Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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Por unos segundos que se expandieron en el tiempo como pompas de jabón en el aire, eternizándose, un silencio empalagoso se implantó en la última planta de los casi más de ochenta de la “Torre de Cristal”. En él, el más leve ruido se hacía molestamente notorio, acaso incluso estridente; pero, de todas formas, no había más espectadores en la sala más grande del piso que sus ocupantes y la diligente cámara de vídeo que los estaba grabando.
Esas tres figuras, congeladas en la misma posición desde que se había instaurado aquel silencio tan denso como un conjunto escultórico vivo y colorido, parecían estar arrimados en un baile sin música; juntos, pero lo suficientemente separados como para que les pareciera estar viendo a sus compañeros desde lejanos precipicios.
Y mientras dos de aquellas figuras, las más grandes y altas del trío, chico y chica, humano y orco, para más señas, estaban pendientes de la de en medio, degustando el sabor amargo de esa pausa, ésta estaba pendiente a su vez de la herida muda y sangrante, como todas, que acababa de abrírsele a la altura del hombro.
Para Dwalin parecía que hubiera pasado un siglo desde que hubiera sentido penetrar la hoja de la espada de Ardarel en el espacio que se abría, libre de la protección de su armadura, entre su brazo y el resto del cuerpo. En realidad, la hoja había penetrado muy poco en la carne, pero Dwalin no tenía duda de que si el ataque hubiese venido con más fuerza, la espada le hubiera dejado manco.
Ahora, después de sobreponerse a la impresión de notar el frío del metal al haberse introducido en su carne, el enano esperaba el dolor, el inevitable dolor. Pero sólo sentía un leve hormigueo en el lugar de la herida y como el brazo derecho iba adormeciéndosele. Incluso cuando intentó mover el hombro y notó como el acero rozaba el hueso, sintió solamente un inofensivo cosquilleo. Dwalin no supo entonces si aquello era debido a un extraño hechizo de su armadura o a la fortaleza innata de su metabolismo.
Lo que no veía Dwalin, y sí los otros dos, era la abundante sangre que brotaba de la juntura (como si fuera la armadura la que sangrara) y que se deslizaba por el filo de la espada que unía la llaga con el mundo exterior, para luego caer en forma de enormes goterones en el blanco suelo. Ese goteo lento pero constante era el río que se llevaba el dolor de Dwalin; pero también cualquier otra sensación o emoción.
Cada vez más atontolinado por aquel desangramiento, el pequeño guerrero ya no sentía los pies tocar el suelo, a pesar de mantenerse aún erguido, y, en un último esfuerzo, repasó con la mirada a quienes le rodeaban. Contempló el rostro estupefacto de Abdelkarr y quiso decirle que no se preocupara, que aquella era una heridita de nada, pero no le salieron las palabras. Luego, volviendo la cabeza en un gesto que le pareció incómodamente agotador, se giró de cara a Ardarel y, al hacerlo, vio en el suelo a su martillo Khazad tirado al borde de un gran charco rojo, cuyo origen quiso ignorar adrede.
Pero al clavar la vista en la joven, volvió a encontrarse ante un mar escarlata: el que se extendía tras los ojos de la orco y cuyos iris eran las ventanas para asomarse a él. Dwalin pudo entonces admirar mejor que antes aquel rojo rabioso cortado por el medio por unas pupilas negras, finas y verticales como las de un gato y que, en contraste, eran el umbral a una noche perpetua. Más que nunca, el enano se quedó prendado por aquellos ojos que ahora, más cercanos de lo que jamás hubiese imaginado y más abiertos que nunca, lo observaban sorprendidos, con la preocupación enturbiando su anterior brillo. Dwalin sostuvo esa mirada a pesar del esfuerzo que le suponía ya mantener la cabeza alzada. Si había de morir, por lo menos que fuera perdiéndose en esos ojos…
Y antes de que los párpados se le cerraran, cansados de mantenerse levantados, hizo el último esfuerzo de retener la imagen del rostro de la muchacha: su piel pálida como lo era ahora la suya propia debido a las insinuaciones de la muerte; los mechones de lacio y negro cabello que caían sobre su cara, contrastando con el blanco de ésta; la boca entreabierta en un gesto de confusión y que, bajo los rosados labios, dejaba entrever una hilera de pequeños y afilados dientes, iguales todos en su color de la madreperla. “Así debe de ser la faz de la Muerte, aterrador y hermoso” se dijo entonces el enano, aprovechando lo que parecían ser sus últimas fuerzas.
En verdad, a Dwalin le pareció lo más hermoso que hubiese visto en su vida. Y así, cuando al fin cerró los ojos y la cabeza se le inclinó para atrás, con su postrero aliento y mientras la escrutaba con una intensidad inaudita, le susurró esa débil y última palabra:
- … hermoso…
Fue dicha con un hilo de voz y Ardarel no estuvo segura de haberla oído o si iba dirigida a ella y, como Abdelkarr, creyó que había sido un extraño y desesperado suspiro. Pero lo que dejó doblemente sorprendida a Ardarel fue la sonrisa que se formó en el rostro del enano.
Ardarel, de igual modo, nunca supo la respuesta, pues Abdelkarr se la privó: el sureño, con rapidez, apartó a Dwalin de ella apresuradamente, ayudándole a no caer redondo en el suelo.
Cuando la espada se desprendió con ese tirón del cuerpo del enano, éste dejó escapar un flojo gruñido de queja, pero en realidad no parecía sentir ya nada. Ahora el arma mostraba, como los ojos de Ardarel, el atractivo contraste entre los colores rojo y negro. Las sinuosas serpientes que habían sido labradas sobre la hoja de ésta parecían culebrear para querer llegar hasta el preciado líquido que la recubría en aquellos momentos y así poder beber aunque sólo fuera un sorbo.
Poniendo sus brazos bajo los de Dwalin, Abdelkarr, casi arrastrando el pesado y cada vez más frío cuerpo de su compañero, se alejó aún más de la chica (quieta y atónita por el súbito cambio de la situación) con toda la delicadeza que pudo. Cuando juzgó que se encontraban a una distancia prudente de la habitación, la cual parecía haberse hecho muy pequeña de repente, estiró al enano en el suelo.
Dwalin parecía empeorar a pasos agigantados. Los labios, que poco antes esbozaban una sonrisa, ahora los tenía apretados con fuerza, en un gesto de mudo dolor, y el cuerpo se mantenía rígido y tenso como la armadura que lo recubría. Abdelkarr contempló los ojos del amigo que ahora lo observaban entreabiertos y con fijeza, acuosos y cristalinos de golpe. El enano quería decirle algo, pero no le salían las palabras. Abdelkarr había visto demasiadas peleas callejeras en su vida como para saber que, seguramente, querría decirle que no estaba tan mal, que no sentía el dolor y que aquello era un simple corte sin importancia.
Meneando la cabeza, el chico se arremangó la cota de malla y sacó un gran trapo de tela blanca de sus pantalones. Por fortuna o por desgracia, el haber visto tantas peleas callejeras había enseñado a Abdelkarr como tratar una herida de arma blanca en situaciones límite, mientras uno esperaba que llegara la ambulancia a sabiendas de que siempre era la policía la que llegaba antes. El pañuelo se lo había reservado para él, pero en vista de los hechos, no era el momento de ponerse egoísta.
Prestamente, y con todo el tacto que pudo, envolvió el trapo entorno el brazo del enano, aplicando un ligero torniquete. Dwalin volvió a gruñir al sentir la presión de la venda y en aquella ocasión sí que consiguió expulsar las palabras de su boca:
- Jo, macho; si quieres matarme lánzame por la ventana.
Abdelkarr sonrió. Si el enano sentía dolor y podía quejarse y bromear a la vez era porqué bien podría ser que la cosa no fuera tan grave al fin y al cabo. Aún así, tuvo que acabar frunciendo el ceño al examinar con más detenimiento la herida. Como una boca de labios rojos, ésta no tardó en empapar el pañuelo de sangre igual que si fuera una esponja. Ante eso, Abdelkarr apretó aún más la gasa en la herida para que actuara de freno de la hemorragia.
Cuando retiró los dedos ocurrió algo que el muchacho juzgó que era a causa del estrés y de lo precipitado de la situación: le había parecido que las piezas de la armadura se juntaban entorno a la herida, como movidas por un automatismo oculto, para protegerla del exterior.
Abdelkarr desconocía las ocultas técnicas de los herreros enanos del pasado, por supuesto, pero tampoco tuvo mucho tiempo para fijarse en ese detalle o seguir atendiendo a su compañero. A sus espaldas podía sentir aún la presencia constante y asfixiante de la orco, como si de una incipiente llama nacida de un fuego accidental se tratara, portadora de un peligro constante.
A pesar de que el joven la miraba desde el suelo, acuclillado al lado de Dwalin, Ardarel se sintió abofeteada por la mirada que le lanzó. Dentro de su cabeza era como si hubiera dado unos pasos para atrás y aquello era inadmisible. No sólo era por el desprecio que reflejaba el rostro del haradrim, sino por la repugnancia inherente que lo acompañaba. La estaba mirando como miraría a un perro desobediente y sarnoso que hubiera mordido a alguien y, aunque durante años Ardarel había creído que había conseguido un duro caparazón que mantenía sus emociones ajenas al mundo exterior, se encontró de súbito desnuda y más sola que nunca ante esos sentimientos que largamente había intentado ocultar y que ahora la apresaban como un cepo.
Entre esa vorágine de miedos e inquietudes brillaba, no obstante, la idea luminosa de mantenerse al margen, serena, sin dejarse llevar por la ansiedad; pero el peso de las espadas en sus manos se conjuró con la mirada acusatoria del chico para que la mezcolanza turbulenta que bullía en su corazón acabara estallando.
Ardarel no quería atacar, no quería ponerse al mismo nivel de lo que los ojos del haradrim la acusaban; pero, aún así, la joven se vio lanzándose de nuevo a la carga al son de un grito de combate.
El ataque, en realidad, cogió desprevenido a Abdelkarr, quien a pesar de su odio a la chica, no habría esperado (por lo menos no tan pronto) esa respuesta tan encarnizada. Pero sin tiempo para pensar, el muchacho, como impulsado por un muelle, agarró su espada negra del suelo y se puso de pie y a la defensiva. Ahora era él el único que podía continuar con la misión y lo único también que se interponía en aquellos instantes entre Dwalin y la orco; pues, sin saber muy bien el porque, a Abdelkarr se le había enquistado en la cabeza la angustiosa idea de que la chica actuaba de aquel modo sólo por el mero placer de rematar a su víctima.
Dando un rápido vistazo, comprobó que el enano se debatía entre la conciencia y el desmayo, pero en general no parecía correr un peligro inmediato. Bien, pensó, y además no podría contar con mejor protector, se dijo Abdelkarr, erguido y desafiante al lado de su compañero, al dar otra veloz ojeada a su arma. Ni un segundo más tarde se lanzó a la carrera para interponerse en el camino de Ardarel.
Sin más demoras, se enzarzaron en una nueva tanda de sablazos bajo la lluvia escarlata de las gotas de sangre de Dwalin que salían despedidas de la aún ensangrentada hoja de Ardarel. Con su ímpetu rabioso, casi enloquecido, donde se entremezclaban saltos, fintas, estoques e insultos arrojados al contrincante, los dos contendientes no fueron conscientes de que el suelo que pisaban volvía a moverse.
Dwalin, tumbado en ese suelo, con la espalda bien recta y los ojos entrecerrados, sí notó aquel ligero vaivén que, si no hubiera sido por lo que implicaba, se podía haber considerado agradable y todo. Es más, el enano se sintió como si el viejo edificio lo estuviera acunando como haría una madre para que olvidara el sordo dolor que sentía en el brazo y se durmiera; se durmiera en el sueño de la muerte, claro.
Recordó Dwalin entonces, al contemplar el blanco techo de la habitación, que parecía bailar al unísono con el balanceo del rascacielos, el despertar que había tenido esa misma mañana en la Sala del Tesoro de los antiguos reyes de Gondor. El suelo allí era igual de duro e incómodo, pero Dwalin hubiera dado lo que fuera por sentirse en aquellos momentos como en aquel despertar, rodeado de oscuridad y tesoros ocultos.
Aquellos pensamientos lo reconfortaron por unos segundos y, cerrando los ojos, intentó concentrarse en ellos; pero, amortiguados por el casco y el cansancio, le llegaron, tan lejanos como ineludibles, los sonidos de la escaramuza entre Abdelkarr y Ardarel. Abriendo de nuevo los párpados y girando la cabeza, los vio a un par de metros de él; aunque al enano le parecía que estuvieran a una distancia quilométrica; dos formas difusas en su fogosidad, totalmente negra la de Abdelkarr por su armadura y completamente roja la de Ardarel. Humo y Llama atrayéndose y repeliéndose… Y, más allá de ellos, la Puerta Azul.
Dwalin la vislumbró a través de los dos luchadores mucho más clara y definida que éstos mismos, y su cabeza se despejó al instante, como un árbol de hojas durante el otoño, de cábalas y ensueños.
Pensó en lo que había, o podía haber, detrás de sus rectas y angulosas formas y del azul marino impoluto de su superficie, como si sus ojos pudieran traspasar su madera y ver lo que se escondía tras ella. En aquella ocasión no sintió la presencia de Elesarn, como la había sentido decenas de pisos más abajo; empero, la indudable certeza de que ella estaba ahí, a unos pocos metros, cautiva y, con toda seguridad, en peligro, acalló, con una severidad y autoridad mayores, todo rastro de dolor.
Aún así, la sombra de la duda planeó por su mente. ¿Podría realizar lo que se proponía hacer en el estado en que se encontraba? “Aún me queda un brazo, la cabeza, las dos piernas y… ¡la esperanza!” gruñeron los últimos rescoldos de su conciencia cuando, con dificultades, se reincorporó arrastrando el peso muerto del brazo herido. Al darse cuenta de que había vuelto a pensar como Tullken otra vez, acabó por achacarlo a la pérdida de sangre. “¡Si no muero desangrado, lo hará esta cursilería!” reflexionó con un renovado, estoico y feliz entusiasmo cuando al fin consiguió colocarse, por lo menos, a cuatro patas. Se sintió mareado entonces por unos instantes y por eso se deshizo del casco, el cual cayó al suelo con un ruido hueco. Su enmarañada cabellera, libre del confinamiento del yelmo, se esparció rebelde por su rostro, pegándose a su piel pálida y sudada.
Jadeando y ya cansado al inicio de la empresa que quería acometer, Dwalin volvió a fijar la mirada en la lucha que llenaba de ruido y movimiento la sala. Frunciendo las pobladas y negras cejas, vio como Abdelkarr tenía dificultades para afrontar la agilidad y maestría de la chica. Pero, de la misma manera que ellos estaban sólo concentrados en su combate, el enano desvió de nuevo la vista hacia su objetivo: la puerta azul.
A gatas, como si fuera el bebé más grande y acorazado del planeta, dejó atrás la mancha de sangre que había dejado allí donde había permanecido tumbado para comenzar, lenta y resueltamente, su viaje hacia el otro extremo de la habitación.
Una suave sensación de desconcierto le sacudió al pasar cerca del otro pequeño estanque de sangre que había escupido su cuerpo al ser herido y del martillo Khazad que yacía justo al lado de éste. A Dwalin se le antojó que el mazo estaba bebiendo de la sangre del charquito.
Como no creía que fuera a necesitar un arma, y recordando como le mareaba la sangre, Dwalin pasó de largo de ellos y, a pesar del esfuerzo que le suponía, continuó avanzando con determinación. La puerta cada vez se hacía mayor ante sus ojos a cada segundo que pasaba y paso que daba, así como la lucha que mantenía para que éstos no se nublaran y se cerraran para siempre antes de tiempo.
El primogénito de la familia Piedra Tosca también pasó a pocos metros de Abdelkarr y Ardarel; pero, como a la sangre derramada y a su martillo, los ignoró para no desconcentrarse. Eso no ocurrió con Ardarel. La orco había de reconocer que ahora le estaba costando doblegar a aquel humano impertinente, como si, a pesar del sudor y de su respiración cansada, el haber herido a su amigo hubiera azuzado las brasas de una voluntad y fortaleza mayores de los que se podían ver desde fuera y, al reparar en el bulto contrecho del enano – el cual, arrastrando un brazo como un peso muerto, parecía una enorme oruga de hierro que reptara lentamente por el suelo-, Ardarel acabó por perder toda concentración en el combate.
Se vio asestando un doble golpe con las dos espadas que el haradrim frenó fácilmente con la suya, pues su mente fue alcanzada, como una presa por furibundos perros de caza, por la urgencia de cumplir las órdenes que se le habían dado. Otra vez la máscara de fría e implacable guerrera que se había jurado no quitarse jamás ante nadie se le volvió a caer ante los ojos de aquel Alatar imaginario que le recordaba, como un maestro severo, ese claro mandato de que, por encima de todo, había de evitar que los asaltantes de la “Torre” lograsen entrar en la habitación que custodiaba la Puerta Azul.
Y, al haber visto de reojo como el enano (aquel extraño intruso del “mundo exterior” del que –ahora ella lo veía claramente – ya no podría jamás ni siquiera saber como se llamaba) iba a darle alcance mientras ella seguía entretenida en esa lucha tonta, notó la ahogadora sensación de que parecía que no estuviera haciendo nada para impedírselo, encendiendo la palabra “fracaso” dentro de su cabeza con inusitada violencia. Sí, bien parecía que iba a poder decirse que su fiasco como guardiana sería flagrante y espectacular: ¡Un enano malherido iba a abrir la condenada puerta delante de sus propias narices!
Ardarel casi esperaba que Dwalin se girase de cara a ella, en el último momento, para obsequiarla con una sonrisa de cruel triunfo y escarnio en el rostro, a pesar de la clara palidez y el esfuerzo que se reflejaban en él. Y a la joven, que siempre había estado sola, y sólo se había tenido a ella misma para afrontar las dificultades de la vida, se le nubló la mente en un instante, como si un desagüe se hubiera tragado todas sus emociones y la razón.
De una forma retorcida, sabía que no podría vivir si fallaba aunque fuera en aquella misión tan nimia y la sangre orca se le despertó de súbito en las venas, convirtiéndolas en turbulentos ríos: era aquel ciego instinto de inmolarse, de lanzarse sin calibrar las consecuencias, que los Señores Oscuros habían ido inculcando en los orcos a lo largo de los siglos para que no se cuestionaran su función de “carne de cañón”, de piezas reemplazables en sus turbios planes.
Abdelkarr fue el privilegiado testigo, en aquel momento, de ese ligero pero potente cambio que operó en la muchacha: las pupilas se le afilaron hasta convertirse en unas delgadas líneas negras en medio del color rojo de los iris, los cuales refulgieron como si alguien hubiera encendido unas linternas detrás de los ojos, mientras que a Abdelkarr, debido a ese intenso color escarlata, le hizo el efecto de que estuvieran sangrando. Al mismo tiempo, y a la vez que apretaba los puntiagudos dientes, que también parecieron aumentarle de tamaño, el cuerpo pareció hinchársele, como si creciera de golpe, y el humano, con el corazón encogido dentro del pecho, creyó escuchar el crujido del ceñido vestido rojo y de las ligeras y pocas piezas de la armadura ante la repentina presión de la que eran víctimas.
Ahora Abdelkarr tenía enfrente tanto a la misma Ardarel de antes como a otra completamente diferente. La chica continuaba atesorando una extraña belleza, pero de una forma totalmente aterradora. La blancura de su piel había desaparecido del todo, sustituida por un rosado febril que, si bien por un lado le confería el aspecto de una señorita cándidamente sonrojada, por el otro resaltaba su nueva y magnifica estatura, así como sus ojos, que parecían también más grandes y colmados de aquel color rojo que amenazaba con ahogar al muchacho tal y como lo habían hecho antes con el enano.
Entonces Abdelkarr pensó que la muchacha se lanzaría en cualquier momento sobre él y, a diferencia de la vez en que luchó con ella junto a Pallando en las afueras del rascacielos, en aquella ocasión la orco lograría despedazarlo con una saña salvaje, empleando aquellos dientes blancos y perfectos encajados en su boquita de serpiente mientras que las uñas, crecidas y afiladas con toda seguridad bajo los guantes rojos, se entretendrían en esparcir los restos de la carnicería.
Pero, dejando escapar un rugido (sí, un rugido de verdad, como el de las bestias, que erizó los pelos de la nuca del haradrim y que no parecía corresponder con la fisonomía aún esbelta y grácil de la muchacha), Ardarel se giró con una velocidad portentosa y se precipitó directamente hacia el enano.
Por aquel entonces, Dwalin ya se encontraba prácticamente delante de la puerta y, viendo como Ardarel (o algo más horrendo parecido a Ardarel) venía directa hacia él, apuró sus últimas fuerzas y estiró el brazo sano en un desesperado intento final para dar alcance al redondo pomo de la puerta. Dwalin pudo ver incluso en su pulida superficie dorada el reflejo de su asustado y demacrado rostro, la sombra roja de Ardarel detrás de él y como la sombra de su propia mano oscurecía toda esa escena al cernirse sobre el pomo. El chico lo agarró con fuerza con su enguantada mano de dedos rechonchos, pero no le dio tiempo de hacerlo girar y abrir la puerta.
Antes que eso, mucho antes incluso de que Ardarel, cegada por el furor guerrero, le hubiera podido atrapar y ensartar con sus dos espadas, sucedió algo absolutamente inexplicable y bellamente perturbador que dejó a los tres jóvenes petrificados en sus puestos.
Lo que al principio les pareció otra sacudida más que recorriera como un escalofrío toda la estructura de la “Torre”, estremeciéndola aún más si cabe, se tornó en un fenómeno más sutil e inclasificable, que fue creciendo y haciéndose notar con intensidad exponencial, hasta centrar su foco justo en el centro de la sala. Aparentemente ahí no había nada, pero los tres captaron una fuerza en los contornos y la forma difusa parecidos al de una llama.
A Dwalin le parecieron las ondas de un eco lejano, los anillos de agua de una pedrada en un vasto lago, que justo les llegaban ahora y, al igual que Abdelkarr, se encontró exclamando dentro de su cabeza la misma palabra al creer reconocer la identidad de aquella figura fantasmal que se percibía en el vacío corazón de la habitación: Tullken.
Empero con rapidez notaron que se equivocaban ligeramente. Era como si al lado del espectro de su amigo estuviera su sombra; otra voluntad que se mezclaba e interactuaba con la de Tullken, complementándola.
Ese eco, aquella interrupción más percibida que vista, apareció y desapareció con la misma velocidad que un parpadeo, como un fogonazo repentino de luz.
Todos en la sala se quedaron mudos y quietos, incapaces de dar una explicación a lo que había sucedido. Dwalin, de igual modo, fue el primero que se dijo que tampoco aquél era el momento de plantearse nuevas preguntas, sino de encontrar respuestas a los enigmas ya existentes y, aprovechando ese instante de confusión, acabó girando del todo el pomo y abriendo la puerta. Ésta gimió sobre sus goznes al moverse bajo el peso del enano que se apoyaba en ella y, como una boca bostezante, dejó finalmente al descubierto los secretos que se escondían tras su umbral.


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