Wirda (Libro II: La Espada y el Anillo)

14 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 1



    Níkelon de Erdengoth, con los hombros encogidos y la cabeza gacha, trataba de pasar desapercibido en el extremo más lejano al centro de la mesa de la Sala del castillo de Gueldou. Como ya le había ocurrido más de una vez durante aquel viaje de incógnito, tenía una de las patas de la mesa justo entre las rodillas.
    Aunque el vino estaba un poco picado y muy aguado, Níkelon comenzaba a sufrir un espantoso dolor de cabeza, empeorado por la actuación de los dos juglares que cantaban acompañados de un desafinado laúd, cuando alguien habló a su izquierda.
-¿Encuentras esto tan aburrido como yo?
    Níkelon tardó unos instantes en comprender que la frase iba dirigida a él, y apartó la mirada del fondo la copa para fijarla en el desconocido. Unos ojos muy claros, casi incoloros, se la devolvieron con intereses desde un rostro tostado por el sol, cruzado de derecha a izquierda por una cicatriz que comenzaba en el nacimiento del pelo y terminaba en la mandíbula. Níkelon parpadeó al darse cuenta de que su mirada había estado demasiado tiempo fija en la cicatriz, y replicó con aire indiferente.
    -He estado en sitios peores.
    El desconocido levantó las cejas en un gesto algo despectivo, y sonrió como si la idea le divirtiera.
    -Lo dudo, Alteza.
    -Me temo que os habéis equivocado de persona.
    -Bueno, jovencito, creo que voy a tener que hablar sin rodeos. Soy Jelwyn Aletnor, de Katerlain, y estoy aquí para salvar tu pellejo, quieras o no.
    Solo entonces vio Níkelon las ropas del desconocido. La camisa, el jubón de cuero, los pantalones grises y las botas hasta la rodilla, el ancho cinturón y la espada. Solo faltaba la capa, y Níkelon estaba seguro de que se abrochaba con una estrella roja.
    -Llevas una buena espada. ¿Sabes utilizarla?
    -¿Os gustaría comprobarlo?
    -No me gusta matar humanos, gracias. Pero si no quieres que alguien lo haga por mí, será mejor que sepas manejarla.
    -¿No podríais explicaros un poco más?
    El ardiés se inclinó hacia él y susurró con un tonillo que a Níkelon se le antojó algo zumbón:
    -Tus amables anfitriones van a intentar matarte esta noche, y por alguna extraña razón Dag quiere que llegues vivo a Ardieor. Así que me ha enviado a mí para protegerte.
    -¿No estáis exagerando un poco? Ellos no saben quién soy.
    -Claro. Y Dag y yo tampoco.
    -¿Quién es Dag?
    -La Lym de la Dama Gris de Dagmar.
    -No la conozco.
    -Ella a ti tampoco. Pero está muy interesada en que tú y ese anillo lleguéis vivos a Ardieor.
    Níkelon miró su mano izquierda. Casi había olvidado el anillo que le había regalado su abuela antes de que partiera hacia aquel viaje que de repente parecía haberse vuelto tan peligroso.
    -Pero yo no voy a Ardieor.
    -Ahora sí.
    Níkelon levantó la barbilla en un gesto que supuso altivo y majestuoso.
    -Si no os importa, señor, seré yo quien decida dónde voy.
    -Si quieres vivir para decidirlo, duerme vestido esta noche.
    Níkelon se levantó y anduvo hacia la puerta con la espalda rígida y la cabeza alta, sintiendo la mirada de Jelwyn entre sus hombros. Respiró aliviado al traspasar el arco apuntado de la puerta de la Sala y sentir el aire frío del pasillo en la cara. Le sobresaltó un trueno. Iba a ser una noche tormentosa, pensó mientras se daba prisa en atravesar el patio y llegar al establo antes de que comenzara a llover en serio.
    Si hubiera viajado con su verdadera identidad, Níkelon habría dormido en una alcoba, atendido por criados que le habrían ayudado a desvestirse y con Guardias de Crinale velando su sueño en la puerta. Pero haciéndose pasar por vagabundo no tenía más remedio que acostarse en el heno del establo, intentando evitar las goteras. Había poca diferencia entre estar allí, con el viento y la luz de los relámpagos colándose entre las rendijas de la pared, o en el exterior. Tal vez el olor a vaca y caballo, los ronquidos de otros vagabundos, o de criados, que se oían entre trueno y trueno, y un poco más de calor que en el patio, aunque no tanto como para animarle a desnudarse. Poco a poco, el cansancio pudo más que las incomodidades, y Níkelon se durmió.
    Le pareció que acababa de conseguirlo cuando un trueno más ruidoso que los otros le despertó. O quizás hubiera sido un crujido de la madera, o los pasos de un animal. A la luz de los relámpagos, distinguió a tres personas trabadas en una extraña forma de lucha. Sorprendido, reconoció al señor de Gueldou y a su dama. Y al ardiés. Y pudo ver con toda claridad cómo su espada decapitaba a uno y atravesaba el pecho de la otra.
    Y también vio, o creyó ver, la sangre que goteaba del arma cuando se acercó a él, la cicatriz de su rostro que parecía más profunda aún a la luz de los relámpagos y el brillo afilado de los ojos. Y la estrella que sujetaba la capa en su hombro, roja como la cerveza de los cuervos. Un auténtico jeddart, fugado de una leyenda siniestra.
    -¿Estás herido?
    Níkelon estaba temblando. Su voz salió como un balbuceo.
    -Por favor, no me mates.
    -No seas tonto, chico. Eran ellos los que venían a matarte, ¿recuerdas?
    -¿Por qué?
    -Date prisa, tenemos que marcharnos de aquí. No sé cuántos esbirros más tiene Zetra en este antro.
    -¿Zetra?
    -Sí, Zetra. ¿O crees que los ardieses nos metemos en política extranjera por diversión?
    -¿Cómo vamos a salir de aquí?
    -Por la puerta.
    -Estáis bromeando.
    Jelwyn ensilló a toda prisa su caballo, una bestia negra de expresión tan hosca como la suya, y Níkelon no tuvo más remedio que hacer lo mismo y salir a galope del establo.
    Los cascos de los caballos arrancaban pellas de barro del suelo. La luz de los relámpagos iluminó por un instante la puerta: estaba abierta.
    -¿Habéis matado a los centinelas?
    -No, solo están dormidos.
    Níkelon se preguntó cómo los habría dormido, pero prefirió no preguntárselo a él. Se limitó a seguirle, sintiendo cómo el agua le golpeaba la cara, se escurría por su cuello y se colaba bajo su ropa. Nunca había imaginado que el agua de lluvia fuera tan fría.
    -¡Un momento! -gritó, cuando ya estaban lo bastante lejos del castillo- ¿Dónde vamos?
    -Creía que ya lo sabías.
    -No pienso ir a Ardieor. Voy a volver a Crinale y contar lo que ha ocurrido. Si los Señores de Gueldou trabajaban para Zetra, en Crinale tienen que saberlo.
    -¿Piensas que llegarías? ¡Debe haber esbirros de Ella en cada cruce de camino o en cada posada desde aquí a Crinale! ¡Puede que hasta en el mismo Crinale! Tu única esperanza de salvarte es venir a Ardieor conmigo.
    Aquello era un sueño, se dijo Níkelon. Al día siguiente despertaría en el establo, o mejor aún, en su cama de Crinale. De modo que no había nada malo en seguir a aquel desconocido por lo menos hasta la hora de despertarse. Además, lo que le había dicho parecía todo lo lógico que podía parecer algo aquella noche.
    Eso sí, Níkelon se hizo la solemne promesa de no volver a beber vino aguado en su vida.

*****

    Le despertó el calor del sol en su cara. Níkelon apartó la manta, que le cubría medio cuerpo y se le había enredado en las piernas, y se incorporó restregándose los ojos.
    No estaba en Crinale. Ni siquiera en el establo del Castillo de Gueldou. Había pasado la noche en una antigua Torre Vigía de la que solo quedaba una planta, con la pared semiderruida, el suelo hundido y la escalera impracticable. Salió de las ruinas, aguantándose un bostezo, y vio al ardiés, algo menos siniestro que la noche anterior pero igual de serio, acuclillado ante una pequeña cacerola de agua hirviendo.
    -Creía que tendría que despertarte yo. ¿Te gusta la menta?
    -No sé, nunca la he probado.
    -Alguna vez tiene que ser la primera - Jelwyn apartó la cacerola del fuego y echó en ella unas cuantas hojas secas que sacó de una de sus muchas bolsitas de cuero-. Tenemos queso y cecina, pero no hay pan, y tenemos que llenar las cantimploras antes de que se vacíen del todo. ¿Hay alguna fuente cerca de aquí?
    -No lo sé.
    -Creía que este era tu país.
    Níkelon decidió no darse cuenta del ligero tono de reproche.
    -No he viajado mucho por él.
    Ni por ningún otro, se dijo, pero esa no era cosa que le importase a Jelwyn.
    -Tendremos que confiar en nuestra suerte - Jelwyn vertió un poco de miel en la infusión de menta, lo agitó, lo sirvió en dos cuencos de arcilla y le alargó uno.
    Níkelon lo cogió y bebió un sorbo. No sabía mal del todo. Se lo terminó muy despacio, para no quemarse la lengua.
Mientras tanto, Jelwyn guardaba en las alforjas el tarro de miel y la bolsita de menta, y sacaba de ellas las provisiones de las que había hablado. Cortó el queso en lonchas gruesas pero regulares, y la cecina en daditos casi perfectos, y comió utilizando tres dedos. Unos modales algo incongruentes con el momento y el lugar, pensó Níkelon. Hasta se molestó en tragar la comida antes de hablar.
    -¿Qué hace un chico como tú metido en un lío cómo éste?
    Níkelon estuvo a punto de contestar un ofendido: "Ya tengo veintiún años", pero le pareció una réplica demasiado infantil.
    -Una vez cada cinco años, el Rey de Galenday viaja de incógnito por el país, disfrazado de vagabundo. Para conocer la realidad y no lo que le cuentan los señores. Se supone que los súbditos están más dispuestos a contarle sus desdichas a un vagabundo preguntón que a un emisario real. Pero este año el rey se ha puesto enfermo y el príncipe heredero estaba demasiado ocupado sustituyéndole, así que Anhor dijo: ¿por qué no mandamos a Níkelon?, le vendrá bien dar un paseo. Y aquí estoy.
    -Es lo más estúpido que he oído nunca.
    -Es una tradición.
    -¿Y también es una tradición que el rey disfrazado viaje sin escolta disfrazada?
    -Pensé que así pasaría más inadvertido.
    -Pues no lo conseguiste -Jelwyn abrió una bolsita y se la ofreció-. ¿Avellanas?
    Níkelon negó con la cabeza.
    -Debería haberlo hecho Anhor. A él no se habrían atrevido a intentar matarle. Es el mejor caballero de Galenday.
    -Tal vez. Pero a mí me dijeron que te salvase a ti.
    -¿Cómo te metiste tú en esto?
    Ya que él insistía en no hablarle de vos, Níkelon decidió hacer lo mismo.
    -Dag me lo pidió.
    -¿Y eso es todo?
    -Lo entenderás cuando la conozcas.
    Por un momento, solo se oyó el ruido de las muelas de Jelwyn masticando las avellanas tostadas.
    -¿Cómo es?
    -¿Quién?
    -Tu Lym. Nunca he conocido a ninguna.
    Por primera vez, Jelwyn sonrió.
    -Diecinueve años, alta, rubia, ojos grises y delgada pero no flaca. Tiene hoyuelos en las mejillas hasta cuando no sonríe. Y la voz mejor afinada de Ardieor, nada que ver con aquellos incompetentes de anoche... -Mientras hablaba, Jelwyn miraba hacia algún lugar situado detrás de Níkelon, y sus manos se deslizaban con aparente indolencia por el reverso del cinturón- ¿Aún quieres demostrarme lo que sabes hacer con la espada? -murmuró, casi sin mover los labios.
    Níkelon le miró, preguntándose perplejo si estaría hablando solo. Y de repente, las manos de Jelwyn parecieron invisibles. Níkelon oyó dos silbidos pasando junto a sus orejas, un choque contra carne blanda y unos gritos ahogados.
    Jelwyn se levantó de un salto, y Níkelon le imitó sin estar muy seguro de lo que hacía. Sólo entonces vio los seres patituertos y de anchos hombros que les tenían acorralados contra la torre.
    Las historias que había oído no contaban que los trhogol apestaban tanto. Níkelon se preguntó cómo podían hacerse acercado sin ser olidos. O cómo había pasado la frontera algo tan grande sin ser visto. Eran por lo menos diez, del color parduzco oscuro del fango de pantano, y tan peludos que Níkelon se preguntó cómo soportarían el peso, si los esquilarían en verano como a las ovejas y si habría que cepillarlos como a los gatos que tanto les gustaban a las Reinas de Galenday.
    Jelwyn pegó su espalda a la de él.
    -Ve andando de lado, despacio, hacia los caballos -susurró-. Son demasiados para luchar con ellos.
    -¿Vamos a huir?
    -El jeddart que huye vive para seguir luchando.
    -Nunca había oído ese dicho.
    -Siempre hay una primera vez para todo.
    La señal de ataque de los trhogol fue un gruñido del que parecía ser el jefe. Los demás se arrojaron sobre los dos humanos como caballos sedientos a un abrevadero.
    Níkelon nunca supo con exactitud qué le había ocurrido. Una nube roja cubrió sus ojos, y su cuerpo comenzó a moverse por su cuenta. Vio sin terminar de creérselo cómo su espada cortaba, hendía, atravesaba, destrozaba. Sus pies daban patadas a un lado y a otro, sus codos y sus rodillas golpeaban lugares que parecían encontrar solos. Oyó el grito de entusiasmo de Jelwyn y lo sintió más que lo vio a su lado, arrojando pequeñas estrellas de acero en todas direcciones. Un montante trhogol le rozó el cuello, y otro le infligió una leve herida en una mano, pero Níkelon no sintió miedo. Por lo menos no tanto como la noche anterior.
    Solo cuando el último trhogol cayó muerto, se disipó la neblina roja, y Níkelon sintió la catarata de sudor precipitándose por su espalda. Le temblaron las piernas y tuvo que apoyarse en la pared de la torre.
    -Me estoy haciendo viejo -jadeó Jelwyn. Tenía una rodilla en el suelo y la cara manchada de sangre, pero no parecía herido-. Debería haberlos sentido acercarse -Se limpió la cara, se incorporó y miró a Níkelon-. Me pregunto por qué creerá Dag que necesitas protección.
    Níkelon le devolvió la mirada, aturdido.
    -Ni siquiera sé cómo lo he hecho.
    -A veces ocurre -Jelwyn miró al suelo-. Maldita sea, todas las avellanas estropeadas -Recuperó las pequeñas estrellas metálicas que se habían quedado clavadas en los trhogol-. Bien, vámonos, aún nos queda un largo camino hasta el Valle.

*****

    Níkelon despertó al oír voces. Se incorporó, sobresaltado, pero no vio más que a Jelwyn discutiendo con un buhonero. El hombre protestaba de que Jelwyn pretendía arruinarle, Jelwyn le acusaba de ladrón y amenazaba con no comprar nada, pero ninguno de los dos parecía hablar en serio.
    -¡Es coral rojo, noble príncipe! ¡La sangre del mar, traída desde islas remotas superando peligros que vos no podéis imaginar!
    -Pues a mí me parecen sólo piedras.
    -¡Y los diamantes os parecerán sólo cristales!
    Níkelon nunca había pensado que Jelwyn regatease tan bien. No solo consiguió lo que quería, sino además lo que el vendedor llamó "un amuleto contra el mal de ojo".
    -Ese sinvergüenza me ha estafado -Jelwyn miró cómo el buhonero, su carro y sus dos mulas se alejaban hacia poniente-. Pero no tenía ganas de seguir discutiendo.
    -¿Qué has comprado? -Jelwyn le mostró un collar de pequeñas cuentas rojas-. ¿Un regalo para tu dama?
    Jelwyn sonrió.
    -Algo así. ¿Quieres el amuleto contra el mal de ojo?
    El amuleto era un triángulo de latón, de lados torcidos y vértices redondeados. A la izquierda, una piedra azul, algo descolorida, estaba rodeada de rayos como intentando parecer un sol sobre una pequeña pirámide escalonada. El resto estaba ocupado por una especie de abolladuras semicirculares que parecían hechas a propósito por algún inescrutable motivo.
    -Es lo más feo que he visto en mi vida.
    -Supongo que eso significa que tendré que quedármelo.
    -¿Por qué lo has comprado?
    -Para parecer tonto.
    Níkelon iba a preguntarle por qué quería parecer tonto, pero Jelwyn sonrió como si hubiera adivinado la pregunta y no quisiera contestar, y comenzó a preparar el desayuno mientras silbaba una cancioncilla.

*****

    Aquella noche, Jelwyn tuvo una pesadilla. Níkelon le vio revolverse como luchando con alguien, le oyó murmurar un nombre y por fin gritarlo. Y a la tercera vez no aguantó más. Se inclinó sobre Jelwyn y le sacudió hasta despertarle.
    Jelwyn se incorporó gritando y se golpeó la cabeza con la de Níkelon.
    -¿Se puede saber qué estabas haciendo?
    -Intentaba despertarte.
    -Lo siento -Jelwyn se frotó la frente-. ¿Gritaba mucho?
    -No, no mucho -Se hizo una pausa muy incómoda. A Níkelon le latía el lugar donde había recibido el golpe-. ¿Quién es Jaysa?
    Jelwyn aferró a Níkelon por los brazos. Sus uñas se le clavaron a través de las mangas.
    -¿He hablado de ella? ¿Qué decía?
    -No... no lo entendí bien. Sólo la llamabas. Como si se estuviera marchando a alguna parte sin ti.
    Creía que Jelwyn iba a soltarle, pero no lo hizo. Se le quedó mirando a los ojos, como intentando leer sus pensamientos.
    -¿Tienes sueño?
    Níkelon negó con la cabeza. Jelwyn le soltó y se levantó de un salto.
    -Muy bien. Nos vamos.
    -¿Que nos vamos? ¡Pero si acabamos de pararnos!
    Jelwyn envainó su espada, dobló su manta y ensilló el caballo.
    -Yo estoy al mando, galendo -Ajustó el bulto detrás de la silla-. Y si digo que nos vamos, nos vamos.
    -¡No soy uno de tus hombres, ardiés! ¡No tienes ningún derecho a darme órdenes! Ni siquiera tengo por qué ir contigo a ninguna parte. Puedo volver a Crinale y explicarlo todo. Maldita sea, soy un príncipe de Galenday, mi palabra aún vale algo, no eran más que dos traidores, ¡Y ni siquiera les maté yo!
    Jelwyn desató el caballo del árbol donde lo había atado.
    -Seguro que creer n una explicación tan coherente.
    -No voy a Ardieor. Voy a quedarme aquí, voy a dormir hasta mañana y mañana volver‚ a Crinale y se lo explicaré todo. Me creerán.
    -Creía que habías dicho que no tenías sueño -Jelwyn puso el pie izquierdo en el estribo.
    -Esto es porque no quieres contestar a mi pregunta, ¿verdad?
    Jelwyn señaló hacia lo que Níkelon supuso que sería el sur.
-Se va por allí.
    Y espoleó a su caballo en dirección contraria.
    Níkelon le vio alejarse sin saber si sentirse aliviado. Cuando dejó de oír los cascos del caballo, el silencio cayó sobre él como un cubo de nieve.
    -Oh, maldición.
    Desató su caballo y trató de correr detrás de Jelwyn.
Al principio, no comprendió qué le había ocurrido. Mientras planeaba sin un asomo de dignidad ni elegancia hacia un inevitable encuentro con el suelo, pensó que el caballo debía haber tropezado con algo. Unas botas ante su nariz le mostraron que estaba equivocado.
    Medio atontado por el golpe, intentó incorporarse. Un pie en su cuello le aplastó la cara contra el suelo.
    -Desarmadlo.

*****

    Atado de pies y manos, transportado como un bulto en la grupa de un caballo ajeno, Níkelon intentó pensar en cómo podría salir de semejante lío, pero había demasiada sangre en su cerebro como para darle ideas brillantes. A lo más que alcanzó fue a sentir el deseo desesperado que Jelwyn regresara para salvarle, y luego a avergonzarse por ello.
    El que parecía estar al mando, un sujeto alto y rubio con la cara oculta por una máscara que solo dejaba al descubierto unos ojos muy oscuros, casi negros, dio la voz de alto. Con muy malos modos, Níkelon fue arrojado al suelo y sentado mientras los seres que le habían capturado preparaban un improvisado campamento a las órdenes del enmascarado.
    -Así que tú eres lo que tanto teme mi Señora.
    El estómago de Níkelon dio un salto mortal hacia atrás. El enmascarado, acuclillado ante él, le había hablado en ardiés.
    -No os entiendo -contestó Níkelon en galendo.
    -¿Quién eres? -preguntó el desconocido también en galendo.
    -Nadie.
    -Bonito nombre. Corto y fácil de pronunciar. Pues yo soy Estrella Negra de Dagmar, Capitán de esta pequeña expedición, y mis órdenes son llevarte allí vivo o muerto. ¿Qué prefieres?
    -Si me matáis no serviré de nada a vuestra Señora.
    Níkelon esperaba estar equivocado acerca de la identidad de la Señora, pero Estrella Negra disipó sus dudas con una carcajada.
    -Te sorprendería saber lo que ella puede hacer con un cadáver.
    Níkelon tragó saliva. No, no se había equivocado con la Señora.
    Un trhogol llegó galopando.
    -Lo homos porrdodo, Copotón.
    -Por supuesto. ¿Has oído, Nadie? Jedllyn te ha abandonado. Típico de él.
    -No sé de qué me estáis hablando.
    -No importa. Me pregunto por qué les das tanto miedo.
    -¿Cobardía?
    -Tal vez -Estrella Negra le pellizcó la mejilla derecha y se levantó-. Seguiremos hablando, Nadie.
    Pero no volvió a hacerlo. Pasaron otros dos días, que Níkelon pasó en la misma posición sobre el caballo, con las manos atadas, que solo le desataban para que comiera aquella sustancia, demasiado condimentada y de olor sospechoso, que los trhogol parecían adorar y Estrella negra apenas tocaba. Después de la comida del mediodía se reanudaba la marcha sin darle tiempo a digerir su ración, que insistía en regresar desde el estómago a la boca dejándole un sabor a bilis y especias pegado a su reseca lengua. Y después de la última comida del día le ataban a una estaca con las manos a la espalda. Era una postura muy incómoda y Níkelon apenas podía dormir, tan solo dar unas ligeras cabezadas entre pesadilla y pesadilla.
    Al final del tercer día, lo que hasta entonces había sido una línea azul oscuro en el horizonte se convirtió en las Montañas de Ardieor, lejanas aún pero ya visibles. Se detuvieron, montaron el campamento, le dieron su cena a Níkelon y volvieron a atarle. Níkelon vio cómo se distribuían las guardias antes de que su cabeza, rendida, cayera sobre su pecho. Despertó sobresaltado al sentir que algo frío rozaba sus manos.
    -Calla -murmuró la voz de Jelwyn tras él.
    La garganta de Níkelon latía tan fuerte que llegó a pensar que tenía dentro un tambor.
    Jelwyn no tardó mucho en cortar la cuerda, y Níkelon sintió el hormigueo de la sangre regresando a sus manos. Jelwyn dejó el puñal en su mano.
    -Acaba tú. Voy por tu espada.
    -Vaya, vaya, lo que se puede encontrar en Gueldou a medianoche.
    Jelwyn se levantó muy despacio.
    -Era "en Surlain", y te has dejado un "vaya".
    -Quisquilloso -Estrella Negra desenvainó su espada. La de Jelwyn apareció en su mano sin que Níkelon pudiera ver cómo-. ¡Quietos! -gritó Estrella Negra a los trhogol-. ¡Es mío!
    Por un momento, Níkelon se quedó sin saber qué hacer, con el puñal en la mano, los pies atados y la espalda contra la estaca. Pero cuando Estrella Negra se lanzó contra Jelwyn con un mandoble que provocó un pequeño rayo al pararlo la espada del ardiés, Níkelon reaccionó. Cortó las ligaduras de sus tobillos y trató de levantarse, pero tenía los pies dormidos y cayó de costado. Ni Jelwyn ni Estrella Negra repararon en él, estaban demasiado ocupados con sus ataques, paradas y bloqueos. Níkelon, sentado en el suelo hasta que sus pies respondiesen a su voluntad, no tuvo más remedio que disfrutar de la exhibición.
    -¿Eso es todo lo que sabes hacer? -se burló Estrella Negra.
    Jelwyn amagó un golpe que provocó un movimiento de su enemigo hacia la izquierda, y aprovechó este movimiento para darle una patada en el estómago. Estrella Negra se quedó sin respiración y se dejó caer al suelo. Jelwyn cogió a Níkelon por el cuello de la camisa y lo arrastró sin consideraciones.
    -¡A por ellos, imbéciles! -jadeó Estrella Negra. Los trhogol parecieron despertar y corrieron tras los dos fugitivos.
    Níkelon nunca había corrido tan deprisa. Jelwyn montó en el caballo de un salto y le subió tras él de un tirón. Apenas tuvo tiempo de sujetarse antes de que Jelwyn arrease al animal y salieran al galope.
    -¡Detenedles! -gritó Estrella Negra, ya recuperado el aliento.
    Níkelon estaba a punto de gritar de alegría por haber escapado cuando sintió un golpe en la espalda, a la altura de la cadera. Al principio no le dio importancia, pero el dolor persistía. Con infinita precaución, llevó su mano derecha al lugar dolorido.
    -¡Nos están disparando!
    -¿Cómo lo sabes?
    -Porque me han acertado.
    -Para una vez que aciertan tiene que ser a él -murmuró Jelwyn.


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