Wilwarin

29 de Mayo de 2005, a las 16:59 - Lisswen
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14. I SILMARIL (El Silmaril)

- ¡Se llevan a los niños, mi Señora! –Gritó Minastir señalando dos caballos que emprendían una veloz huida. En el más lejano pudo distinguir el cabello llameante de Náredriel.

Galadriel se quedó con el corazón dividido. Fulminarlos era lo menos que habría deseado, pero al mismo tiempo temía dañar a los hijos de Elwing, usados como verdaderos escudos. Sin embargo, mientras las figuras se alejaban, la sensación de estar haciendo lo correcto se asentó en ella. En todo aquel angustioso día era la primera vez que tenía la certeza de hacer algo bien, aun en contra de toda lógica. Elrond y Elros no correrían la misma suerte que Eluchíl y Eluréd. Todas las cosas parecían torcerse sobre sí mismas; el mal y el bien se fundían en una amalgama confusa.

Días atrás había ideado un plan: iría a hablar con Maedrhos. Sabía perfectamente que su decisión de atacar era inquebrantable, pero ella pensaba aprovechar el momento para arengar a sus hombres. Fríamente había elegido todas sus frases, usaba con precisión las palabras: “derramar sangre de hermanos”, “ repetir el horror de Alqualondë”, “acabar con inocentes apretando sobre vuestras gargantas un poco más la Maldición”; “¿Continuaréis matando hermanos mientras el verdadero enemigo ríe en el Norte con nuestro dolor, luciendo los Silmarilli que entre todos podemos arrebatarle?”. Su discurso acababa exhortando: “Abandonad a los hijos de Fëanor, están atados por el absurdo Juramento que realizaron en Tirion. Sólo ellos han de responder ante él. Ninguno de vosotros está obligado a morir por una Joya maldita que arruina todo lo que toca y a todo el que la nombra”.

- ¡Insensatos! –Había gritado Maglor con su hermosa voz, cabalgando vivazmente ante aquellos de sus soldados que aún parecían dudar- ¿Qué os ofrece esta Dama? ¡Que uséis vuestras armas contra vuestros verdaderos hermanos! ¡Aquellos con los que día a día compartís pan, compartís penas! ¿Y es así que os libraréis de la Maldición? Desde el momento en que vuestro acero derramó sangre Teleri habéis formulado con vuestros hechos el mismo juramento que nosotros sellamos con nuestras palabras...

Muchos de los tentados a seguir a Galadriel recularon. Otros, finalmente, optaron por la deserción. Valglin y Herumor estaban entre estos últimos. La Dama giró grupa, contenta con la hazaña. Antes de irse miró a Maglor. Recordaba la promesa hecha años atrás: “La trataré como tu tratarías a uno de mis hijos”.

Ahora, viéndolos huir con los Príncipes, entendió que había perdido otra batalla.

Fëanáro nosello... i umbar Námova ataltie ten (Descendiente de Fëanor... El Hado de Námo ha caido sobre ti). A mahtauvatye eressea umbartye mittal (Lucharás solitaria contra tu destino)”

- Mi Señora –la interrumpió Minastir- Vuestra presencia es necesaria ahí adentro.

*** *** ***

Sus ojos se negaban a ver. Ante ellos se extendía una sala repleta de cuerpos inertes, muchos de ellos mutilados, las paredes ensangrentadas y los suelos resbaladizos. El corazón de la Dama se estremeció de horror; un horror indescriptible, aun mayor que el que había vivido en Doriath o en Alqualondë.

- ¡Venid! –instaba Minastir caminando por encima de los cadáveres.

La batalla en la Casa de Curación había sido la más cruenta. Todos los niños de los Puertos se habían refugiado allí, pero sus defensas habían caído en poco tiempo: los hijos de Fëanor habían enviado a sus mejores Elfos, los más aguerridos y crueles. Puestos a matar, iban a obtener el Silmaril a cualquier precio.

Entre los caídos prevalecían los cabellos rubios.

- ¿Y la Dama Elwing? –Preguntó Galadriel mirando alarmada los rostros de los muertos.

- Sólo hay un niño que sabe algo de lo que ha pasado. Lo protegían las puertas del almacén que fueron abiertas en el último momento, cuando entramos al mando de Herumor y ya era demasiado tarde.

- ¿Herumor? ¿Dónde está él? ¿Ha sido leal?

- Mucho más de lo que cabría esperar. Luchó valientemente para impedir que Maglor se llevara a los Príncipes, pero fue herido. Turussë lo está atendiendo, pero no da abasto.

- No me extraña que haya sido herido –dijo Galadriel- No es poca cosa hacer frente a Macalaurë. Pero, ¿por qué está solo Turussë?... ¿Y Phaire? ¿Y Aurenar?

- La Dama Aurenar también ha sido herida; ha recibido un fuerte golpe en la cabeza. No es grave, pero de momento debe reposar. Y Phaire... ella ha muerto, mi Señora...

La Dama palideció. ¡Muerta! Su pecho se llenó de oscuros presentimientos.

- ¿Dónde está ese niño que dices?

*** *** ***

Finlomë no había visto nunca a la Dama de cerca. La expresión de su rostro lo intimidaba; lo único que salía de él eran lágrimas. Era un elfo muy pequeño, de no más de diez años. La inocencia quemaba en sus azules ojos y sus labios gordezuelos se apretaban en una mueca de timidez. Sus manos se aferraban a un arpa demasiado grande para él.

- Debes contarme lo que has visto, Finlomë; necesito saber qué ha pasado. -Le pidió ella amablemente.

El niño la miró desde detrás de sus lágrimas. Cuando hablaba con él ya no parecía una reina. Su voz sonaba familiar, tal vez como la de una maestra... pero... ¿Cómo iba a encontrar su boca las palabras que tradujeran lo que sus ojos habían presenciado?. El horror parecía su único testimonio, y la angustia se apretaba detrás de su paladar y bajaba hasta su garganta, como un puño de puro dolor.

La Dama retiró el arpa de sus manitas, que al contacto con las de ella abandonaron la tensión; lo acarició con una ternura inmensa y lo estrechó contra su pecho. Estuvieron así unos instantes; luego lo separó suavemente y se miraron a los ojos. Poco a poco Galadriel fue penetrando en su mente, como si ésta fuera el mar y el agua estuviese fría. Los ojos de Finlomë mostraban aún parte del sueño del que aquella mañana Miluiniel, su madre, lo había arrancado. Dentro de la cabeza del niño, entre sus confusos recuerdos, la Dama oyó un ensordecedor repique de campanas que desde la mindon (torre) de la plaza sembraban la alarma: el momento había llegado y todo el mundo debía correr a los puestos asignados: o a la batalla o al refugio.

- ¡Corred! –ordenó su padre.

El pequeño tuvo que mirar dos veces para reconocerlo ocupando aquella armadura. Estaba guapo allí dentro. Parecía más alto y mucho más fuerte.

- ¿Yo también me pondré una así? –preguntó admirado.

Su padre se arrodilló ante él haciendo tintinear el pesado metal de las perneras contra el frío suelo.

- Ionn –dijo su padre entre suspiros- Tal vez, por desgracia, un día llevarás una así; pero hoy debes cuidar de tu madre y ser fuerte. Es posible, hijo, que no nos volvamos a ver en Endor...

- ¿Por qué ada , qué pasará ahora?. Los ojos claros de Finlomë se poblaron de preguntas al tiempo que los de su padre le mostraban el terror que aquel día los dominaba. Le revolvió con la mano los dorados cabellos pero el guantelete de acero le rozó la frente.

Galadriel acarició el rasguño del niño que se apretó de nuevo contra ella, desamparado.

- Ya pasó, Finlomë... ya pasó todo –murmuró la Dama confortándolo y separándolo de nuevo.- Pero es muy importante que yo sepa...

Finlomë asintió y ofreció nuevamente sus ojos... y a través de ellos la Dama vio las estrechas calles de los Puertos, que tan bien conocía. Una niebla espesa unía su poder al de la noche para hacer que las casas blancas de los Falmari parecieran fantasmagóricas apariciones. Los Elfos presurosos atravesaban las callejas empedradas de los puertos. El miedo se reflejaba en sus caras. Muchos cerraban ventanas y puertas, no tanto para evitar el saqueo como para conjurar la esperanza de que, pasado un oscuro mal rato, podrían regresar y seguir con la vida cotidiana.

Galadriel conocía bien el final del camino que acababan de emprender: la Casa de Curación, ante cuya puerta había dos Elfos armados. Finlomë los miró temeroso. Uno de ellos parecía Noldo: alto y robusto, de mirada gris y cabellos nocturnos. El emblema de Finarfin lucía en su pecho. El otro se aproximó a ellos y les explicó precipitadamente que algunos de los fëanorianos habían desertado jurando fidelidad a Galadriel. Eran Elfos de corazón cansado a causa del juramento. Aquel se llamaba Herumor.

- Tu familia aquí estará a buen recaudo; es un guerrero extraordinario. Fue guardaespaldas de la hija de Maglor que también está refugiada con los niños. –Les explicó.- La Casa de Curación es inexpugnable.

Su padre asintió en silencio y Finlomë vio cómo ceñía la casi inexistente cintura de su madre y le acariciaba el vientre preñado... y cómo le besaba los labios por última vez. Luego se miraron. Un brillo acuoso danzaba en sus pupilas. Y se fue. La niebla fue devorando su imagen; su armadura no centelleaba.

*** *** ***

El niño sollozaba. Galadriel entendió que no podía seguir, que necesitaba un respiro. La Dama le sonrió, le secó las lágrimas, lo acomodó en su regazo...

- ¿Qué sucedió aquí dentro? –Preguntó.

Finlomë tenía en su cabeza ideas dispersas, que no podía ordenar.

- El Noldo nos acompañó ayudando a mi nana a quien cada vez le costaba más caminar, aunque ella me sonreía... y la Elfa que mataron la hizo tumbar en un jergón, en una esquina, detrás de un biombo.... y había una chica de cabellos rojos y era una Araniel... y...

El niño no podía parar de llorar.

- Shhh... –Dijo Galadriel tiernamente, meciendo a Finlomë en su regazo.- ¿Prefieres que siga mirando en tu mente?

- “Sí” –Susurró, al tiempo que sorbía sus mocos y ofrecía dócilmente sus ojos a la Dama...

- Eres un niño muy valiente, Finlomë... –le reconfortó cariñosamente mientras le acariciaba la espalda y sus ojos volvían a encontrarse.

Finlomë fue arrancado del lado de su madre y llevado con Lothluin, que se despedía de Herumor con un nuevo beso apresurado. Éste al salir se cruzó con Náredriel, que llevaba en las manos un arpa. Él inclinó la cabeza, ella lo miró altiva y fría. Galadriel no podía saber de qué hablaban, pero el Noldo lanzó antes de salir una última mirada hacia Lothluin, y en sus ojos había vergüenza y duda.

- ¿Y este joven? ¿Cómo se llama? –Preguntó Lothluin con dulzura. Los grandes ojos de Finlomë sonrieron y sus labios pronunciaron su nombre.

La Elfa había acomodado a los niños en un rincón al fondo del recinto y les contaba cuentos. Náredriel se sentó con ella y tocaba el arpa, pero se la veía inquieta, nerviosa. Hasta en el simple recuerdo de un niño percibía Galadriel su confusión y su duda. Se equivocaba en los acordes y una cuerda se rompió. Seguramente pensaba en su padre. ¿Amigo? ¿Enemigo?. Ahí fuera estaba él... ¿Y ella? ¿Qué debía hacer?

“Debí haberla llevado conmigo, en la grupa de mi propio caballo” –se reprochó Galadriel.

Los cuentos seguían interminables y el arpa sonaba desganada. Los niños más pequeños se habían dormido y los más nerviosos empezaban a jugar entre sí, cansados de estar quietos y callados. De pronto los gemidos de la madre de Finlomë llegaron nítidos, sobreponiéndose al barullo del juego. Un amigo le apretó el brazo y lo animó:

- ¡Tranquilo Fin! ¡Siempre es así! Cuando nació mi hermanita fue igual. Verás que pasará rápido y pronto.

Pero Finlomë tenía el corazón encogido y en la boca no encontraba saliva. Años más tarde supo que ese estado tiene nombre: miedo.

Aurenar salió alarmada de detrás del biombo buscando a Phaire. Algo iba mal. El corazón de Finlomë latía muy fuerte, como el galope de un caballo salvaje.

- ¿Ha nacido ese niño? –preguntó Galadriel a Minastir.

- Sí, Tarinya, -Respondió éste, y bajó el tono de su voz hasta el susurro, para añadir- pero la madre perdió la vida... cuando el niño nació, las curadoras -no sé por qué- no la atendieron y una hemorragia se la llevó. –Luego, con su voz normal, informó- Lothluin está cuidando del pequeño.

La Dama asintió y acarició de nuevo a Finlomë, que empezó a hablar sin que esta vez se lo pidieran:

- La Dama Aurenar llamó a Phaire y ella fue corriendo... mi mamá gritaba mucho... luego oímos un ruido muy grande... muy grande... y los niños que jugaban se callaron de golpe. Sólo seguían llorando los más pequeños y gritaba mi nana ... La puerta se abrió de golpe; afuera luchaban... entró un guerrero muy alto... tenía una armadura brillante, parecía un capitán... luego entraron la Dama más bonita de Endor y dos niños iguales, ¡estaban repetidos! ¡Todos la estabamos mirando! Lothluin gritó: “¡No!... ¡Wilwarin no!” E intentó coger a la Araniel por un brazo, pero ella la miró sólo un instante, justo al oírse llamar Wilwarin, como si no supiera qué hacer. Luego se levantó de un salto y dejando caer el arpa encima de mí corrió hacia la Dama...

Finlomë se calló como si quisiera recordar bien lo que había pasado, como quien intenta ordenar una habitación y no sabe por donde empezar...

- En el cuello de la Dama brillaba algo, mucho... ¡Era algo como mágico, especial, algo que no podías dejar de mirar! La Araniel le gritó:

“¡Dámelo Elwing! ¡Me pertenece! ¡Impide que más gente inocente muera! ¡Dame el Silmaril!”

Lo dijo como quien manda mucho... si yo hubiera tenido el Silmaril se lo habría dado sin importarme lo bonito que era. Pero la Dama Elwing no lo hizo. Miró muy enfadada a la Araniel y le gritó:

”Jamás te lo daré y no es tuyo: mi abuela lo rescató de la corona de Morgoth poniendo en peligro su vida”.

Entonces ella le contestó como si se burlara:

“Nada habría rescatado si las manos de MI abuelo no hubieran forjado esa joya; y si ella arriesgó por él su vida, mi abuelo la perdió. Así que... ¡Dámelo!”.

Finlomë había dejado el regazo de Galadriel, como si sus pies necesitaran el contacto con el suelo. Tenía la mirada perdida en un misterioso punto del vacío y se llevó las manos al cuello como si protegiera con ellas el brillo del Silmaril.

- Entonces el guerrero alto señaló una puerta que Phaire había abierto... no la habíamos visto, pero al oír los gritos había dejado un momento a mi mamá con la Dama Aurenar para abrir esa puerta, porque ella era la única que tenía la llave...

“¡Por allí, Hiril !” –Dijo el capitán

Y apartó a la Araniel de un empujón... pero ella... ella entonces...

Finlomë apretó más su garganta... ahora ya no tenía el Silmaril entre sus manos... ahora protegía un cuello y miraba a Galadriel con los ojos muy abiertos.

- ¡Fue tan rápido... ! Él le puso una mano en el hombro y la Araniel con un gesto rápido le arrancó la espada de la vaina y... y... de pronto al capitán le salía mucha sangre del cuello y sus ojos se habían quedado como blancos y se cayó de rodillas al suelo. La Dama gritó y empezó a correr, pero mi madre también gritó fuerte... y se me cayó al suelo el arpa e hizo un ruido muy extraño, como si las cuerdas estuvieran asustadas y llamaran a alguien. Phaire, que ya había abierto la puerta, se interpuso entre la Araniel y la Dama Elwing.

“¡No me obligues a atacarte!” – Le pidió la Araniel como con pena.

“No pequeña, no me quitaré. Deja que Elwing huya. Yo no me moveré. Si quieres pasar, tendrás que matarme.” –Le decía Phaire.- La Araniel la apartó de un empujón, no parecía que tuviera tanta fuerza, y echo a correr detrás de la Dama... Entonces Phaire le agarró el vestido y ella se giró y en sus ojos brillaba la furia.

“¡A lelya Phaire! (¡Vete Phaire!)” -Le gritó.

Mientras tanto, la Dama Aurenar salió de detrás del biombo con un pequeño bultito blanco y llorón que dejó en mis brazos mientras desenvainaba su propia espada y gritó también:

“¡Yo me ocupo Phaire!” -Pero Phaire ordenó:

“¡No Aurenar, tú le harás daño!”

Pero la Araniel ya había echado a correr detrás de la Dama Elwing y... Phaire corrió también y le dio alcance y la sujetó de un brazo y no la dejaba, aunque la Araniel forcejeaba y corría y La Dama Aurenar se aproximaba blandiendo la espada... y todo era confuso... Entonces la Araniel... ella... Aurenar le quiso quitar la espada de la mano con un golpe de la suya, pero ella aguantó. Phaire gritó “¡No!” E intentó ponerse en medio de ellas. “¡¡HEKA!” gritó también la Araniel y entonces....

Galadriel cerró los ojos en un gesto de dolor. Su rostro y el de Finlomë competían en palidez. Finlomë siguió solo con un hilillo de voz.

- Phaire se cayó al suelo... sangraba... y la Dama Aurenar siguió luchando con la Araniel...

- ¿Fue Náredriel quien hirió a Aurenar? –Preguntó Galadriel con incredulidad.

- No...No hubiese podido, –respondió Minastir- la lucha era muy desigual... La Dama supera claramente a la Doncella, pero... la muchacha es obstinada y no creo que reconociera su inferioridad... al parecer mientras luchaban la puerta cedió y ntró Maglor al frente de un batallón de Noldor. Él fue quien la hirió.

- ¡Macalaurë...! –musitó Galadriel.- Debió buscarla como un loco... Luego la Dama preguntó de nuevo al niño- ¿Sabes qué más sucedió? ¿Has visto qué le pasó a Elwing?

- No lo sé bien... la puerta estaba abierta y entro ese Golodh de armadura brillante y gritó “Yendenya” y derribó a la Dama Aurenar con un golpe de espada y luego todo se llenó de Gelydh con penachos rojos y los niños asustados empezamos a correr sin saber qué hacer y gritábamos... yo tenía al bebé y lloraba y no sabía que hacer, solo lo abrazaba y al fin oímos la voz de Herumor, que había llegado hasta la puerta y ordenó a Lothluin que nos hiciera salir a los niños y yo estaba cerca y salí primero y las vi correr por la playa... La Dama llegó hasta la orilla y miró atrás y la Araniel corría tanto que yo pensé que le daría alcance y la Dama se lanzó al mar y ella detrás y yo pensé que se ahogaría, pero el Golodh que había herido a la Dama Aurenar la siguió y la retuvo, como si entendiera que no había nada que hacer... entonces sucedió...

- ¿Qué? –Preguntó Galadriel.

- Señora, el muchacho cuenta algo extraño... –Explicó Minastir. -Dice que cuando la Dama hubo nadado muchos metros y las fuerzas la abandonaban, se...

- ¡Se hizo un ave...! Blanca y poderosa y surcó el cielo en dirección al Oeste... –corroboró seguro Finlomë.

En el rostro del guerrero se pintó una mueca de incredulidad, entendiendo que acontecimientos demasiado grandes habían excedido la resistencia de la mente de un niño tan pequeño. Pero la Dama lo miraba con seriedad, no dudando de sus palabras y sus labios pronunciaron un nombre que hizo cambiar la expresión del rostro del elfo...

- Ulmo... en sus manos está el destino del Silmaril. ¿Ellos luego se llevaron a los príncipes?

La cabeza de Finlomë asintió. Su voz, aunque cansada, prosiguió relatando.

- Sí... el Elfo vestido de negro nos apartó a empujones y luchó contra Herumor...

Galadriel imaginaba perfectamente el combate que Finlomë había visto. Por muchos años que el niño viviera y por muchas batallas que presenciara, jamás volvería a ser testigo de una tan espectacular y salvaje, tan igualada y cruel.

- Lo que me extraña es que no lo matara... –dijo Galadriel.

- Fue por la Araniel: –dijo Finlomë- le gritó que lo dejara y que la ayudara con los niños... entonces se los llevaron...

*** *** ***

- ¡Vengo a cumplir lo prometido! ¡Perra golodh! –Gritó un Sindar abriéndose paso con su caballo hasta llegar a Náredriel que salía tras Maglor de la Casa de Curación. - ¡Ensartaré en una lanza tu cabeza y la ofreceré a tu padre como un homenaje de Caras Sirion!

- ¡Estás loco! –Le gritó otro jinete que lo seguía- ¡Ese niño es uno de los Príncipes! ¡Ella lo está salvando!

Maglor aprovechó la confusión y tiró del brazo de Míriel retirándola tras de sí; dejó en el suelo al niño que él llevaba y desenvainó su espada. Detuvo el acero Sindar y luchó con el Elfo. Le bastaron dos o tres envites para derribarlo del caballo y un tajo seco para decapitarlo.

- ¡Monta a los niños contigo y huid...! –Ordenó Maglor corriendo hacia el segundo jinete, cuya suerte fue similar.

En ese momento Minastir se abría paso entre los cadáveres dispuesto a detener a los fugitivos. El caballo de Maglor se encabritó y acto seguido emprendió el galope.

Al cabo de la calle una amazona blanca se aproximaba. Era Galadriel.

Calle arriba se perdieron.

Calle arriba.

Al galope. Delante un niño, otro detrás. Maglor no podía apartar los ojos de ella. Desde el color de sus cabellos hasta la forma de moverse, en todo le recordaba a su madre. ¡Había crecido tanto¡. La alegría de volver a verla, de tenerla de nuevo a su lado, le ocultaba la amarga realidad de la batalla.

- A hekaelme Londesse, i seldor nár i eru estel! (Salalgamos de los puertos, los niños son la única esperanza) –le gritó haciendo sonar el cuerno en señal de retirada.

Míriel le dedicó una mirada cómplice y guió su caballo hacia un sendero semioculto, antigua vía de escape de aventuras infantiles. Tras escalar empinados caminos de tierra y pisotear yerbajos silvestres llegaron al acantilado. Muchos Elfos se les habían ido uniendo. Macalaurë escrutaba a su alrededor intentando descubrir a Nelyo. Uno de los soldados de Ambarto galopaba hacia ellos. En su caballo traía el cuerpo de su Señor herido de muerte. El corazón de todos se empequeñeció en el pecho.

Míriel se asomó al acantilado, al que tantas veces había subido a merendar con Glorfindel en una época que ahora le pareció remota. Desde allí, alejada ya de la batalla, contempló la ciudad. En la distancia se veían las calles, testigos solitarios de enfrentamientos aislados, impotentes manos que contenían tristes bultos caídos en el suelo. Soplaba un inquietante viento del Oeste. Los cuernos seguían sonando marcando la retirada. Jinetes de rojos penachos se movilizaban; no tardarían en llegar

- Ha sido una masacre. –Dijo Macalaurë apenado, acercando su caballo al de su hija.

Míriel se miró las manos, como si las tuviera sucias, y las restregó contra el cuello de su montura.

- Ya no puedes cambiar nada – Intentó consolarla Macalaurë- No le des más vueltas. Eso vivirá en ti para siempre.

Su caballo se movía inquieto, pifiaba... Macalaurë descabalgó y se acercó al de ella. Míriel lo miró a los ojos: la pena y el remordimiento los humedecian.

Los soldados se hicieron atrás, respetando aquel momento.

Por la izquierda, convocado por los cuernos, se acercaba el grupo que había permanecido en la retaguardia: las curadoras, las mujeres y algunos de los niños.

Anarsel, al descubrir a Míriel se acercó corriendo para saludar, pero la prudencia le impidió adelantarse a Macalaurë, que ayudaba a bajar a los niños.

- Anarsel, a mahata seldi Antenissnen,. Si ná Elerondo ar ta ná Elerossë. (Anarsel lleva a los niños con Antenis. Este es Elerondo y ese Elerossë). –Ordenó.

Elerondo se había orinado encima, Elerossë se aferraba a Míriel, no quería soltarle el pelo. Gritaba. Pataleaba. Cáno lo alzó con cariño:

- Úaista, ion. (No temas, hijo) –Dijo acariciándole- Tranquilízate, yo cuidaré de vosotros, no permitiré que os suceda nada malo. Con nosotros estareis bien...todo ha pasado ya... no tengas miedo. Ahora id con Anarsel y os dará ropas limpias y algo de comida. Yo os iré a buscar en cuanto pueda.

Anarsel sonrió a Míriel y se llevó a los niños.

Míriel abrazó a su padre.

Dejó escapar un suspiro.

¡Había deseado tanto aquel reencuentro!. Querría con todo su ser que fuera como la primera vez que se había entregado a los brazos paternos querría saciar sus ansias, tenía sed de seguridad, hambre de paz...

Macalaurë se dio cuenta de que su hija ya no era una niña. Notaba que sus espaldas soportaban un gran peso. La rabia le embargó: de nuevo el poder de un Valar le aplastaba contra la realidad como los dedos de los niños espachurran en los vidrios a las moscas desorientadas.

- Avatyara nillo! (Perdóname)– suplicó su padre

Se hizo el silencio. Macalaurë la apretaba contra sí, sus labios le rozaban la sien como si dudaran de su derecho a besarla. “Avatyara nillo, pitya” repetía... No era capaz de pronunciar otras palabras, de alegar excusas, de defenderse de su mal...

ilar thanye, ilar melme, ilar malkazon samme... (ni ley, ni amor, ni alianza de espadas)

- Inye mela ten, atto... (Te quiero, papa) -sollozaba ella, como quien busca algo perdido, pero sin juicios, sin reproches, ardiendo aún su alma por la luz del Silmaril.

ilar thanye, ilar melme, ilar malkazon samme....

*** *** ***

Las manos... sus manos...

Míriel las apartó del Elfo herido que intentaba sanar.

Se mordió el labio y gruesos lagrimones fluyeron por sus ojos. La sombra se llevó la vida que le quedaba al Elfo y ella se dejó caer al suelo, vacía.

No tenía poder.

- ¿Qué sucede? –Dijo Anteniss alarmada.

El elfo yacía inerte. La mirada de la Curadora se cernió sobre su nieta, que se replegaba sobre sí misma, abrazándose, como si quisiera salvarse de un desastre.

- ¿Has estado en contacto con la muerte? –Sus ojos penetrantes como los de un ave de presa la escrutaban- ¿Te has cobrado vidas? ¡Típico! ¡Nada te importa el sacrificio de tu madre! ¡Nada la soledad de tu padre! ¡Tú no has nacido para ser princesa, para preocuparte del destino de un pueblo! ¡Eres egoísta y mezquina! Pero ahora estarás contenta. ¡Has conseguido lo que querías! ¡El poder ha huido de ti! ¡Quítate de en medio! ¡Vete a tocar el arpa! ¡Aparta de mi vista tu inutilidad!

Parecía que su cuerpo estuviese fragmentado en mil trozos, diseminado... Náredriel se levantó penosamente, aún traspasada por los severos ojos de su abuela. Buscaba por su pecho arrepentimiento, pero la luz deslumbrante del Silmaril aún la cegaba. Si Poderes rencorosos regían su destino por la ley del antojo, si el Hado la había condenado injustamente por crímenes con los que nada tenía que ver, ¿Por qué no iba a matar? ¿Qué quería decir Narringe con aquello de que había conocido su esencia? Por primera vez se le ocurrió pensar una cosa: ¿Qué habría hecho ella en Alqualondë, en Doriath?

Otras palabras resonaban en su mente: las de Aurenar, cuando le decía que no tenía nada de qué enorgullecerse. Y era cierto. Nada había hecho digno de mención, salvo las vergonzosas muertes de aquella tarde. No podía deshacerse del espanto de los ojos del guerrero asesinado, que de pronto se habían llenado de muerte; del pecho abierto de Phaire... ¡Phaire! Ahora se daba cuenta de lo mucho que la quería... La muerte ahora vivía en ella y le mordía el corazón como un perro. De pronto quiso ser aquella niña de cabellos revueltos que no sabía qué era un “noldo” y quería jurar... ¿jurar?... Jurar que jamás tendría nada que ver con aquellos Elfos fratricidas... Toda su vida había renegado del poder de sanar, pero ahora, viendo como había muerto un Elfo por su falta de poder... ¡Ahora empezaba a saber qué importante era lo que había perdido!

Sorteando rabiosa los cuerpos de los heridos, saltando sobre sus gemidos que la acusaban de traidora, se acercó al acantilado. Bajo ella Los Puertos, las playas conocidas por las que había corrido y jugado, el mar que le había lamido la piel...

“¿Recuerdas tú el nombre de todos tus ahogados? –le gritó- ¿Recuerdas el color de sus ojos, el tono de su voz, la sorpresa en su rostro cuando ya no había aire?”

Pesadamente se dejó caer en el suelo hiriéndose las rodillas con la dureza de la roca desnuda, y tapándose la cara con las manos lloró amargamente.

Una voz desolada le habló.

- Ambarussa también ha caído.

Míriel se mordió el labio.

Maedhros se sentó a su lado. Ella lo miró con el rostro bañado de lágrimas y la nariz rezumando mocos. Estuvieron largo rato unidos por el silencio.

- Ilkwa ná avasanda, vanimelda... mártya tyalie Nuru . A nenatye niernen i osse karnaron, nan a kenatye i eleni estelenen... Ambar-mettá Eru lastaruva i yalme uaharyaina –Dijo por fin Maedhros arrastrando cada palabra como un preso sus cadenas. (Todo es mentira, preciosa... tus manos han tocado la Muerte. Moja con tus lágrimas el horror de tus hechos pero mira a las estrellas... Al final de los días Eru escuchará el clamor de los desposeídos)

La única mano de su tío limpió las lágrimas del rostro de su sobrina antes de atráela hacia sí y estrujarla con un abrazo protector. El muñón se le clavaba en la espalda... él nunca volvería a tener una mano en el extremo de aquel brazo mutilado... ella sentía también que algún miembro le había sido amputado.

- "CON LA SEMPITERNA OSCURIDAD SEAMOS MALDITOS"... ¿no entiendes, pitya? ¡No podemos romper el juramento!.

Míriel lo escuchaba en silencio. Sus grandes ojos grises le invitaban a hablar. Maedhros se animó a recordar, al contrario de su hermano él parecía necesitar de las palabras.

- Nuestros pies pisaban la cima de Túna, habíamos partido al exilio avergonzados, retornábamos rebelados. Confieso que me dieron asco las lágrimas de los Vanyar y de los Maiar... eran tan falsas. El cuerpo sin vida de Finwë, su sangre derramada ante las puertas, la fría oscuridad...¡Ese era nuestro dolor y no lloramos, por qué no había lágrimas suficientes!. Pero los Noldor estaban allí, un mar de Elfos portando antorchas. Fuego en la oscuridad... ¿Había perdido la razón? ¡Todos la habíamos perdido entonces! Porque la fidelidad de nuestras gentes estaba clara y no temieron demostrársela a los Poderes. El pueblo aclamó a mi Padre y lo aceptó como al nuevo rey...

Maedhros guardó silencio, sin apartar los ojos de los de su sobrina. Quería a aquella niña, la sentía también parte de él.

- Si la ira lo cegaba... si los términos del juramento fueron más allá de la razón... –siguió- entonces deberíamos haber hecho algo para evitar eso, pero no lo hicimos. Y juramos.

La luz del Silmaril volvió a la mente de Míriel con todo su esplendor.

- Ya está hecho; no podemos deshacerlo. Solamente Eru puede cambiar las cosas... pero al parecer, nos ha abandonado. Cargamos con un destino demasiado pesado, lo sé y quisimos apartarte de él. –Dijo su tío estrechándola contra él para luego mirarla cariñoso-. ¡Te pareces tanto a Amme! Ella se quedó en Valinor, quizá para mostrarnos que había otro camino... no sé... tantas veces me he preguntado qué hará ella ahora, qué pensará... Tu has elegido también, pequeña, aunque en sentido contrario a ella...

- ¿Y quien está en lo cierto, tío? ¿Ella? ¿Yo?. –Preguntó Míriel ansiosa.

Maedhros la miró con ternura.

- A ella le aguarda una eternidad vacía, un futuro que siempre vivirá del pasado, la soledad... A ti te aguarda... ¿Quién lo sabe? Pisar Arda por días innumerables, cargar con el peso de todas tus acciones... A los Segundos Nacidos Eru les plantea tres retos: la vejez, la enfermedad y la muerte. Nosotros tenemos bastante con cargar cada instante con el peso existencia y la duda de qué habrá detrás de nuestros pasos finales, cuando Arda se desintegre...Si vamos a morir con su sustancia todo da igual y si no...

- ¿Y si no?

- No lo sé, pitya...

Unas nubes ocultaban a Isil, que aquella tarde empezaba a mostrar su forma creciente. ¿Guadaña? ¿Sonrisa? ¿Horrible mueca de un cielo sin entrañas?


15. EÄRENDIL KALTA LÓMESSE (Eärendil Brilla En La Noche)

Quiero explicártelo, Elerondo, porque sé que no lo entenderás. Quiero que conozcas mis motivos, que intentes ponerte en mi piel. Eso en otro tiempo no nos era difícil.

Mi elección está hecha. Todos mis caminos me han conducido a ella, sobre todo esta guerra interminable. Ancalagon el Negro cayó, abatido por Padre, y eso todo el mundo lo recordará. Todas las miradas que se fijaron en ti, que se fijaron en mí, ioni Eärendilo, ancalima elenion, (hijos de Eärendil, la más brillante de las estrellas) ensalzarán con cantos esos instantes y las bocas de los niños del futuro se abrirán de emoción al escucharlos. Pero hay otros cantos que no se entonarán: son los del cansancio y el hastío, son los de cuarenta y dos años de sangre, de destrucción, de cólera... nadie alaba los gritos y los miedos y la vergüenza del musgo que cubre los restos de los muertos sin tumba... ¡Nadie canta las dudas en el momento de clavar tu espada, ni los nervios que te mueven las tripas en la angustia ciega de la espera!

¡Son tantos los horrores que mis ojos han visto que ya no puedo más! He decidido cerrarlos un día y entregarme a la misericordia que Eru pueda tener.

Hecha está ya la apuesta; tirados los dados.

Después de todo, como decía Maitimo, el mismo sol luce en Valinor que en Endor, ¿Sin la luz de los Árboles, quien quiere vivir para siempre en sus prados? ¿Soportarás tú días sin término? ¿No desearás abrazar la nada? ¿Te bastará la beatitud de Aman para saciar tu espíritu?

No sé, hermano, nunca he sabido quién soy... qué soy...

Desde donde alcanzo a recordar he sentido el amor a la belleza de los Eldar y también el latido apresurado de los Atani: la prisa por vivir, la pasión de aprovechar el momento presente...

Muchas veces preguntaba a Madre qué o quién era yo y no obtenía respuestas de sus labios... sólo una mueca, una palabra evasiva, un beso... tal vez ella también se lo preguntara...

Cuando éramos niños y Padre partió, cuando se hizo a la mar con su barco soberbio, me dejó el corazón lleno de añoranzas, pero también de sueños:

“Un día yo también surcaré las aguas, buscaré tierras nuevas más allá de lo conocido” me prometí.

Los ojos de Madre quedaron heridos de nostalgia y su corazón de malos augurios. Ella era débil. Había nacido para reina, pero no para reinar. Sin la autoridad de Padre, todo acabó en las manos de los Consejeros.

Ahora, que lo contemplo en la distancia, entiendo que nuestro pueblo formaba un entramado complejo, difícil de gobernar. La mayoría eran gentes de Gondolin. Refugiados que habían visto hundirse en la nada la sólida seguridad de la Ciudad Oculta. Pisaban Arvernien como si no estuvieran seguros de su estabilidad, igual que cuando caminábamos sobre la arena de la playa hundiéndose bajo nuestros pies. Así se sentían, como peregrinos que ya no podían llamar patria a ningún suelo. Para ellos la vida se había transformado en un perpetuo vagar, y las cosas pasajeras apenas si les interesaban.

Junto a ellos vivan los Doriathrim, como Madre. La palabra “fratricidio” les espoleaba el alma y los hacía recelosos y desconfiados, los mejores clientes de los Herreros, a quienes encargaban afiladas espadas y gruesas llaves con las que cerrar todas sus puertas.

El tercer grupo de Elfos lo formaban los Falmari, buenas gentes que amaban el mar, las barquitas pesqueras con velas blancas y concretas recortándose en el azul del cielo de la tarde. Carecían de la ambición de las gentes de Círdan y sus obras eran pequeñas y amables como las perlas.

Luego había Atani, gentes de las Tres Casas que huían del empuje creciente de los orcos, buscando la paz en los refugios del Sirion. Se afanaban en crear hogares y crecían a prisa, y enfermaban trayendo de cabeza a nuestros curadores, que sólo sabían sanar las heridas de las armas pero que se inquietaban ante la mirada suplicante de los niños que ardían de fiebre o se llenaban con los granos del sarampión o de la varicela. Yo los miraba de lejos, algo había que me atraía en su forma de vivir.

Nosotros íbamos creciendo con todo eso en el corazón.

Recuerdo que a la tarde bajábamos con Madre hasta la playa y ella dejaba que sus ojos se cansaran escrutando un lejano horizonte lleno de promesas incumplidas. Entretanto tú y yo jugábamos con la arena.

Al caer la noche, cuando volvíamos a palacio, muchos nos saludaban con una sonrisa, sin llamarnos por el nombre porque pocos eran los que nos distinguían. De hecho hubo un tiempo en que yo miraba curioso a los otros niños: era como si les faltara una mitad que yo sí tenía, fuera y dentro de mí a la vez. Cuando te miraba me veía, y en el fondo de mi ser pensaba que tú eras el mejor, el original... tal vez yo sólo fuera una copia tuya, imperfecta... pero al mismo tiempo, tus ojos reflexivos y quietos me testificaban que yo existía, que mis acciones eran importantes, que mis huellas sobre la arena de la vida no serían borradas por el mar sin entrañas, que para siempre vivirían en tu mirada prodigiosa...

Por las noches me costaba dormir. Añoraba la voz de Padre, su mirada bondadosa, llena de luz, su voz profunda que me adormecía junto al fuego... su ausencia me dejó un agujero y unos ojos abiertos y absurdos que inútilmente lo buscaban en la noche. En lo material todo seguía igual; el bocado mejor, mullidos lechos y túnicas preciosas para cubrir dignamente el cuerpo de los príncipes-niños.

Hasta el día de nuestra huida.

Aguerridos Gondolindrim, nobles en los que Padre confiaba, nos condujeron a ti, a madre y a mí a casa del abuelo Galathil, en los Puertos, y su casa se transformó en una prisión. Dura lección aprendimos vitalmente: la clandestinidad. Quietos en oscuras habitaciones, con el patio interior de la casa como único dador de un breve aire libre, silenciosos siempre... tú encontraste consuelo en los libros, pero a mí me mordían los perros del aburrimiento con las quietas fauces de las runas. Sólo encontraba consuelo cuando Aurenar venía por las tardes y jugaba conmigo a espadas. Madre estaba distante, abismada en un dilema que yo entonces no entendía, triste... cuando estaba con nosotros se limitaba a acariciarnos y morderse el labio, para que no temblara. Sus ojos solían abortar algunas lágrimas.

Luego llegó el día aciago, el día en que escuché por vez primera el diálogo asesino de las espadas, que ya no eran divertidos palos de mentirijillas sino afiladas hojas que segaban miembros y vidas; que lamían lascivas los sueños antes de despedazarlos. Ese día perdimos a Madre, perdimos nuestra forma de vida, perdimos la inocencia, quizá la infancia, si por infancia entendemos esa vida confiada de actos repetidos y gratos desde que sale Anar hasta su ocaso.

¡Pero ganamos tantas cosas que ignoran!

Yo entonces no entendía de amigo o de enemigo. De pronto una gran confusión estalló a mi alrededor y me invadió la sensación de ahogo ¡No podía ni llorar! Todo eran gentes enormes, gentes de hierro.

No juzgué la fragilidad de los brazos que me ciñeron. No me daban seguridad ni certeza, pero me arrancaban de aquella soledad sin aire. Y rodeé el cuello de Míriel, ceñí con mis piernas su cintura... tú ibas delante, concentrándote en entender qué pasaba... Yo sólo sentía su aliento apresurado; su corazón que daba un latido de duda y otro de certeza; sus ojos ardiendo entre el espanto y la luz. Sus cabellos rojos me cubrían la cara y de pronto el deseo de aferrarlos me llenó toda la mente. Aflojé mi brazo y acerqué una mano, temerosa de quemarse en sus llamas, pero que poco a poco se acercó hasta cerrarse sobre un mechón sedoso que ya no quise soltar...

Sí, ya sé que sabes que te escribo esto acariciando su trenza cortada... esa reliquia que quiero que pongáis entre mis dedos... ya sabes... cuando... cuando yo ya no pueda... ¡aún huele a ella después de los años y del ajetreo!

Aquel galope apresurado, duro, sin rumbo, fue el primero de muchos. Pero pronto acostumbré mis ojos a ver la vida desde el lomo de un caballo, a mirar más allá, a buscar el verano, cuando los árboles pierden sus hojas y elevan al cielo sus dedos de palo, como súplicas sin sentido a Poderes hechos de jirón de nube.

Quizá éramos tan pequeños que simplemente nos pareció natural pasar de la luz de un destino glorioso a la sombra de una maldición, de la inocencia de la víctima a fría soledad del verdugo que vomita cada noche por la sangre derramada...

Dicen que no es posible que reviva la sequedad de un árbol, ni que pueda ser frondosa su patética sombra de líneas proyectadas sobre la tierra dura; o que los harapos del muérdago estirándose hacia el suelo puedan alimentar y hacer crecer a un niño... Pero más luz encontramos en la cercana oscuridad de este padre que en la brillante lejanía de Eärendil.

Muchos no saben, ni quieren saber, que en el corazón de la casa de Fëanor el amor supera al odio como la luz a las tinieblas. Pero yo lo digo y lo diré: el día en que Eru, cuyos designios ignoro, me llame a juicio y me siente ante su Majestad, yo gritaré bien fuerte:

Atarinya ná Macalaurë: erye topiem collanen i lómessen ringe, erye apsiem fëanya ar hroanya erye tangweim andor eressean ar ossean, erye istiem i melme ataro, i si i men arano auta voronwesse ar i fillawesse

(Mi padre es Macalaurë: él me cubrió con su manto en las noches frías, él alimentó mi espíritu y mi cuerpo, él cerró las puertas a la soledad y al terror, él me enseñó el amor de un padre y que el camino de los reyes pasa por la fidelidad y la justicia)

* ** *** ***

¿Recuerdas tú la aparición de la estrella?

Yo sí.

Recuerdo muy bien aquella noche fría.

Era una de esas noches en las que vivir sin hogar es pesado y deprime, y hace que el corazón desee un cobijo para el cuerpo, un fuego en una casa de piedra y un plato humeante, una luz encendida que haga familiares las sombras de la noche.

Había llovido por la tarde y el agua helaba el regazo de la tierra tornando inhóspito lo que otras noches nos acogía maternal y dulce.

Alimentábamos un buen fuego y nos sentamos alrededor; nuestros ojos jugaban con las llamas.

Yo busqué el regazo de Míriel, su mechón de cabello cayendo sobre mi pecho, retorcido entre mis dedos.

Recuerdo cómo nos miraba Maitimo, sus ojos de rey derrocado, noble aún ante la adversidad. La rabia con la que arrojó otro tronco al fuego traducía lo mucho que se reprochaba a sí mismo el no poder ofrecernos algo mejor.

Padre dijo:

“¡Elerondo, a tuka nander!” (Elerondo, trae las arpas!)

Y tú corriste a buscarlas. Era esa tu orden preferida, aquella que te deleitaba cumplir... Con ansiedad dejabas el instrumento en sus manos y tus ojos brillaban a la espera de un canto antiguo o nuevo, daba igual, pues aunque mil veces repetido siempre sonaba especial y único si lo oíamos de sus labios.

Pero aquella noche Macalaurë puso el arpa en tus manos:

- ¡A tula, nessa hér, a talya i nandele si istatye! (“¡Venga, joven maestro, repite los arpegios que te enseñé... !”)

Tus ágiles dedos corrieron por las cuerdas, alegres de poder tañer... La derecha buscaba las notas de la melodía y la izquierda arpejiaba los acordes: primera de la octava, tercera, quinta, primera de la octava siguiente... Una luna quieta arrancaba al arpa destellos de plata.

- ¡Mára, ionya! –decía Padre satisfecho.- si hilyat Míriel ar ananyet nandenya. (Bien, hijo mío, ahora sigue a Míriel y te ganarás el arpa)

Yo la dejé libre para que pudiera tocar contigo y fui a recostarme contra Maitimo.

Ella tomó el arpa y su voz estremeció la noche y los corazones. Por mucho que vivamos nunca podremos escuchar cantos mejores que aquellos, voces más hermosas...

“las hojas eran largas, la hierba era verde,
las umbelas de los abetos altas y hermosas
y en el claro se vio una luz...”

Ante mis ojos, como si yo mismo fuera Beren, se materializó Luthien. Macalaurë sonreía alejando de sus ojos la tristeza por un rato mientras te miraba fijamente, orgulloso de ti.

El arpa iba a ser tuya.

Yo lo sabía.

Cerré los ojos: era imposible saber de cuál de las arpas salía la segunda voz...

De nuevo la lluvia empezó a caer helada y constante, como los malos pensamientos. Un escalofrío me surcó la espalda: fría era en verdad la noche. Maitimo se quitó la capa que le cubría la cota de malla y me abrigó con ella sonriéndome. No me cabía duda de que me amaba, de que yo era importante para él. Hay cosas que no necesitan de las palabras para alcanzar la certeza.

La canción seguía:

“El encantamiento le reanimó los pies
condenados a errar por las colinas
y se precipitó, vigoro y rápido
a alcanzar los rayos de la luna...”

Recuerdo que me dejé proteger por sus brazos y le susurré: ”Eres manco, como Beren...”. Y él me tomó la barbilla con su izquierda y me miró y me sonrió melancólico y tierno: “Cortesía de su mismo enemigo...” susurró. Sus largos cabellos mojados y rojos me caían por el pecho como una caricia. Sus brazos me apretaron cariñosos: creo que le sorprendió que lo comparara con mi bisabuelo.

“y el destino cayó sobre Tinúviel
y centelleando se abandonó a sus brazos.”

Macalaurë se dejó arrebatar por el canto y unió su voz, tan hermosa y profunda, a la de Míriel.

“Larga fue la ruta que les trazó el destino
sobre montañas pedregosas, grises y frías,
por habitaciones de hierro y puertas de sombra
y florestas nocturnas sin mañana.
Los mares que separaban se extendieron entre ellos
Sin embargo al fin de nuevo se encontraron
Y en el bosque cantando sin tristeza
Desaparecieron hace ya muchos años.”

Con los últimos acordes pareció disminuir el frío, y yo pensé que era un efecto de la música. Pero no era así, porque la lluvia cesó y la niebla contumaz que tapaba las estrellas se disipó y las constelaciones aparecieron radiantes ante nuestros ojos.

Todos miramos al cielo y vimos por vez primera a Vingilot, refulgente y brillante.

- Es un signo... dijo Maiimo admirado.

- Gil-estel... pronunció Macalaurë... la estrella de la esperanza... y me miró.

Maitimo habló: “¿No es acaso un Silmaril, que brilla ahora en occidente?”

Y Padre respondió:

–Sí es en verdad el Silmaril que vimos hundirse en el mar y que se eleva otra vez con el poder de los Valar, regocijémonos entonces; porque su gloria es ahora vista por muchos, y no obstante está más allá de todo mal.

*** *** ***

Elrond dejó el pergamino sobre la mesa y éste se enrolló sobre sí mismo como si quisiera replegarse.

- Úhanyanyet, ónoni úhananyet... (No te entiendo, hermano, no te entiendo...).

Luego levantó la vista hacia la ventana de enfrente de su escritorio y por encima del friso vio el océano y el horizonte lejanísimo... ¿Por qué no podía ser así para ellos? El cielo y el mar nunca se separaban, esa línea indeleble los unía, los confundía...¿Por qué a ellos no?.

Atormentado, se levantó arrastrando hacia atrás la silla con un desagradable ruido. Sólo hacía eso cuando la cólera lo vencía, muy pocas veces... y se acercó a la ventana...

Ante sí se erguía un reino a medias... piedras cortadas en montones, argamasa y herramientas, ruido de canteros y ruido de albañiles, gritos dando órdenes y martillos golpeando madera... Llevaban así varios años y muchos más pasarían antes de que todas las obras concluyeran: casas humildes, mansiones y palacios iban poblando Mithlond con un esplendor nacido de la nueva paz y con la ilusión de los supervivientes que piensan que ahora harán por fin un reino perdurable y feliz.

Los gritos de Ereinion le llamaron la atención: discutía con su arquitecto. No dejaba pasar por alto un detalle. Aquella mañana parecía estar especialmente enojado. Elrond lo contempló largamente. El negro cabello que se apartaba nerviosamente de la cara, los ojos penetrantes, los gestos firmes y autoritarios... Tras él la bahía de Lune aparecía joven y sonriente, como si el mar mirara con ilusión a los nuevos habitantes de la costa, frenéticos constructores de un Reino hermoso.

El tiempo los había ido acercando pero su relación con Ereinion no había sido fácil...

Lo recordaba partiendo con su flota, al mando de un barco precioso, para unirse a los Noldor venidos de Occidente. El gesto de su rostro serio, preocupado pero a la vez feliz por partir, por enfrentarse a un enemigo que tenía cara y ojos, que era más que un fantasma, que le permitía salir de sí mismo...

También Glorfindel partía en lo que iba a ser su primer enfrentamiento serio desde su regreso... preclaro escudero de dorados cabellos y gesto noble y grave...

Y ellos se quedaron ahí, en Balar, bajo el mando directo de Artahér, severo y exigente, encargado del gobierno de Balar en ausencia del Monarca.

Todo aquel tiempo había sido como una pesadilla. No era fácil tener dieciseís años y dejar de ser libre de pronto. Las miradas de todos pendientes de ti, sin explicarse el rápido crecimiento, sin sabe qué eres, gigante al lado de los Eldar de tu misma edad, con la muerte incierta sobre tu cabeza No era fácil dejar de sentir bajo tus piernas un caballo, saber que un techo se interpone entre tu cabeza y las sonrisas de una estrella... No era fácil levantarse día a día de un lecho fijo en un sitio fijo, con una retahíla absurda de trabajos pendientes, todos iguales a sí mismos; no era fácil cambiar por libros las bellas historias que Macalaurë les cantaba alrededor del fuego. Pero lo peor era aquella fría sensación de la sonrisa de alguien que te mira sabiendo que contigo cumple un deber.

Aún veía la expresión rígida de Artahér, cuando los guardias los trajeron, harapientos y sucios, vacío el estómago.

- ¿Es este el buen trato que os han dado los desposeídos? –Dijo arqueando una ceja.

Y los confió a Gaeruil, la antigua niñera de Ereinion, que los sumergió largo rato en agua caliente y les corto los salvajes cabellos hasta dejarlos reducidos a una melena de paje a la altura de los hombros:

- Péinalos bien, quizá tengan piojos –había dicho Artaher con su odiosa voz.

Elrond nunca se había sentido tan humillado. Su hermano había protestado vivamente hasta que un guardian lo sujetó con fuerza. Su fama de rebelde empezaba a cimentarse.

Pasar del mundo de Macalaurë al de Gaeruil, del frente a la retaguardia, de la profundidad de una voz cálida al tono agudo y frío del constante reproche; olvidar la mirada sabia y templada a golpes de fracasos por la observación juiciosa; la ternura, a veces severa, del padre, por la ironía, siempre hiriente, del preceptor.

A Elrond le costaba aceptar que no fuera el hambre la señal para alimentarse, sino las dos campanadas de la Mindon que siempre esperaba Gaeruil antes de servir la comida. No entendía que fuera el interés de Artahér y no su curiosidad el motor que lo empujara a leer un libro, y prefería mil veces aprender al lado de Míriel a coser heridas abiertas que tocar el arpa en los salones reales. Interminables protocolos oficiales empezaron a llenar su tiempo en una liturgia aburrida y vacía en la que los mínimos gestos expresivos se castigaban severamente.

Pero crecían aprisa: eran Medio Elfos, y su tiempo más parecido al de los hombres. Con veinte años eran gallardos y fuertes y habían recibido la instrucción de las armas; y la guerra los llevó al frente, al lado de Ereinion.

Gil-galad intentaba actuar como un padre, pero no era capaz... no podía tratar como a sus hijos a aquellos jóvenes cuyo verdadero padre iluminaba todos los amaneceres. No podía paliar el daño de la guerra, el terror y la sangre vertida. Sólo podía ofrecerles lo que a su vez había conquistado: la larga búsqueda del olvido en una existencia repleta de cosas qué hacer para no pensar más. Elrond sentía que cada vez que Ereinion lo miraba se veía a sí mismo, su realidad de niño abandonado, de príncipe y rey a la fuerza. Tampoco a él le gustaba estar cerca del Rey. No quería para sí aquella opresora existencia de obligaciones ineludibles, de demostrar día a día su valor, su inteligencia, su nobleza... Entre los dos hicieron un pacto tácito y sólo se veían cuando era imprescindible, hasta que poco a poco se fueron acostumbrando el uno al otro, como el pie al zapato que roza. Y Elrond descubrió que trabajar como un loco, sin tregua, lleva a olvidarse de sí mismo, que protege de los sentimientos como una armadura de mithril.

Elrond se sentó otra vez. Sus manos volvieron a abrir la carta como si le dijera a su hermano: “Vamos a ver: reflexionemos...” y deslizó sus ojos por las tengwar escritas...

¿Por qué?

El horror de la guerra había concluido; el viejo enemigo estaba recluido en la nada, en el vacío intemporal, mutilado, vencido, aniquilado... Todo presagiaba una larga paz, la posibilidad, por fin, de vivir con gozo una vida inmortal...

Y... sin embargo...

¿Por qué la muerte? ¿Cómo y para qué vivir si todo acaba con la inercia, con la tierra por encima, con la nada escondida detrás de una incierta promesa de Eru que ni los sabios de los sabios son capaces de descifrar? ¿Cómo disfrutar del hoy, para qué evocar el ayer, si el mañana trae la aniquilación?

¿Y él?

La muerte era separarse. Para siempre.

Del todo.

¿Por qué el destino de los Eldar y el de los Atani se separaban tan drásticamente?

- Eka onono, ná néca... sine nati quentat anta antasse (“Mira hermano, eres débil, estas cosas se dicen cara a cara”) –Le dijo al pergamino apuntándole con un dedo...



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