith.

- Claro que no la recuerdas, muchos años hace que no la oyes. Esta canción representa a aquellos hombres que, según la leyenda, pactaron con los Dragones en el principio de todo, para pervivir y acabar con aquellos que barrían el mundo con su odio y su crueldad. Pero es una canción de otro tiempo, y con otros valores, que hoy escasean. Dudo que nadie nunca vuelva a entonarla de corazón.- dijo Toek, y salió de la sala en silencio.

Entre la oscuridad del bosque, Linnod caminó solo durante horas. Necesitaba estar solo y pensar, pensar en lo que ocurriría en adelante, y tenía que hablar con Korho. Iluminado por la plateada luz de la luna, llegó a lo mas profundo del bosque de Rovehn, y allí se sentó bajo una gran haya, agonizante por la sequía. Allí permaneció un tiempo, escrutando la espesa niebla del bosque, respirando su fragancia. Y no hubo amanecido cuando el dragón se presentó. Deslizándose entre los árboles, llegó al claro donde estaba Linnod y se tumbó a su lado.

- Ha sido un día duro para todos vosotros, y habéis sufrido mucho. Pero ahora sólo queda mirar hacia adelante, ya lloraréis a los caídos cuando acabe la tempestad- dijo Korho

- ¿Por qué mirar hacia adelante si sólo vemos muerte?- preguntó Linnod con desgana.

- La muerte de algunos será necesaria, sin duda, para el desenlace final. No todos sobrevivirán para celebrar la victoria- dijo Korho

- Parece que des por seguro que venceremos, se nota que no eres humano, y tu corazón no se ensombrece tan fácilmente. Pero creo que en el fondo tampoco tú tienes esperanzas, aunque te sea indiferente, pues un mundo sin hombres no es muy diferente a un mundo con ellos para tí, ¿no es verdad?-

- Si los humanos caéis, el resto del mundo se consumirá rápido, pues sois quienes lo gobernáis, y todo él se basa en vosotros. Si bien vuestro corazón es sombrío, esconde en un recóndito lugar espacio para algo más grande que el Mal. Ningún ser es capaz de odiar tanto como vosotros, y sin embargo tampoco existe criatura que ame con más fuerza. Es ahí donde reside vuestro poder, un poder mayor del que nunca tuvimos los Dragones en nuestro apogeo.-

- Creo que ese poder ha dejado paso al miedo y la aflicción en nuestro reino, Korho. Dudo que nadie soporte el definitivo ataque del Mal, por muchas esperanzas que tengamos. Además, he perdido la fe en esta espada que ahora porto, pues no nos guió a la victoria como presagiaste en aquella cueva, fuiste tú quien ganó la batalla, y si no hubieses llegado, lo mismo hubiese sido mil Espadas del Alba, pues estaríamos todos muertos-

- Eso nadie lo sabe- dijo Korho- El destino ha querido que yo formara parte de la Historia de la Humanidad, participando en esa batalla. Pero muchas cosas no sabes acerca de la profecía que oiste en la cueva hace ya muchas lunas, y muchos secretos serán desvelados antes del Fin.-

- ¿Secretos? ¿Acaso hay algo que no me contaste?-

- Sólo te conté una pequeña parte, Linnod. El resto no te incumbía, o simplemente no lo conozco-

- ¿No me incumbía? Supongo que ahora ya me incumbe, asi que desearía que me lo contases- dijo Linnod

- Sólo una cosa no te conté, y no se si realmente tiene veracidad. Pues hace muchos miles de años, la Espada del Alba fue forjada para proteger al Hombre, ante la futura aparición del Mal, y para derrotar a Awnn, su líder. Ésta espada, y sólo esta espada, tiene el poder de protegeros, por eso a los Dragones no se les permitió relación alguna con los humanos, y menos aún combatir a su lado, por eso permanecemos escondidos en los confines de esta tierra. Pero el Mal ha llegado, y el destino ha querido que yo esté involucrado en esta contienda. Y sabiendo que vuestro poder ahora es débil, no tuve otra opción que unirme a vosotros en la batalla, pues no soportaría la victoria del Mal. Y ahora mi futuro es incierto, pues he desobedecido el antiguo juramento y no se que va a ocurrir.-

- ¿Quieres decir que no puedes luchar junto a los Hombres? En ese caso, has desobedecido la orden y has cambiado el futuro que el destino nos preparó, pues todos hubiéramos muerto. Quizás el destino quiso que la Humanidad fracasara, pero tu lo has evitado.- dijo Linnod

- Tal vez, pero, ¿no eres tu el que no cree en el destino? ¿No eres tu el que guía su vida hacia su propio futuro? -preguntó Korho- Hace muchos siglos, cuentan las leyendas que un viejo Dragón, volando por los cielos del Sur, se alejó y llegó al mar, y allí siguió, sin importarle nada, como cegado por un poder que desconocía. Y se adentró en el mar, y muchas millas adentro, éste desapareció y un gran brillo que todo lo envolvía sustituyó al agua y al cielo. Y se sintió desconcertado, y curioso, se adentró en el fulgor hasta sus mismas entrañas, y desapareció. Y he que al cabo de muchas lunas regresó, ciego y con las alas quemadas, pero con su corazón embargado por la felicidad. La leyenda cuenta que el viejo dragón había llegado a la morada del Creador de Todo, y había visto los hilos del destino mientras la Madre Tierra los tejía. Y el dragón vivió sabiendo lo que el futuro depararía, y actuó en consecuencia. Y en uno de sus sueños vió como el Mundo se quemaba y desaparecía y todos los Dragones sufrían un terrible tormento para siempre, y no pudo soportarlo. Para no sufrir lo que había predicho, se quitó la vida, y murió pensando que había engañado al destino, y que se había salvado de una tortura hasta el fin de los tiempos. Pero nada ocurrió y el Fin del Mundo no llegó. Muchos dicen que el Dragón simplemente había sido fruto de la locura, y otros dicen que el Creador de Todo, al enterarse de que había visto el destino de los Dragones, lo cambió y atormentó la mente del que había llegado a su hogar en secreto.-

- ¿Que me quieres decir con esto, dragón?- dijo Linnod

- Que el destino no existe, o si realmente nuestro futuro está escrito, puede cambiarse, de alguna forma. Todo depende de la forma de actuar de los que moramos en el mundo. Si el viejo dragón hubiese comunicado a todos la llegada del Fin, podrían haber ocurrido dos cosas, que no le creyesen y le convencieran de que no era más que un sueño, con lo que no se hubiese suicidado, y el Creador habría convocado el Fin; o tal vez le creyeran todos y hubiesen acabado con sus vidas con temor al cataclismo, con lo que el fin de los Dragones se habría producido igualmente. Pero su actuación al mantenerlo en secreto provocó su muerte y salvó a todos los demás involuntariamente. Con esto te quiero decir que el futuro depende no sólo de un sólo ser, sino de todos, y de las relaciones entre sus vidas.-

- Yo no creo en un Creador de Todo. Además, si el futuro depende de todos, ¿por qué sólo un hombre ha sido elegido para portar la Espada del Alba, si un sólo ser no puede hacer nada ante el destino?- preguntó Linnod

- Pronto lo entenderás, no atormentes más tu mente, pronto llegarán las respuestas- dijo Korho- Ahora he de irme, y descansar, hasta que lo que tenga que ocurrir ocurra. Vuelve a la ciudad, y preparaos, pues pronto habréis de luchar de nuevo-

Korho se alejó lentamente, y desapareció entre la mortecina oscuridad del bosque. El sol ya había empezado a castigar la tierra, cuando Linnod regresó a Anthios. Cruzó la solitaria ciudad y entró en los establos, y buscó a Sariel. El fornido caballo le saludó con un relincho, tras muchos días sin ver a su amo. Linnod llenó de forraje el comedero y se acercó a él. Acarició sus crines y miró sus oscuros y penetrantes ojos.

- En oscuros momentos nos ha tocado vivir, amigo.- dijo Linnod- Todo es más fácil para tí, muchos darían lo que fuese por ser un caballo y poder huir lejos, sin preocupaciones, y recorrer los verdes prados y llegar a las Tierras del Este. Muchos anhelan esa vida-

Antes del alba, Nora salió de la ciudad veloz, a lomos de su caballo. Cruzó los Campos de Anthios hasta llegar al río Thaos, cerca de la desembocadura en el Mar del Norte. Bordeando la costa, siempre viendo el mar, cabalgó hacia el Este, hasta que el sol regresó a su letargo y volvió a despertarse. Y en la noche del segundo día llegó a su destino, y no mucho tardó en regresar a Anthios.

Cuatro días pasaron desde la batalla de los Campos Eternos. El reino se sumió en un ruidoso silencio, colmado por el miedo y la angustia. Todo hombre apto para luchar vivía con su espada en el cinto y el corazón encogido. Toda casa se cerraba antes del ocaso, y de contínuo los vigías iban y venían, recorriendo la periferia de la capital, buscando indicios del comienzo de la invasión. Linnod recorría los campos y los bosques, las costas y las colinas, buscando un alivio a su desesperación, buscando el agua que apagase el fuego que el miedo alimentaba. Pero cada vez que posaba su vista en la Espada, un escalofrío recorría todo su cuerpo y sus ojos se nublaban, y el miedo volvía a apoderarse de él. Y así vagó durante días, esperando la llegada de Nora, que se había ido sin decir dónde ni por qué, hacia la tierra del Este, donde sólo vivían los recuerdos. Olwaith pasó sus primeras jornadas como rey sumido en la desesperanza, sin dormir y apenas comer, mientras veía como su pueblo se preparaba para la guerra. Supo organizar el ejército, y mantener fuera de la ciudad a los leales de Kaenor, que huyeron hacia las montañas del Sur en busca de un escondrijo inútil. Toek cayó enfermo al día siguiente de la batalla, y pareció envejecer aún más, y de su cama no se levantó más, pese a los cuidados de Sajha. Scerion trabajó duro en la defensa de la ciudad, ayudó a levantar una gran empalizada alrededor de la muralla y organizó las tropas. Y se ganó el respeto de todos y pronto todos le obedecían, pues ya no era sólo el escudero de Portador de la Espada, también era un hombre noble y bueno. Y así pasaron cuatro días y cuatro noches, y al amanecer del quinto, Nora llegó del Este, escoltada por tres jinetes de azules vestimentas. Entraron en la ciudad y fueron ante Olwaith, que intentaba paliar su angustia con maquinaciones que no hacían más que hundirle más profundamente en su sufrimiento.
 

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