Osgiliath 2003 de la C.E. (caps. 10-15)

02 de Septiembre de 2007, a las 23:11 - Ricard
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15. Osgiliath, 2003 de la Cuarta Edad (El Juicio de Eru):


Al fin Fair había comprendido que la sensación de extrañeza, de rareza, en el aire que instantes antes había percibido era el aroma del cambio, del principio del fin.
A duras penas de pie, el joven mediano contemplaba el pandemonio que se vivía a su alrededor sin verlo en verdad, así como tampoco oía ya nada. Lo único que entreveía con claridad era aquel horizonte final, aquella puerta que conducía a un lugar desconocido: su futuro incierto ahora se había extendido a todo su pueblo a la luz de lo sucedido en ese (ignominioso) día.
No sin un espinoso amargor, fue testigo Fair de cómo aquel pueblo, el suyo, el de los “excavadores de agujeros”, los medianos… perdía su inocencia natural por enésima vez en el transcurrir infrenable de la Historia; una historia que parecía no ser ya la suya.
Ya no habría más tranquilidad para ellos, en ese valle ni en ningún otro lugar de la Tierra Media. Fue aquella evidencia de descubrir que toda su raza era como un cadáver moribundo al que hubiesen mantenido con vida artificialmente lo que en realidad le dolió a Fair. Era como si, esa noche, se hubieran acostado en sus camas para despertar por la mañana en un ataúd colectivo.
Y el causante de ello se erguía ahora redivivo en medio de todos ellos, como si tampoco los viera o como si ya los considerara a todos muertos, seres de leyenda o personajes escapados de los cuentos de los Días Antiguos, de los que habrían huido por una mera casualidad.
Estaba claro que Tullken, o el ser que había cogido su forma, consideraba que el tiempo de los hobbits había pasado por el desdén con que se mantenía allí, de pie, impertérrito; aunque, hasta donde llegaba a saber Fair, él era también una criatura de un pasado remoto que, por azares que se escapaban a la comprensión del hobbit, había conseguido llegar hasta los días del presente bajo la forma de aquel adolescente.
Fair no supo si llamar melancolía a la tristeza que, como un árbol de hielo que creciera de dentro hacia fuera, enraizó en su corazón. Lo que sí comprendió, sin que nadie se lo hubiera enseñado jamás, casi como una enseñanza grabada en su sangre, era que una retirada digna magnificaba toda derrota; incluidas aquellas de sabor tan amargo y de consecuencias tan impredecibles.
Así, como ya hacía el resto de sus parientes, amigos, vecinos o conocidos, se retiró en una huida silenciosa y pausada que, para los de fuera, hubiera sido clasificada de deshonrosa y cobarde. Pero él fue el último en abandonar el claro y no se reprimió a la hora de dar un postrer vistazo a Tullken, cuya figura era oscurecida por la sombra de la Gran Águila que parecía custodiarle. Era posible que Fair quizás no tuviera el mismo poder en la mirada que el dúnadan, pero en aquel instante el azul claro de sus ojos centelleó como el hielo con aquella tristeza invernal que lo había invadido.
Si Tullken notó esa ola de frío que le envió el pequeño hobbit nadie lo sabe, pues el joven parecía estar hundido todavía en profundas cavilaciones y nada indicaba que se hubiera percatado, tan siquiera, del abandono del claro por parte de los hobbits. Sólo después de un rato se dirigió al gran cuervo que reposaba en su hombro derecho con una voz ronca y cavernosa:
- Corb, diles a todos que callen… y que paren de llamarme “amo y señor”. No vine de tan lejos para serlo… y no pretenderlo tampoco serlo.
- Yo también me alegro de verte, Ai… - entonces el ave pareció dudar con qué nombre dirigirse al chico que le observaba imperturbable con el rostro convertido en un collage de costras de sangre seca - … Tullken – dijo al final y, si hubiera podido, hubiese sonreído socarronamente con su pico duro y negro como una roca de obsidiana.
Luego, alzó la cabeza y, con una serie de potentes graznidos, acalló la multitud de cuervos, quienes, sin embargo, permanecieron en sus puestos con sus picos apuntando al grupo en el centro del claro, expectantes.
La gran águila, por su parte, bajó su cabeza a la altura de la del muchacho y, clavando su único y último ojo en éste, también se dirigió al dúnadan, dudando a su vez qué nombre utilizar con él.
- … Siento nuestra tardanza, pero hemos acudido con toda la presteza de la que hemos sido capaces… “señor”.
Corb hubiera vuelto a sonreír si hubiera podido ante el tono servil y casi tímido de aquel Señor de Aves y que tan diferente era del que había utilizado la primera vez que Tullken y él lo habían visto, cuando la verdad en torno a quién era el chico aún no se había revelado.
- Tranquilo, Landroval; vuestra presencia, tarde o temprano, siempre es providencial... Y me alegro de que consiguieras sobrevivir al ataque de los trasgos.
Retirando el pico con aire avergonzado, al águila se le escapó la fina ironía de la sentencia de Tullken, dicha con aquella gravedad que se había apoderado de su voz y de sus gestos. De todas formas, y tal y como pudieron percibir tanto Corb como Landroval, el chico no parecía en verdad interesado en los hechos que habían acontecido después de que se separaran; de cómo Corb, una vez bebida su sangre, había conseguido un poder sin igual, rompiendo la maldición y consiguiendo reunir ese ejército de cuervos, encontrando poco después a un malherido Landroval que había conseguido sobrevivir a la caída y matar a todos los trasgos culpables de ella y que, a pesar de todo aquello, se sumó gustoso a la búsqueda de aquél a quien había jurado servir de guía y montura.
No; ni aunque le hubiesen escupido a voz en grito, cada una con su respectivo pico y en cada una de las orejas del muchacho, el devenir de aquellas desventuras, Tullken no les hubiera hecho ni el más mínimo caso; de eso ninguna de las dos aves tenía duda alguna. Ambas sabían qué era lo que ocupaba ahora la mente del joven.
- Landroval, permanece aquí vigilante, para que así nadie nos siga molestando… Corb, diles lo mismo a los demás – dijo Tullken al cabo de un rato, con tono lacónico, y sin despegar la vista del camino que conducía al lago.
De todos los allí reunidos, sólo Tullken era el único capaz de percibir esa fuerza que lo atraía como un imán, irresistiblemente, hacia aquella dirección… y el único, por tanto, a quien lo obsesionaba. “Paciencia, paciencia… tiempo he perdido, pero las victorias son para el que aguarda a tener la batalla ganada antes de iniciarla” pensó el chico y no supo si la voz dentro de su cabeza era la suya o la de aquél que se escondía tras el telón de sus pensamientos, moviendo los hilos en la oscura tramoya de su mente cuando le convenía. De hecho, desde que había despertado de ese sueño tan raro en el que había caído como en un pozo que se hundiera en el cielo en vez de en la tierra, Tullken ya no sabía en realidad, y con seguridad, quien era él. Y por extraño que pareciera aquello, tampoco le preocupaba en demasía. Como Tullken, tenía bien claro que tenia que salvar a Elesarn, pues el rescoldo del recuerdo de aquel sueño tan vívido así se lo decía a la luz de la sensación de que sólo había conseguido una tregua temporal. Pero como el Otro, le carcomía un impulso irrefrenable de salir casi corriendo para destruir. No el paisaje o al primero que se encontrara en su camino, sino a la “cosa” que aullaba y palpitaba como un corazón arrancado a orillas del lago, llamándolo.
Tullken acabó también por hacer suya esa prioridad, así como el miedo a la sombra encapuchada de la que habían huido al volver, para obligar a mover de nuevo su contrecho cuerpo. Ambos, dentro del espacio limitado de su cráneo, discutían y veían claro que habría represalias. De qué tipo, no lo sabían, ni siquiera el Otro; pero los dos acordaron que aquello era poco relevante por el momento y, sin demorarse más, se dirigieron hacia la hilera de árboles cuyas sombras engullían el caminito que se perdía entre ellos.
En un silencio reverencial, Landroval y los cuervos lo siguieron con la mirada y vieron como el muchacho (que no era tan sólo un muchacho) y Corb se perdían en aquellas sombras.
El aire bajo las ramas de las ents-mujeres que cubrían el sendero como si fuera un túnel era fresco y contenía un agradable aroma a humedad. Sobre las hojas caídas del camino, que el chico hacía crujir en su avance, también caían difusas manchas de luz que se colaban por entre ese brancaje que se entrelazaba sobre sus cabezas, dando la impresión de que hubiera charcos de reluciente oro a lo largo y ancho de la senda.
Pero a pesar de la apacibilidad que transmitía el paisaje, Tullken y Corb notaron que no eran bien recibidos. Era una fragancia más disimulada que los demás olores comunes del bosque y mucho más incómoda. Tullken sintió, aún sin desviar la vista, como las ents-mujeres que se encontraban a lado y lado del camino ladeaban sus dormidas cabezas para apartar el rostro de él, murmurando ahogados suspiros de desagrado que se confundían con el sonido de las hojas al moverse al son de la suave brisa que serpenteaba por el techo de ramas y que dejaban bien claro la perturbación que causaba su presencia entre las “Damas del Bosque”. Sorprendiéndose, Tullken notó como la otra mitad de su ser, el Otro, lamentaba aquel hecho y, por ende, no pudo evitar también sentirse apenado.
La proximidad del final del camino, perfilándose como la luminosa salida de una cueva, lo distrajo igualmente de aquella angustia pasajera y se convirtió en el heraldo de las verdaderas dificultades a las que había venido a enfrentarse. No bien hubieron pasado su límite, y una vez recuperados del cegamiento temporal producido por la luz del Sol que volvió a recibirles con toda su intensidad, Tullken y Corb se toparon de bruces con el muro, la muralla más bien, más portentosa que jamás hubiesen encontrado en sus vidas.
La fortaleza a la que se enfrentaron era invisible, sin sustancia y tejida con la vaporosa textura del aire, dejando entrever el esplendoroso paisaje de las aguas del lago que, más allá del bosquecillo y en pleno corazón del valle, se extendían como un gigantesco espejo del cielo, pero era a su vez más sólida e impenetrable que los misterios que se esconden tras la muerte de los Hombres.
La palabra exacta, en todo caso, para esa barrera era “dolor”. Tanto Tullken como Corb, estremeciéndose o erizando las plumas respectivamente, y después de penetrar un solo metro en la tierra enfrente el lago, notaron como si un agudo y chirriante taladro se introdujera en sus cerebros; un punzante y omnipresente zumbido que reverberaba por todo aquel espacio con la misma cadencia que un gran nido de avispas en pie de guerra.
Tullken, sobreponiéndose a las náuseas y al embotamiento que le causaban aquella fuerza intangible pero asfixiante, comprendió que era el primer sistema de defensa para espantar a los intrusos que hasta allí llegaran y así disuadirles de acercarse a aquello que latía a orillas del lago y que, muy posiblemente, fuera también el emisor de ese dolor.
Y, al ver el sitio donde reposaba lo que había venido a buscar, el dúnadan volvió a ser tan sólo Tullken, un joven estudiante del instituto Faramir de diecisiete años, por la sorpresa que le causó aquel descubrimiento, despojándose por unos momentos del hieratismo y recobrando el brillo de inocente asombro en sus ojos; aunque fue el poder del arcaico ser que residía en él lo que le permitió avanzar hacia el lugar sin sucumbir ante sus defensas.
No se puede decir lo mismo de Corb. El pájaro aguantó unos cuantos metros de aquella travesía, pero cuando el pitido se tornó insoportable para sus oídos y su cabeza, salió volando de forma precipitada y dejando escapar un hosco graznido. Tullken casi ni se dio cuenta de que el cuervo partía, así como antes no había parecido sentir como se posaba en su hombro. De igual forma, el muchacho no iba a echarle en cara al ave aquel segundo abandono… no en aquella ocasión.
A parte de que comprendía que ese entorno era insufrible para cualquiera que permaneciera en él más de cinco segundos seguidos, se sentía tan abstraído e hipnotizado por el lugar donde debía de acabar su aventura, que la presencia de alguien más – ¡incluso la de amigos!- la habría percibido como una molestia.
Fuese como fuere, Tullken solamente se topó en el corto camino que separaba el bosque de la playa pantanosa y ocupada por los juncos del gran lago con las resecas hierbas que ahí crecían. Al parecer, ni siquiera las moscas se atrevían a revolotear en la pequeña esfera de sufrimiento perpetuo que envolvía aquel espacio que tanto cautivaba y repelía a la vez al chico, haciéndole olvidar ese mismo dolor, como si sólo fuera un ruido de fondo.
Lo que en realidad ahora brillaba con más intensidad en la negra laguna de la mente del joven como si de una estrella sumergida en el fondo se tratara, junto a aquel asombro, fue el diáfano recuerdo de Esperanza; o, más bien, de su primer encuentro con el ent. Y no era para menos, pues un ent era lo que tenía ahora enfrente; un ejemplar varón y enorme, mucho más grande en verdad que cualquiera de las ents-mujeres que lo rodeaban con la vista apartada de él.
O, quizás, como se apresuró a rectificarse a sí mismo Tullken, le recordaba más a Bárbol, el viejo Señor de Fangorn que había visto en el museo de Historia Natural de Osgiliath en lo que le parecía siglos anteriores. Ello era a causa del aspecto que ofrecía aquel “Pastor de Árboles”.
Como Bárbol, transmitía una aureola de honda vejez a través de su arrugada corteza y la desnudez de hojas de sus ramas. Su envergadura también era casi comparable a la del Ser Vivo más Viejo de la Tierra Media, ya que Tullken calculó que, si estando acuclillado con una rodilla en el suelo, tal y como se encontraba el ent, debía de medir unos seis metros de altura, de pie debería de superar los doce. Pero, a parte de aquello y de que estaba claro que también se hallaba muerto y reseco como una hoja expuesta al viento, poco más se podía sacar de esa comparación.
El muchacho contempló su corteza ennegrecida – como si el lecho donde hubiera descansado a lo largo de las noches de su, con toda seguridad, dilatada vida hubiera sido una hoguera de fuego perpetuo- y la delgadez esquelética de su cuerpo que ponía de manifiesto también una hambruna prolongada, lo que a su vez le hacía asemejarse a un árbol torturado por las inclemencias del invierno.
Esa misma impresión se prolongaba hasta su cadavérico rostro, el cual, a diferencia del de las ents-mujeres, se encontraba sumido en un sueño más profundo, contemplando el infinito delante de él con aquellas cuencas vacías que antaño cobijaron ojos y que ahora parecían más bien las negras entradas de un par de nidos de lechuza. Debajo de ellas, la boca se retorcía en una mueca de labios agrietados llena de dolor e, incluso – o por lo menos así se lo pareció a Tullken-, odio contenido.
Todo aquello, de todos modos, no fue lo que más llamó la atención de Tullken de esa figura oscura, más siniestra cuanto más la iluminaba el Sol por el contraste que ponía en evidencia entre ella y el idílico paraje en el que, como una mala hierba que hubiese crecido demasiado hasta convertirse en una pesadilla gigantesca, parecía no encajar. En realidad, tan sólo fueron tres cosas: por un lado, fueron las cadenas, gruesas y oxidadas, que recorrían su cuerpo como si, a pesar de la clara inactividad de sus miembros, intentaran retenerlo para que no se escapara de su puesto a orillas del lago y no consiguiera abandonar tampoco aquella postura tan incómoda en la que se hallaba, con una rodilla en el suelo y la otra levantada, la espalda curvada y los brazos alzados con las manos juntas con esas mismas cadenas a modo de grilletes.
La segunda fueron las runas grabadas por toda su piel-corteza con saña, como los mensajes de dos enamorados pero llevados a la exasperación y que a Tullken le parecieron runas mágicas, runas de sujeción… o así se lo susurró la voz del Otro.
Y, por último, lo que más atrajo al chico, claro estaba, era lo que reposaba en las palmas de las manos abiertas del ent, juntas y extendidas hacia el cielo, de tal modo como si se lo estuviera ofreciendo a ese mismo cielo o a alguien más grande que él y que, debido a esa altura, Tullken no podía ver, pero sí percibir.
Ahora, al pie de aquella estatua de madera y savia muerta, el joven podía sentir como el alma de Alatar allí tendida exudaba una fuente de poder fina, dolorosa y penetrante que, como en una cascada, caía desde los nudosos dedos del ent hacia el reseco y estéril suelo que le rodeaba; y ahí era donde ahora se encontraba el chico, con el rostro alzado y los ojos cerrados, degustando ese derroche de venenosa vitalidad que se precipitaba directo en su cara.
Al fin había llegado a su destino y, sólo por el júbilo que sentía, consiguió Tullken romper todas aquellas barreras que le impedían acercarse aún más a su objetivo, dispuesto a escalar por aquel cadáver - torturado, sin duda, por Alatar, quien le habría absorbido poco a poco todo aliento de vida para convertirlo en ese centinela eterno- y así llegar al corazón, el epicentro, de vida del propio mago azul, listo para acabar con él aún sin saber cómo.


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