Relatos de la Segunda Gymkana de Elfenomeno

8. Un comienzo para Laurelin y Telperion

Fraus llegó a los pies del Sauce Dorado. Se inclinó y, con los ojos cerrados, pronunció una fugaz oración. Sabía muy bien que estaba prohibido tocarlo sin una orden directa del Rey, pero ya no le importaba. De un salto se encaramó a la rama más baja y siguió trepando. Poco a poco... Cada vez más alto... El clamor de la batalla y los gritos le llegaban a lo lejos... Pero ya no lo oía, simplemente se esforzaba por llegar a lo más alto, sin mirar atrás... Poco recordaba del camino que le había llevado hasta allí. Cuando la adrenalina te consume por el riesgo a morir, sale a flote el instinto de supervivencia de los seres vivos. Una rama tras otra... Cada vez más cortas... Por fin llegó a la copa del árbol. Hasta que no lo vio con sus propios ojos no lo pudo creer. Aquella visión no podría describirse jamás con las simples palabras de los mortales. La Elfa no logró evitar que se le escaparan las lágrimas: ante su impotencia, el bosque que había sido su hogar durante su larga existencia se convertía en polvo y cenizas.
El ataque les había sobrevenido mientras celebraban la entrada de la estación estival. Cuando Nís comenzó a tañer su laúd cantando una oda a la Civilización Perdida, Sanzô, General de la Guardia Real apareció ensangrentado y exhausto, apoyado en su bastarda. Antes de que pudieran preguntarse qué había pasado, la invasión orca ya se había puesto en marcha, arrasando con todo a su paso.
Fraus lo sabía: habían sido muy imprudentes desprotegiendo de esa manera el Árbol Sagrado, fuente del Maná de toda la región. Era obvio que un plato tan suculento no iba a pasar inadvertido para el Enemigo y que intentarían conquistarlo a través de cualquier medio. Todo estaba perdido, nada se podía hacer. Las llamas llegarían de un momento a otro al Árbol y acabarían con el Bosque de Maná, origen de toda Vida en esa tierra.
Pero Fraus no iba a morir llorando. Jamás se había sometido a las órdenes de nadie, excepto las de su propio Rey. Su fuerte carácter le había llevado a convertirse en Capitana de la Guardia Real y, por lo tanto, en la próxima heredera al Trono del Bosque. Pero ya no había nada que heredar, sólo podía desenfundar su espada una vez más para hacer frente a las fuerzas del mal contra las que tantas veces había luchado. Con un grito se arrojó al vacío, espada en mano, y luchó como jamás había luchado, intentando asirse desesperadamente a su último hálito para proteger la Vida.
Así fue como toda Fuente de Vida acabó devorada por las llamas, convirtiendo el Bosque más colosal que ha conocido Arda en un baldío que hasta hoy nadie se ha atrevido a nombrar. Pero no todo se perdió entonces: un vástago del Árbol sobrevivió y el Espíritu del Viento se encargó de llevar la esperanza hasta Yavanna. El resto, ya es conocido por todos.