Wirda (Libro II: La Espada y el Anillo)

14 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 6



    Garalay daba vueltas en su jergón, abrumada por una pesadilla. La Orden va a morir y será por tu mano, decía la voz de Artdia Comelt, la anterior, se recordó en un momento lúcido algo extraño en medio de una pesadilla, no la actual, mientras atravesaba un abismo, tan alto que veía las nubes bajo sus pies, con la única ayuda de un hilo de araña.
    Había alguien al otro lado del abismo, tendi‚ndole los brazos. Garalay siguió caminando sobre el hilo de araña, azotada por el viento y sintiendo cómo las nubes pasaban por debajo de ella. Ya estaba a punto, un paso más y estaría al otro lado, a salvo.
    El hilo de araña se rompió. Garalay despertó jadeante, empapada en sudor frío. Por un momento, antes de caer, había estado a punto de reconocer al hombre al otro lado del abismo.
    Se sobresaltó al oír unos golpecitos en la ventana.
    -Odio la siesta -murmuró.
    -¿Garalay?
    Con cuidado de no tropezar con nada, abrió la ventana y le sorprendió con el puño levantado, como disponiéndose a llamar otra vez.
    Nikelon bajó el puño y dio un paso atrás.
    -He vuelto entero. Bien, en realidad tengo un par de arañazos indignos de que te preocupes por ellos y me duele todo el cuerpo, pero aparte de eso estoy entero.
    Garalay se dio cuenta de que su pelo debía estar en un estado bastante impresentable. Se lo apartó de la cara y sonrió.
    -Me alegro.
    Níkelon le alargó un ramo de flores recién arrancadas que debía haber encontrado por el camino, ya que en su mayoría eran amapolas y campanillas rosadas, con los tallos casi hechos papilla por la fuerza con que los había tenido sujetos.
    -¿Recuerdas tu promesa?
    Garalay frunció el ceño, intentando recordar.
    -¿Cuál de todas?
    -Paseo por el bosque. Antes de atardecer.
    Garalay miró el ramo de flores, y luego a él, con su cabello húmedo (debía haber metido la cabeza en la fuente para estar presentable antes de ir a verla, pero aquel pelo no tenía remedio), su mirada suplicante y su sonrisa algo desesperada, y tomó una rápida decisión.
    -Ahora salgo.
    Cualquier cosa era preferible a pasar el resto de la tarde escuchando los ronquidos de Artdia Vaidnel, se dijo mientras se calzaba las sandalias y se ponía la blusa verde sobre la camisa. Con las prisas, se la puso al revés y tuvo que volver a quitársela y ponérsela bien.
    Se lavó la cara y las manos con tanta energía que la Dama Gris se habría sorprendido de haberla visto y se marchó sin hacer ruido. Ya les daría explicaciones cuando volviera, si tenía ganas.
    -¿Dónde vamos? -preguntó en cuanto hubo cerrado la puerta de la Torre tras de sí.
    -Donde quieras, es tu Valle.
    Garalay respondió con una sonrisita maliciosa. Pero, al menos aquella vez, le llevó por un sendero lo bastante ancho como para que las zarzas no se le enganchasen en la ropa y lo bastante llano como para no resbalar con las piedrecillas sueltas.
    -Ya hemos llegado -anunció en tono triunfal un tiempo después, señalando con un ceremonioso ademán de su brazo izquierdo el claro del bosque-. El Círculo de Piedras, donde se tejió el hechizo que protege nuestro Valle de invasiones y espionajes.
    -Uau -murmuró Níkelon. El Círculo era imponente de verdad. Contó al menos doce piedras verticales, todas el doble de altas que él, y una justo en el centro, el doble de alta que las demás -¿Y esto lo hicieron las Hadas?
    -Prefieren ser llamadas Antiguas.
    -Es bellísimo. ¡Eh! ¿Adónde vas?
    Garalay, entre dos piedras, se volvió sorprendida por el tono de alarma de su voz.
    -Dentro -Le miró con el ceño un poco fruncido-. Nikwyn, ¿tienes miedo?
    Níkelon tragó saliva.
    -He oído historias sobre lugares como este. Dicen que algunos hombres entran en ellos y cuando salen han pasado cien años o más, y no vive nadie que les recuerde.
    Garalay se rió y le tendió la mano.
    -No te preocupes, yo me acordaré de ti.
    Con un leve gesto aprensivo, Níkelon la siguió al interior del Círculo, y se sentó en el suelo a su lado, con la espalda apoyada en la gran piedra del centro.
    -Cuéntamelo.
    -¿Que te cuente el qué?
    -La Emboscada. ¿Cómo fue?
    Nadie podía mentir en el interior del Círculo, recordó Garalay, todo lo que allí entraba se mostraba como era, pero aún así se sorprendió al oírle decir:
    -Horrible. No había pasado tanto miedo en mi vida.
    Y comenzó a contárselo, sin omitir el menor detalle, desde el sudor de las manos en la empuñadura de la espada hasta la temperatura exacta del agua del río cuando había caído dentro, y su sabor a limo ferroso, el momento de pánico cuando Dulyn había cargado él solo contra el enemigo, y el aliviado regocijo cuando Jelwyn le había dado su merecido. Hasta Garalay soltó una carcajada.
    -Pero, ¿qué le ocurre a Dulyn? Parece que su única diversión en la vida sea provocar a Jelwyn.
    -Celos.
    -¿Por una chica?
    -Por una estrella roja. Cuando... -nunca podía evitar aquella leve vacilación antes de mencionarle, ni aquel pinchazo de dolor en la boca del estómago, pero ya que había empezado debía terminar la frase- cuando Farfel era el Capitán de la Segunda de Comelt, Jelwyn y Dulyn eran sus segundos. Al regresar Farfel al Valle -Se sintió aliviada al notar que a Níkelon no le interesaban los motivos, ya era bastante difícil hablar de Farfel para encima tener que mencionar a Jaysa-, Dulyn esperaba ser el Capitán, pero los jeddart eligieron a Jelwyn. Y para colmo, cuando Jelwyn tuvo que hacerse cargo de la Segunda del Valle...
    -¿Cuando mataron a Farfel? -Por un momento, Garalay se quedó sin respiración, como si la hubieran golpeado en el estómago-. Lo siento, no quería decirlo así.
    -Es lo que ocurrió. Bien, pues entonces, en lugar de a él, eligieron a Dayra, y él tuvo que conformarse con los buenos chicos de la Tercera.
    -En la Guardia de Crinale no estaría al mando ni de las cuadras.
    -No te equivoques, Dulyn será un buen Capitán cuando crezca.
    Níkelon se rió.
    -Bueno, espero vivir para verlo -Se metió la mano en el bolsillo y por un momento pareció inquieto. Garalay estuvo a punto de preguntarle qué le ocurría, pero entonces él sonrió, aliviado, y sacó la mano, cerrada-. Esto es para ti.
    Garalay miró la mano recién abierta.
    -¡Un anillo! ¿De dónde lo has sacado?
    -Me tocó en el reparto del botín. Nadie más lo quería, pero yo pensé en mi novia.
    -¿Qué nov..? -Níkelon levantó las cejas- Ah.
    -Sí, ah. Alarga una de esas lindas manitas.
    -No puedo llevar un anillo. Me preguntarían de dónde ha salido, y si les cuento que me lo has regalado podrían sacar algunas conclusiones que no serían muy buenas para tu salud.
    -No es preciso que lo lleves en el dedo. Pero me gustaría que lo tuvieras. Es... una prenda.
    Garalay lo tomó con dos dedos y observó cómo brillaba.
    -Parece oro.
    -Pruébatelo. Solo por esta vez.
    Garalay sonrió, levantó un poco la ceja y deslizó el anillo en el dedo medio de su mano derecha.
    -Me viene grande.
    -No es en ese dedo.
    -Si me viene grande en este, me vendrá grande en todos. No se lleva en el pulgar, ¿verdad?
    -No creo que te sentase bien. Supongo que podrás llevarlo en el bolsillo, o colgártelo al cuello con una cadena. O con una cinta.
    -Preguntaré a mi Maestra. Después de todo, esto es culpa suya.
    Antes de que pudiera evitarlo, Níkelon se había apoderado de sus dos manos.
    -Te he echado de menos, Garalay. Eres sarcástica, susceptible y más fría que una espada al amanecer, pero he contado cada segundo de estos días hasta que he vuelto a verte.
    -¿De verdad? ¿Cuántos han sido?
    -Demasiados.
    -Esa no es una cifra muy concreta.
    -Yo no soy muy concreto. Creo que ni siquiera sé lo que significa esa palabra.
    -Será mejor que nos vayamos de aquí, antes de que comience a atardecer.
    -Aún no - Había estado temiéndose aquello toda la tarde, pensó Garalay, sabía que iba a ocurrir de un momento a otro-. Cierra los ojos.
    -Oh, vaya, ¿vas a besarme?
    -Me parece que sí. ¿Crees que podrás soportarlo?
    -Los ardieses tenemos bastante paciencia para soportar toda clase de penalidades.
    Si nada lo remediaba, si él o las Damas Grises no cambiaban de idea, iba a tener que soportarle el resto de su vida, pensó Garalay tratando de no recordar su pesadilla, mientras cerraba los ojos y sentía cómo el beso, firme pero gentil, caía justo entre un hoyuelo de su mejilla derecha y la comisura de sus labios.
    -Ahora ya podemos irnos.
    Como para dar más énfasis, se levantó, se sacudió la ropa y le tendió la mano. Garalay negó con la cabeza y se levantó ella sola de un salto. Níkelon la observó con una sonrisita de superioridad.
    -Era calamidades.
    -¿Qué?
    -Tu frase. Los ardieses tenéis bastante paciencia para soportar toda clase de calamidades. No penalidades. Primer Apéndice a la Historia de los Reyes de Galenday, "Cómo perdimos Ardieor".
    -¿Perderlo? ¡Pero si nunca lo tuvisteis!
    -Además, puede que yo no sea perfecto, pero no creo que mis besos se puedan considerar una calamidad. A no ser que estés desilusionada porque estuvieras esperando otra clase de beso -Un ataque de cólera recorrió la espalda de Garalay hasta llegar a su garganta, se quedó allí atravesado y al final fue deglutido sin más consecuencias que un intenso rubor que cubrió toda su cara-. Pero después de lo que me hiciste la otra noche, si quieres otro de esos tendrá s que d rmelo tú.
    -¡Sí, enseguida! ­Y luego me iré al Otro Mundo! -Le dio la espalda con un deliberado revoloteo de falda y melena, y salió del Círculo en dos grandes zancadas-. ¿Vienes, o prefieres pasar cien años ahí dentro?
    Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la Torre. Garalay se limitó a fulminarle con una mirada asesina, pero Níkelon sonrió como si no hubiera ocurrido nada, le estrechó la mano y se despidió hasta el día siguiente. Como suele pasar, fue entonces cuando a ella se le ocurrieron todas las réplicas ingeniosas con las que habría podido despellejarle. Pero no le pareció apropiado llamarle para hacérselas oír.
    Una ráfaga de viento frío y húmedo le pegó la falda a los tobillos y la hizo temblar. Al mismo tiempo, un rayo cayó a lo lejos. Garalay contó hasta oír el trueno, movió la cabeza y entró en la Torre.
    Se acercaba una tormenta.

*****

    Tendido en su cama, Jelwyn escuchaba los truenos y cómo golpeaban las gotas de lluvia en el tejado. A veces, cuando veía la luz del rel mpago incluso entre las dos hojas de la ventana, contaba en voz baja hasta que oía el trueno.
    Se incorporó y buscó el puñal bajo su almohada cuando vio que se abría la puerta. Pero sólo era Layda, descalza, en camisón y con una vela en la mano.
    -No puedo dormir.
    Era lo más cerca que estaría nunca de reconocer que le asustaban las tormentas. Jelwyn levantó la sábana.
    -Vamos, entra, se te van a helar los pies.
    Layda no se lo hizo repetir. Un relámpago iluminó la habitación casi como si la ventana hubiera estado abierta. Jelwyn la rodeó con el brazo y la acercó a él. Fingió no notar que ella estaba temblando.
    -¿Por qué cuentas?
    -Para saber si ese rayo ha caído muy cerca.
    -¿Nos caerá un rayo encima?
    Jelwyn se rió y la besó en la cabeza.
    -No se atreverá.
    -Cuéntame algo.
    -¿Un cuento?
    -No. Algo de mamá.
    Jelwyn sintió de nuevo aquel antiguo pinchazo en la boca del estómago. Era normal, se dijo, la niña estaba creciendo y tenía edad de comenzar a hacer preguntas, pero, maldita sea, ¿por qué‚ tenía que hacérselas a él?
    -¿Qué quieres que te cuente?
    Layda esperó a que se apagasen los ecos del último trueno. Aquella vez no habían visto el relámpago.
    -Todo.
<     -Ni siquiera sé por dónde empezar.
    -Por el principio.
    Por el principio, ya. Como si fuera tan fácil. Por unos instantes, estuvo a punto de bromear, pero supo que ella solo estaba dispuesta a aceptar una respuesta en serio.
    -Yo estaba pasando uno de mis peores días. Había perdido una estúpida apuesta y tenía que desgranar una cesta entera de guisantes. Así que estaba allí, sentado en la cocina con aquella enorme cesta y odiando al mundo entero, cuando se abrió la puerta que da al patio y apareció ella.
    -¿Mamá?
    -Ni siquiera levanté la cabeza para ver quién era. Creyendo que era alguien de mi Compañía que había venido a regodearse, le gruñí que se largara. Pero ella no se largó. Carraspeó y me preguntó si yo era yo, y si en caso de no serlo podría indicarle dónde encontrarme porque en el Castillo le habían dicho que debía presentarse a mí. Y una vez confirmada mi identidad, me entregó una carta del Capitán de su aldea diciendo que era demasiado buena para ellos y su verdadero lugar era la Segunda de Comelt.
    -¿Y luego?
    -Me preguntó qué estaba haciendo, y cuando se lo expliqué‚ se rió, se sentó a mi lado y me ayudó con los malditos guisantes. No podía estarse callada, y al terminar ya me había contado toda su vida y la de varios habitantes de su aldea. Y ya sabes el resto.
    No, no lo sabía, pero él no estaba dispuesto a contárselo, al menos hasta que fuera lo bastante mayor para entenderlo. Permaneció en silencio, escuchando la lluvia, hasta que la suave respiración de Layda le indicó que se había dormido.
    Se levantó poco a poco, procurando no despertarla, la tomó en brazos y la llevó otra vez a su habitación. Layda protestó en sueños cuando él la arropó, pero no se despertó. Jelwyn salió de nuevo al pasillo.
    Y estuvo a punto de gritar.
    Una figura alta y delgada avanzaba por el pasillo, con los finos cabellos rubios agitados como si el viento de la tormenta hubiera entrado allí. Jelwyn nunca había creído en fantasmas, pero allí había uno.
    -¿Jaysa? -murmuró, pero ella ni se volvió a mirarle. Tenía la mirada fija, hacia adelante. Jelwyn apoyó la espalda contra la pared, y por fin logró parpadear.
    Cuando volvió a abrir los ojos, ella ya había desaparecido.
    Si era ella, y no una ilusión provocada por la tormenta y su estado de animo.
    Movió la cabeza y volvió a entrar en su habitación.
    La ventana estaba abierta, y a la luz de otro rel mpago, vio a la muchacha sentada en su cama, con las ropas y los cabellos chorreantes.
    -Por fafor, no me echéiz.
    Su voz tenía el adecuado tono suplicante, pero no había nada de eso en su mirada.
    -¿Qué haces aquí?
    -Quería dizculparme.
    -¿A estas horas?
    -No podía dormir.
    -Bien, pues discúlpate y vete.
    -Eztá llofiendo.
    -Deberías haber pensado eso antes de escaparte.
    -No oz guzto, ¿ferdad?
    -Eres muy bonita, pero es mejor que te vayas.
    Adiel se levantó y avanzó muy despacio hacia él. Jelwyn se preguntó si le vendrían grandes todos los vestidos del mundo o conocía alguna técnica especial para que su hombro quedara al descubierto a voluntad. Se paró delante de él y le pasó un dedo por la cicatriz.
    -No me azuzté por ezto. Ez que me recordazteiz a alguien. Pero me guztáis... mucho. Y preferiría pazar esta noche con voz en lugar de con trez viejaz tontaz y dos niñas. Ademáz, hay una que ronca.
    -Buenas noches, Adiel.
    -¿Me eztáiz echando?
    -Veo que lo entiendes
    Jelwyn abrió la puerta y le mostró el pasillo. Los ojos de Adiel relampaguearon, y como en respuesta, se oyó un trueno lejano.
    -Oz arrepentiréiz de ezto -susurró, amenazadora.
    -No, creo que no.
    Después de cerrar la puerta, permaneció un buen rato apoyado en ella, escuchando cómo se alejaba la tormenta. Se pasó la mano por el pelo. Layda haciendo preguntas, fantasmas en el corredor, aquella chica colándose en su habitación...
    Él también estaba comenzando a detestar las noches de tormenta.

*****

    -¡Vaya, por fin apareces!
    El tipo de recibimiento amistoso que se podía esperar del Señor de Ardieor, pensó Jelwyn mientras recorría con la mirada la Sala. Algo alarmado, vio a Layda sentada con Adiel, al parecer enseñándole a jugar al ajedrez.
    -Tenía cosas que hacer. -Había sonado algo brusco, pero no quería darle explicaciones. Ni a él ni a nadie.
    -Teníamos que hablar de la distribución de las patrullas, ¿recuerdas?
    -Cómo olvidarlo -Adiel se había vuelto, le había clavado la misma mirada hambrienta que la noche anterior y una sonrisa candorosa que desentonaba con la mirada como unas botas sucias con un vestido de seda.
    Había que reconocer que era bonita, pensó Jelwyn. Aunque aún guiñaba los ojos a la luz del sol, ya no parecía asustada, y en el poco tiempo que llevaba en el Valle su piel había tomado un color menos enfermizo. Limpia, con el cabello recogido en dos trenzas y un vestido azul prestado por una muchacha más o menos de su talla, Adiel parecía inofensiva. Si no hubiera sido por aquella mirada...
    Jelwyn se obligó a escuchar lo que le estaba diciendo su padre. Las dichosas patrullas, como si a estas alturas no supiéramos quién patrulla por dónde y qué días. De todas formas, no era cosa para hablarla delante de una extraña. Aunque pareciera más interesada en cómo se movía el alfil que en escucharles a ellos. Por más hermosa que fuera, por más inofensiva que pareciese, había algo amargo en ella.
    -¿Conforme con todo?
    -Sí, mi Señor.
    Le tocaba patrullar al día siguiente. Por lo menos eso le ahorraría soportar aquella situación durante unos cuantos días. Y tendría la oportunidad de intentar encontrar respuesta a otra pregunta que hacía días que le rondaba la cabeza.
    Dónde diantre se había metido Estrella Negra.

*****

    Lo único peor que las náuseas es tener que soportarlas con el estómago vacío, como Briana estaba comprobando a sus expensas. Además, estaba cubierta de sudor frío, le dolía la cabeza y le escocía la piel alrededor de la goteante nariz.
    Había estado soñando que volaba.
    ¿Volar? ¿Vos?
    Vaya, aquí estáis otra vez.
    De todas las Portadoras del Signo, muchacha, sois la única incapaz de volar, la única Serpiente desde que se Extinguieron. Miraos, ni los dioses del mar os aceptaron como Sacrificio.
    Eso es injusto, yo no tengo la culpa de que los piratas me encontrasen antes.
    Eres la deshonra de los Vaidnel de Lossián. Hasta Portadoras más jóvenes que vos desplegaban las alas y volaban, acordaos de Brela por ejemplo.
    ¡No quiero acordarme de Brela!
    ¡Arrogante y testaruda criatura!
    ¡Bruja!

    La Sacerdotisa calló, tal vez ofendida. Briana trató de relajarse, pero otro violento escalofrío se lo impidió.
    Briana no recordaba cuánto tiempo llevaba en aquel calabozo, ni siquiera sabía cómo se llamaba el lugar donde estaba. En sus febriles sueños, volvía a recobrar el conocimiento en la barca donde había sido depositada, sólo para encontrarse rodeada de aquellas caras de hombre feas, curtidas, llenas de arrugas y cicatrices, que hacían muecas y guiñaban los ojos mientras la manoseaban hasta que su jefe les ordenó que la dejaran en paz (o eso supuso ella, pues fue lo que hicieron). Aquella caricatura de pirata, con un solo ojo (el derecho), una sola mano (la izquierda) y una sola pierna (la derecha), la había hecho encadenar y atar en la bodega con otros desdichados que habían capturado a saber dónde. Muchos habían muerto durante el viaje. Ella, no sabía cómo, había sobrevivido para ser vendida a los kashis, arrastrada en aquel viaje interminable hacia el este y revendida en aquel extraño castillo donde parecían haberla olvidado en la mazmorra. O tal vez la consideraban tan inútil que ni siquiera valía la pena utilizarla para fregar el suelo.
    Debía estar subiéndole la fiebre, porque de repente se sintió muy ligera. Y además comenzaba a sufrir alucinaciones. Parecía haber abandonado su cuerpo, incluso se veía a si misma, tendida en aquella paja húmeda y sucia. Estoy feísima, se dijo, con esas manchas rojas en las mejillas, la frente sudada y ese pelo sucio y grasiento pegado a la cara.
    No supo cómo, pero de repente se encontró en el patio del castillo. El árbol que al llegar había visto seco y marchito, y que se había preguntado por qué‚ no arrancarían de una vez, estaba vivo, con todas sus ramas cubiertas de hojitas verdes que murmuraban al ritmo del viento. Había hormigas que subían y bajaban por el tronco, pajarillos que alborotaban en las ramas más delgadas, y un hueco que una ardilla intrépida había elegido como almacén para sus bellotas.
    Mientras Briana la miraba sorprendida, una anciana de ojos grises y cabellos plateados, vestida con una sencilla túnica gris, se acercó al árbol. Llevaba una espada en la mano, e iba seguida de otra mujer, algo más joven que ella y de aspecto abatido. Las dos se plantaron ante el árbol, miraron hacia arriba como pensándoselo, y, con gesto decidido, la anciana clavó la espada en el tronco hasta la empuñadura. Un crujido como el de un hueso al romperse recorrió todo el castillo, e incluso retumbó en el interior de Briana, poniéndole todos los pelos de punta. Los pajarillos volaron para no regresar, la ardilla tuvo tiempo apenas de saltar al suelo y maldecir con en‚rgicos chillidos la pérdida de sus provisiones para el invierno.
    El árbol del patio de armas se había convertido en piedra, y la espada había quedado presa en él para siempre.
    El tiempo comenzó a correr más deprisa para Briana. Innumerables generaciones de niños y niñas de unos diez a doce años habían intentado extraer la espada de su funda de piedra, sin lograrlo ninguno. Briana observó, apenada, las mejillas encendidas por el esfuerzo, las frentes sudorosas y la expresión de decepcionada derrota en las miradas de los niños y de los adultos que les acompañaban. Hasta una fresca noche de primavera en que una joven que Briana reconoció como la última niña que lo había intentado, pero algo más crecidita, tiró de la empuñadura y se encontró cubierta por un montón de hojas secas.
    -¿Por qué tengo que ver esto? -pensó Briana, mientras el tiempo volvía a correr como una liebre perseguida, y le mostraba cómo el castillo había sido asediado y al fin conquistado por los seres oscuros y terribles que ahora lo habitaban, y cómo el árbol se había marchitado pero a pesar de los intentos de sus nuevos amos, no había podido ser arrancado.
    Todo tiene un motivo, recordó Briana, y por un instante pensó que quizás ella estaba en aquel lugar y en aquel momento sólo para tener aquella visión. Pero de qué le iba a servir si no la comprendía, si no sabía qué tenía que ver con ella ni qué debía hacer al respecto. Ni siquiera si debía hacer algo.
    La visión comenzó a temblar y desvanecerse. Briana volvió a verse a si misma, en el suelo del calabozo. Había rodado fuera del montón de paja.
    El regreso a su cuerpo fue doloroso, como si la hubieran obligado a tragarse algo más grande que su garganta y recubierto de pinchos. Briana sintió el suelo frío bajo su espalda y dolor en las articulaciones. Se incorporó poco a poco, tratando de no hacer caso del zumbido de sus oídos, y apoyó su frente ardiente en sus manos.
    Entonces se abrió la puerta del calabozo. Briana trató de no respingar. Por un momento la figura que se recortaba contra la débil luz de las antorchas del exterior le había parecido la del extraño hombre de negro, pero cuando entró y cerró la puerta, Briana comprobó, decepcionada, que no era él.
    Era la mujer pálida fea. Y no parecía contenta. Dio una vuelta a su alrededor, mir ndola como a un bicho extraño, y le dijo algo en su idioma. Briana la miró con una cara que la otra debió considerar ofensiva, porque le dio un bofetón que le hizo sangrar el interior de la mejilla al golpearla contra sus colmillos y brotar lágrimas de sus ojos. Briana apretó los puños para permanecer callada y no devolver el golpe. Mientras sentía cómo sus uñas se clavaban en las palmas de sus manos, fijó su mirada en el suelo y oyó cómo la otra parloteaba, cada vez más enfadada, rozando la histeria, y volvía a golpearla una y otra vez hasta que Briana estuvo a punto de perder el sentido.
    Cuando al fin pareció cansarse y se marchó, Briana se arrastró hacia su montón de paja y se dejó caer boca arriba. Todo le daba vueltas, le había subido la fiebre y encima le sangraba la nariz, y lo peor era que no entendía qué‚ le ocurría a aquella bruja sádica.
    Algún día, pensó, regodeándose, se vengaría. No sabía cuándo, no sabía cómo, pero algún día aquella cerda escuálida pagaría por aquello.
    Luego cerró los ojos y trató de pensar en el viento, pero se encontraba demasiado débil y se quedó dormida.

*****

    La Patrulla se componía de treinta jeddart, que cabalgaban en fila de a dos por el sendero que recorría la falda de la montaña. Pinos mustios a la derecha, pinos mustios a la izquierda y bastantes curvas en el sendero como para que el corazón de cualquier hombre sensato latiera demasiado deprisa, pero los ardieses parecían hasta contentos.
    Níkelon tiritó y trató de cerrarse la capa o echarse uno de los lados sobre el hombro para evitar que se abriera y aquella brisa helada traspasara la cota de malla y la ropa que llevaba debajo. El frío se las arregló para atravesar la capa.
    Alguien silbó el primer compás de "Tragando barro en los pantanos" y una joven se rió en voz baja. Hasta Jelwyn se permitió una media sonrisa cuando Norwyn protestó entre dientes que aquella era su canción.
    Era curioso, cuando habían atravesado las Tierras Peligrosas entre Comelt y el Valle, todos los ardieses habían parecido más asustados que Níkelon. En cambio, aquel día, Níkelon sentía algo que si no era miedo se le parecía mucho. Y no era solo porque Garalay le hubiera dicho en tono confidencial que tuviera cuidado, que aquella Patrulla podía tener más problemas de los habituales. Halagado en secreto porque ella se preocupara tanto, Níkelon había tratado de bromear preguntándole cuales eran los problemas habituales, pero Garalay se había negado a seguir la broma. Y luego había ocurrido aquel incidente con las cuerdas de su arpa mientras cantaba "Volveremos a Dagmar"... Níkelon no sabía nada de arpas, pero le parecía muy extraño que las cuerdas se hubieran roto todas a la vez. Y por la cara que habían puesto los demás, empezando por la propia Garalay, era evidente que aquello no tenía nada de normal.
    Níkelon sacudió la cabeza para ver si así conseguía dejar de pensar en Garalay. Por un momento, le había parecido verla al borde del sendero, con los ojos brillantes como si estuviera a punto de llorar y sus cabellos agitados por el viento. Unos pasos de caballo más tarde, se dio cuenta de que el viento de ella soplaba en sentido contrario al que le estaba dejando helado a él. volvió a sacudir la cabeza. Si las Tierras Peligrosas le afectaban de aquella manera, en Ternoy podía volverse loco. Cuando volviera tendría que hablar de ello con G... con alguien que pudiera entenderlo.
    Y entonces, una flecha pasó rozándole la cabeza.
    -Emboscada! -gritó alguien desde la retaguardia.
    Níkelon desenvainó la espada antes de que el otro hubiera terminado la palabra. Sí, era una emboscada con todas las letras. Enemigos al frente, enemigos a la espalda y enemigos por todos los lados.
    Por un momento, Níkelon creyó volver a ver a aquella muchacha, que no era Garalay, al borde del sendero. Se había sentado con la cabeza entre las manos, como llorando o no queriendo ver lo que ocurría, y parecía mucho más sólida que la primera vez. Níkelon sintió una punzada en el estómago, mezcla de pánico y remordimientos por no haber hablado de sus sospechas con Jelwyn, y el instinto le hizo agacharse para esquivar el mazazo que iba directo a su nuca y clavar su espada en el vientre del trhogol.
    Algo le golpeó en el costado, pero Níkelon estaba más preocupado por su espada. Tal vez había tropezado con un hueso, con la armadura o tal vez con algo que hubiera comido el trhogol, pero lo cierto era que cuando el trhogol cayó hacia atrás con una sonrisa maligna en su boca sin labios, arrastró consigo la espada. Maldiciendo su suerte y pensando que aquellas malditas cosas no le ocurrían al maldito Arnthorn el intrépido, Níkelon se dejó caer tras él.
    Se incorporó y tiró de la espada con todas sus fuerzas. sintió el tirón en el costado, y supuso que le habrían herido, pero estaba demasiado preocupado por otras cosas para pensar en ello. Había estado a punto de caer de espaldas al suelo, lo que habría sido aún más ridículo que peligroso.
    Volvió a montar en el caballo, que había tenido el detalle de no moverse de su lado, y cargó contra un grupo de cuatro trhogol que había logrado separar del resto a una de las jeddart. Hirió (o quizá s mató, no se paró a comprobarlo) a uno de ellos, hizo saltar al caballo por encima de los demás, se inclinó para tomar al caballo de la chica por las riendas y sacarla de allí al galope. Ella le dio unas apresuradas gracias, espoleó al animal y corrió en socorro de otro compañero.
    Al parecer, la táctica de los trhogol consistía en separar a los jeddart para matarles uno a uno.
    -¡Retirada! -oyó gritar a Jelwyn,
    El jeddart que huye vive para seguir luchando, pensó Níkelon, pero ¿tenemos que pasarnos la vida huyendo? Por un momento, fue consciente de que la joven cuyo nombre no se atrevía ni a pensar le estaba mirando. Apretó los dientes y paró una estocada que iba directa a su cuello. El trhogol parecía fuerte, y con ganas de pelea, pero su cabeza salió despedida hacia la derecha. Níkelon vio, no del todo sorprendido, la cara sonriente de Norwyn donde antes había estado la cabeza del trhogol. El efecto era aterrador.
    -¿No has oído al Capitán? ¡Retirada!
    -¿Cómo?
    -Abriendo una brecha en retaguardia. ¡Vamos!
    Níkelon galopó detrás de Norwyn, saltando sobre cadáveres de ambos bandos, esquivando trhogol que pretendían separarle de Norwyn. Le comenzaba a doler el brazo, por no hablar de la herida en el costado, pero allí delante estaba la salvación.
    De repente, recordó algo.
    -¡Jelwyn!
    -¿Cómo?
    -¿Dónde está el Capitán?
    -¡Cubriendo la retirada!
    Un sudor frío se añadió al que ya estaba empapando la frente y la espalda de Níkelon. Le pareció oír la voz de Arlina, solemne por una vez: cayeron en una emboscada y el pobre Farfel murió como un héroe cubriendo la retirada. Oyó la voz de Norwyn grit ndole que no fuera loco, que volviera, pero Níkelon ya había dado media vuelta y cabalgaba como un loco hacia donde Jelwyn parecía estar intentando repetir la historia de su hermano.

*****

    Jelwyn había perdido su caballo. La pérfida bestezuela le había derribado y había salido corriendo dejándole a pie y a merced del enemigo. Pero él era un Capitán, y no iba a dejarse matar sin llevarse unos cuantos consigo al otro lado. Su espada no tenía nombre ni leyenda, pero sí el mejor filo de Ardieor.
    Y en aquel momento, Níkelon llegó al galope, como una aparición, con los ojos brillantes, los cabellos al viento (debía haber perdido el casco en alguna refriega), la cara sucia y aquella mancha de sangre en el costado. Saltó el círculo de trhogol que se había hecho alrededor de Jelwyn, se dejó caer del caballo y pegó su espalda a la del ardi‚s.
    -¿Te has vuelto loco?
    -¡No permitiré que te maten!
    -¡No es asunto tuyo!
    -Ahora sí.
    Repuestos de su sorpresa, los trhogol volvieron al ataque. Si hubieran sido lo bastante viejos, o hubieran tenido a alguien que les contase historias del pasado, habrían reconocido a su vieja enemiga, la espada de la doble Te, cuyo sonido al chocar con las de ellos se parecía de forma sospechosa a una alegre musiquilla. Pero lo único que sabían en aquel momento era que aquella condenada pareja de humanos se defendía como si fueran por lo menos el doble. Y sin parar de discutir entre ellos.
    -¡He ordenado retirada! ¿Estás sordo o se olvidaron de enseñarte esa palabra ardiesa?
    -No soy uno de tus jeddart, Capitán, no tienes ningún derecho a darme órdenes -Algo rozó su cuello. Níkelon sintió caer su sangre por el hombro, apretó los dientes y clavó su espada en el agresor. Aquella vez no tuvo dificultades para sacarla. Se ayudó de un pie.
    -En mi Compañía yo doy las órdenes. A todo el mundo.
    -¿Y con qué cara vuelvo al Valle sin ti?
    -¿Tienes más de una?
    -Quiero decir que cómo le digo a Garalay que te he dejado solo ante el peligro.
    Entonces Níkelon oyó algo tan extraño que hasta los trhogol parecieron sorprendidos.
    Jelwyn se estaba riendo.
    -¡Oh, maldita sea, cómo no me he dado cuenta antes! -Un ronco gemido indicó a Níkelon que ni siquiera la risa impedía que Jelwyn fuera el hombre más letal de Ardieor-. ¡Te has enamorado de ella!
    Antes de que Níkelon pudiera responder, oyó gritar a Norwyn.
    -¡Landraik!
    Y el joven ardiés saltó a su lado, acompañado por el resto de la Patrulla.
    -¡Esto es insubordinación!
    -Nadie dirá que los ardieses huyeron y un galendo se quedó a tu lado.
    -¡Ahora no es momento para el nacionalismo!
    -¡Anímate, Capitán, los bardos cantarán esta hazaña hasta quedarse roncos!
    Jelwyn nunca llegó a decirle a su segundo lo que pensaba de él y de sus bardos. En aquel momento, otro landraik resonó en las montañas.
    Con acompañamiento de cascos de caballo.
    -¿Dayra? -murmuró Jelwyn.
    Atrapados entre la desesperación de la Patrulla del Valle y las ganas de pelea de la de Comelt, los trhogol optaron por la huida. Antes de escapar del todo, uno de ellos disparó una flecha contra Níkelon. Se le clavó en el hombro izquierdo. De repente, se sintió muy cansado.
    -Jelwyn, tienes razón.
    Y cayó de rodillas al suelo.

*****

    Medio inconsciente en la parte delantera de la silla del caballo de Dayra, con un vendaje improvisado apret ndole el costado y el hombro, Níkelon llegó al Valle. Como en sueños, sintió que unas manos le tomaban, le tendían en lo que parecía una cama y le despojaban del resto de la ropa. Oía voces, muy lejanas, como una discusión, y luego dejó de enterarse de nada.
    Cuando despertó, unas chispas blanquecinas bailaban ante sus ojos. Por un momento, pensó que de algún modo había regresado a aquella primera mañana en Comelt. Sentía el mismo dolor en la cabeza y la misma sequedad en la boca. Se forzó a volver la cabeza y supo que se había equivocado. Para empezar, no era Garalay quien estaba allí, sino la Dama Gris de Dagmar.
    -Buenos días.
    -¿Cuánto tiempo..?
    -Solo esta noche.
    -¿Por qué me duele tanto la cabeza?
    -Te dejamos inconsciente de un golpe. Es más fácil coser a un hombre sin conocimiento.
    -¿Porque no puede defenderse? -La Dama Gris solo respondió con una sonrisa- ¿Qué me hicisteis?
    -Garalay sacó la flecha de tu hombro y luego cauterizó la herida. Luego limpiamos y cosimos la del costado y vendamos las de menor importancia. Has tenido suerte de que no te acertaran en ningún órgano vital. Pero has perdido mucha sangre.
    -¿Y eso quiere decir que tendré que estar mucho tiempo en la cama?
    -Depende de lo bien que te portes y lo obediente que seas - volvió a sonreír-. Por lo menos espero que nos hagas más caso a nosotras que a tu Capitán. ¿Quieres verla?
    Ni siquiera le hizo falta aclarar a qui‚n se refería. Níkelon casi se levantó de un salto.
    -¿Está aquí?
    -En la Guarnición, ayudando a atender al resto de los heridos. Le diré que te traiga algo para el dolor de cabeza.
    Garalay apareció poco después con un cuenco en las manos. Cerró la puerta por el sencillo sistema de apoyarse en ella y se le quedó mirando un buen rato, con las cejas tan juntas sobre la nariz que parecían una sola, antes de decir nada.
    -¿Puedes incorporarte solo o quieres que te ayude?
    Níkelon trató de bromear.
    -Las dos cosas.
    Sí, estaba enfadada. Se le acercó en tres zancadas y le alargó el cuenco con un gesto tan brusco que estuvo a punto de derram rselo encima.
    -Mi Maestra opina que esto te quitar el dolor de cabeza. Y yo que, para lo que la utilizas, sería mejor arrancártela - Como no parecía dispuesta a ayudarle a levantarse, Níkelon lo hizo solo. Garalay no pareció en absoluto conmovida por su gesto de dolor-. Maldita sea, Nikwyn, te lo advertí, ¿en qué estabas pensando?
    -No se me da bien pensar cuando hay un amigo en peligro. Soy un héroe, ¿recuerdas?
    -Tampoco hace falta que te lo tomes tan en serio.
    Níkelon tomó un trago de la bebida. Le quemó la lengua, pero lo peor de todo era su sabor. Seguro que los que lo tomaban se curaban a propósito para no tener que volver a hacerlo.
    -Corteza de sauce blanco -contestó ella a su gesto de asco.
    -¿Qué fue lo que viste en realidad? ¿Me viste morir?
    -Preferiría no hablar de eso. Y tú no deberías hablar de nada.
    -Ya callar‚ cuando esté muerto. Yo sí que te vi, al borde del camino. O a alguien que se te parecía muchísimo.
    -Te dimos demasiado fuerte -murmuró Garalay. Pero por primera vez desde que la conocía, parecía asustada.
    -¿Cómo ocurría?
    Sostener aquella mirada era tan difícil como parar el golpe de una maza con las manos, pero Níkelon se obligó a hacerlo hasta que Garalay habló.
    -Una flecha por la espalda.
    Níkelon cerró los ojos y trató de recordar. Pero solo en un momento podrían haberle herido por la espalda.
    -Mientras me retiraba con los demás... pero volví a por Jelwyn. ¿Eso cambió el destino?
    -Si lo cambió es que no era el destino. Puede que me equivocara. No siempre entiendo mis visiones.
    ¿Ella reconociendo un error? Sí, le habían dado demasiado fuerte, seguro que aquello eran alucinaciones.
    -Pero ya lo has hecho antes.
    -Nikwyn, ¿es que no vas a callarte ni después de muerto? Se supone que estás demasiado débil hasta para abrir los ojos.
    -Todos los tontos tienen suerte.
    Garalay le disparó una mirada rencorosa y se dio media vuelta para marcharse. Níkelon no sabía cómo pero había vuelto a meter la pata.
    -¡Dagmar!
    Garalay se detuvo de un modo tan brusco que casi saltaron chispas de sus pies, y se volvió con la boca abierta y las cejas tan levantadas que casi le tocaban la raíz del pelo. Níkelon agitó el cuenco.
    -Te dejas esto.
    -¿Cómo me has llamado?
    Níkelon había oído muchas veces aquella frase, pronunciada por gente que acababa de ser insultada, pero era la primera vez que la oía con aquel tono de alarma, como si a ella le asustase su propio nombre más que cualquier araña, garrapata o abejorro.
    -En Galenday nos gusta llamar a la gente por su nombre.
    Garalay le arrebató el cuenco de la mano.
    -Pasaré la noche en la Guarnición. Si me necesitas, grita.
    -¿No volverás en todo el día?
    Por primera vez desde que había entrado, ella esbozó algo parecido a una sonrisa.
    -Estoy segura de que puedes soportar sin mí toda clase de penalidades.
    Y él estaba seguro de que aquella vez había citado mal a propósito.

*****

    Dayra se quitó las botas, se sacó la camisa de los pantalones, se los aflojó un poco para que no le apretaran la cintura y se tendió al lado de Garalay.
    -Me había roto dos uñas -murmuró, resentida, mirando al techo-. Me dolía la muñeca y estaba medio muerta de sed. Acababa de salvarle el pellejo y lo único que le importaba era qué estaba haciendo yo allí, porque según sus cálculos debía encontrarme dando un agradable paseo por la Frontera Sur. Ni siquiera se molestó en ofrecerme un trago.
    Garalay trató de no bostezar. Quejarse de Jelwyn parecía ser la única diversión de sus primos de Comelt, y el que Dayra tuviera razón aquella vez no evitaba que Garalay estuviera aburrida de oírla.
    -Casi se nos desangra ese pobre chico mientras él seguía empeñado en saber por qué yo no estaba en la otra frontera. Como si hubiera algo que vigilar allí!
    Hablaban en susurros, para no molestar a los que seguían durmiendo a su alrededor. Garalay tenía una vela encendida a la cabecera de la cama, por si tenía que levantarse en plena noche, y hasta con aquella escasa luz, le pareció que las mejillas de Dayra estaban rojas de ira contenida. Decidió hacerla cambiar de tema.
    -¿Aún te duele la muñeca?
    -Un poco.
    Garalay buscó la mano de Dayra, tanteó con sus dedos hasta encontrar el punto exacto y presionó con mucha suavidad hasta oír un ligero suspiro de alivio.
    -No deberías forzarla tanto. No se te soldó bien la fractura.
    No dijo que la anterior Dama Gris de Comelt, que era quien había curado a Dayra cuando se había roto la muñeca un par de años antes, era una incompetente, pero Dayra lo oyó de todas formas.
    -¿Él está bien?
    -¿Quién?
    -¿Quién? -se burló Dayra. Se le daba muy bien imitar voces-. Nikwyn, tonta. ¿Se recuperará?
    -Eso parece.
    Dayra se volvió hacia ella y se incorporó sobre un codo.
    -¿Sabes si tiene una novia o algo parecido en Crinale?
    La misma Dayra de siempre, pensó Garalay.
    -Aún está muy débil para ti, prima.
    -Oh, no soy impaciente. ¿La tiene o no?
    -No que él sepa.
    Dayra soltó una risita maliciosa.
    -¿Se lo preguntaste?
    -Me lo dijo por su cuenta.
    Seguro que fue una indirecta, pensó Garalay, y se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Dayra lanzó un ataque más directo.
    -¿Y aquí?
    Garalay sintió cómo se calentaban sus mejillas. Dayra la miraba como si sospechara algo, pero era imposible, pensó Garalay. Nadie podía hab‚rselo dicho.
    -Pregúntaselo a él. Igual tienes suerte.
    -Es guapo, ¿verdad?
    -Supongo que sí.
    -¿Supones? Garalay, el que no tengas sentimientos no quiere decir que no tengas ojos, ¿verdad?
    -Arlina dice que se parece a Hildwyn.
    -Una respuesta lo bastante ambigua como para que Dayra la interpretase como quisiera.
    -¿Te gusta?
    Garalay pensó un momento antes de contestar.
    -¿Cómo se sabe eso?
    -¿Qué?
    -Te conozco, Dayra. Cuando tú dices gustar no estás pensando solo en estética.
    -Hormigueo, sudor frío, mariposas en el estómago.
    -Parecen los síntomas de una enfermedad.
    -Ver su cara en cualquier cosa que mires, perder el apetito y el sueño... aunque en nuestra familia lo extraño es dormir bien.
    -Lo único que puede quitarme el apetito es una indigestión.
    -¿Ganas de matar cada vez que mira a otra chica?
    Garalay se rió.
    -Dayra, ¿de verdad sientes todas esas cosas cada vez que te... gusta un chico?
    -No es tan doloroso como parece. Supón que no fueras una Lym. ¿Te gustaría entonces?
    -Eso es como preguntarte a ti qué‚ harías si fueras un hombre.
    -Gobernar Comelt yo sola. ¿Qué harías tú si fueras una chica normal?
    Garalay se lo pensó un momento.
    -No.
    -¿Qué has dicho?
    Solo había sido un susurro, pero había sonado casi como un grito.
    -Piensa con la cabeza, Dayra. Las Damas Grises le han elegido para una misión en la que tiene altas probabilidades de morir, y que me haya dicho que no está comprometido no significa que sea verdad. Y aunque lo suyo en Ternoy saliera bien tampoco volvería a verle. O se quedaría allí o volvería a Galenday.
    -Parece que lo has pensado mucho.
    -Una mala costumbre que tengo.
    La última palabra se perdió en un bostezo.
    -Más vale que tratemos de dormir un rato -murmuró Dayra.
    Garalay no replicó. Dayra la sintió darse la vuelta hacia el otro lado, y poco después un suave resoplido (Garalay se habría indignado si alguien se hubiera atrevido a llamarlo ronquido) le indicó que estaba dormida. Dayra se dio la vuelta hacia el otro lado.
    La despertó un grito. Garalay debía haber tenido una pesadilla. O algo más que eso, porque Dayra la sintió levantarse a toda prisa.
    Se volvió y la atrapó por el brazo.
    -¿Qué ocurre?
    -¡Déjame ir! ¡Está en peligro!
    Dayra se levantó de un salto. Se ajustó los pantalones, cogió sus dagas y su espada y corrió tras ella.
    La encontró dando vueltas al picaporte de la puerta de su antigua habitación, donde dormía Níkelon.
    -Han echado el cerrojo.
    Aquello era mala señal. Níkelon aún estaba demasiado enfermo como para levantarse y echar el cerrojo, y además no tenía motivos. Y Garalay sacudía la puerta como si de verdad estuviera muy desesperada.
    -Aparta.
    Tomó carrerilla y pateó la puerta con todas sus fuerzas. Acertó entre dos tablas y su pierna quedó atrapada en la grieta resultante. Y aquel fue el momento que Garalay eligió para hacer saltar el cerrojo por sus propios medios. Al abrirse, la puerta arrastró a Dayra.
    Más tarde, cuando tratase de explicar lo que ocurrió, Dayra contaría que Garalay había irrumpido en la habitación como una diosa de la venganza, con los cabellos al viento y los ojos centelleantes como una espada recién forjada puesta al sol en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Que un bulto negro presionaba una almohada contra la cara de Níkelon, cuyas fuerzas ya parecían estar agot ndose, y que un movimiento de la mano de Garalay había arrancado de encima de Níkelon al bulto y lo había arrojado contra la pared. Dayra vio una mano blanca como la lepra salir de entre los negros ropajes, señalar a Garalay y cerrarse poco a poco, y cómo Garalay se agarraba la garganta como si se estuviera ahogando, pero cuando Dayra hubo conseguido liberar su pierna, levantarse y arrojar sus dagas contra el fantasma, sin demasiada fe en el resultado (que se vio confirmada cuando las dagas atravesaron el cuerpo sin daño aparente y se clavaron en la pared), oyó una seca carcajada de Garalay y vio que de las manos de la joven salía lo que le pareció una bola de fuego que impactó en el bulto negro y lo hizo desaparecer.
    Jelwyn irrumpió entonces en la habitación.
    -¿Qué ocurre?
    Garalay estaba apoyada en la pared, jadeante por el esfuerzo. Fue Dayra quien respondió.
    -Alguien ha intentado matar a Nikwyn.
    Como para confirmar que no lo habían conseguido, Níkelon comenzó a toser.
    -¿Quién ha sido? ¿Le habéis visto?
    -Tráeme una manta, Dayra, voy a pasar la noche aquí.
    -Por encima de mi cadáver.
    -¡No le he salvado la vida dos veces para que muera en mi Valle! A partir de ahora, no va a pasar ni un segundo solo, ¿entendido? ­Dayra, ve de una vez por esa maldita manta!
    Jelwyn comprendió que era inútil discutir. Ya había demasiada gente en el pasillo, haciendo preguntas y metiéndose por el medio.
    -Te relevaré en la segunda guardia.
    Garalay asintió.
    -Ve a llamar a alguien de la Torre, para que se quede en la Guarnición. Y cuéntales lo que ha ocurrido.
    Dayra volvió con la manta y la puso sobre los hombros de Garalay. La caída había hecho que le volviera a doler la muñeca, y veía ante ella como una condena el viaje a caballo hasta Comelt con la rabadilla dolorida, pero lo peor iba a ser explicarle cómo se había hecho daño a su Dama Gris.

*****

    Cuando Níkelon abrió los ojos, se encontró con los de Jelwyn. Estaba sentado en la silla a la cabecera de la cama, con los pies apoyados en otra y los brazos cruzados sobre el pecho. Y sonreía de una manera que le hizo lamentar haber sobrevivido al atentado.
    -Menudo jaleo armaste anoche.
    -No fue a propósito.
    -Relájate, Nikwyn, de momento estoy de tu parte. ¿Qué ocurrió?
    -Estaba durmiendo y de repente no podía respirar. Comencé a verlo todo rojo y luego oí un ruido... y el resto ya lo sabes.
    -¿No viste a nadie? ¿No oíste nada?
    Níkelon negó con la cabeza.
    -Dayra habló de alguien envuelto en telas negras, no le vio más que la mano. Y Dag sólo pudo decirme que percibió un gran poder maligno. Tiene que ser muy grande para haber podido entrar aquí.
    Se hizo un incómodo silencio mientras los dos pensaban en lo peor.
    -¿Cómo se enteraron ellas?
    -Dag lo soñó. Y Dayra se despertó cuando la oyó gritar tu nombre.
    -En Galenday suele ser una buena señal que una chica sueñe con uno.
    La brusca elevación de la ceja izquierda del ardi‚s le indicó que aquella broma no había sido oportuna.
    -Nikwyn, me caes bien, y si se tratara de una chica corriente me encantaría sentarme a ver cómo haces el ridículo. Pero es una Lym, no tienes la menor posibilidad y mi obligación como jeddart es desafiarte a un duelo, darte una paliza que nunca puedas olvidar y arrastrarte hasta tu lado de la frontera. Y eso por cortesía a tu condición de extranjero. Un ardiés ya estaría muerto por menos.
    Níkelon encajó la mandíbula. Era la primera vez que le salía bien, y notó un crujido que esperó fuera inofensivo.
    -A lo mejor sí que tendría alguna oportunidad.
    Jelwyn apoyó los codos sobre sus rodillas, la barbilla en los puños, y le miró con la sonrisa torcida que Níkelon ya había aprendido a reconocer.
    -¿Apostarías algo?
    -Ese horrible amuleto que llevas.
    La ceja izquierda se elevó un poco, como pensándoselo.
    -Creía que no te gustaba.
    -Por eso. Me lo quedaré si pierdo.
    -Esto va a ser divertido.
    Un suave golpecito en la puerta anunció la aparición de la cabeza de Dayra.
    -Vengo a despedirme. ¿Está despierto?
    -Demasiado.
    Dayra entró, seguida por la Dama Gris de Threelet, que portaba una pequeña cesta.
    -Traigo el relevo. ¿Cómo te encuentras, Nikwyn?
    -Está herido y ayer intentaron matarle, ¿cómo crees que se encuentra?
    -No te he preguntado a ti. Te recuerdo que no te hablo.
    -Estoy bien... creo. Gracias por lo de anoche.
    -Oh, la parte difícil la hizo Garalay, yo sólo abrí la puerta -Esperaba que él no hubiera visto cómo-. ¿Tienes hermanos, Nikwyn? -añadió con una sonrisa coqueta.
    -Dos mayores, y dos hermanas pequeñas.
    -¿Se parecen a ti?
    -No.
    Dayra suspiró.
    -Lástima -se inclinó y le besó en la mejilla-. Ponte bien. Jel, ¿podemos hablar un momento?
    -Creía que no me hablabas.
    -¿Es que una chica no tiene derecho a cambiar de idea?
    La Dama Gris se sentó, sacó un ovillo de lana y un par de agujas de la cesta y comenzó a tejer mientras tarareaba una melodía cuya letra consistía tan solo en: uno del derecho, uno del revés, uno del derecho, dos del revés.
    No era lo que se podría llamar una nana corriente, pero a Níkelon le produjo el mismo efecto.


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