Relatos de la Segunda Gymkana de Elfenomeno

10.

El joven se echó la capucha hacia atrás rebelando unos rasgos severos pero atractivos, con unos adustos ojos negros. Se giró sobre su montura y miró a su acompañante, su expresión se iluminó, recostado sobre su caballo un rubio dunadain entonaba serenamente una melodía que aun traía en sus notas el espíritu de la tierra donde por vez primera la oyeron sonar, Númenor. En otro lugar podría ser temerario el dar a conocer la posición de una partida de esa manera, mas estaban próximos al campamento de su padre, Isildur, en los Campos Gladios. Pero... antes de reunirse allí había un asunto pendiente; Elendur detuvo  su caballo y esperó a que Ohtar lo alcanzara, sujetando la montura por la brida. El escudero real descendió del caballo sonriendo y se acercó al hijo de Isildur, sus labios se rozaron, buscando una intimidad que en el campamento nunca podrían tener.
Elendur acaricio el dorado cabello de Ohtar, besándoselo:

-Renunciaría al mismísimo trono de Gondor y Arnor, a los Silmarils que le costaron el brazo a Beren, a la larga vida de los descendientes de Elros... por estar contigo- le susurró el futuro heredero de Arnor al oído de su joven amante.

-¿Y no estáis conmigo, mi capitán?- contesto zalamero el joven Ohtar, alejándose cadenciosamente de él y sentándose junto a un árbol.

Acercándose juguetonamente al joven, Elendur también se sentó junto a él, sus labios volvieron a juntarse y tras ellos el resto de su cuerpo, ya que el alma hacia largo tiempo que era una sola. Las piezas de las armaduras comenzaron a desprenderse con facilidad, ya nada importaba en el mundo, solo su amor, reprimido tantas veces por las apariencias. El cielo, como único testigo de su unión, bendecía a los enamorados con una noche donde las estrellas perlaban la sempiterna noche con su luz.

El Sol se alzó más vivo que nunca, los enamorados se despertaron sin saber lo amargo que iba a ser el devenir de aquel día.
Los caballeros de Gondor se pusieron en marcha. Cuando el día menguaba, el sol enrojecía las nubes grises que observaban amenazantes en el Oeste, y fue en esos momentos que ahora se recuerdan con tristeza, cuando llegaron al valle de los Campos Gladios. El resto no es bien conocido: la excesiva confianza de Isildur, los gritos de los orcos que se arremolinaban en los bosques, la sangre de los Dúnedain que tintó el suelo del rojo de la gloria y la valentía... y al fin, muerte y perdición.
Pronto llegó el momento en que a Othar se le encomendó la guarda de Narsil, y, ¡ay! tristes entonces fueron las miradas entrecruzadas de él y su amado; sabían que no se volverían a ver, pero el destino de los hombres está por encima de cualquier amor y ellos lo sabían.
Cuando, instantes después, Isildur quedó rodeado, a Elendur ya no le importaba dar su vida por proteger a su padre.
Él, había muerto con aquella mirada.