La Espada del Alba (libro II)

07 de Diciembre de 2003, a las 00:00 - Abel Vega
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Capítulo catorce: LA BATALLA DE LA LLUVIA

Mientras la negrura cerraba el cielo sobre sus cabezas, Linnod y los reyes de Anthios y Milien lideraban la carga. Lentamente al principio, más rápido después, los millares de soldados cruzaron la pradera, dejando al Norte la ciudad. Y mientras caminaban, y se acercaban al Mal, Olwaith comenzó a cantar,

¿Qué deparó el destino,
a aquellos que un día lucharon?
¿Qué fue de aquellos
que se alejaron de su camino
dejando de lado la Ira y el Odio?
.....

y en voz baja entonó la vieja canción que Toek le cantaba, y pronto los soldados que le oían sintieron que su ánimo crecía, y ocultaba en parte el miedo que la horda había provocado sin ni siquiera entrar aún en combate. La canción se extendió entre los hombres, y muchos le acompañaron.

¿Que deparó el destino,
a los que no se doblegaron?
Su vida duró poco, pero su recuerdo pervivió,
y el valor les mostró su signo
haciendo su alma inmortal...

Cuando terminó de decir las últimas estrofas, el rey desenvainó su espada y apretó el paso, poniéndose a la altura de Linnod, que llevaba la Espada del Alba en su mano diestra, una larga lanza entre la mano zurda y el escudo y el estandarte de Scerion bajo la cota de malla. Y luego todos se pusieron a su altura, y ya no caminaban, corrían hacia el ejército que tenían de frente, a sólo un centenar de metros. Y en esos segundos antes del encuentro, muchos sintieron el pánico en su cuerpo, y algunos desfallecieron. Las piernas de los soldados se volvieron frágiles y las armas parecieron más pesadas en sus manos. Pero ya no había vuelta atrás, y a cada paso que daban, las figuras de los Muertos se hacían más nítidas y pudieron ver sus rostros, llenando de terror sus corazones. El cielo pareció caer sobre la tierra, y ésta tembló con virulencia, acrecentando aquel terrorífico y ensordecedor rugido que surgía de la horda. Linnod alzó la Espada del Alba, cerró los ojos, y cargó con toda su fuerza.

Las dos mareas de soldados chocaron en el centro de los Campos de Anthios, y un enorme estruendo de metal y huesos estalló en la noche. La violenta embestida se llevó la vida de cientos de hombres, y muchos Muertos cayeron despedazados en la tierra. Los metales refulgían al entrechocar, soltando fugaces chispas; y pronto los gritos de dolor se extendieron por toda la pradera. Linnod abrió los ojos, y pasó su mano por el rostro, limpiándose la sangre que la bañaba, sin saber si era propia o ajena. Entre el humo y el fuego de las antorchas, trató de acomodar su vista, y sin tener tiempo, un Muerto cargó contra él, y la Espada del Alba segó sus costillas. Linnod se giró y volvió a atacar, y muchos Muertos cayeron ante su poder; y a pocos hombres conseguía ver en la oscuridad. La embestida del Mal había sido más fuerte en un principio, pero pronto los Hombres tomaron la iniciativa en el ataque, y en forma de cuña, entraron entre las tropas de Muertos, mermando su frente. Pero sólo se habían encontrado con una pequeña parte del ejército, pues los Muertos se extendían muchos centenares de metros hacia el Sur, y no parecían tener fin. Y cuando Olwaith miraba al Norte, y veía a sus cinco mil hombres y a los de Milien, el miedo y la desesperanza le invadían, pues sabía que no tenían nada que hacer. Pronto los ejércitos de Hombres y Muertos se fundieron completamente, y la batalla campal se convirtió en un caos, acrecentado por el espeso humo que no dejaba respirar a los hombres y cegaba sus ojos.

Linnod luchaba feroz, y no se dió cuenta de que su escudo se había quebrado hasta que una maza golpeó su brazo. Soltó el escudo y atravesó con la lanza el cráneo del Muerto, y pudo ver que su ejército había resistido la carga inicial, y miró al Sur, hacia el bosque de Rovehn. Sacó el estandarte y lo colocó en la lanza, que aún mantenía ensartada la cabeza del Muerto en su punta. La alzó lo más alto que pudo y la ondeó, removiendo el humo del aire. Y pronto se oyeron gritos de guerra, y el ruido de los cascos de los caballos descendiendo por el lindero del bosque, hacia el flanco del ejército del Mal. Y allí estaba Scerion, en la cabeza de los dos millares de jinetes, portando largas lanzas, cabalgando rápidos contra los soldados enemigos. Según avanzaban, dejando una polvoreda a su paso, colocaban sus lanzas hacia adelante firmemente. Y los caballos entraron en las tropas del enemigo aplastando cientos de Muertos con sus poderosas patas, y por un momento, la victoria pareció posible, pues el ejército del mal se vió acorralado y confuso, retrocediendo con cautela. Pero eran demasiados, y la carga de la caballería fue inútil, y pronto negras espadas atravesaron los pechos de los animales, y los jinetes cayeron al suelo, para morir pisoteados o atravesados por el oscuro metal. Scerion se encontró en medio de la batalla, y supo que no tenía opciones; miró al Norte y vió el estandarte de su pueblo ondear al viento en las manos de su amigo Linnod, y se sintió orgulloso de participar en aquella batalla, y no temió morir, pues su mujer y sus hijas le esperaban si es que existía otra vida. Las patas de Sariel se partieron ante los muertos, y varias espadas atravesaron su cuerpo y su cabeza antes de caer al suelo. Scerion cayó entonces de espaldas, y su lanza se quebró, y no vio más que el negro cielo; y por entre las nubes pudo ver una estrella que brillaba dejándose ver a través del humo que inundaba el valle, y aquellos segundos parecieron eternos, antes de que un Muerto segase su cuello. Así acabó la vida de Scerion, Estandarte de Gagda, dejando todo su valor en el campo de batalla y llevándose a la eternidad su amor a todos los que habían luchado con él esa noche.

Olwaith vio la carga de la caballería entre continuos enfrentamientos. Y pudo ver como pronto todos desaparecían entre los Muertos, caballo y jinete, para ser enviados a la muerte. Pero siguió luchando, al lado de Thag, que pareció rejuvenecer y peleaba con renovadas fuerzas. El corazón de Linnod dio un vuelco al ver a Sariel y a Scerion desplomarse entre los Muertos, y un profundo dolor golpeó su interior. Clavó la lanza en el suelo, dejando que el estandarte verde fuese mecido por el sofocante y pútrido viento que soplaba. Y volvió a atacar, pero se encontró en clara inferioridad, y sufrió para mantenerse con vida.

El flanco Oeste de la batalla estaba ya dominado por el Mal, y en el Este, los hombres de Milien no resistían las embestidas. El centro, donde luchaban los reyes y Linnod, pronto estaría a merced de los Muertos. Las bajas humanas se contaban por miles, mientras que las del Mal no parecían tener efecto en la contienda. Pronto los hombres desfallecieron, y muchos entregaron sus vidas, esperando un rápido fin, y muchos, la mayoría, corrieron hacia el Norte gritando retirada, a refugiarse inútilmente en la ciudad. Linnod, al ver que los hombres dejaban la batalla, gritó con fuerza, todo cuanto sus pulmones le dejaron, pero su voz se quebró y no pudo emitir sonido alguno en medio del fragor y el fuego. Trató de buscar a Olwaith, y lo vio luchando firme a una decena de metros de él. De pronto sintió un agudo dolor en su gemelo, y el frío metal entrando en su carne, se volteó y destrozó la cabeza del Muerto que le había herido, y cayó de rodillas, y la Espada del Alba pareció muy pesada y cayó de su mano sobre la seca hierba. Agachó la cabeza y cerró los ojos, esperando ya el fin, tratando de que por sus oídos no entrase aquel pavoroso sonido de muerte y guerra que todo lo envolvía.

Varias tropas del mal habían llegado ya a las murallas de la ciudad, y comenzaban a escalarlas, ante la insuficiente resistencia de los defensores que aguardaban sobre las almenas. Y algunos Muertos entraron en la ciudad, quemando las casas, y buscando a sus víctimas entre las llamas. En la Torre del Rey, en su parte más alta, se encontraban refugiadas Nora, Sajha y la mayor parte de los niños. Trancaron la puerta desde el interior, al ver que los Muertos estaban dentro. Nora colocó una traviesa en la puerta, y sintió golpes al otro lado. Una voz humana habló a través de la madera:

- ¡Abre! Soy soldado, nos hemos retirado a la ciudad, los Muertos han entrado, ¡abre!-

Al oir esto, Nora quitó rápidamente las tablas y abrió la puerta. Gerald se mostró ante ella, entró en la sala y cerró la sala tras de sí, y volvió a colocar los maderos.

- ¿Cómo eres capaz? ¿Cómo eres tan cobarde? Has estado escondido este tiempo, después de matar a Toek, y no eres capaz de luchar en la batalla como todos los demás..- dijo Nora

- Nora....., Nora, tranquila, no puedo luchar,- dijo Gerald sonriendo, empujando a la princesa contra la pared- no puedo pelear mientras no solucione un problema que me ha estado remordiendo durante años....-

Cogió a Nora por el cuello, y apoyó su cabeza contra la piedra. Sajha se avalanzó contra él, y Gerald asestó un puñetazo en su cara, haciéndola caer inconsciente.

- ¿Qué es lo que quieres de mí, Gerald? ¿Qué ocultas en tu retorcida mente?- dijo Nora sollozando

- Sólo quiero que me ames, Nora. ¿Por qué no has sido capaz de obedecer a tu padre y hacerme feliz? ¿Qué hay en mí que provoca tu odio? Yo no he hecho nada malo, sólo amarte, en silencio siempre, pero eso también es amor. ¿Y que tiene Linnod? ¿Valor? ¿Esa espada mágica que lleva?, ¿Por qué no fuiste nunca capaz de amarme a mí igual que amas a Linnod? ¡¡Contestame!!, ¡¡¿Me amas?!!- dijo Gerald, desenvainando una daga y poniéndola en la cintura de la mujer.

Nora cerró los ojos ante los gritos de Gerald, los abrió despacio y vio la enloquecida cara del escudero de Kaenor ante ella, loco por la ira. Abrió la boca y trató de hablar, pero no pudo, y al cabo de unos segundos, y de lo más profundo de su voz, dejó emitir un sonido.

-..........no...........-

Entonces Gerald hundió la daga en el costado derecho del pecho de la princesa, provocando en ésta un grito de dolor. Gerald se retiró dos pasos, y vió a Nora que caía de rodillas, con la mano sobre la herida, y la cara desencajada por el dolor. Y el hombre miró la daga ensangrentada, y luego a Nora, con un gesto de odio en su cara.

- Si no pude tenerte en vida, te tendré en la muerte- dijo, y se clavó la daga en su pecho, atravesando el corazón, y se desplomó en el suelo, con los ojos abiertos, fríos y vidriosos, a varios metros de Nora.

La princesa logró ponerse en pie, y tratando de apartar de su mente el dolor que la profunda herida provocaba, caminó hacia la puerta. Con gran trabajo, la abrió y comenzó a bajar las escaleras, con gran parte de su vestido teñido ya con la sangre de su pecho.

Linnod abrió los ojos y vio la tierra seca del suelo a pocos centímetros de su cara. de rodillas, con la Espada del Alba a su lado, sus esperanzas se habían desvanecido por completo, sus hombres huían y sólo deseaba la muerte. Y en ese momento, una fugaz sensación recorrió su nuca, una pequeña gota de agua recorrió su cuello y se deslizó por debajo de su cota de malla. Alzó la cabeza y miró al cielo, y pronto más gotas golpearon su rostro. A los pocos segundos, su cara estaba ya empapada y fría por la lluvia, y rió, dejando que el agua entrase por su boca e inundase su cuerpo. Se levantó, empuñando de nuevo la Espada, y la lluvia se volvió espesa y fuerte, resonando al golpear el suelo seco. Y los muchos soldados que habían huído, al sentir la lluvia sobre ellos, recuperaron el ánimo y regresaron a la batalla; y al cabo de poco tiempo todos volvían a luchar junto a Linnod y Olwaith, espoleados por el agua que había tardado muchos meses en caer. El ruido de la lluvia sustituyó al rugido del mal, y el suelo se convirtió en barro, haciendo que muchos de los cadáveres quedasen hundidos en él. El ejército del Mal siguió empujando al de los Hombres hacia la ciudad, haciéndoles retroceder ante su superioridad, mientras Olwaith luchaba solo ahora, pues Thag había desaparecido de su lado. Entre el humo y el agua le buscó, pero nada consiguió ver, sólo esqueléticos soldados que le rodeaban. Y no lejos, en el suelo, pudo ver una mano que salía del barro, inerte, empuñando aún la espada, y una corona dorada que se hundía lentamente, y Milien se quedó sin rey esa noche, pues ningún heredero había tenido Thag, y su linaje murió con él, tras una larga y dura vida escrita en otras historias. Olwaith siguió luchando sin desfallecer, hasta que un trueno castigó sus oídos, un trueno que procedía del suelo y no del cielo.

Se encontró Linnod en el centro de la pradera sólo, rodeado por centenares de Muertos que no le atacaban. Formaron un amplio círculo a su alrededor, dejando dentro un gran trozo de tierra desnuda, y en el centro, a Linnod. Miró confuso a todos los soldados del Mal, y vio como su Espada brillaba, debido a la luz de las estrellas que comenzaban a asomarse entre las nubes y al agua que la bañaba. Entonces entendió la situación, se habían dado cuenta de quién era, de que era el portador de la Espada, y sólo un ser podía matarle. De entre los Muertos surgió una figura más alta que los demás, con una larga capa negra que se arrastraba por el suelo, y una armadura oscura que brillaba en la noche. Tapando su rostro, un largo casco afilado llegaba hasta su cuello, en su mano derecha portaba una larga y negra espada y en la izquierda un gran escudo plateado. Así se presentó el Annwn, General de los Muertos, en la batalla; y a su paso, todos los Muertos retrocedían atemorizados, formando un pasillo entre él y Linnod. Annwn caminó despacio hacia su enemigo, aquel que portaba la mágica espada forjada hacía siglos por Dragones y Hombres. Linnod cogió un escudo del suelo, de uno de los cadáveres, y apretó la empuñadura de la Espada con fuerza. En ese momento pasaron por su cabeza muchos recuerdos; vio a Kaenor sentado en su trono, recordó las playas por donde paseaba con Nora, vio a Olwaith luchando en los Campos Eternos, y a Scerion adentrándose en la oscuridad en aquella noche al borde de las Eltereth dirigiéndose a la ciudad, y se acordó de su viejo caballo Habor alejándose en el bosque en su casa del valle de Taenir, y de nuevo Nora vino a su mente, cuidando a Toek en su enfermedad, y recordó su suave piel y el amor que sentía por ella. Pero eran recuerdos que parecían muy lejanos, casi de otra vida, y de nuevo se encontró bajo la lluvia, entre el humo y la oscuridad, enfrente del Señor del Mal. Annwn llegó a su altura y descargó su espada contra Linnod, quebrando el escudo de un sólo y poderoso golpe, haciéndole caer de espaldas. Se levantó y atacó a la siniestra figura, pero el poder de la Espada del Alba pareció inofensivo ante la negra armadura. De nuevo el General de los Muertos atacó, hiriendo gravemente a Linnod en el brazo izquierdo, quebrando el hueso y segando las venas, haciendo que se desplomase de nuevo en el suelo de rodillas. Linnod no pudo levantarse, y bajó la cabeza, tratando de soportar el dolor, esperando el fin. Y Annwn le miró, y se quitó el casco, dejando ver su rostro, una calavera putrefacta con ojos inyectados en sangre. Se agachó y puso su cara cerca de la de Linnod, y éste pudo ver como sonreía, y pudo ver el Mal en sus ojos. Linnod sintió el frío tacto de la espada negra en el centro de su pecho, tan sólo rozándole, y luego sintió todo el filo atravesar su corazón, helando su cuerpo y cegando sus ojos. Annwn permaneció unos segundos con la su espada atravesando el pecho de Linnod, y lo alzó a la altura de su cabeza. De un rápido movimiento, sacó la espada del corazón de su enemigo, y éste cayó al suelo de rodillas, dejando caer la Espada del Alba en el frío barro. Annwn se giró, para volver al centro de su ejército, y acabar de una vez con aquella batalla, y Linnod permaneció vivo, cegado y sin latidos dentro de su pecho, pero sin dolor, pues la muerte ya le había alcanzado y pronto le llevaría. Pero en su mente se dibujó el valor y la esperanza que Olwaith y Nora le habían dado desde que llegó al reino, y sus ojos se abrieron, y sus piernas parecieron responder; buscó entre el barro con su mano derecha, y agarró la empuñadura de la Espada, sacándola de nuevo para combatir. Y con las últimas fuerzas que su vida le concedía, se puso en pié y alzó la cabeza, y la lluvia limpió el barro y la sangre de su cara y sus brazos, y limpió el filo plateado que brilló con más fuerza que nunca. Gritó con la voz rota, y su grito se oyó en toda la batalla, e hizo que los cabellos de todos los hombres se erizasen, y que el valor recorriera su cuerpo. Annwn se giró y encaró de nuevo a Linnod; pero tal vez el destino quisiese que los Hombres ganasen aquella batalla, pues la Espada del Alba fue más rápida y de un mandoble atravesó escudo, armadura y hueso, partiendo al General de los Muertos por la mitad, provocando un ensordecedor rugido que se clavó en todos como agujas en sus oídos. Y mientras Annwn se desplomaba en dos trozos, una poderosa luz enceguecedora salió de su interior, y a través de la Espada del Alba entró en Linnod, recorriendo las venas de sus brazos, y luego todo su cuerpo, haciéndole sentir una explosión de poder, a la vez que un terrible dolor. Sintió como su quebrado corazón latía de nuevo, y como sus heridas se cerraban, y de nuevo sintió una extraordinaria fuerza en él. Y la oscuridad nubló sus ojos y cayó inconsciente al suelo, a la vez que oía como el fragor de la batalla se apagaba poco a poco.

Mientras Nora bajaba las escaleras de la Torre del Rey, sentía más cercano el ruido del metal y los gritos. Tenía que llegar a la batalla, pues sabía que su vida se terminaba y necesitaba ver a Linnod por última vez. Llegó al exterior, a la escalera donde habían estado sentados hacía unas horas, antes de la batalla. Ya asomaban unos finos rayos de luz por el Sur, haciendo brillar la fina lluvia que ahora caía sobre Anthios. Nora no pudo caminar más, y en los escalones se sentó, apretando la herida de su pecho tratando de detener la sangre que abandonaba su cuerpo. Y lloró, pues el dolor no la dejaba moverse, y la aflicción la había invadido. apoyó su espalda en la pared de la Torre, y cerró los ojos. La ciudad estaba vacía, y pese a que todo estaba quemado, todos los Muertos habían sido abatidos por los defensores de las murallas. En ese momento oyó un estruendo cercano, como una explosión, y de súbito los gritos y los sonidos de guerra se extinguieron. Sin saber que había ocurrido, Nora volvió a cerrar los ojos y con las escasas fuerzas que le quedaban apretó con más fuerza su pecho.

La lluvia se había convertido en una fina cortina que no tardaría en cesar, y el Sol se dejó ver por completo, dando luz al dantesco espectáculo que la batalla había dejado atrás. Olwaith agarró por el brazo a Linnod y le movió suavemente.

- Linnod....., arriba, todo ha acabado...- dijo

Linnod abrió despacio los ojos y la claridad del nuevo día castigó sus ojos. Miró al rey a los ojos, y le abrazó con fuerza.

- ¿Hemos vencido, mi rey? ¿La batalla ha terminado?- preguntó Linnod

- Sí, al matar al Annwn, los Muertos se desplomaron como cadáveres sin vida, has derrotado al Mal, Linnod-

- El Mal no ha sido destruido, está dentro de mí. Annwn me hirió de muerte antes de que le matara, y después, el Mal entró en mí, tal y como dijo Korho, devolviéndome la vida y sanando mis heridas. La profecía era cierta, yo soy ahora el encargado de soportar al Mal y evitar que me corrompa- dijo Linnod

- Tu soportarás ahora el peso de la salvación de los Hombres, y estaría dispuesto a compartirlo contigo, si pudiese, pero creo que no es posible. Ahora debemos auxiliar a los heridos y llevarlos a la ciudad, nos queda un duro trabajo por delante...- dijo Olwaith, y se fue corriendo hacia el centro de la pradera, junto con más supervivientes, cargando heridos.

Linnod descubrió un nuevo mundo de sensaciones, la fuerza, el dolor, la alegría y la tristeza se mezclaban por igual en su interior, y oía sonidos que nunca pensó que existiesen. Ahora el Mal estaba en su interior, y era inmortal; y entendió las palabras que Korho le había dicho hacía ya muchas noches en su cueva, y supo por qué la inmortalidad no es un don, sino una dolorosa carga. En su cabeza se amontonaron cientos de recuerdos, y por encima de ellos, Nora. Se levantó, y corrió hacia la ciudad, pues sabía que algo había ocurrido, ya que su resucitado corazón inmortal se lo decía.

Nora sintió como la llovizna dejaba de caer sobre su rostro, y oyó gritos de alegría entre los soldados, y aún con los ojos cerrados, sintió como el Sol brillaba con más fuerza y la extraña oscuridad que antes inundaba el reino había dejado paso a un cálido amanecer. Y su dolor cedió, aliviándola, pero presagiando que la vida que se escapaba por su herida pronto se desvanecería. Entonces la princesa abrió los ojos y vio acercarse a Linnod, que caminaba arrastrando la Espada del Alba por el embarrado piso de la ciudad, y el Sol brilló tras él, haciendo brillar su armadura, haciéndole parecer un guerrero poderoso. Linnod llegó ante Nora y dejó caer la Espada que había vencido al Mal en el alba de aquel definitivo día en el barro, arrodillándose apesadumbrado.

- Mi interior me decía que te había ocurrido algo..- dijo Linnod

- Gerald aguardaba en la Torre, a que todos fuéseis a la batalla; y no fue capaz de admitir que yo no le amaba, y no deseó seguir viviendo, ni dejarme vivir a mí- dijo Nora con la voz ronca y casi imperceptible.

Linnod la abrazó con fuerza y sintió como el calor de su cuerpo la abandonaba, y Nora trató de devolverle el abrazo, pero no pudo, pues sus brazos pesaban como si fuesen de acero, y sus ojos se cerraban sin que pudiese hacer nada por evitarlo.

- Ahora hemos vencido, Nora, no puedes dejarnos ahora que somos libres y nuestros temores se han disipado. No puedes morir, porque te amo, y no seré capaz de soportar mi larga vida sin tí, pues ahora soy inmortal, y no quiero tener que sufrir más aún al ver que no estas a mi lado....- dijo Linnod

Haciendo un esfuerzo, Nora agarró la mano de Linnod con fuerza, y limpió la sangre y el barro de ella, dejando ver las marcadas líneas de la piel, mirándole con sus verdes ojos.

- Es el precio que debemos pagar por desafiar al destino, el precio de estar separados para siempre...- dijo Nora

- Yo no creo en el destino, me niego a creer- dijo Linnod

- Entonces piensa que en el futuro estaremos de nuevo juntos, en este mundo o en otro, donde nada ni nadie pueda hacernos sufrir más- dijo Nora, y su voz cada vez se apagó más.

Y Nora abrió la boca para hablar de nuevo, pero de su garganta ningún sonido salió, y sus ojos se volvieron grises y su mano dejó de apretar a la de Linnod, y aquellas palabras se quedaron dentro de ella, y nunca nadie supo lo que quiso decir, pues su corazón dejó de latir y sus ojos se cerraron para siempre, haciendo que un hilo de plata recorriera su suave mejilla lentamente. Linnod la abrazó y lloró, pero ninguna lágrima salió de sus ojos, ninguna salvo una pequeña y roja, una lágrima de sangre, la primera que habría de derramar para que el Mal saliese de su interior para siempre, tal y como Korho le había presagiado. Y Linnod recordó aquella noche en aquella cueva, donde el viejo dragón le había dicho que toda persona a la que Linnod amase siendo el elegido sufriría sólo por el hecho de ser amada, Olwaith, con su locura de la que había salido, Toek, con su muerte y ahora, la única mujer a la que había amado. Y supo que la profecía se había cumplido, y comprendió su futuro; se quedó abrazado al cuerpo sin vida de Nora durante largo tiempo, mientras los soldados iban entrando cargando con sus amigos muertos o heridos. Cogió a la princesa en sus brazos y salió de la ciudad, ascendió al cementerio de la colina, y luego al risco de Nora, ahora brillante y fresco por la lluvia. Tumbó el cuerpo de la mujer en la hierba y se sentó a su lado, observando al mar, que golpeaba el acantilado, impasivo como siempre ante los problemas y sufrimientos de los Hombres. Y miró al bosque, y pudo sentir la alegría de las hayas y álamos, revividos por el agua, y en su corazón vio el futuro del reino, un nuevo y esperanzador futuro con Olwaith como rey, pero un futuro sin él, y un futuro sin Nora.



EPÍLOGO

Durante ese día, todos los habitantes de Anthios se reunieron de nuevo en el cementerio de la colina. Tristes lágrimas derramaron todos desde su alegre corazón, o alegres lágrimas desde su triste corazón, pues la felicidad de saber que todo había terminado era oscurecida por el dolor de la pérdida de sus seres queridos. El cementerio creció, y ocupó todo el flanco Norte de la ciudad, desde las murallas hasta el mismo mar, formando un océano de lápidas de piedra rodeadas de margaritas y tulipanes blancos, rindiendo homenaje a todos los caídos en aquella guerra.

Linnod permaneció todo el día al lado de la tumba de Nora, viendo como el Sol se hundía en el océano. En el crepúsculo, el rey Olwaith llegó a su lado.

- Se acaba el día más duro de nuestras vidas, y el de todas las de esta gente. Lloraremos a los que nos han dejado, pero con la esperanza de que nada de esto vuelva a ocurrir. Mi hermana nos enseñó a pensar así, y así hemos de vivir- dijo Olwaith

- Así ha de ser, querido rey. Y nadie lo podría hacer mejor que tú. Pero que el Mal vuelva depende de nosotros, los humanos, pues somos los que habitamos este mundo, y de nuestras disputas y odios se alimentará el poder que ahora habita en mí. Y si se hace demasiado poderoso, no sé si lo soportaré, y si me doblega, este dolor y miedo regresarán, tal vez dentro de siglos, pero regresará.- dijo Linnod

- Siento que no me merezco ésto, el vivir así de ahora en adelante, pues todos habéis sufrido de una forma u otra, tú con tu inmortal suplicio y Nora y Toek con su muerte. Y yo estoy aquí, reinando un esperanzador futuro, desearía cambiaros el lugar- dijo Olwaith

- Tu fuiste el único que superaste tu sufrimiento y saliste adelante, tal vez tú seas el más fuerte, por eso eres el encargado de reinar ahora- dijo Linnod

Miró al rey a los ojos y le abrazó.

- Ahora he de partir, y no volveré, pues ningún hombre o mujer volverá a verme más en este mundo. Mi misión es vagar por bosques y tierras lejanas, oculto, aguardando que el Mal me abandone y pueda al fin morir, que es lo que deseo. Y la Espada del Alba me acompañará, para que en el momento en el que el Mal logre derrotarme, alguien la encuentre, igual que hice yo, para guiar a los Hombres una vez más- dijo, y comenzó a caminar sin mirar atrás, hacia el bosque de Rovehn, cuando el cielo era rojo y la fría brisa nocturna comenzaba a soplar.

A partir de ese día, Olwaith reinó a Anthios con lealtad al pueblo y justicia con sus habitantes. Llevó al reino a una grandeza y paz en la que nunca antes había estado, y se unió con Milien, ahora sin rey ni herederos tras la muerte de Thag , y la prosperidad duró muchos años, y su gente fue feliz. Y en la mente de todos pervivieron siempre Linnod y Nora, como los símbolos de la victoria sobre el Mal, y cada año fueron recordados en una gran fiesta el mismo día en el que la lluvia se había dejado ver de nuevo en el reino. Muchas historias se escribieron sobre ellos, y sobre Scerion y todos aquellos que habían luchado y sufrido en aquellos días, para que décadas después los más jóvenes aprendieran de boca de sus abuelos o padres lo que había acontecido en el reino mucho antes de que ellos nacieran.

En cuanto a Linnod, caminó durante días tras la batalla, ataviado aún con la armadura y con la Espada en su cinto, y nunca más se los quitó de encima. Y no fue visto por nadie nunca más, salvo aquellos que decían haberle escrutado entre los mortecinos bosques del Sur, o caminando por las playas del Norte, a la orilla de su amado mar. Día y noche, verano o invierno, Linnod vagó por el mundo sufriendo en silencio su malogrado amor por Nora y los recuerdos del pasado, soportando las embestidas del Mal en su interior. Y cuando el dolor le embargaba, ponía su mano sobre el corazón y cogía el único recuerdo que se había traído de Anthios.

En el crepúsculo del día de la batalla, Olwaith vió como Linnod partía para siempre, caminando lentamente hacia el bosque. Entonces recordó una promesa que le había hecho a su hermana, el día anterior. Gritó el nombre de Linnod, y éste se giró. El rey se acercó a él y le tendió un trozo de tela doblado del vestido de Nora.

- Mi hermana me lo dió, para que lo recibieses si ocurría lo que ha ocurrido. Creo que de alguna forma Nora ya conocía el futuro- dijo Olwaith

Linnod cogió la prenda y la desdobló despacio, y en su interior se encontró un rizado y dorado mechón de su cabello, que brillaba con los rayos del ocaso.

- Nora me dijo que lo llevases siempre cerca del corazón, y que la recordaras cuando el sufrimiento te hiciese desfallecer- dijo Olwaith.

Linnod lo acarició con la yema de sus dedos, y luego alzó la vista y miró a Olwaith, dejando entrever una sonrisa.

- Eso dijo, ¿eh?- dijo Linnod, cerrando su mano sobre el mechón y guardándolo en el pecho, bajo la cota de malla, al tiempo que se giraba para partir para siempre del reino- Tu hermana sabía muchas cosas que nosotros desconocíamos, y mientras nosotros luchábamos en la batalla, era ella quien realmente nos estaba salvando-

Miró por última vez a Olwaith, y sonriendo caminó por el bosque, con la mano sobre su corazón. Y aquel mechón dorado fue lo único que Linnod se llevó de Anthios, a parte de los recuerdos. Ya en el bosque, miró hacia la ciudad y cuanto más se alejaba, las hayas iban ocultándola a su paso y pronto sólo las Torres se dejaban ver allá lejos. Y en su último vistazo al Norte, el cuerno que coronaba la Torre del Rey desapareció de su vista tras la montaña, y nunca más volvió a ver la gran ciudad que había sido testigo de los días que habían forjado su destino y el de toda la Humanidad.

FIN



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