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Relatos de la Segunda Gymkana de Elfenomeno
03 de Agosto de 2004, a las 00:00 - Equipos de la Gymkana
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7. La mirada El anciano caminaba con paso lento, pero firme. Miraba el horizonte, no con expresión de quien anhela llegar a un destino largamente esperado, sino mostrando un vacío inconmensurable. Sus rasgos parecían tallados en piedra, como si el dolor hubiese ido modificando lentamente un espíritu combativo, optimista y leal, hasta despojar el último atisbo de esperanza. Maegur cazaba cerca de Tumhalad cuando lo divisó. Era un hombre joven, muy callado; tenía una mirada aguda y un poder misterioso: con ver a alguien a los ojos, podía percibir las emociones de su corazón, aun aquellas que nadaran en las profundidades del fëa. El anciano pasó a su lado como si no lo viera. Pero hubo un instante, fugaz, en el que sus miradas se cruzaron. Bastó para que Maegur cayera de rodillas, el pecho aplastado por la angustia, los ojos rojos, la boca seca. El viejo no se inmutó y continuó su cansina marcha. Impulsivamente, Maegur caminó hasta estar al lado del anciano. Nada dijo uno, nada el otro. Siguieron andando y andando. Cruzaron el Ginglith por un sector ancho y de poca profundidad y Maegur creyó ver, por primera vez, que su inusual compañero comenzaba a dar tenues signos de que advertía su presencia. Cualquier otro habría preguntado algo, pero Maegur había entendido que este hombre nada diría. Así siguieron durante varios días, en silencio, casi sin pausa, sin comer más que algunas bayas y beber un poco de agua de tanto en tanto. Los cruces de miradas comenzaron a ser más frecuentes, pero naturales, como si se tratara de dos compañeros de toda la vida. Y gradualmente, Maegur fue aprehendiendo, viendo y sufriendo, estoicamente, los recuerdos y pesares del anciano. Vio casi treinta años de puro dolor. Vio morir a su hermano con su ojo atravesado por una flecha; el suicidio de sus dos hijos; el abandono de aquel que le debía gratitud ilimitada; el encuentro tardío con su mujer y su muerte casi inmediata; y finalmente, en los ojos de una Maia, el verdadero alcance del daño que había hecho Morgoth y que continuaba haciendo a través suyo. Por eso, Maegur nada dijo cuando comprendió que el hombre se dirigía a los acantilados. Por eso lo acompañó hasta el final. Allí Húrin el Inquebrantable se volvió hacia él unos instantes. Maegur, sacudido por la emoción, comenzó a susurrar palabras que no comprendía: “¡Aurë entuluva!” (¡Ya se hará de nuevo el día!), una vez y otra, cada vez con más voz. A la séptima calló. Húrin lo miró como un padre que le confiesa a su hijo que la vida es cruel; se volvió hacia el resplandor crepuscular, y se arrojó al vacío. Su cuerpo permaneció en la oscuridad del fondo del mar; hasta que un día, la luz se hizo... pero no la del día. Otra mucho más hermosa y permanente: lenta y pesadamente, impulsado por una misteriosa corriente (¿tal vez el mismo Ulmo?), se depositó a sus pies el Silmaril arrojado por Maglor.
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