Osgiliath 2003 de la C.E.

03 de Diciembre de 2006, a las 00:02 - Ricard
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7. El techo del Mundo, la cima más alta, el abismo más profundo...

Sueño y corro.
O mejor dicho, sueño que estoy corriendo. Y es en esta carrera sin rumbo cuando llego a los paisajes de mi infancia. Vuelvo otra vez a correr entre los gruesos troncos de los robles del Bosque Viejo. Mi nombre es Elesarn, hija de Arasereg, y a pesar de tener cumplidos ya quince años soy tan pequeña y revoltosa como lo sería una niña humana de tan solo seis años.
Como en todas las imágenes de recuerdos de mí niñez veo el paisaje detrás de un velo de color sepia y tonos amarillentos, como si fuera una vieja película muda; ¿O quizá el color es debido a que el otoño ha llegado al Bosque Viejo? Pues en verdad a mí alrededor parecen llover las hojas de los árboles como gotas doradas.
Pero a mí eso, al menos en este sueño-recuerdo, me da igual.
Como un cervatillo salvaje voy saltando las abultadas raíces, que tapizan el suelo, con alegría y sin hacer caso de las advertencias de mí padre. " Uno no sabe los peligros que pueden aparecer incluso en los sitios más vulgares y familiares" recuerdo que me ha dicho esa misma tarde de otoño. Pero soy una niña elfo y mis preocupaciones ya podrán ir acumulándose a lo largo y ancho de la vida.
Aún así, los avisos de mí padre vuelven a mí traviesa mente cuando, de golpe, me encuentro ante la mirada de dos imponentes trolls... para enseguida volver a tranquilizarme. ¡Hace milenios que estos trolls quedaron mudos y ciegos gracias al mago Gandalf!
Me paseo por entre los restos pétreos de su tercer compañero, destrozado por los Hombres al final de la Guerra del Anillo. Los otros no tienen mejor aspecto. Diríase que han envejecido, no como lo hace la carne, pero sí la roca: El musgo, la lluvia y el viento han hecho mella en esos torpes seres; y yo vuelvo a reír ante ese funesto destino que les aguarda con la fuerza que brinda la inocencia de la juventud y el desconocimiento de las barreras que se imponen con el tiempo y la madurez.
Para reafirmar mí arrogancia ante mis silenciosos acompañantes, me subo por el ancho brazo de uno de ellos para situarme sobre su cuello, como si montara un gigantesco caballo. Desde allí puedo admirar el brancaje de los árboles que me rodean, que a esa crepuscular hora, relucen con tonos dorados.
Imagino entonces que soy una de las grandes y antiguas reinas élficas. Soy Galadriel y Arwen a la vez, y por ende soy más poderosa que ambas.
- ¡Soy la reina del Mundo! - gritó levantando los brazos al aire, pero tan solo los pájaros parecen haberme escuchado y, aún así, ni siquiera se postran ante mí.
A pesar de eso, la magia del momento perdura y dejo que el viento peine mi cabello, áureo como los rayos del Sol que parecen encender todo el paraje.
Y es en medio de esta vana alegría cuando asoma la Sombra de un recuerdo dentro del recuerdo. Es como si los Valar me hicieran revivir un momento olvidado, pero de vital importancia, con este sueño...
Como la niña que soy en el sueño, intento quitarle hierro al asunto, pero no puedo evitar sentir la presencia de aquel que olvide hace veinticinco años. De esta forma, oigo un ruido debajo mío, y con los movimientos de un animalillo asustado me escondo entre las anchas espaldas del troll.
Cuando me atrevo a mirar asomando un poco la cabeza le veo por primera vez. Es un hombre solitario y revestido con una larga túnica de viaje del color azul del mar embravecido. "¡Tom Bombadil!" exclamó en mí cabeza sin creerme en lo afortunada que he sido de poder vislumbrar al misterioso ermitaño del Bosque Viejo. Pero en seguida me llevo un chasco. El hombre es demasiado alto y su imberbe rostro parece muy joven.
Y en contemplar sus bellas facciones y su rubia cabellera pienso que es un elfo. "¡Un elfo!" vuelvo a gritarme a mí misma, alegre ante la posibilidad de conocer algún pariente de carne y hueso que no fuera tan solo un nombre de la larga Historia élfica.
Pero tampoco. Incluso desde esa altura puedo distinguir que el intruso es solo un hombre, pues el miedo desorbitado que leo en sus ojizarcos ojos no es propio de un elfo (¡o al menos es lo que dice papá!). Además, no deja de mover la cabeza en todas direcciones, como si temiera que alguien o algo este a punto de atraparle por la espalda.
Para cuando se tranquiliza y deja de apretar el viejo y desgastadísimo cayado de madera con el que se apoya -de un color negro chamuscado- empieza a rebuscar algo entre sus largos ropajes con ansia. Atreviéndome a sacar un poco más la cabeza de mí escondite, consigo entrever la cosa que se ha sacado de los bolsillos más profundos de su vestido y que con tanto celo agarra y observa.
Una luz brillante como la de un pequeño Sol me deslumbra. Es sin duda por culpa de aquello que ahora reside en la mano del viajero.
- ¡Mi preciosa mía! Casi te han descubierto, pero no se lo dejaremos tan fácil ¡Más al Norte, siempre más al Norte, iremos; sí!... En algún lugar profundo, lejano y abandonado... Y sí ese lugar no existe dará igual... ¡Lo crearemos!
Mis puntiagudas orejas no entienden esas palabras del vagabundo azul, pues solo tengo ojos para el brillo candente de lo que no puedo identificar y que parece haber oscurecido todo el fulgor que desprendía el bosque otoñal.
Como si intuyera que alguien le esta observando, el hombre guarda de súbito lo que parece ser lo más preciado para él en este mundo en los repliegues de sus holgadas vestimentas, a la vez que clava miradas a diestra y siniestra en busca de algún posible espía. Alarmada, me aprieto un poco más entre los omoplatos del troll, sellando fuertemente los labios para ahogar cualquier posible susurro o grito. Algo me dice que es mejor no ser descubierta por ese extraño personaje de sombrías intenciones y luces escondidas.
Por esta razón, el suspiro de alivio lo deja escapar él al asegurarse de su supuesta soledad. Acto seguido, reprende su marcha internándose por los retorcidos senderos que conducen al Norte.
El Hombre Azul (pues a partir de ahora lo conoceré así) ha dejado instalado un silencio antinatural en el claro de los trolls, como puedo comprobar al bajar de mi silente cabalgadura de piedra. Devorada por una curiosidad malsana, no puedo evitar seguir sus pasos por el laberinto de árboles, y cuanto más se aleja de mí, más rápida voy yo tras él esquivando y saltando todas las barreras del sotobosque como en una carrera de obstáculos.
Pero el asombro me hace frenar. El peregrino azul ya no salta por el camino de raíz en roca y de roca en raíz; él, simple y literalmente, vuela. Lo veo desplazarse por las ramas más bajas de los árboles con tanta soltura como lo haría la ardilla más experimentada. Su manto azul parece ahora ser llevado por el viento que también lo hace flotar a él, deslizándose como la sombra de un pez por las esquinas más angulosas del brancaje en su enfermizo intento de no ser visto.
Debo parecer tontuela, allí parada en medio del bosque, admirando un punto vacío del aire donde antes pasó el Hombre Azul. Y es entonces que, con un encogimiento de hombros, decido olvidar ese accidente-suceso-anécdota para los años venideros. ¡Cosas más raras se han visto por el Bosque Viejo!
Al recuerdo soñado no le sigue ningún despertar en una blanda cama, sino un estado de duermevela. Soy Elesarn, hija de Arasereg, última elfa de la Tierra Media; y, aunque este consciente, no tengo suficientes fuerzas para levantar los párpados y despertarme de este letargo sin principio ni fin.
Me remuevo levemente en el espacio helado, pesado y húmedo donde me encuentro, en el cual cuesta respirar y el frío es tan intenso que ya ni siento los pies o las manos (las cuales presupongo suspendidas e inmóviles ante mí). Así debe sentirse Melkor en el Vacío, solo, sin manos o pies, con una extensión de negrura tan enorme como uno quiera imaginar ante sí. Y quizá, inconscientemente, empiezo a llenar esa negrura con recuerdos con caras y ojos; algunos amargos -como la Bestia Negra con alas que se me aparece como la última imagen en mí memoria-, y otros muy lejanos.
Aparecen mí padre y los amigos que dejé en el Norte hace ya más de un mes; y detrás de ellos, semiescondidos, aparecen dos humildes figuras que parecen querer romper la monotonía de la oscuridad del conjunto con su desigual estatura. Es así como me reciben Tullken y Dwalin en mis recuerdos.
El enano me sonríe con su ancha boca y ojos centelleantes de alegría. "¡Bendito Dwalin! ¿Qué podría turbar tú entusiasmo?" Quiero preguntarle, pero siento el peso de otra mirada; la de él, la de Tullken.
Sus ojos castaños como la madera joven me observan con una mezcla de sentimientos que no entiendo. Intento hablarle, pero él, de súbito, se posa un dedo frente los labios que describen una ligera sonrisa. "Xxxxt... Silencio, Elesarn. Duerme" es solo lo que dice y es también la última imagen que retengo antes de que sienta la presencia en mí vientre de la criatura, pues en esta especie de hibernación no estoy sola.
Algo, aferrado a mis tripas, se retuerce en la nada, más cerca de lo que hubiese deseado. Es algo vivo, sin duda, pero noto su hambre de otras vidas, su parasitismo inherente.
El miedo hace que sienta asco de mí misma al percibir el hecho de que, gracias a mí, esa "cosa" llegará a rozar las Puertas del Cielo, y quien sabe si incluso decidirá torcer los designios de Mandos para el destino de los Hombres.
Me gustaría gritar, despertarme de esta pesadilla o intentar frenar esto a toda costa aunque eso implicara perder la vida, pero "él" no me deja. Bien se encarga de mantenerme con vida para ir quitándomela poco a poco...

"¡Por lo más sagrado del mundo, no mires para abajo!" se repetía una y otra vez Tullken, mientras intentaba no perder el equilibrio. ¿Pero cómo evitar no alargar el cuello o no torcer la mirada para admirar todo lo que le rodeaba?
Si, sentado en el "trono de madera" de la grupa de Esperanza, se había sentido como un rey oteando los límites de su reino, a lomos de la gran águila Landroval, que esa misma tarde los había recogido al pie de las Montañas Nubladas, se sentía como el ser más insignificante y afortunado de toda la creación a la vez, por paradójico que pudiese parecer.
Se sentía insignificante, pues no era más que un ínfimo bulto que sobresalía de la musculada espalda de Landroval, a merced de los furiosos vientos que levantaban el vuelo del águila y que le obligaban a agarrarse con todas sus fuerzas a las plumas fuertes y puntiagudas, como puntas de lanza, del ave; a la vez que improvisaba una especie de turbante con la bufanda de Pallando para que le tapase la cara, protegiéndola de esas mismas corrientes de aire que casi no le dejaban abrir los ojos (Tullken nunca había llorado tanto en su vida como en esos instantes en que la velocidad y el viento, que dominaban las "autopistas" del cielo, habían impactado en su blandengue y poco acostumbrado cuerpo).
Pero, como en el reverso de una misma moneda, Tullken se creía afortunado: Jamás se había sentido tan libre como en esos tensos momentos en que intentaba aguantar el equilibrio sobre el lomo de Landroval para no salir despedido por el aire, aunque el espectáculo bien valía la pena.
A su diestra se extendía una enorme explanada que se perdía en las brumas del horizonte; eran las tierras orientales. Y a su izquierda se alzaban orgullosas, como las murallas de una fortaleza, las Montañas Nubladas; cubiertas de un manto blanco de nieve pura cuyos pliegues podía entrever Tullken cada vez que el águila se acercaba un poco a esas moles rocosas para luego alejarse, pues no era prudente arrimarse tanto a ellas por las turbulentas corrientes que circulaban, con furia, entre las grietas de los picos. Empero, Tullken se esforzaba para ver lo que había más allá de las Montañas; más allá incluso de las tierras occidentales y el océano (el cual percibía como una delgada línea azul difusa en el horizonte). Lo que Tullken intentaba avistar era lo que ningún ojo mortal había visto nunca desde hacía milenios: La cima de Taniquetil, la atalaya de los Señores de cuya existencia, los Hombres hacía tanto tiempo que desconocían.
¿Pero era esa estrella lejana y titilante, al límite del horizonte, el brillo procedente de la mansión de Manwë? Tullken lo dudaba. Hacía ya dos Edades que las Tierras Imperecederas se habían separado del mundo mortal, ocultándose tras un velo que aun nadie había conseguido rasgar.
El Sol, rojizo a esas horas de la tarde, comenzaba su descenso hacia el Oeste, apocando a todas las demás luminarias. Muy pronto, hasta él mismo se vería ocultado por las Montañas que entorpecían a Tullken la visión.
Un poco decepcionado, el chico cerró los ojos, pues le escocían debido al esfuerzo que había hecho al intentar ver en la lejanía y por el viento que lo abofeteaba en la cara sin tregua. Tuvo entonces tentaciones de preguntarle a Landroval sobre su antiguo Señor, amo y dueño de los Vientos y Valinor, pero la gran ave parecía reacia a mantener conversaciones o cualquier otro tipo de contacto. Era una perfecta mercenaria.
Igualmente, al abrir la boca, Tullken solo conseguía tragarse bocanadas de aire que le secaban hasta la última gota de saliva de la lengua.
Intentó no pensar en lo que tendría que venir o en lo que podría estar sucediendo en esos momentos en Osgiliath, pues iba percibiendo, gota a gota, que los sentimientos y recuerdos no eran más que distracciones, a veces. Parecía que la gran águila le hubiese inoculado parte su frialdad, reflexionó Tullken. Ahora, él y ella, jinete y cabalgadura, formaban un solo ser, y lo más importante era seguir adelante.
Entornado los ojos, secos ya de lágrimas y dudas, Tullken localizó el punto negro que era Corb delante suyo. Como una mosca revoltosa, el cuervo había insistido en ir al frente "para ser su guía", como él mismo había dicho, aunque Landroval despreció rápidamente su ofrecimiento sin una disimulada arrogancia. "¡Cuándo los cuervos aún tenían dientes y no alas, las Grandes Águilas ya sobrevolábamos estas extensas tierras! Ellas no tienen ningún secreto para mí" fue la contestación del ave de presa.
Fuera como fuere, su camino hacia el Norte venía dado ahora por las Montañas Nubladas que, como la columna vertebral de la Tierra Media, marcaban una vía recta de Norte a Sur y de Sur a Norte. Si todo iba como hasta el momento, no tardarían en ver la extensión de brillante verdor del bosque de Lothlórien debajo suyo.
La atención del grupo acabó, a pesar de todo, recayendo en unas extrañas figuras voladoras que hacía rato que los acompañaban desde unos cuantos metros a su derecha.
- ¿Qué es eso? - preguntó Tullken a voz de grito a Landroval, señalando hacia el grupo de seres volátiles.
La gran águila viró de súbito y con violencia hacia sus "vecinos" de vuelo. Pasado el susto por esa inesperada maniobra, vio entonces Tullken que eran un grupo de patos en plena migración de Sur a Norte debido a que el verano se acercaba. Estos, al ver a Landroval tan de cerca, se dispersaron, temerosos de que la gran águila pudiera elegir a alguno de ellos de aperitivo. Tullken no lo podía asegurar, pero le pareció percibir una sonrisa de superioridad en el inexpresivo pico del pájaro.
Por unos segundos más, el chico escuchó como graznaban los patos al alejarse y cuando desvió la mirada hacia ellos ya habían desaparecido. Las aves habían sido masacradas por unas horrendas criaturas que ahora ocupaban su lugar. Tullken ahogó un grito en el bramido del viento. Esas bestias voladoras eran grandes, correosas y sabían mover con soltura sus alas coloreadas de verde y tojo con pasmosa potencia, aumentando su número a cada parpadeo del chico.
Y antes de que el dúnadan o Landroval reaccionaran, apareció, en medio de esa nube de murciélagos, uno grande, mucho más grande, que los otros, el cual batía con elegancia dos gigantescas alas negras como de dragón. Incluso en la lejanía, pudo descubrir Tullken en el oscuro e hinchado cuerpo de ese monstruo un rostro pequeño y pálido y supo entonces de inmediato quien era. Dwalin ya le había contado lo que le había sucedido a Denethor VI y, viéndolo ahora de cerca, veía que era peor de lo que nunca hubiese imaginado.
A un leve gesto de cabeza del hijo del Senescal, los murciélagos se abalanzaron en masa hacia el águila. Instintivamente, Tullken tuvo tentaciones de saltar hacia cualquier otro lugar, pero en seguida volvió a aferrarse con fuerza en la isla volante en la que se encontraba, cerrando fuertemente sus ojos a la espera de la embestida de esos monstruos. Como preludio, pudo oír sus gritos salvajes que se mezclaban con el rugir de los vientos. Y cuando al fin se atrevió abrir los ojos se encontró con la más desagradable de las sorpresas.
No, no eran murciélagos lo que se lanzaba contra ellos. Escuchando sus risas, clavándoles sus ojos en los suyos amarillentos y al contemplar sus dientes afilados y puntiagudas orejas, Tullken se preparó para recibir el golpe de esos trasgos que asemejaban a crueles payasos asesinos debido a los múltiples colores que recubrían sus cuerpos.
El choque fue brutal. Los orcos se agarraron a tropel en el ala de Landroval que tenían más cerca. Tullken se elevó en el aire debido al repentino desequilibrio y por unos segundos se mantuvo de pie encima del lomo del águila. El viento no tardó en despegarle de allí para enviarlo volando por los aires.
Desconcertado, el chico empezó a girar como una peonza, sostenido por los vientos que lo habían hecho caer. En verdad volaba, golpeado por multitud de corrientes. Cuando consiguió coger un poco el control, mientras sus ropas se ondulaban y retorcían sin orden, Tullken tuvo que contener las arcadas de mareo debido al vértigo que le produjo el hecho de encontrarse flotando en el techo del Mundo, aunque a él le pareciese más un abismo de insondable profundidad debido a la altura.
Al final pudo desviar la vista de ese "pozo" y fijarla enfrente de él, viendo con horror como los trasgos iban aferrándose a Landroval como las ratas a un bote flotante. En pocos instantes, el águila se vio recubierta por multitud de orcos que se enganchaban a ella como lapas. Su objetivo era claro: Hacer caer el ave; lo que consiguieron con creces a base de sobrepeso.
Dejando escapar un grito, Landroval llegó a sus últimas fuerzas y se dejó caer. En pocos segundos, Tullken vio como se precipitaba hacia ese abismo con todo su peso. Algunos trasgos se lanzaron justo entonces contra el desprotegido muchacho. Asqueado ante el posible contacto con alguna de esas bestezuelas, Tullken se quitó el zurrón y usándolo de porra apartó a sus acosadores. Debido a esos golpes, todas las provisiones de frutos secos y hierbas que reservaba para el viaje se precipitaron al vacío, para su disgusto.
Igualmente, el tiempo para lamentarse le duró poco. En un abrir y cerrar de ojos, Denethor se plantó delante de él y, con contundencia, lo agarró por los hombros para empujarle sin miramientos hacia abajo. Como a Landroval, también querían hacerle caer.
Espoleado por esa terrible certeza, Tullken se aferró en un último y desesperado intentó de salvación a las mismas garras de Denethor que lo condenaban a su caída. La gárgola, con una carcajada, lo levantó casi sin esfuerzo hacia sí mismo, envolviéndolo con sus alas negras; y cuando lo tuvo en una buena posición empezó a golpearle en el aire como a un saco. Estaba jugando con él.
Dolorido por los golpes y sin ningún punto de apoyo en el cual sostenerse, Tullken se rindió. Se rindió de manera silenciosa, como hacen las personas que han perdido la esperanza. Al percatarse Denethor de eso, decidió que la diversión ya había finalizado (¡Demasiado pronto para su gusto!), y, como un buitre tutelando a su víctima, se dedicó a sobrevolar en círculos y con los brazos cruzados el inerte cuerpo de Tullken, que caía cada vez con más rapidez.
Sintiendo el cosquilleo de los intestinos debido al efecto de la gravedad, Tullken optó por cerrar los ojos, quizá porqué veía bien claro que todo estaba perdido. Ahora no vendría ningún Pallando a socorrerle. El camino llegaba a su fin, siendo su brusco final un muro infranqueable que, en el caso de Tullken, se perfilaba como el suelo que, poco a poco, se iba acercando inexorablemente.
En un último instante, Tullken hecho un vistazo al destino de su caída y se sorprendió en ver una alfombra de lo que parecía ser una ufana y verde extensión de bosque que refulgía a esa altura como lo haría un prado de hierba después de una copiosa lluvia. El bosque de Lothlórien, supuso Tullken. ¡Parecía que al menos habían llegado hasta allí! Aunque ese pensamiento no fue un alivio. "¿Podrán frenar las hojas de "mallorn" mi caída o, en cambio, moriré empalado entre sus ramas?" se encontró pensando, casi sin darse cuentea, el chico, arrepintiéndose en seguida por tener esos pensamientos tan estúpidos en esos momentos en que su vida iba a claudicar.
La risa de un orco le sustrajo de esas cavilaciones. El maldito había subido junto a sus compañeros después de haber hecho caer a Landroval tan solo para disfrutar ahora de su caída desde una posición más privilegiada, como comprobó Tullken.
Y sin saber muy bien el cómo, un nuevo sentimiento de rabia, de pura ira, fue apartando la desesperación, con lentitud pero firmeza, de su interior, como el murmullo de un trueno lejano que fuese cogiendo fuerza.
Dominado por esa nueva emoción, Tullken dejó el cuerpo muerto, dejándolo a merced de la gravedad. Pensando que el dúnadan ya se había dado por vencido, el trasgo se fue acercando hacia él para "jugar", para deleite de sus compañeros y Denethor, los cuales observaban divertidos desde arriba la escena.
"Eso es, pequeñito, acércate" le hubiese gustado decirle Tullken al orco, pero se calló y cuando tuvo al trasgo suficientemente cerca todos los músculos de su cuerpo se tensaron al instante, y con inusitada fuerza agarró con una mano con contundencia la cabeza del orco.
Sorprendidos, tanto Tullken como el trasgo, por ese cambio brusco de la situación, permanecieron unas milésimas de segundo unidos en esa posición; pero Tullken, con una potencia inesperada, empujó el orco hacia abajo y con el impulso ganado alcanzó al otro trasgo que tenía más cerca, y procedió de similar forma. Así, paso a paso, orco a orco, empezó a ascender hacia arriba.
Los trasgos, cogidos por sorpresa e impotentes, no sabían como reaccionar y tan solo se dejaban pisotear por ese insolente chico que los utilizaba como escalones en una ascensión hacia lo más alto.
Denethor, desorientado como los orcos ante esa nueva situación, se tambaleó unos instantes en el aire. "Fatal error", se regocijó Tullken, el cual ya se encontraba casi a su altura, imbuido por un fervor que poco podía ya controlar, pues había ido cogiendo fuerza como una bola de nieve cuesta abajo. De donde procedía y a donde le llevaría no lo sabía Tullken, pero gracias a esa nueva energía quizás podría salir de esa situación y sobrevivir.
Y al fin, cuando los dos chicos estuvieron a la misma altitud clavándose la mirada mutuamente y suspendidos en el aire como títeres gracias a las corrientes, vislumbraron de antemano que uno de los dos sería el que cayese y muriese empotrado en el suelo como un vulgar insecto.
Como meros espectadores de ese drama, los trasgos revoloteaban a su alrededor, intuyendo la tensión que irradiaban los dos ex-compañeros de instituto. Estos mismos sabían que si alguna vez podían haber sido amigos, esa oportunidad se había perdido justo en esos precisos instantes.
El primero en romper el hielo fue Tullken, dando un certero puñetazo en el pecho de Denethor. Pero, a pesar de la fuerza y entusiasmo que se habían encendido en su interior, no pudo esconder el dolor producido por el choque de sus nudillos contra las escamas negras que protegían el cuerpo del hijo del Senescal. Había sido como golpear una pared de ladrillos.
El chico alado rió con una siniestra risotada.
- ¡Los pardillos nunca aprendéis, ¿no?! - le gritó al tiempo que le propinaba un puñetazo a un lado de la cara.
Si hubiesen estado en tierra firme, Tullken hubiera rebotado como un muñeco de trapo varias veces; pero allí tan solo salió despedido unos metros lejos de su enemigo, sintiendo el sabor metálico de la sangre dentro de su boca debido al hostión seco y preciso que le había propinado Denethor. Y fue entonces cuando tuvo un recuerdo relámpago. Se acordó de la pelea que Dwalin y él vieron que mantuvieron Denethor y Abdelkarr en el pasillo del instituto, el día en que conocieron a Elesarn. ¡Cómo le hubiese ayudado Abdelkarr en esos momentos! Pensó casi al acto, pues, movido por esa rabia que le carcomía, no sentía desanimo ni dolor como hubiera sido de esperar.
Por su parte, Denethor no se dio por satisfecho y se lanzó directo hacia Tullken con la intención de desahogarse aun más con él. Si en las peleas del instituto eran los demás alumnos quienes apoyaban y aplaudían las palizas que propinaba Denethor a los estudiantes que no consideraba "dignos de él", ahora eran los trasgos que los rodeaban quienes le sustentaban y animaban. No importaba que ahora fuera un monstruo alado: los abusones como Denethor siempre encontrarían un "público" al que complacer con sus salvajadas.
Pero Tullken, que siempre había huido de los enfrentamientos y las peleas por una cobardía nada disimulada, sentía ahora en cambio un deseo ferviente de batirse, de apalizar y machacar aquel que tantas veces le había dejado en ridículo. Con claridad y lucidez vio entonces que el "viejo" Tullken había muerto y uno nuevo había renacido en su lugar. Allí no había profesores, no había reglas... No había límites.
El hijo del Senescal no tardó en alcanzar al descendiente de Radagast, el cual se sentía como una olla a presión a punto de estallar con el solo tacto de su tan odiado contrincante. Pero, para su desesperación, Denethor no se decidió por un combate cuerpo a cuerpo. En su lugar escogió acabar con Tullken de una forma más rápida y efectiva agarrando al chico por la bufanda de Pallando, la cual llevaba enrollada entorno al cuello, y estirarle hacia arriba para ahorcarle.
Tullken empezó a patalear como un loco cuando empezó a sentir la tela estrechándose alrededor de su garganta a medida que Denethor iba elevándose más y más hacia el cielo.
Sintiendo que empezaba a faltarle el aire, Tullken maldijo para sí mismo -pues gritar no podía- a Denethor y a los orcos que no paraban de excitarse en ver como enrojecía de rabia y falta de aire su cara. Rascando con furia el nudo que la bufanda había hecho entorno su cuello, Tullken acabó notando como la misma bufanda empezaba a desenrollarse por si sola. Y para sorpresa de todos, los dos chicos se separaron bruscamente, saliendo disparado Denethor hacia arriba, con la bufanda aleteando ahora vacía en la mano.
Rugiendo por la frustración, Denethor quiso lanzar la bufanda lejos de él, pero esta pareció tomar vida propia y empezó a enrollarse más en su brazo cuando más fuertes eran sus intentos por deshacerse de ella.
Estupefactos, todos vieron como la bufanda parecía estirarse y ensancharse, alcanzando el tamaño de unas sabanas, para entorpecer al primogénito de Senescal, que, cuando más luchaba con el trozo de tela, más se perdía en ella. Al final, la bufanda recubrió todo el cuerpo de Denethor como una ameba monstruosa, impidiendo el vuelo del chico, que comenzó a caer a plomo.
Los trasgos no sabían como reaccionar y solo se dedicaron aletear sin control al ver que su "jefe" había sido neutralizado. Pero Tullken, a pesar de que, inexorablemente, también iba cayendo un poco más a cada segundo, no pudo aguantarse las risas al ver las tornas cambiarse. El temor a morir que había sentido en aquellos instantes en que su propia bufanda se había convertido en una soga fue borrado con rapidez; el fervor iracundo que ahora ocupaba sus miembros era demasiado grande para dejar sitio a otras sensaciones. Tan solo tuvo consideración con el recuerdo de lo que le había dicho Pallando en el "Circular Park", cuando le entregó la bufanda. En verdad las palabras de un mago no debían tomarse a la ligera.
El entusiasmo del momento, empero, le duró poco a Tullken. Un estruendo creciente irrumpió en sus oídos y al desviar todos las miradas se encontraron con una mole blanca que se dirigía directa hacia ellos.
En concreto, Tullken bajó la vista hacia sus pies, viendo el brillante fuselaje blanco del avión de pasajeros que se precipitaba contra ellos. Pudo ver también entonces el dibujo de un ala estilizada de un ave marina a lo largo del lomo y supo al acto que se trataba de un avión de las aerolíneas gondorianas. Un avión de Gondor que se dirigía hacia el Norte... Tullken sospesó una locura por una décima de segundo y sin pensárselo dos veces más empezó a bracear por el aire para llegar hasta el avión. Llegaría hasta el Norte fuera como fuera. ¡La caída de Landroval no iba a ser en vano!
Algunos orcos intentaron frenarle, pero Tullken no tardó en descubrir lo inestable que se volvía su vuelo cuando se les daba una patada en las alas.
Y aún sin saber como se asiría al avión, fue acercándose paso a paso hacia él, notando las turbulencias y remolinos de aire que se formaban alrededor del aparato volador y que, sumados al ensordecedor ruido que provenía de los motores, lo convertían en una especie de monstruosa bestia blanca.
Pero otra bestia voladora, Denethor, había conseguido al fin deshacerse del acoso de la bufanda desgarrándola con manos y pies. Este hecho le permitió extender de nuevo las alas y detectar a su objetivo, el cual parecía un simple punto negro al lado del gigantesco aeroplano que, a ojos de Denethor, parecía cabalgar por el aire como un enorme transatlántico de rugientes alas, espantando a la mayoría de trasgos.
Sin perder tiempo, aleteó hacia Tullken. Este, que ya le había perdido miedo a las muecas de Denethor, le esperó. Al fin podría descargar su exaltación.
A pesar de todo eso, el encuentro final no fue tan violento como se esperaban ellos dos. En el fondo, un ataque previsto pierde parte de su fuerza. De esta forma, se fundieron en un "abrazo" tirante donde los restos destripados de la bufanda que aun colgaban del cuerpo de Denethor se volvieron a entretejer en una sola tela para serpentear entre los combatientes y así unirlos aun más en su lucha.
- ¡Devuélveme mi bufanda! - no pudo evitar gritar de todas formas Tullken, que no veía más allá del blanco de los ojos de Denethor. Fue así como no se dio cuenta del plan ideado por el antaño chico más popular del instituto.
Unidos de esa manera, los dos chicos formaban un peso que caía directamente hacia el avión. El objetivo de Denethor era lanzar a Tullken en el primer motor más cercano, mientras él se apartaba del peligro con cuatro aleteos.
Solo cuando sintió el calor y el lamento grave de los motores, Tullken reaccionó y descubrió los propósitos de Denethor, recordando unas palabras que le había dicho Dwalin hacía tiempo: "¿Sabes que le ocurre a un motor de avión cuando algo, por muy pequeño que sea, cae en su interior? ¡Pues que explota! Imagínate que un pajarito es engullido por los rotores de un motor... Al explotar es posible que el avión siguiera volando, pero el fuego produciría que los demás motores acabaran ardiendo; y ya sabes cual es el destino de las cosas que suben demasiado alto..."
Espoleado por esa idea, Tullken urdió también su propio plan. Fingiendo que ofrecía resistencia, dejó que Denethor le "conduciera" hacia un motor del ala izquierda.
Al sentir el aliento ardiente de horno del motor, Tullken también dejó que Denethor le empujara hacia ese pozo de propulsión... para agarrarse en el último momento a la bufanda, que aun seguía semienrollada por todo el cuerpo de la gárgola; por lo que gracias a Denethor, Tullken pudo salir también volando hacia arriba, escapando por un pelo de las aspas del motor.
Con desconcierto, Denethor clavó unos ojos asesinos al polizón que le producía esa carga en su vuelo.
- ¡Devuélveme mi bufanda! - volvió a gritar Tullken con tono arrogante, producido por la incredulidad que le había hecho sentir el éxito de la idea del motor tan descabellada que había tenido. Desde hacia un largo rato, Tullken tan solo improvisaba...
Los últimos orcos, por su parte, se retiraron definitivamente, abandonando a Denethor. Hacia tiempo que se habían percatado de que aquel era un combate solo entre ellos dos en las infinitas planicies del firmamento.
Eso no pareció importarle a Denethor que, como Tullken, había llegado a unas cotas de enaltecimiento que ya poco le importaba lo que le rodeaba. En este frenesí, rodó sobre sí mismo varias veces con la precisión y delicadeza que le permitían sus alas, deshaciéndose al fin de la bufanda, la cual fue recogida con rapidez -y se diría avidez- por Tullken.
Descubiertas las nuevas "habilidades" de la bufanda, a Tullken no se le ocurrió nada mejor que hacer un nudo con dos de sus extremos y colocársela sobre los hombros como si de una capa se tratara. Fue así como volvió a dilatarse hasta doblar su anchura y longitud, aleteando en la espalda del chico debido a las ráfagas de viento. De lejos bien parecía que a Tullken le hubiesen nacido un par de finas alas grises, en contraposición a los desmesurados parasoles negros que hacían volar a Denethor.
Sin más vacilaciones, no tardaron a volver a lanzarse uno contra otro con las miradas centelleantes de odio, ante los atónitos ojos de los ocupantes del interior del avión, que hacía rato que se preguntaban que eran las sombras que bailoteaban entorno al aparato.
- ¡Mama, mama, superhéroes! - exclamó un niño entusiasmado a su madre, pero esta se encontraba concentrada y boquiabierta ante los cuerpos que iban a colisionar de un momento a otro contra un lado del avión.
Como dos arietes, Denethor y Tullken acabaron topándose de cabeza, en un choque seco y violento que los hizo rebotar en el aire como dos bolas de billar.
Tullken pudo ver el hilillo de sangre que se escapaba de la ceja que se había abierto en esa embestida, mientras sentía un dolor creciente en el cráneo.
Fuera de juego, el dúnadan se dejó llevar por las corrientes, debilitado por el golpe. Por sus entrecerrados ojos consiguió divisar a Denethor, el cual tampoco se encontraba en condiciones de continuar la lucha, y al avión que iba siguiendo su ruta hacia el Norte, alejándose con celeridad de ellos. Intentó enfadarse por ese hecho, pero se encontraba demasiado abatido incluso para deprimirse por el fracaso de su misión.
En medio de esa calma artificial, un relámpago negro cruzó el aire y se precipitó por sorpresa a la cara de Tullken. Garras se clavaron en su piel, plumas acariciaron sus mejillas y un duro pico se clavó en la herida de su ceja. El chico no tardó en sentir la fina y puntiaguda lengua de Corb succionándole con frenesí su sangre.
El cuervo había permanecido durante todo el ataque y la escaramuza que lo siguió escondido a muchos metros de altura, observando el devenir de los hechos y esperando su oportunidad... Llegada esta, ahora Corb se dedicaba a hincharse de sangre como una sanguijuela. Eso cabreó a Tullken. De hecho, le cabreó tanto que volvió a sentir esa fuerza destructiva y ardiente que tensaba todo su cuerpo como una descarga eléctrica. Quizá aquella rabia procedía de la frustración de ver como nada le salía bien, pero Tullken intuyó que era algo más. Era el grito de un poder que procedía de muchos siglos antes; un poder que ya conocía a Corb y a su estirpe y, por tanto, lo odiaba. Era el Legado de Radagast el que sacudía a Tullken con espasmos de poder dormido durante largos años.
En un acto casi reflejó, Tullken se llevó las manos a la cara para agarrar el pajarraco, pero Corb, aún lleno de sangre como un balón, fue más rápido y de un salto se separó de Tullken, dejándole las marcas de sus zarpas en la cara.
- ¡TRAIDOR! - rugió Tullken que, a pesar de estar ciego de ira, vio como el cuervo se iba convirtiendo en un punto lejano del horizonte.
En contraposición, Denethor volvió a las andadas, recuperado ya del choque y con ganas de más. "¡Perfecto!" exclamó para sí Tullken. No podría consolarse a puñetazos con el pajarraco negro pero sí con la "bestia negra".
La pelea que continuaron se fue tornando cada vez más salvaje y brutal a partir del momento en que Tullken descubrió que el punto débil de Denethor era la cara. Pudiera ser que todo su cuerpo estuviera recubierto por una armadura de escamas, pero la piel de la cara seguía siendo tan humana como siempre y, por ende, susceptible a sufrir los "cuidados" que los puños de Tullken estaban esperando infligirle.
Convertido el rostro de Denethor en un tapiz sanguinolento debido a los golpes, Tullken aún no se daba por satisfecho a pesar de haber recibido él también una importante dosis de patadas y puñetazos.
Tan atrapados se encontraban los dos en su lucha bajo la mortecina luz del crepúsculo, que no se dieron cuenta de que al ir cayendo se habían ido acercando peligrosamente a las redes de corrientes de aire que rodeaban las Montañas Nubladas, a las cuales se iban precipitando sin remedio.
Tullken vislumbró que los macizos picos de las Montañas estaban muy cerca en el último momento, pero no hizo nada, pues nada hubiera sido útil.
En cambio, Denethor sí pretendió salvarse de la caída intentando alzar el vuelo. Pero Tullken se aferró con más fuerza a él. Sí tenían que caer, caerían juntos.
Por unos instantes hubo forcejeos, insultos y pataletas, pero para cuando una de las laderas de las Montañas se perfiló con rapidez como el punto de su caída a diez metros de altura, se produjo un extraño silencio entre ellos. Ya no se miraban a la cara ni se escupían, tan solo escuchaban el sonido silbante del viento en su descenso y veían como el suelo iba acercándose sin pereza o retardo.
El impacto de la caída no fue tan fuerte como habían pensado: para su suerte, habían caído en una zona acolchada por nieve que frenó parte de la fuerza del impacto, lo que no evitó que al ser una ladera de pronunciada inclinación, empezaran a rodar cuesta abajo por la esponjosa nieve que, a esas horas en que el Sol volvía a su hogar del Oeste, había cogido una tonalidad grisácea acorde con la oscuridad que iba instalándose.
Pero la nieve no tardó en empezar a escasear a medida que iban descendiendo. Las primeras piedras que aparecieron como islas en un mar de nieve las esquivaron por milagro de tan enajenados como se encontraban en su pelea.
Eso no evitó que al final cayeran juntos por un pequeño acantilado y rebotaran en un lecho rocoso y frío.
El golpe tuvo un efecto extraño en los dos. De repente parecían "despertar" y sentir en todo su "esplendor" las heridas y el lugar donde se encontraban.
Aún así, rodaron unos cuantos metros más cuesta abajo, entre espinosos arbustos y rocas de afilados cantos. La peor parte se la llevó Denethor, cuyas desproporcionadas alas habían frenado la mayoría de golpes y roces para suerte de Tullken.
Ahora los dos yacían en el suelo, exhaustos y separados unos cuantos metros, incapaces de levantar ni que fuera la mirada.
Para Tullken fue como recibir una bofetada mucho más fuerte que las que le había propinado Denethor. Al instante fue consciente del frío, de la aspereza del suelo y de la debilidad de su carne, la cual gritaba al cielo por cientos de magulladuras abiertas en su piel como bocas. La súbita conciencia de conocer la situación en que se encontraba -sin comida (pues había perdido el zurrón), en un lugar desconocido y herido- le dejó sorprendido y asustado.
Tanta fuerza y poder que había sentido hacía escasos minutos por los campos celestiales y ahora no podía ni tenerse en pie. Se sentía inútil, como una batería que hubiese malgastado todo su potencial antes de tiempo. ¡Tan emborrachado de prepotencia que había estado que no fue consciente del mundo que le rodeaba! ¿Dónde habría huido la fuerza que lo había abandonado tan rápido como le había venido a socorrer?
Tullken no lo sabía, como tampoco sabía como saldría de ese destino que parecía ser el definitivo.
Con gestos toscos, acompañados de un concierto ululante de dolor, Tullken se tumbó panza arriba, con los ojos oteando los cielos. Las estrellas brillaban con tranquilidad en el cielo azul oscuro de ese atardecer, aunque Tullken las vio bajo un velo rojizo debido a la sangre que se había derramado sobre su ojo desde la herida abierta en su ceja. Y fue en medio de ese mar de calma y contemplación cuando el muchacho dejó escapar una palabra, más bien un susurro, que las Montañas, mudos testigos, recogieron para que se perdiera en la inmensidad de la frontera que separaba la cordillera del cielo infinito:
- ... Elesarn...
Las heridas no se cerraron y el dolor siguió dando azotes, pero Tullken se sintió un poco mejor paladeando ese nombre... a pesar de que sabía que le había fallado. Él, Tullken, hijo de la Casa del Norte y último descendiente con el Don de Radagast, había fallado a Elesarn, a Bardo, a su madre, a Dwalin, a... ¿para qué seguir? Había fallado a toda la Tierra Media.
Las lágrimas, ardientes y densas, no tardaron en inundar sus ojos. Ya no le quedaba ningún consuelo ni esperanza, si es que alguna vez los hubo. Solo le cabía esperar que cayese la Noche.
No supo cuanto tiempo estuvo así, pero finalmente consiguió recoger suficientes fuerzas para incorporarse y así ver mejor el sitio donde habían caído. Se sorprendió al ver ante sí un mar de nubes que acariciaba las Montañas y que tenía su fin en el horizonte, allí donde moría el Sol que teñía de sangre las nubes. De esta forma, Tullken supo que se habían precipitado en la cara oeste de las Montañas, aunque seguía sin saber a que latitud se encontraban.
Con enormes esfuerzos se levantó de pie, se enrolló otra vez la bufanda entorno al cuello y se quedó unos minutos contemplando impresionado la vista de las alturas que se extendía ante él, arropado por el silencio y la fría brisa que inundaban el paraje. Nunca antes Tullken se había sentido tan insignificante.
Desviando un poco la vista, descubrió el cuerpo estirado de Denethor no muy lejos de él en esa extraña planicie rocosa en la que habían caído. El heredero del gobierno de Gondor permanecía tumbado en el suelo, callado y con los brazos tapándole el rostro. Pero para cuando Tullken se fijó, observó que temblaba.
Con pasos vacilantes se acercó a él. No tardó tampoco en percatarse de que Denethor estaba llorando. Estupefacto, a Tullken ya no le pareció estar viendo un monstruo, sino a un simple niño perdido y lejos de su casa.
- ¿Denethor? - dijo al cabo de un rato con un hilo de voz.
Los lloros pararon entonces en seco, permaneciendo Denethor quieto y agazapado. Tullken decidió acercarse más, pero, sin previo aviso, Denethor se levantó de un salto y desplegó sus alas.
Tullken retrocedió unos pasos y contempló los sangrantes agujeros abiertos en la negra membrana de sus alas, así como el rostro enloquecido y lleno de moratones y sangre que él mismo se había encargado de producir. Eso le hizo avergonzarse de sus actos y de cómo se había dejado llevar por esa locura, de la cual ahora tendría que pagar justamente las consecuencias, como comprendió al ver los furiosos y oscuros ojos de Denethor, rodeados de sangre y lágrimas que clamaban venganza.
- ¡Aquí se acaba todo, pardillo! ¡Este es el Fin de los futuros, las esperanzas y los caminos! - vociferó Denethor.
Esas palabras aturdieron aún más a Tullken.
- Denethor, escucha... no hay necesidad de... - Tullken intentaba buscar las palabras correctas para poder ganar tiempo. No se sentía dispuesto a continuar con la pelea.
- ¡Cállate! ¿Es que no lo ves? ¡"Él" ya ha conseguido lo que quería! La tiene a ella, esa zorrita elfa, para sus planes... ¿Pero sabes que le hice yo a ella antes de entregársela?
Denethor cambió los lloros por sonoras y retorcidas carcajadas que resonaron por las Montañas.
Aun cuando intentaba asimilar lo que le acababa de decir, Tullken sintió un calambre por todo su cuerpo, como si algo hubiera explotado en su interior sin freno. Ya no podía ver a Denethor con compasión o empatía.
- N-no... no es-s ver-verdad... ¡ES MENTIRA!
El grito de Tullken produjo una onda expansiva entorno suyo de varios metros, haciendo rodar los guijarros más cercanos; y hasta al mismo Denethor fue desplazado unos pasos hacia atrás.
Había vuelto, como descubrió Tullken sin esfuerzo. Y ahora sabía lo que era. ¿Cómo lo había llamado Pallando? ¿"Llama Imperecedera"? Sí, debía ser eso. Ahora Tullken comprendía que lo que Radagast había legado a sus descendientes no eran sus "trucos" de magia, sino la fuente de donde estos procedían, la Fuente de todos los Poderes del Mundo, la Fuente de todo lo creado y de la cual solo los "valar" y "maiar" habían bebido.
Esa iluminación duró poco. El fogonazo de energía que lo había sacudido fue breve y contundente, dejándole con la respiración semi cortada y aturdido. Aquel era un poder demasiado grande para que un simple humano lo canalizara... De este modo, debilitado, Tullken cayó al suelo.
Pillado por sorpresa por lo que él consideraba una misteriosa ráfaga de viento, Denethor se acercó amenazadoramente a Tullken ahora que se encontraba fuera de combate. Este último intentó reaccionar, pero de repente sintió que el suelo en el que estaba tirado empezaba a vibrar. Al principio solo era un rumor sordo que provenía de bajo tierra, pero al cabo de pocos segundos la tierra comenzó a temblar visiblemente.
Otra vez desconcertado, Denethor elevó el vuelo aparatosamente cuando vio que el suelo se ondulaba y se abrían profundas grietas. Tullken se quedó agazapado, impotente y sin saber que hacer.
Con un gran estrépito, el tramo de rocas donde estaba tumbado empezó a elevarse. Desde su vista privilegiada del aire, Denethor contempló con asombro como un trozo de ladera de las Montañas se desprendía del resto alrededor de una nube de polvo levantada por el movimiento de tierras.
Por su parte, Tullken continuaba asustado y pegado al suelo, viendo como se iba levantando más y más en el aire, mientras rocas y guijarros se precipitaban al vacío a medida que iban rodando y cayendo de ese pedazo de roca gigante que parecía estar hinchándose.
Cuando la nube de polvo se disipó, los contornos de una forma empezaron a dibujarse alrededor del montón de tierra que se había alzado. Tanto Denethor como Tullken no se podían hacer a la idea de que tuviera forma humana. Pero allí estaba un gigante de piedra que había despertado de su sueño, siglos después de estar semienterrado en ese lecho de rocas del cual se había levantado.
Tullken sintió un vértigo mucho mayor que el que había sentido en los cielos al ver que se hallaba en el hombro izquierdo del gigante, pero aquello tenía que ser imposible... ¡Los gigantes de piedra no existían! ¡Eran meras leyendas de la Tercera Edad! Pero al girar la mirada hacia su derecha, Tullken podía ver con aterradora claridad la inmensa cabeza del gigante, en la cual se habían abierto dos pozos cristalinos de cuarzo; sin duda, sus ojos. Pero lo que más horrorizó pensar a Tullken fue la certeza de que él había sido el causante del despertar del gigante debido a su súbita descarga de poder.
También Denethor no conseguía salir de su asombro. Aquello no estaba previsto ni por los más intrincados planes de Alatar. Con agilidad, empezó a volar entorno al gigante, cuya figura era más esbelta de lo que hubiese imaginado, aunque su rostro era inexpresivo y no tenía ningún rasgo característico a parte de la rugosidad que le proporcionaba su piel de rocas y un par de negros y pequeños ojos que brillaban como diamantes. Pero en su hombro avistó un pequeño grano que desentonaba en medio del monocromo gris de todo su cuerpo. "¡Tullken!"se convenció Denethor, preparado para hacerle pagar lo que le había hecho a su cara.
Tullken mismo vio como la sombra planeadora que era Denethor iba acercándose al vuelo directo hacia él.
Pero lo que los dos no vieron fue la mano del gigante moverse. En un abrir y cerrar de ojos, el gigante atrapó a Denethor en pleno vuelo con su mano derecha a una velocidad y precisión que dejaron petrificado a Tullken, el cual veía como un ala de Denethor, que sobresalía del puño cerrado de roca, seguía aún aleteando. Pero el gigante la apretó y Tullken pudo oír el seco ¡CRUNCH! que hicieron la piel rocosa del gigante y los huesos de Denethor al comprimirse.
Sin titubear, el gigante tiró los restos de Denethor al suelo. Aquel fue el final de Denethor VI, hijo del Senescal Imrahil, estudiante del instituto Faramir, heredero del gobierno de Gondor y súbdito del poder emergente de Alatar. Pero nadie lloraría su muerte; al menos no allí, pues Tullken, a pesar de su horror, tenía que hacer incluso grandes esfuerzos para no desmayarse.
El gigante abrió entonces una boca que asemejaba a una tenebrosa cueva y bramó salvajemente, dejando que el eco de su grito provocara un alud de nieve que cayó directo hacia ellos. Aún así, la ola de descontrolada nieve apenas le llegó a las rodillas.
Cuando el silencio volvió a reinar en esas solitudes, el gigante empezó su descenso de las Montañas, sumergiéndose más abajo del mar de nubes, hacia la base de la cordillera, sin haberse percatado aún de su minúsculo polizón.
Este se mantuvo todo el trayecto pegado en el mismo sitio donde había caído al suelo, con la mente en blanco, completamente aturdido y sin poder ver que sucedía a su alrededor.
Para cuando los dos llegaron a los pies de las Montañas, después de haber sorteado profundos precipicios y densos bosques que empequeñecían incluso la figura del gigante, la noche profunda ya había llegado. Todas las luces del Mundo se hallaban ahora en los cielos en forma de estrellas, menos por una procesión o río de luciérnagas que el gigante vislumbró a sus pies nada más llegar al final del descenso. Se trataba en realidad de los coches y vehículos que circulaban por una de las numerosas autopistas que bordeaban las Montañas Nubladas. Al gigante eso no le gustó, pues después de años de sueño en las sombras los cambios le produjeron un molesto desconcierto y estupor. Y sin vacilar mucho más, encaminó su marcha a grandes pasos pisoteando esa hilera de luces.
Tullken no llegó a escuchar los gritos de familias enteras o de simples trotamundos solitarios de carretera cuyas vidas eran segadas por el gigante a cada paso. Tullken no podía escucharles no solo debido a la gran altura en que se encontraba, sino también porqué se había dormido. El cansancio y la fatiga habían conseguido dominar su cuerpo y ánimos más que el frío o el viento.
Tumbado en el hombro del gigante, Tullken había entrado en el Reino de los Sueños y la Noche. Una Noche donde moraban grandes Miedos y Sombras: un camino sin retorno hacia las Tinieblas.
Y sí Tullken hubiese estado despierto, hubiera podido ver como el gigante, protegido por el manto negro de la oscuridad, se encaminaba rumbo al Norte...



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