Wirda (Libro II: La Espada y el Anillo)

14 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Condesadedia
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CAPÍTULO 7



    -¡No, no, no! No dejes que se te acerque tanto!
    El Señor de Ardieor movió la cabeza y le dirigió una severa mirada de desaprobación a Jelwyn, como si él tuviera la culpa de que Layda fuera tan torpe con la espada.
    Layda trató de desviar el arma de su rival, un muchacho un par de años mayor que ella y unos tres palmos más alto. Respingó cuando la espada le rozó la punta de la nariz, y Jelwyn contuvo un grito de alarma, aliviado porque el arma fuera de madera y no de afilado acero. Pero su alivio no duró mucho tiempo: el chico movió el pie derecho tan rápido que sólo un ojo muy experto habría podido verlo, trabó con él la espinilla de la niña y la derribó en el suelo.
    -Estás muerta -canturreó en tono triunfal apoyando la punta de la espada en la garganta de Layda.
    Ella le devolvió una mirada furibunda y apartó la espada con un rabioso revés de la mano.
    -Has hecho trampa.
    -Esto es la guerra, no los juegos florales.
    -¡Y una mi..!
    -¡Layda!
    -Hay que saber perder. Me gustaría saber dónde aprende ese lenguaje - El Señor de Ardieor miró al frente.
    -Cuando te enfrentes con un enemigo más alto que tú, no debes permitir que se te acerque tanto -Layda, aún con cara de mal humor, aceptó la mano que le tendía su rival para ayudarla a levantarse, y se dirigió con aire digno, sólo estropeado por una leve cojera, hacia donde estaba sentado Jelwyn-¡Los siguientes!
    Dos niños avanzaron hacia el centro del círculo, tomaron las espadas de madera, saludaron y comenzaron a luchar.
    -Bebe despacio o te hará daño -murmuró Jelwyn a Layda mientras ella se llenaba la jarra de agua.
    -¿Qué‚ eztáiz haciendo?
    Jelwyn volvió la cabeza. Adiel había llegado a su lado con un paso tan ligero que casi no la había oído. Aunque eso tal vez fuera por la energía con la que su padre voceaba los errores que cometía cada uno de los luchadores.
    -Un día de práctica. A él le gusta.
    Los ojos de Heryn se iluminaron al reparar en la presencia de la joven. Parecía muy impresionado.
    De hecho, cada vez que la veía parecía más impresionado. Demasiado para la tranquilidad de Jelwyn. Aún recordaba cómo Adiel se había colado en su habitación la noche de la tormenta, y le parecía muy sospechoso aquel brusco cambio de objetivo.
    -¿Y voz no... practicáiz?
    -Ya practiqué bastante hace quince días.
    No pretendía ser tan brusco, pero aún se ponía nervioso al recordar todo lo que había ocurrido durante su Emboscada. Y la noche siguiente a su regreso al Valle. Por lo menos, antes de marcharse, Dayra había tenido el detalle de contarle con el máximo secreto lo que había ido a hacer a las Tierras Peligrosas, y de regodearse con su reacción al enterarse de que según los rumores que corrían por allí, Alwaid y Estrella Negra habían sido degradados de sus puestos en Dagmar y se encontraban en algún lugar al Norte de la Frontera.
    Aquello explicaba muchas cosas.
    Fue entonces cuando se dio cuenta de que su padre le estaba hablando.
    -¿Tienes miedo de que un viejo te dé una paliza? -le repitió.
    Adiel le miraba con una ligera sonrisa burlona y los ojos un poco entornados. Jelwyn sintió un escalofrío.
    -Dadme una espada.
    Ni siquiera supo cuál de los niños le arrojó su espada de madera. Sólo que la atrapó en el aire con la mano izquierda y dio un paso adelante como si le estuviera esperando un precipicio.

*****

    Los quince días de convalecencia habían sido casi insoportables para Níkelon. La Dama Gris de Threelet había terminado aquella cosa con mangas que estaba tejiendo, lo cual al menos le ahorró a Níkelon el oír su punto-del-derecho-punto-del-revés, la Dama Gris de Dagmar le había abrumado con interminables relatos sobre la dolorosa historia de Ardieor, y la de Vaidnel había tratado de enseñarle un extraño juego con las runas, cuyas reglas cambiaban cada vez que lo jugaba, como si se las estuviera inventando sobre la marcha. Garalay aparecía cada día a su hora, permanecía el tiempo que le correspondía y se marchaba con una indiferencia que él encontraba casi insultante. Para agravar las cosas, Jelwyn se dejaba caer por allí con la oportunidad y delicadeza de un pedrusco sobre un juanete e impedía con su sola presencia cualquier conato de conversación que pudiera ir más allá del tiempo que hacía y las ganas que tenían todos de que Níkelon se recuperase de una vez.
    Un día, Níkelon perdió la paciencia y se levantó. Le zumbaron los oídos, el resto del mundo le dio vueltas y por unos angustiosos instantes no recordó cómo hacer funcionar las piernas. Pero pronto todo estuvo en su sitio y Níkelon en el exterior de la Casa Aletnor.
    A las Damas Grises no les gustó nada que Níkelon se levantase, pero ya que lo había hecho, decidieron tom rselo bien. Hasta Garalay tuvo que rendirse cuando él le recordó los paseos por el bosque que le debía.
    Y así fue como una plácida mañana soleada, mientras Jelwyn estaba junto al Señor de Ardieor sufriendo un día de pr ctica, Níkelon, Garalay, Lym Vaidnel y Gris, la perra de Norwyn, que les había encontrado por el camino y se había autoinvitado al paseo, se encontraron sentados a orillas del lago, con una cesta de manzanas silvestres y un pellejo de agua de manantial.
    -­Lym, vuelve aquí, Arlina no va a salir!
    Pero la niña no hizo caso. Siguió arrodillada en lo alto de la roca, mirando al agua. Garalay se volvió a mirar a Níkelon.
    -¿Sabes nadar? -Él negó con la cabeza- Peor para ella, si se cae tendrá que rescatarla Gris.
    -¿Tú tampoco sabes nadar?
    -No pienso contraer un resfriado por culpa de una tontita obsesionada con ver a Arlina cada vez que viene al Lago.
    Introdujo la mano en la cesta, tomó una manzana, la frotó con su delantal hasta que su brillo casi deslumbró a Níkelon y se la ofreció con una sonrisa tan amable que él casi pensó que podía hacerse ilusiones.
    -Eres... -algo se le bloqueó en la garganta y tuvo que carraspear para aclararse la voz- Eres tan bonita como un día de verano.
    -¿Qué día?
    Debería haber tenido el detalle de ruborizarse, pensó Níkelon algo molesto con ella. O por lo menos de no bromear de una forma tan descarada.
    -¿Cómo que qué día?
    -El verano tiene muchos días, y algunos de ellos son horrorosos. A veces hace tanto calor que dan ganas de afeitarse la cabeza a ver si así se alivia un poco. Y hay días tan bochornosos que ni el propio sol se atreve a salir de detrás de las nubes -se rió de su expresión desesperada-. Ya tienes mi palabra, Nikwyn, si querías cortejarme deberías haberlo hecho antes de obligarme a dártela. ¿Quieres la manzana o no?
    Níkelon le arrebató la manzana de la mano.
    -El siguiente a una tormenta. Ese es el día al que creía que te pareces. Cuando el sol brilla como si acabasen de pulirlo, el cielo está tan azul que hasta entonces no sabías lo que significaba esa palabra, las nubes parecen sábanas recién lavadas y sientes que solo con extender la mano podrías tocar las montañas. Pero estoy empezando a cambiar de idea.
    -Acabas de partirme el corazón -se burló ella.
    Níkelon sonrió. La jovencita se estaba buscando una lección.
    -Ven aquí.
    -¿Para qué?
    -No me tendrá s miedo, ¿verdad? Que yo sepa no soy una araña.
    Apelar al orgullo nunca fallaba, pensó Níkelon mientras ella gateaba hasta situarse a su lado. Seguro que se estaba arrepintiendo de haberle contado que temía a las arañas, garrapatas y moscardones.
    Dejó la manzana en el suelo y pasó el brazo derecho por encima de los hombros de Garalay.
    -¿Qué estás haciendo?
    -Cállate y apoya la cabeza en mi hombro.
    -¿Por qué?
    Níkelon se limitó a acercársela más y empujar su cuello con mucha suavidad hasta que consiguió que pusiera la cabeza más o menos en el sitio correcto.
    -No lo estropees, dama mía, este es un momento romántico.
    -Pues a mí me parece ridículo.
    Era más que ridículo. Él no sabía qué hacer con la mano izquierda, y el brazo izquierdo de Garalay estaba entre los dos, separándoles como la espada de una vieja leyenda.
    -¿No crees que deberíamos dejarlo? No le veo la gracia, y creo que no se la vería en cien años.
    -Estoy seguro de que con un poco de práctica podrías encontrarlo agradable.
    -Lo dudo, me has hecho sentar encima de una piedrecita puntiaguda.
    -Si emplearas a fondo tus poderes de Lym podrías librarte de ella.
    Garalay apartó con suma delicadeza el brazo que le rodeaba los hombros y enderezó la espalda.
    -¿Quieres que te enseñe algo sobre los poderes de Lym? -Níkelon asintió. Garalay tomó una manzana, la dejó en el suelo y depositó a su lado su puñalito de cortar hierbas del bosque -Fíjate bien.
    Garalay miró el puñal durante tanto rato que Níkelon temió que se hubiera dormido. Luego, muy despacio, la empuñadura se levantó del suelo, y poco despu‚s le siguió el resto del arma. Garalay movió la mano y el puñal quedó suspendido sobre la manzana. Ella soltó aire, y el arma cayó sobre la fruta y la partió por la mitad.
    -Uau -murmuró Níkelon.
    -Hay una forma más fácil y más rápida de partir en dos una manzana -alargó la mano, tomó el puñal, partió en dos una de las mitades, la pinchó en la punta y se la pasó a Níkelon-. Esto es todo lo que hay que saber de los poderes de Lym.
    Níkelon tomó la manzana con una irónica inclinación de cabeza. Y entonces vio alarmado como la mirada divertida desaparecía de los ojos de Garalay y su sonrisa se convertía en apenas una mueca que no tardó en desaparecer.
    -Jel -murmuró.
    Siempre en el medio, pensó Níkelon, hasta cuando no está aquí, pero entonces vio la expresión asustada de Garalay y supo que algo ocurría. La pista definitiva fue cuando ella se levantó y salió corriendo.
    Níkelon clavó el puñal en el suelo con manzana y todo.

*****

    ¿Cómo había ocurrido aquello?, se preguntó Jelwyn mientras detenía una peligrosa estocada que iba directa a su costado y sentía una gota de sudor resbalando por delante de su oreja derecha para colarse por su cuello y perderse por allí. Había comenzado casi como una broma, su padre tenía ganas de alardear un poco delante de la chica y él le había seguido el juego más que nada para no discutir. Pero de repente, la cosa había comenzado a ir en serio. Y Jelwyn estaba luchando por su vida, o por lo menos por su integridad física, con una espada de madera y contra el único hombre de Ardieor que sabía manejarla mejor que él.
    Por un momento, pareció que había conseguido una cierta ventaja. Las espadas se habían trabado y el pie de su padre buscaba el punto débil en la espinilla que le haría perder el equilibrio. Sus caras estaban tan cerca que cada uno podía ver cómo brotaba el sudor de los pequeños poros en el nacimiento del pelo del otro. Jelwyn dominó el miedo que le producía aquella mirada enloquecida, esquivó el pie traidor y se las arregló para golpear con el suyo. Heryn, rugiendo de cólera, cayó al suelo. Pero incluso antes de llegar allí, se las arregló para golpear con la espada plana detrás de la rodilla derecha de Jelwyn. El golpe le pilló por sorpresa y le hizo caer de rodillas, con la espada en una peligrosa posición vertical. Jelwyn tuvo que soltarla para evitar sacarse un ojo.
    Jadeando, se incorporó sobre sus rodillas y recuperó la espada. Y entonces vio que algo metálico brillaba en la mano izquierda de Heryn.
    Un puñal. No la típica daga de lanzador, sino un puñal corto y afilado, de los que se empleaban para apuñalar en el estómago cuando las espadas se trababan durante más tiempo del aconsejable. Y él sólo tenía una espada de madera. Tratándose de un simple día de práctica, ni siquiera se había puesto cota de malla.
    -¿Te has vuelto loco, mi Señor?
    Heryn se limitó a sonreír. Le estaba mirando, pero Jelwyn tuvo la sensación de que no le veía a él. De reojo, pudo ver cómo Adiel sonreía satisfecha, como un gato harto de leche, y, aunque Jelwyn carecía de lo que en tono de burla solía llamar "los poderes de Dag", algo en él sintió que la joven era responsable de lo que le estaba ocurriendo.
    Como venganza por haberla rechazado, le parecía algo exagerada.
    Jelwyn levantó la espada de madera en señal de desafío. No iba a dejar que un viejo enloquecido le apuñalase delante de medio Valle, que se había reunido alrededor de ellos para entretenerse viendo una buena pelea amistosa y habían pasado media pelea animando a uno u otro, según quien creyeran que iba perdiendo.
    Los dos contendientes comenzaron a rondarse, buscando un punto débil, una oportunidad de atacar. Jelwyn estaba a punto de cometer un acto desesperado, como arrojar la espada y lanzarse contra Heryn a ver si podía arrebatarle el puñal con las manos, cuando se oyó un sonido tan extraño que al principio nadie pudo creer que lo hubiera oído.
    Una bofetada.
    Heryn parpadeó como si acabara de despertarse, vio el puñal en su mano izquierda, puso cara de perplejidad y preguntó qué‚ había pasado.
    Jelwyn no estaba en condiciones de contestar. Estaba mirando a Adiel, que se tocaba con cara de incredulidad la mejilla donde la mancha p lida de la mano de Garalay se volvía cada vez más roja.
    Debía reconocer que como forma de romper la concentración era mucho más r pida y eficaz que romper una redoma de cristal.
    -Brujería, mi Señor, eso es lo que ha ocurrido -contestó Garalay con una sonrisa que no tenía nada de alegre-. Tu protegida de los Pantanos ha tratado de utilizarte para matar a tu hijo.
    -Miente! -sollozó Adiel mientras gruesas lágrimas rodaban por sus ya no tan p lidas mejillas.
    -Nadie te ha dado permiso para llorar, bruja! ¿Crees que no me he dado cuenta de tu juego? Con tu dulce carita, tus preguntas inocentes y esa forma de estar en todas partes enterándote de todo.
    -Lym, ¿qué crees que estás haciendo?
    -No creo estar haciendo nada, mi Señor. Me limito a acusar a Adiel, si ese es su verdadero nombre, de espionaje y de dos intentos de asesinato. Incluido el de Nikwyn!
    Adiel corrió hacia Heryn, se arrodilló a sus pies y se abrazó de sus rodillas.
    -No la creaiz mi Zeñor! ¡Me odia!
    -Deberías estar avergonzada, Lym. Acusar sin pruebas a una pobre chica inocente de algo tan grave...
    Jelwyn y Garalay se miraron algo atontados. Ninguno de los dos podía creer lo que estaba oyendo.
    -No estás hablando en serio.
    Heryn ni siquiera lo oyó.
    -Retráctate ahora mismo, Lym.
    Garalay levantó la barbilla, apretó los labios y se dio media vuelta para irse.
    -Si te vas ahora, nunca volverás a esta Casa.
    Garalay se detuvo un momento, como si hubiera tropezado con algo, pero no se volvió. Luego siguió caminando.
    -­Lym!
    Jelwyn dejó caer la espada y entró en la Casa. Poco después salió con un bulto entre sus manos.
    -Si Dag no puede volver a esta casa, yo no deseo permanecer en ella ni un minuto más. Mandaré por el resto de mis cosas. Vámonos, Layda.
    -No.
    -¿Cómo has dicho?
    -No quiero irme contigo a ninguna parte. Quiero quedarme con el abuelo y con Adiel.
    -¡Layda, tú hará s lo que yo diga!
    -¡No!     Jelwyn miró a su padre, a Adiel, aún aferrada a sus rodillas, y a Layda, colgada de su brazo derecho. Vio la sonrisa de triunfo en el rostro de la joven, el desafío en los ojos de Layda y la locura en los de Heryn, se echó el saco a los hombros e insistió por última vez.
    Layda negó con la cabeza.
    Jelwyn dio media vuelta y siguió a Garalay por el sendero hacia la Torre.

*****

    -¿Y qué harás ahora, Capitán?     Jelwyn había visto a su segundo alegre, enfadado, tristón y a veces hasta pensativo, pero aquella era la primera vez que le veía preocupado.
    -Emborracharme. ¿Tienes licor de bayas?
    -Reserva especial de "La espada partida" -Norwyn rebuscó en el fondo de la alacena, llenó una jarra y la dejó en la mesa junto a dos copas. Jelwyn arqueó la ceja- No es bueno beber solo.
    -Y estás dispuesto a sacrificarte por mi bien.
    -Cualquier cosa por mi Capitán -Norwyn llenó las dos copas-. Si no sabes qué hacer podrías quedarte aquí. Por lo menos hasta que lo sepas -levantó la copa y sonrió- Por la Durmiente.
    -Y por el día en que despierte -Jelwyn apuró la copa de un trago-. Nor, ¿cuánto tiempo llevamos haciendo esto?
    -¿El qué?
    -La misma tontería. Brindar por ella como si creyéramos que nos oye. ¿Cuánto tiempo necesita una estupidez para convertirse en tradición?
    -A mí no me preguntes, Capitán, solo soy un paleto de las Tierras Peligrosas.
    Como la mayoría de los habitantes del Valle, Norwyn nunca cerraba la puerta de su casa. Eso facilitaba que Gris entrara y saliera cuando quería con un simple empujón de su hocico. Pero aquel día la perra no volvió sola.
    -Dagmar me ha contado lo ocurrido. Si ninguno de los dos va a volver a esa casa, yo tampoco deseo permanecer en ella.
    -¿Has oído eso, Nor? Debe haber estado ensayándolo todo el camino.
    -No es mi Señor y no le debo ninguna lealtad.
    -A mí tampoco.
    -Creía que éramos amigos.
    -La primera noticia que tengo de ello. Es tu casa, Nor, ¿qué hacemos?
    -Tengo bastante sitio, por mí puede quedarse.
    -Magnífico, vas a convertir tu casa en un refugio para proscritos. Toma un trago, Nikwyn.
    Norwyn ya había sacado otra copa. La llenó hasta el borde, vació el resto de la jarra en las otras dos y volvió a llenarla con el contenido del barrilito que guardaba en el fondo de la despensa.
    -Esto va a ser divertido. Los tres... los tres... ¿Los tres qué?
    -¿Los tres proscritos? -sugirió Níkelon. Había tomado un largo trago creyendo que era vino y estaba haciendo grandes esfuerzos para no ver doble. O aquello era muy fuerte o él había perdido pr ctica desde que estaba en Ardieor.
    -Más bien los tres idiotas -replicó Jelwyn. Y volvió a llenarse la copa. El problema, pensó, era cómo iban a reaccionar los demás.
    -¡Capitán!
    Ahí estaba la respuesta. La noticia se había extendido con la rapidez de un fuego en hierba seca, y la Segunda del Valle (o por lo menos varios de sus integrantes más decididos) se agolpaba a la puerta de la casa de Norwyn con temibles intenciones.
    -De uno en uno, jeddart, haced las cosas bien.
    Tal vez fuera un movimiento inconsciente, pero Níkelon observó divertido cómo Jelwyn se arrellanaba en la silla como un rey en su trono.
    Uno de los jeddart fue empujado al centro de la sala de Norwyn, recuperó el equilibrio y una postura digna antes de llegar a la mesa, apoyó las manos en ella y miró a Jelwyn con expresión decidida.
    -Capitán, somos tus jeddart y estamos a tus órdenes. Haremos cualquier cosa que nos ordenes.
    -Muy bien, así me gusta, que seáis obedientes.
    Níkelon levantó la mirada de la copa y le miró sorprendido. No era posible que no hubiera entendido la indirecta. Por el brillo de sus ojos, hasta Norwyn la había entendido.
    -Cap...
    -Chicos, no hace falta que os molestéis, ¿vale? Solo ha sido una discusión familiar.
    Otro jeddart irrumpió en la sala sin que le empujaran.
    -¡Con tu permiso, Capitán, esto ya ha llegado demasiado lejos! Esta ha sido la última de una larga serie de locuras. Podemos soportar que hable con gente muerta y crea que le contestan, que ordene misiones estúpidas como aquella expedición a la Frontera hace un año y que permita entrar a cualquiera en el Valle. Pero lo de hoy ha sido demasiado. Él ya no merece llevar el Sello. Ni siquiera creo que se merezca una estrella.
    Bueno, alguien tenía que decirlo claro.
    -Una palabra, mi Señor, y te lo traeremos con dedo y todo si es preciso.
    Jelwyn se levantó de un salto.
    -¿Es que todo el mundo ha perdido la cabeza? ­Si no os vais todos ahora mismo os arrancaré las estrellas con mis propias manos!
    El primer jeddart inclinó la cabeza.
    -Cuando cambies de idea, ya sabes dónde encontrarnos.
    Jelwyn no volvió a sentarse hasta que calculó que el grupo estuvo lo bastante lejos.
    -¿Todos piensan lo mismo, Nor?
    -¿Te sorprende?
    -Creía que eran más leales.
    -Oh, no creo que los encuentres más leales en ninguna parte. Solo que saben elegir mejor que tú, si me permites decirlo.
    Una diminuta figura se recortó en el umbral de la puerta. Por primera vez desde que había llegado a aquella casa, Jelwyn sonrió de verdad.
    -¡Layda! ¿Has cambiado de idea?
    La niña entró en la sala. Su mirada congeló el corazón de Níkelon, pero Jelwyn parecía decidido a no darse por enterado.
    -Tío Jelwyn, mi Señor me envía por tu estrella.
    Un puñado de arena en los ojos no habría sido tan doloroso. Norwyn y Níkelon parpadearon por simpatía.
    -¿Cómo has dicho?
    Al parecer, Layda había estado haciendo preguntas a las personas equivocadas y obteniendo respuestas... Jelwyn no podía decir que fueran falsas, a Jaysa nunca se le habían dado bien las cuentas. Pero si a él nunca le había importado no veía por qué tenía que importarle a los demás.
    Layda seguía allí, con la mano extendida y la mirada llena de acusaciones, como si él hubiera destripado ante sus ojos a su cachorro preferido con las uñas sucias.
    -¿Quiere mi espada también?
    -De momento no.
    -Está en mi capa, colgando detrás de la puerta. Cógela tú misma.
    Layda se apresuró a hacer lo que le decían.
    -Deberías haberme dicho la verdad cuando te pregunté.
    -Hija, tú nunca me preguntaste.
    -¡Si fueras la mitad de listo de lo que te crees, sabrías que sí que lo hice! ¡Y más de una vez! ¡Y no vuelvas a llamarme "hija"!
    -¿Y quién es la caritativa persona que ha iluminado tu mente con la radiante verdad? ¿Tu abuelo o su novia de los Pantanos? ¿No te has preguntado cómo se ha enterado ella?
    -Yo solo quiero saber quién soy!
    Y se marchó como había llegado. Jelwyn se quedó mirando la puerta como si nunca hubiese visto una.
    -Ni se te ocurra, Norwyn. Como vea una lágrima te saco los ojos. Por lo menos no me ha dejado sin nada con que abrocharme la capa.
    sacó la bolsa y desparramó su contenido sobre la mesa. Dos monedas de plata, ocho de cobre, un pedazo de cordel y una pequeña estrella metálica. Norwyn puso su mano sobre la estrella.
    -Capitán, no.
    Jelwyn le pellizcó el dorso de la mano. Pasado un cierto tiempo, Norwyn apretó los dientes y comenzó a sudar. Jelwyn retorció un poco más sus dedos. Norwyn bajó la mirada y levantó la mano.
    Jelwyn tomó la estrellita y la miró a contraluz.
    -Llamadme Estrella Negra.
    Y se rió en voz baja como de un chiste privado.


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