Wirda (Libro II: La Espada y el Anillo)

14 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 3



    -Así que tú eres el príncipe de Lym Dagmar.
    Níkelon se volvió, sobresaltado. La había visto al salir de Comelt, entre cuatro jeddart de expresión severa. Pero de algún modo, Artdia Comelt se había deshecho de sus guardianes y estaba a su lado, con sus ojillos como alfileres y su sonrisa maliciosa.
    -Me temo que sí.
    -Es bonita, ¿verdad? -La Dama Gris descubrió más aún sus dientes ante la expresión desconcertada de Níkelon. Le faltaban demasiados como para que la sonrisa fuera atractiva, pero eso no parecía disuadirla-. Ten cuidado, te romperá el corazón, y él se encargará del resto.
    La Dama Gris parecía estar esperando una respuesta, y Níkelon se la dio.
    -Lo tendré en cuenta, Señora.
    A su padre siempre le funcionaba, pensó Níkelon, resentido. Una respuesta educada, pero al mismo tiempo lo bastante seca e impersonal como para que el otro comprendiera que la conversación había terminado. Sus hermanos mayores también lo hacían bien. Incluso sus hermanas pequeñas. Pero, o él no sabía cómo hacerlo, o aquella vieja ardiesa no quería darse por aludida. Estaba allí, mirándole con la cabeza ladeada, una semisonrisa burlona y un tic en el ojo. O tal vez trataba de levantar la ceja.
    Níkelon miró a su alrededor con todo el disimulo que pudo. Los ardieses encendían hogueras, levantaban tiendas, sacaban mantas y provisiones de las alforjas de sus caballos, acarreaban agua de una fuente cercana y se dedicaban a otras diversas y misteriosas actividades. Nadie parecía haber reparado en Níkelon y la Dama Gris, ni dispuesto a rescatarle de ella.
    -Dos cuerpos, una sola mente y ni medio corazón entre los dos. Llevarán a Ardieor al abismo, lo saben y no les importa. Porque irá con ellos.
    -Tal vez sea mejor con ellos que con otros -replicó Níkelon sin saber muy bien lo que decía.
    -La muerte nunca es mejor que cualquier otra cosa. Sé lo que quieres muchacho, y estoy dispuesta a dártelo, que es más de lo que hará nunca tu Lym Dagmar.
    -¿Ah, sí? -Níkelon trató de bromear-. ¿Qué quiero?
    -Respuestas. Todas las respuestas a todas las preguntas.
    -Ya es suficiente, Artdia Comelt.
    Níkelon se ruborizó como pillado en falta. La Dama Gris sonrió al darse cuenta, y sonreía aún cuando se volvió hacia Garalay.
    -¡Ah, ese perfecto acento de Dagmar! Restallante como un látigo y cortante como una espada. ¿Temes que te robe a tu chico, niña? Es de los que dan ganas de atar una piedra a la capa gris y tirarla al lago, ¿verdad?
    Garalay no se molestó en contestar.
    -¡Jelwyn! -gritó- ¿A qué clase de inútiles has ordenado vigilar a la prisionera? ¿Es que tengo que encargarme yo de todo?
    -Si quieres que las cosas se hagan bien tienes que hacerlas tú misma, querida. ¿Tu Maestra no te enseñó eso? Ella no habría dejado que un jeddart le diera órdenes delante del Consejo, ni habría dejado una misión a medias.
    Dos de los cuatro vigilantes de la Dama Gris, con expresión compungida y sin mirar a Garalay, la agarraron uno de cada brazo y se la llevaron sin que ella opusiera resistencia.
    -¿Cómo te encuentras? ¿Te ha molestado la herida?
    Níkelon negó con la cabeza.
    -¿Por qué‚ tienes tanto miedo de lo que ella pueda decirme?
    -No creo que esa vieja bruja traidora te vaya a decir nada interesante.
    -Entonces, ¿qué problema hay en que..?
    Quedaría muy bonito decir que Garalay suspiró, pero lo cierto es que aquello parecía más un bufido.
    -No se te ocurra volver a hablar con ella. Te estaré vigilando.

*****

    Fantástico, pensó Níkelon, tendido boca arriba bajo una manta, mirando el cielo estrellado y sintiendo en su espalda las que debían ser todas las piedras del mundo.
    Mientras a su alrededor los ardieses roncaban, resoplaban y algunos hasta murmuraban en sueños, él no podía pensar en otra cosa que en la palabra de la Dama Gris.
    -Respuestas -murmuró. Le dio vueltas en la boca y la masticó hasta que le sacó todo el jugo.
    Aún estaba a tiempo de escapar. Todos dormían, él podía arrastrarse fuera del campamento, robar uno de los caballos y regresar a Galenday. No notarían su ausencia hasta el día siguiente. Volvería a Crinale, deslumbraría a todos con su extraña aventura, y... y lo más probable era que Anhor le llamase cobarde por haber desperdiciado la oportunidad de convertirse en un héroe. Bueno, ¿y por qué‚ no iba el heroico Anhor a Ardieor en su lugar? El valeroso caballero-andante-ganador-de-torneos ya comenzaba a tocarle las narices. Seguro que él no se habría dejado herir en casi-el-trasero, y si lo hubiera hecho no habría permitido que una desconocida le curase. Se habría cosido él mismo la herida después de limpiársela a lametones. Y habría acorralado a Jelwyn contra una pared, le habría agarrado del cuello y le habría sacado todas las respuestas que quería.
    Y luego Jelwyn le habría metido dos palmos de espada en el estómago. Pero Anhor habría muerto con una sonrisa por haber encontrado lo que buscaba.
    Como si al pensar en Jelwyn le hubiera invocado de alguna manera, oyó su voz.
    -¿Todo bien, centinela?
    -Todo bien, Capitán. Es una bonita noche.
    -Que siga así.
    Cuatro veces más se repitió la conversación, con ligeras variantes.
    Níkelon sacudió la cabeza. Cinco centinelas y Jelwyn, que parecía no dormir nunca. Ni siquiera Anhor, el caballero-andante-ganador-de-torneos al que adoraban todas las dueñas y doncellas de Galenday, habría pensado en escapar aquella noche. Y él solo era Níkelon, el hermano mediano al que hasta sus hermanas pequeñas tomaban el pelo, y sólo de pensar en que si se marchaba nunca sabría por qué‚ le habían llevado allí y en lo que le podían hacer los centinelas si le atrapaban intentando huir, o si le perseguían y le alcanzaban, sentía una inexplicable pesadez en las piernas.
    A la porra con todo, pensó, o quizás lo dijo en voz alta. volvió a recordar a la Dama Gris y su seductora promesa de respuestas. Y luego a Garalay y su amenaza.
    Cerró los ojos y mientras trataba de planear lo que haría al día siguiente, se quedó dormido.

*****

    Despertó con una determinación que a él mismo le sorprendía. Encontró a Garalay desayunando, con las piernas aún envueltas en la manta en la que había dormido, pero ya peinada y sin rastro de sueño en su mirada, y la atacó sin contemplaciones.
    -Tenemos que hablar.
    Garalay levantó la mirada de su tazón de menta.
    -¡Cielos! ¿Ahora?
    Níkelon se sentó ante ella. Se sentía implacable. Acababa de meter la cabeza, toda la cabeza, en la fuente de donde los ardieses sacaban el agua, y el agua fría había dado a sus ideas una sorprendente claridad.
    -Lym , creo que ha habido un error.
    -Desde luego. No debería haber permitido a Jelwyn preparar la menta. Pone demasiada.
    -Me refiero a mí. Habéis cometido un error conmigo -Garalay levantó la ceja derecha, pero Níkelon no se dejó intimidar-. Deberíais haber buscado a mi hermano mayor, Anhor -La ceja derecha volvió a su posición normal por unos breves instantes, antes de unirse a su compañera sobre la nariz de Garalay. Níkelon notó que comenzaba a sudar-. El es un héroe, ¿sabes? El mejor espadachín de Galenday. Y el que más puntería tiene con la lanza, y también el mejor jinete y el mejor arquero. Gana todos los torneos. Y además es simpático, y ha leído un montón de veces "Arnthorn el intrépido". Por lo menos dos.
    -No soñé con Arnthorn, Nikwyn, soñé contigo.
    -Se llama Anhor.
    -Pues hablas de él como si fuera el mismísimo Arnthorn el intrépido.
    Níkelon se sintió incapaz de sostener la mirada de Garalay. Hasta en otro país, Anhor le hacía sentir estúpido e inútil. Entre la niebla de autocompasión que le envolvía, volvió a oír su voz.
    -A veces sueño cosas. Algunas de esas cosas ocurren luego, de una forma u otra. Otras no las entiendo pero presiento que van a ocurrir y que debo hacer algo para evitarlo. Tú salías en uno de esos sueños. ¿Ya has desayunado?
    La conversación había terminado. Níkelon sintió la mirada burlona de la Dama Gris, y decidió que en cuanto pudiera hablaría con ella, y si a Garalay le sentaba mal, que se aguantase. ¿Qué podía hacerle? ¿Convertirle en sapo? No iba a notar la diferencia.
    La oportunidad llegó aquella misma mañana. Fue la propia Dama Gris quien consiguió escabullirse de sus guardianes.
    -Bonita mañana. Cielo límpido, brisa fresca, pajarillos gorjeando y la Segunda del Valle volviendo a casa con dos prisioneros.
    -Yo no soy un prisionero.
    -Claro, por eso consientes que ella te dé órdenes. Estás más preso que yo, que al menos sé que tengo las manos atadas.
    -¿Y qué más sabéis?
    -Ah, te gustaría saberlo, ¿verdad? Por eso soportas la conversación de una vieja tonta y fea como yo.
    -Señora, no creo que tengáis nada de tonta.
    La Dama Gris se rió.
    -Pero sí de fea, supongo -Níkelon se ruborizó-. Da lo mismo, a todas nos enseñan que la belleza no es importante. Lo único importante es el Poder. Manipular al resto del mundo para que hagan lo que nosotras queramos. está bien, mientras nos limitemos a nuestro mundo, ¿quién puede resistirse a la tentación de jugar con el destino? Pero ella... ella está jugando a ser el Destino. Apostaría mi vida a que acaba fulminada por un rayo.
    -Ya está bien, Artdia Comelt, no hagas que me arrepienta de habértela salvado.
    Níkelon dio un salto en la silla que hizo respingar al caballo, pero la Dama Gris no hizo el menor gesto de sorpresa.
    -Ah, sí, es lamentable, qué‚ desperdicio de heroísmo. La primera vez en tu vida que le llevas la contraria y tiene que ser por mí.
    En silencio, Jelwyn tomó por las riendas el caballo de la Dama Gris, lo llevó hasta sus avergonzados guardianes y le hizo una seña a Níkelon para que le acompañase a la cabeza de la caravana.
    -Parece que esta es la única manera de alejarte de ella.
    Una hora después, la Emboscada cayó sobre ellos.
    Les alertó antes el sonido de las espadas que los gritos de advertencia. Jelwyn desenvainó y galopó a defender la retaguardia. Níkelon salió galopando tras él.
    Garalay se interpuso en su camino.
    -¿Se puede saber dónde vas?
    -Es una...
    -Sé lo que es. Y si quieres hacer algo útil quédate aquí. No tengo ganas de volver a ocuparme de esa herida.
    -¡Cuidado, que se escapa! -oyeron gritar a Norwyn.
    Garalay volvió la cabeza, y Níkelon aprovechó el momento para espolear su caballo hacia donde Jelwyn estaba luchando. Oyó como en sueños cómo Garalay soltaba una maldición y arreaba a su caballo.
    -¿Se ha vuelto loca? -gritó Jelwyn- ¡Que alguien la detenga!
    Níkelon vio cómo la Dama Gris y su caballo se internaban en el bosque en línea recta, mientras Garalay trataba de interceptar su camino por la izquierda. Antes de saber con exactitud a cuál de las dos trataba de detener, Níkelon se unió a la persecución.

*****

    Estrella Negra esperaba entre los matorrales que rodeaban aquel claro del bosque a que los trhogol regresaran con los dos prisioneros. No había querido intervenir en persona en aquella emboscada, cuyo objeto tampoco había tenido claro desde el principio, ya que si de todas formas iban a matarla, ¿para qué‚ querían a la Dama Gris? El precio del fracaso era la muerte, como con tan poca sutileza le había recordado Lajja cuando él había protestado por aquella misión tan precipitada. Nunca nadie había hecho correr tanto a unos trhogol, se rió Estrella Negra mientras se preguntaba si podría aprovechar que estaba solo para quitarse la máscara y enjugarse el sudor.
    Apenas había llevado la mano al cierre cuando apareció la Dama Gris. Estrella Negra no podía creerlo. La vieja se las había arreglado ella sola para ponerse en sus manos, mientras aquellos imbéciles de jeddart y trhogol seguían luchando allá abajo. Estaba a punto de salir a recibirla cuando una Lym apareció tras ella, la alcanzó, y para sorpresa de Estrella Negra, saltó sobre la vieja y la derribó del caballo. Por un momento, las dos parecieron aturdidas, pero pronto se recuperaron y comenzaron a luchar.
    Parecía que la Lym, más joven y fuerte, iba a tener ventaja. Pero la Dama Gris logró rodar sobre ella y golpeó su cabeza tres o cuatro veces contra el suelo. Debía estar furiosa, pensó Estrella Negra, y entonces advirtió que la Dama Gris había rodeado con sus manos el cuello de la joven.
    Nunca pudo explicarse lo que le había ocurrido. Aunque algo le decía que aquello ya no era asunto suyo, que sería mejor para él que las dos murieran, su cuerpo reaccionó por su cuenta, y el puñal salió disparado de su mano antes de que su sentido común pudiera hacer nada al respecto.
    La Dama Gris se desplomó muerta sobre la Lym. Estrella Negra se acercó con infinitas precauciones y se arrodilló a su lado. La Lym aspiraba con fuerza, como queriendo recuperar todo el aire que había perdido. Abrió mucho los ojos al verle allí. Aunque el miedo había dilatado sus pupilas hasta volverlos casi negros, el pedazo de iris que se veía era del gris de la niebla, del mar al atardecer, y no pudo recordar de qué‚ más colores porque en aquel momento ella debió adivinar quién era él y se desmayó del susto.
    Una voz furiosa le sobresaltó. Estaba tan concentrado en la chica que no había oído el galope del caballo.
    -Apártate de ella.
    Estrella negra se dio la vuelta. Como esperaba, era el chico galendo. Nadie, le había dicho él que se llamaba. Un bonito nombre, lástima que fuera falso.
    -Está viva -respondió, por si él se había hecho alguna idea equivocada.
    -Te he dicho que te apartes.
    Estrella Negra se rió al ver que el otro desenvainaba la espada.
    -No hagas tonterías, Nadie. No tienes lo que hay que tener para matarme.
    -¿Agallas? -preguntó el galendo en tono irónico.
    -Suerte.
    Estrella negra arrancó su puñal de la espalda de la Dama Gris, se inclinó otra vez hacia la Lym, apartó el pelo de su cara y la miró. En un impulso que tampoco supo explicarse, se inclinó y la besó en la frente.
    -Hasta la vista, petirrojo -murmuró, sin importarle si el galendo le oía o no. Se levantó, dio media vuelta y abandonó el claro, sabiendo que el otro estaría tan sorprendido que ni siquiera intentaría seguirle.
    No había salido aún del claro cuando ya Níkelon había saltado del caballo y estaba arrodillado al lado de Garalay. Había oído decir que se podía comprobar si una persona estaba viva poniendo un espejito bajo su nariz, o quizá s ante su boca, para ver si respiraba, pero en aquellos momentos no tenía ningún espejo a mano. Apoyar una oreja en su pecho en busca de un latido de corazón podía ser malinterpretado si alguien más aparecía en aquel claro tan concurrido, y además, Níkelon tampoco estaba muy seguro de a qué altura debía apoyar la oreja. La búsqueda del pulso en la muñeca arrojó desalentadores resultados, pero al menos ella reaccionó al sentir que la tocaban.
    -¿Estás bien?
    Garalay se sentó.
    -Acaban de intentar matarme, Nikwyn, por supuesto que no estoy bien.-se incorporó muy despacio, como si tuviera miedo de marearse, y miró el cadáver de Artdia Comelt durante lo que a Níkelon le pareció un rato muy largo-. ¿Me prestas tu espada un momento?
    -¿Para qué?
    -Si se separa la cabeza del cuerpo no se puede reanimar el cadáver. Ya nos ha hecho bastante daño viva, no quiero que siga haciéndolo después de muerta.
    -¿Quieres cortarle la cabeza?
    -No, pero voy a hacerlo.
    -No. Yo lo haré. -Ella se volvió a mirarle, con la boca abierta y las cejas alzadas en un gesto de sorpresa que en otras circunstancias le habría parecido cómico-. En la Guardia suelen decir que no hay que prestar las armas, no se nos vuelvan cobardes -Antes de que ella pudiera replicar lo que su mirada ya manifestaba, Níkelon apoyó la espada en el cuello de la Dama Gris-. ¿Hay alguna ceremonia especial, o me limito a cortar?
    -Creo que no.
    Níkelon empuñó la espada con ambas manos y la levantó hasta alcanzar casi la vertical.
    -Dioses subterráneos, acoged este alma, lavadla de sus culpas y dadle el descanso eterno -murmuró a toda prisa, mientras dejaba caer sus brazos. Al oírlo, supo que nunca olvidaría el húmedo sonido de la carne al cortarse y el crujido del hueso al romperse, ni el del borbotón de sangre que manó de la herida.
    -Buen viaje, Artdia Comelt -murmuró Garalay.

*****

    El tercer día de viaje transcurrió igual que los dos anteriores, exceptuando que Jelwyn estaba enfadado con Garalay por haber arriesgado su vida por perseguir a la Dama Gris, aunque su forma de mostrar enfado era llamarla Lym en las escasas ocasiones en que era imprescindible hablar con ella. Níkelon había intentado convencerla al menos en tres ocasiones para que le contara a Jelwyn todo lo que había ocurrido de verdad en el claro, pero Garalay se limitaba a decirle que aún no podía.
    A medida que se alejaban de Comelt se encontraban a menos personas por el camino, y se veían más bosques y menos campos de cultivo. De vez en cuando se oía el grito de un águila o de un halcón, y los ardieses, recelosos, miraban al cielo para comprobar que no fuera otra cosa.
    No había llegado aún el atardecer del quinto día cuando Jelwyn ordenó detenerse y preparar el campamento a los pies de una Torre Vigía. Parecía tan antigua como las murallas de Comelt, tal vez más, pero tenía el mismo aspecto de recién construida que ellas. Estaba habitada por cinco jeddart, que se relevaban cada treinta días. Aquellos llevaban allí casi veinte, con la única compañía de un perro, y recibieron a los viajeros con unas muestras de alegría que a Níkelon le parecieron algo exageradas.
    -Jel no quiere entrar de noche en las Tierras Peligrosas -explicó Garalay-. Dos días más y estaremos en el Valle. Tendremos que vendarte los ojos, ¿no te importa?
    -¿Cambiaría algo si dijera que sí?
    -No.
    Él ya comenzaba a conocerla lo suficiente como para saber que aquella iba a ser la respuesta, pero tenía derecho a intentarlo, pensó mientras la veía alejarse para ayudar en la preparación de la cena.

*****

    Al día siguiente, tras un par de horas de viaje, entraron en las Tierras Peligrosas. Garalay le explicó, mientras Jelwyn miraba al frente como si no la estuviera oyendo, que las llamaban así porque era el territorio controlado por la Sanguijuela, aunque como había podido comprobar, el territorio que no lo estaba no era mucho más seguro.
    Níkelon nunca había visto un paisaje más triste. La luz grisácea y pesada arrancaba el color a todo lo que tocaba, los pinos parecían cabizbajos, los robles hostiles, la hierba mustia, y un viento frío procedente del norte agitaba las hojas de los árboles y movía los líquenes, enredaderas y ramas de muérdago como cabelleras de ahogados.
    -No te preocupes, solo durar dos días si no nos entretenemos.
    El cielo era como una l mina de plomo con la que las cabezas parecían estar a punto de golpearse todo el tiempo. No se oía cantar ni un pájaro, ni zumbar un insecto. Ni siquiera el eco de los cascos de los caballos.
    Aquella noche, no hubo historias ni canciones, ni siquiera se encendieron hogueras. Sólo centinelas en la oscuridad, con las manos crispadas en las empuñaduras de sus dagas, los oídos bien atentos y las pupilas tan dilatadas por el miedo como por la falta de luz. El único que parecía no estar afectado por la situación era Jelwyn, que ni siquiera entonces dejó de preguntar a los centinelas si todo iba bien, aun sabiendo que sólo le dirían que sí por costumbre.
    El día siguiente comenzó aún peor. Hacia el mediodía los ardieses comenzaron a impacientarse, y cuando el sol ya se había puesto en algún lugar tras las nubes y la orden no parecía otra cosa que una estúpida formalidad, Garalay ordenó que le vendaran los ojos a Níkelon.
    Alguien tomó el caballo de Níkelon por las riendas y lo condujo por un largo túnel de alto techo. Una corriente de aire le alborotaba el cabello desde atrás, haciéndole pensar que lo llevaba demasiado largo y que iba siendo hora de preguntar si en aquel Valle había un buen barbero.
    Cuando comenzaba a pensar que el túnel no terminaría nunca, oyó la voz de Garalay:
    -Entra en paz en nuestro Valle, forastero, y que la paz te acompañe mientras permanezcas en él.
    Alguien le desató la venda con el mismo cuidado con el que se la había atado, y Níkelon pudo ver entonces el final de su viaje.
    Una suave ladera cubierta de verde hierba (debía ser verde, ya que era hierba, pero a la luz de la luna era de un decepcionante color gris claro) conducía al valle y al bosque infinito que se extendía a orillas de un lago, del cual nacía un cristalino riachuelo (siendo un riachuelo, su obligación era ser cristalino). Al pie de la ladera, y antes del bosque, se agrupaban como animales frioleros las cabañas de troncos donde vivían los ardieses. En su centro, la Casa Aletnor del Valle se tomaba con calma su condición de hoguera.
    Garalay resumió en cinco sílabas lo que en Galenday habría costado varias páginas de lírico sentimentalismo.
    -Bonito, ¿verdad?

*****

    La Casa Aletnor del Valle parecía más grande por dentro que por fuera. La puerta principal daba acceso a una ancha estancia que servía al mismo tiempo de cocina y de Sala. Otra puerta conducía a un estrecho pasillo a cuyos lados se situaban las habitaciones de la familia, y al fondo del pasillo, otra enorme estancia servía de despensa y armería, y en otra enfrente de ella, a la que llamaban la Guarnición, dormían los jeddart que estaban de paso en el Valle o tenían que alojarse en la Casa Aletnor por algún motivo. Al final del pasillo se veía una puerta que Níkelon dedujo que sería una puerta trasera.
    El señor de Ardieor no era tan impresionante como Níkelon esperaba. Un hombre alto y canoso, de mirada serena y los mismos rasgos tallados en arenisca que su hijo, pero al que no habría mirado dos veces si se lo hubiera encontrado por casualidad en un camino. Llevaba el Sello Ardiés en la mano izquierda, como para recordar a quien no lo supiera que la zurdería era una de las características de la familia, y hablaba un galendo casi sin acento, aunque tendía a cambiar de idioma a mitad de la frase. Le dio la bienvenida a Níkelon como a un igual y le instaló en una de las habitaciones familiares, que, como le explicó luego durante la cena, había pertenecido a Garalay. Su mirada se volvió un poco melancólica al mencionarla, como al hablar de alguien muerto hace mucho tiempo, y Níkelon no supo cómo reaccionar.
    La habitación que había sido de Garalay no era muy grande, pero el colchón era más cómodo que la mayoría de los que había sufrido durante su viaje. Níkelon cayó dormido incluso antes de terminar de cubrirse.


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