Historia de la Dama Blanca

22 de Mayo de 2003, a las 00:00 - Elanta
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20. Visitantes de Lindon




El sol aún no se había levantado sobre Ost-in-Edhil, cuando los guardianes de las Puertas vieron aparecer a siete jinetes entre las brumas que cubrían el camino a horas tan tempranas.

En cabeza iba un noble señor elfo, a juzgar por sus ricas ropas color azul profundo y el aro plateado que ceñía su negro cabello, y un caballero de dorada melena, jubilosa expresión y ropajes níveos. Les flanqueaban seis soldados con la librea real de Lindon.

- ¡Daro, nobles señores!, ¿seríais tan amables de identificaros? -.(Alto)

- Tancol Arandil, heraldo de su majestad Gil-galad de Lindon – respondió el viajero. (el Signo, la Estrella importante/amigo del rey)

Los guardias realizaron la reverencia que se merecía tan insigne visitante para, acto seguido, hacerse cargo de sus monturas y el equipaje.

Tancol contempló el paisaje a medida que subían en el ortan. Las colinas aparecían envueltas en niebla, formando pequeñas islas doradas y verdes, una visión de ensueño iluminada por los primeros rayos de sol.

- Lo que no entiendo es por qué has decidido presentarte con otro nombre – comentaba el capitán de la pequeña escolta.

- Si Galadriel está en lo cierto, el que mi verdadera identidad se mantenga en secreto juega a favor nuestro – explicó el elfo – Espero que todos vosotros lo recordéis y no estropeéis el ardid -.

- Descuidad, señor – el oficial guiñó un ojo, señal de silencioso entendimiento.

- Además tu rango hará que la atención se desvíe en parte de mi persona – sonrió divertido y añadió en tono de broma – Caballero Glorfindel, príncipe de la Casa de la Flor Dorada -.

A la salida del ortan les recibió una noble noldorin, su expresión alegre y chispeante inspiraba una inmediata simpatía.

- Mae govannen, im Mírwen, doncella personal de la Dama Blanca, os acompañaré hasta la casa de los reyes -.

Mientras caminaban por la calle, todos los ojos se volvían en su dirección, curiosidad por saber quien era el personaje tan bien escoltado por guerreros con la librea de Lindon.

- Naugrim – observó Glorfindel, al descubrir a un grupo de enanos saliendo de una posada.

- Sí, las cosas han cambiado un poco – dijo Mírwen – Ahora es habitual ver a los naugrim o los edain pasear por nuestra ciudad, el comercio y el intercambio de ideas ha favorecido a todos los Pueblos... oh, oh! -.

La doncella acababa de descubrir a cierta pareja viniendo en dirección contraria a ellos, Annatar y Orophin. El vidente había corrido a avisar a su señor de la inesperada visita, el maia decidió que era necesario ver a los recién llegados lo antes posible.

Artano miró interesado al extranjero, el heraldo de Gil-galad no estaba en Lindon cuando él pasó por el reino, ocupado en alguna oscura misión encargada por su rey. Le escrutó a fondo y se sintió incapaz de aclarar el misterio que le rodeaba, un rostro tan o más hermoso que el de los Altos Elfos y al mismo tiempo poseedor de ciertos rasgos humanos, constitución de un experimentado guerrero y ojos de un sabio, en los que brillaba la luz de las estrellas.

- Aiya – saludó el maia.

- Señor Annatar, tenemos prisa, si queréis conversar con nuestro invitado habréis de esperar a la cena de bienvenida – se apresuró a objetar Mírwen.

- Lo entiendo, sed bienvenido señor... -.

- Tancol Arandil – respondió el aludido – Es un honor conocer a uno de los servidores de Aulë, espero poder hablar más adelante con vos -.

- Será un placer, señor Arandil -.

Annatar continúo su aparentemente casual paseo, con Orophin pegado a sus talones. Tancol palideció visiblemente y comenzó a respirar igual que si hubiese corrido durante varias horas.

- ¿Estáis bien? -.

- Sí... – jadeó, apoyándose en el preocupado Glorfindel – Mírwen, llévanos con Galadriel -.

Nada más entrar en la casa de los monarcas, Tancol se derrumbó en uno de los sillones. El ruido de la llegada del grupo hizo bajar a la Dama Blanca, antes que cualquiera de los criados pudiera ir a avisarla.

- ¿Qué ha sucedido? – preguntó la reina, al ver el pésimo estado en que se encontraba el noble elfo.

- Nos hemos cruzado con Annatar – Mírwen bajó la cabeza.

- Tranquila Mírwen, no es culpa tuya –.

- Tendría que haberlo previsto, Artano tiene espías por todo Ost-in-Edhil – insistió ella y añadió en dirección a Tancol – Lo siento -.

- La Dama Galadriel tiene razón, no hay por qué pedir perdón – sonrió él – Sé que deberíamos dedicarnos a los felices reencuentros, pero lo primero es lo primero, ¿hay algún lugar dónde hablar en absoluta privacidad? -.

- Mi esposo nos espera allí – asintió la reina – Acompañadme -.

La pequeña comitiva siguió a la dama hasta la casa de Valglin, vacía desde que el astrólogo cayera enfermo y, posteriormente, se quedará a vivir con Thalos para recibir tratamiento. El capitán Glorfindel y sus cinco compañeros se apostaron en la puerta mientras los demás entraban. En el sencillo salón comedor aguardaban Celeborn, Fendomë, Aegnor, Súlima, Fanari y Orrerë.

Galadriel se encargó de hacer las presentaciones. A continuación, le expusieron a Tancol la situación que se vivía en la capital desde que Annatar llegase hacía unos dos años.

- Puedo confirmaros que las sospechas de vuestra reina fueron y son acertadas, ese vidente, Orophin, intentó asaltar mi mente de manera descarada – dijo Tancol – Gil-galad sufrió un presentimiento muy semejante al de la Dama Galadriel, menos detallado pues él no posee un poder tan grande como el suyo, y también el caballero Elrond intuyó que Annatar no era de fiar -.

- Debí expulsarle sin ceder a las presiones de los mírdain, me temo que es algo que me reprocharé eternamente – reconoció ella – De nada me sirve tanto poder, me siento completamente atada por los aristócratas y el Gwaith-i-Mírdain -.

- Necesitamos pruebas de su perversidad, entonces sus majestades podrían desterrarle – apuntó Súlima.

- Por desgracia, eso no es tan sencillo; Orophin puede penetrar en las mentes de aquellos que le rodean, sabría enseguida si alguien intenta mentirle y acercarse a Annatar para obtener información – objetó Fendomë.

- No era eso lo que sugería, señor herrero, eso no facilita pruebas palpables para un juicio -.

- ¿Entonces? -.

- Annatar posee una mansión en Ost-in-Edhil, entremos en ella -.

- Es un suicidio – afirmó Aegnor – Debe estar a rebosar de trampas sino cosas peores, además ¿quién lo haría? -.

- Yo -.

Los presentes miraron desconcertados a Mírwen.

- Eso está fuera de toda discusión, no vas a hacer tal cosa –. Las vehementes palabras de Fendomë arrancaron una breve sonrisa en Súlima.

- Estoy de acuerdo con Fendomë – secundó Galadriel.

- Tarinya, puedo hacerlo... Annatar tiene a su servicio a varios elfos silvanos, uno de ellos ha mostrado bastante interés por mi persona y le he dejado creer que puede tener alguna oportunidad; si le pido que me enseñe la casa en ausencia de su señor no se negará, al contrario, le faltará tiempo para abrirme las puertas de par en par -.

Se hizo el silencio mientras todos sopesaban aquel plan.

- Es factible, aunque peligroso – comentó Tancol.

- No tengo miedo, en el caso que Annatar pudiese descubrirme nunca osaría ponerme la mano encima, sabe que sería una excusa perfecta para que mi señora se abalanzase sobre él -.

Aún se debatió un poco más el asunto, pero finalmente se aceptó la propuesta de la doncella noldorin aunque no de manera unánime; Fendomë mantuvo una sombría expresión durante lo que quedaba de reunión.



Tres días después se ponía en marcha el plan de asalto. Aegnor y Fendomë apoyados por Fanari y Orrerë, debían mantener vigilado a Annatar y procurar que no abandonase el Mírdaithrond bajo ningún concepto. Para asegurar aún más la permanencia del maia, Galadriel pidió que los mírdain mostrasen a Anardil las maravillas de las Estancias de los Orfebres.

Mírwen se arregló expresamente para su misión. Llevaba su mejor vestido de paseo, un bonito verde musgo con adornos blancos, el largo pelo anudado con un pañuelo y escasa joyería, sólo destacaba un colgante con seis diamantes en forma de lagrimas y una pulsera.

Caminó distraídamente hasta las inmediaciones de la casa de Annatar, un elfo la aguardaba en las puertas.

- Aiya, Merthol -.

- Hoy estás muy linda -.

- Gracias... ¿vas a dejarme pasar como prometiste? -.

- Sí, aunque debe ser una visita corta, si mi jefe se entera me la cargo -.

- Lo entiendo, pero no puedo evitar sentir curiosidad por saber cómo vive el gran Aulendil -.

La doncella hablaba ligera y sin perder la sonrisa, sin embargo su interior era un furioso torbellino de nervios y miedo.

Merthol abrió la puerta y le cedió el paso. Nada más entrar Mírwen se topó con una espectacular sala de recepción; una rotonda de doce metros de diámetro con paredes en mármol rosa y un techo de cúpula color perla a casi quince metros de altura. Avanzó un poco más y descubrió un precioso mosaico en el suelo, una rosa de los vientos de seis puntas.

- Impresionante – dijo sin necesidad de fingir.

- Ven -.

El criado la guió por las distintas habitaciones. El comedor, la biblioteca, el despacho, cocinas... todo sin ventanas y en el piso de arriba dormitorios y baños. La mansión irradiaba lujo y una extraña sensación de frialdad.

- ¿Trabajan hoy todos tus compañeros? – interrogó Mírwen, después que se cruzaran con otro silvano que limpiaba el suelo.

- No, hoy sólo estamos tres, Annatar no iba a estar en todo el día y no necesitaba el servicio al completo -.

- Lo siento, Merthol -.

- ¿Qué? -.

Ella activó mentalmente la magia del colgante, haciendo que un hechizo de sueño cayera sobre el silvano. Inmediatamente buscó a los otros dos siervos que quedaban y los desterró al reino de la inconsciencia.

Una vez se aseguró que no quedaba nadie más, fue directamente al despacho del primer piso. Como era de esperar los cajones estaban cerrados. Mírwen usó los sortilegios de apertura imbuidos en su pulsera y las cerraduras cedieron dócilmente; encontró documentos relacionados con proyectos del Mírdaithrond, balances, relaciones de nombres con la estructura interna de la Hermandad...

- Nada, no hay nada -.

Dio un repaso rápido a la biblioteca, todos eran libros de literatura y ciencia valiosos pero inofensivos. Sin permitirse un respiro, subió corriendo al segundo piso y entró en la habitación de Annatar. Allí no encontró ni un papel, sólo ropa.

Procurando calmarse volvió al despacho, quizás había pasado algo por alto. Fue revisando más despacio los documentos, eso le hizo reparar en una anotación a pie de página, algo escrito deprisa y sin relación alguna con el resto de la información allí recogida, o quizás sí.

- Minë Corma turië të ilyë... “un Anillo para gobernarlos a todos” – leyó en voz alta – Es lo más cerca que estoy de saber algo, veamos de que trata lo demás -.

Las cuatro páginas que componían el legajo en cuestión eran un estudio alquímico, algo sobre unos artefactos con poderes jamás vistos; su poder partía de la unión que tenía el forjador con el objeto al volcar parte de su esencia en él durante su creación.

Mírwen no entendía mucho de la profesión de herrero y joyero, pero aquello no sonaba demasiado bien. Lo mejor sería llevarle los papeles a Fendomë y que él descifrara el resto de palabras técnicas que ella no comprendía.

- ¿Has encontrado lo que buscabas? -.

Las manos se le helaron sobre el pergamino. Despacio, levantó su mirada esmeraldina.

- ¡Annatar! – gritó su mente.

- ¿Y bien? – el maia mantenía una actitud entre divertida y molesta, como un padre que ha encontrado a uno de sus hijos fisgoneando sus cosas.

- No exactamente -.

- Quizás pueda ayudarte -.

En cuanto Artano dio dos pasos dentro de la estancia Mírwen saltó de la silla y se escudó tras ella.

- Oh, tranquila gacelilla – sonrió él.

- Me tranquilizaré cuando esté fuera de esta casa -.

- Te recuerdo que tú eres la intrusa, la que se ha colado sin permiso en una propiedad privada -.

- Dejadme salir -.

- Deposita esos papeles sobre la mesa y me haré a un lado – indicó Annatar.

Ella enrolló el legajo y lo guardó en su cintura.

- Dejadme salir – repitió.

El maia cerró las puertas del despacho y echó la llave. El miedo atenazó las entrañas de la doncella.

- Suelta esos papeles -.

La elfa se movió, manteniendo el escritorio entre ella y su posible atacante.

- No voy a soltarlos – afirmó con una seguridad que no sentía – Y si yo no salgo de aquí en breve, mi señora, la Dama Blanca, echará este lugar abajo para encontrarme -.

- Que miedo – se burló Annatar, al tiempo que agarraba el escritorio y lo arrojaba contra la pared como si apenas pesara.

Mírwen corrió hacia la puerta, a punto de echarse a llorar. Aterrada, descubrió que el hechizo de su pulsera no funcionaba. Una mano la agarró por el hombro y la volteó violentamente, empotrándola contra la misma puerta que intentaba abrir. Gritó de dolor.

- Fin del juego, gacelilla –.

- Confían en mí – se obligó a recordar la elfa.

En un acto desesperado, lanzó un rodillazo contra aquella parte que hay en toda anatomía masculina, incluso en aquellos espíritus que adoptan forma física, y que es particularmente delicada, obteniendo el resultado que todos conocemos. Aprovechando el temporal fuera de combate de Annatar, Mírwen se apropió de las llaves y probó hasta que dio con la correcta. No miró atrás, lo único que cabía en su mente era la puerta doble del otro lado de la rotonda. Sin embargo no llegó muy lejos, su cuerpo chocó bruscamente contra un muro invisible y cayó al suelo, aturdida.

- Buen movimiento – reconoció Annatar, de pie junto a ella – Aunque no lo suficiente -.



- Estoy convencida que Annatar es el culpable -.

- Enseguida lo sabremos y comprobaré si soy capaz de hacer algo por vuestro amigo -.

Galadriel y Tancol había ido a ver a Valglin, los poderes del noble elfo eran la última oportunidad que quedaba para curar al astrólogo.

Thalos bajó las escaleras con el enfermo cogido de su mano, la locura de Valglin no había mejorado pero tampoco parecía haber empeorado. Corrió a abrazar a la reina y estrechó efusivamente la mano de Tancol.

- Almarë Dama Dorada y Señor del Valle -.
- Aiya Valglin, ¿cómo te sientes hoy? – preguntó Galadriel, ignorando sus desvaríos.

- Muy bien, he estado jugando al ajedrez con uno de los compañeros de Thalos – sonrió feliz – Hoy tampoco llevas la estrella en tu mano, mi señora, y vos tampoco lleváis la vuestra, señor de los elfos -.

- ¿Una estrella? – Tancol le miró perplejo, era increíble que un elda hubiese sucumbido a semejante locura, sin duda debía ser producto de algún tipo de poder mágico.

- Sí señor, una estrella, bueno, en realidad son tres pero eso no lo sabéis todavía – afirmó con expresión enigmática – Por cierto, Galadriel, no deberías dejar que tus niños se cuelen en lugares tan peligrosos, alguno va a salir dañado -.

Un la luz de comprensión y sobresalto se encendió en la mente de la reina.

- ¿Cuál de mis niños está en peligro? -.

- No es niño, es niña – sonrió y se giró hacia Tancol – Has crecido chiquillo -.

Anardil miró interrogante a la Dama Blanca.

- Valglin ha perdido contacto con esta realidad a causa de un poder exterior, lo extraño es que además de enloquecerle le ha hecho saltar hacia el futuro, todas esas frases inconexas y sin sentido son hechos futuros convertidos en pequeñas adivinanzas – le explicó mentalmente Galadriel.

- Mal asunto, mal asunto – el astrólogo cogió las manos de Tancol como si buscase algo – No veo el anillo, ¿acaso ya se lo has dado?, es un poco joven todavía -.

- A mí no me parece joven – aventuró Anardil, intentando sonsacar alguna información más clara.

- Pues a vuestra hija sí se lo parece -.

El gesto consternado del noble elfo hizo sonreír a Galadriel.

- ¿Intentaréis sanarle? – interrogó entonces la dama.

- Sí -.

Tancol hizo que Valglin se sentase. Poniendo las manos sobre la cabeza del astrólogo, invocó su poder.

- Es imposible – dijo pasados unos minutos – Es como intentar desenredar una tela de araña sin que se rompa el hilo, si lo fuerzo podría matarlo -.

- Puede quedarse conmigo, tarinya – fue Thalos quien habló, el sanador había permanecido en un segundo plano todo el tiempo – Valglin es mi amigo y será un honor cuidarle en la adversidad -.

- Te lo agradezco -.

La puerta del consultorio de Thalos se abrió de golpe. De los cinco elfos que entraron Galadriel sólo conocía a dos, Glorfindel y a la doncella que uno de los extraños traía en brazos, empapada de agua y con el rostro contraído en una congelada mueca de horror.

- ¡Mírwen! -.



Fendomë golpeó la pared con tanta fuerza que Aegnor temió que se rompiera la mano.

- ¡Os dije que no debíais dejarla entrar! -.

- De nada sirve lamentarlo – replicó Galadriel.

El grupo que apoyaba a la reina se había reunido en su casa poco después de enterarse de la suerte que había corrido Mírwen. La tripulación de una de las embarcaciones que realizaban el trayecto de Kazad-dûm al Mírdaithrond vio como la elfa se arrojaba al río, enseguida se aprestaron a rescatarla.

La discusión se vio interrumpida por la llegada de Thalos.

- Se recuperará – informó para tranquilidad de los presentes – Sin embargo dice que no recuerda nada de lo que sucedió, su último recuerdo es haber hablado con Merthol a las puertas de la casa de Annatar -.

- ¿Un hechizo de olvido? – interrogó Orrerë.

- Posiblemente – asintió el sanador – Además ha desarrollado cierta claustrofobia -.

- ¿No la han lastimado? -.

- No, Fendomë, al menos físicamente – le aseguró Thalos – En principio parece que se conformó con hechizarla y ordenarla que se arrojase al Sirannon -.

- Cómo si eso fuera poco – masculló el maestro herrero.

- Mírwen le es indiferente, Annatar quería castigarme a mí matándola a ella – apuntó la Dama Blanca – Ahora sabemos con certeza que nos enfrentamos a alguien perverso, la pregunta sigue siendo quién es y de cuanto poder dispone -.

- Deberíais echarle sin más, olvidad al Consejo, haced lo mejor para vuestro reino – dijo Orrerë, en un arrebato nacido de la impotencia.

- No puedo porque Eregion ya no es completamente mío, Celebrimbor y Annatar han conquistado las voluntades de gran parte de mis súbditos -.

- A este paso vos... -.

- Perderé la corona – concluyó la reina – Haré lo que esté en mi mano para ayudar a los habitantes de Eregion, al menos durante el escaso tiempo que presiento me queda -.

- No podéis hablar en serio – protestó Aegnor.

- Es la verdad y el destino de esta tierra desde el día que Eregion fue fundado – los ojos de zafiro recorrieron a los presentes, irradiando una serenidad que los heló a todos, y pronunció unas palabras que fueron eco de otras que se escucharon en Doriath - Que mi reino sea el más grande y caiga como los que le han precedido y le seguirán, así hable una vez y así ha de ser -.



La situación en los meses siguientes fue empeorando. En el Mírdaithrond los bandos terminaban de formarse, sin que eso evitara que unos artesanos sabotearan a otros dentro de una misma alianza, generando un ambiente enrarecido; a eso se añadía la hostilidad manifiesta de Aegnor y Fendomë, dos de los tres señores herreros, contra Annatar o cualquier cosa que tuviera que ver con él. Aún así la grandeza de la Hermandad no parecía verse afectada y continuaba creciendo.

- Propuestas -.

El Consejo del Gwaith-i-Mírdain no se sorprendió cuando su miembro honorífico, Aulendil, pidió la palabra.

- He estado trabajando un concepto ciertamente interesante, una nueva aleación -.

- Explicaos -. Celebrimbor llevaba semanas esperando aquella reunión para conocer los detalles de la nueva idea del maia.

- Según mis estudios, si se diera con las proporciones adecuadas de mithril y celebur, se podría crear un metal, el mithrarian, que desafiaría la atracción terrestre y que resistiría el ataque de cualquier hechizo -.

Un murmullo generalizado se extendió por la sala. La idea resultaba de lo más atrayente pero presentaba un problema.

- No negaré que el proyecto resulta fascinante, sin embargo no intentaré llevarlo a cabo – dijo el príncipe noldo – El celebur es un mineral que los naugrim conocen hace milenios, mucho antes que los elfos, y procuran evitarlo; según me contaron aquellos herreros con los que he tratado en Hadhodrond, el celebur es origen de enfermedad e incluso muerte para aquellos que poseen la osadía, o la locura, de trabajar con él -.

- ¿Impedirás que otros lo intenten? -.

- No, Annatar, aquí cada cual es libre de dedicar su vida y muerte a lo que más desee; siempre que no se ponga en peligro a otros miembros de la hermandad, está permitido el uso del celebur – explicó él sin alterarse lo más mínimo – Pasemos a otro tema -.

- Sí, a esa pareja de aprendices, Catástrofe y Cataclismo – intervino Aegnor, mordaz – Fuera de bromas, esos muchachos son un peligro público, en más de tres años aún no han sido capaces de aprender el uso básico de los Altos Hornos por no hablar de las Forjas Frías, son los elfos más torpes que he visto nunca -.

- No son torpes, es que no les gusta lo que hacen -.

Toda la atención recayó sobre el pelirrojo sobrino de Celebrimbor, el mismo que se suponía debía permanecer oculto porque los aprendices no tienen acceso a las reuniones del Consejo.

- Finculin, a parte que no deberías estar aquí, ¿a qué te refieres con eso de que no les gusta lo que hacen? -.

- Los padres de los chicos, aquí presentes – señaló a los dos orgullosos herreros – Son Maestros de Estancia, supongo que pensaron que sus hijos debían seguir sus pasos y formar parte de nuestra noble orden, aún cuando a uno le gusta la música y el otro quiere dedicarse al comercio -.

- ¿Por el capricho de unos padres han estado a punto de salir volando por los aires las Estancias de las Joyas? – bramó el Mantenedor de los Fuegos.

Los dos consejeros se hundieron en sus asientos.

- Señores, creo que lo más conveniente para la integridad física de todos es que sus hijos se consagren a aquello que les gusta – sonrió Fendomë - ¿No les parece? -.

Ellos asintieron efusivamente.

- Ya me parecía a mí que estaríamos de acuerdo -.

Se debatieron muchísimas cosas aquella mañana: precios, exportación, tasas, normativa, el eterno dilema de la ampliación de la Hermandad... Una vez se tomaron las consiguientes resoluciones, los maestros volvieron a sus Estancias.

- ¿Dónde vas? – le preguntó Aegnor a Celebrimbor al subir a uno de los ortani.

- Estancias de la Plata, tengo a medio hacer una espada, Sûlhelka, la he imbuido de un hechizo de mi propia invención -.

- ¿Y tú Fendomë? -.

- Voy con Celebrimbor, terminé ayer el collar de lapislázuli y quiero variar de trabajo -.

- Os acompaño -.

- ¿Pero no tenías que revisar el horno de gemas? -.

- Sí, pero también tengo que revisar el de mithril de las Estancias de la Plata, ¿qué más da el orden? -.

- Lo que no entiendo es como tienes tiempo de utilizar las fraguas si te pasas casi todo el tiempo comprobando que funcionan bien -.

- Bueno, supongo que ahora que esos dos desastres ambulantes han sido expulsados tendré más tiempo para dedicarlo a mis trabajos -.

Dejaron las túnicas y tomaron los guantes, petos y máscaras protectoras. Celebrimbor recogió la h oja de mithril, prácticamente lista, y entró en la sala de forjado. Fendomë empezó por preparar la aleación que necesitaba en uno de los crisoles y Aegnor comprobó las tuberías del gas.

- Aegnor, te necesitan en las Estancias del Vidrio, hay un maestro despotricando porque no consigue regular la temperatura de uno de los hornos – informó un aprendiz.

- Estoy empezando a plantearme buscar un ayudante – suspiró el noldo – Vamos a ver qué tripa se le ha roto al maestro Lotion esta vez -.

- ¿Cómo sabias que era él? – interrogaron simultáneamente Celebrimbor y el emisario.

- Porque es tan inútil como los dos chavales a los que han echado, pero él es un maestro y no podemos hacerle lo mismo – se encogió de hombros.

Fendomë llegó después que se fuera su amigo.

- ¿Y Aegnor? -.

- Ha ido a rescatar a Lotion -.

- Fuimos muy poco selectivos al fundar la Hermandad, ¿no? -.

- Suele suceder cuando creas algo de la nada, echas mano de lo primero que tienes -.

- Entonces habrá que cambiar los estatutos, “se podrá despedir a un maestro cuando demuestre que es más inútil que un aprendiz” -.

- Me temo que ese tema puede equipararse al de ampliar el número de plazas en la Hermandad -.

- ¿Y?, eres el señor de todo esto, aunque te saltes alguna norma has de hacer lo mejor para el Gwaith-i-Mírdain -.

- ¿Eso es lo mismo que le aconsejas a Galadriel? -.

El martillo de Fendomë quedó repentinamente en silencio.

- ¿Qué insinúas, Celebrimbor? -.

- Nada, sólo era una observación -.

- Una observación no suena como una acusación, ¿acaso tu enfermiza obsesión con la reina hace que empieces a desvariar? -.

- Simplemente digo que se te ve muy a menudo en su compañía -.

- ¿Quieres saber el por qué? -.

El príncipe no respondió, no era necesario.

- Por supuesto que quieres saberlo, ¿te enteraste del “accidente” que sufrió Mírwen? -.

- Cayó al río -.

- Incorrecto, la hechizaron y la ordenaron tirarse – replicó secamente el elda – Fue un aviso destinado a la Dama Blanca y a mi persona, por inmiscuirnos demasiado en los asuntos de Annatar -.

- Eso es absurdo -.

- Demasiadas cosas son absurdas últimamente – se quitó la careta y los guantes - Me voy a casa, no estoy de humor para trabajar -.

- ¡Fendomë...! -.

La frase quedó inacabada. Ambos compañeros intercambiaron una mirada alarmada, un inquietante sonido iba aumentando en potencia. El elda fue el primero en verlo, las grietas formándose en las tuberías del gas.

- ¡¡¡Fuera todos!!! -.

La primera explosión. Fendomë sintió como si una estampida de caballos le hubiese arrollado; diversas heridas y magulladuras surcaban su cuerpo, la sangre manaba de una herida en su cabeza tiñendo de carmesí su pelo negro.

Cuando los oídos dejaron de zumbarle pudo escrutar su entorno. La sección de los talleres aledaña a las fraguas se había convertido en un infierno. El fuego ganaba terreno y los escapes de gases, mezclados con los productos químicos que usaban para las aleaciones, harían saltar por los aires las Estancias de la Plata; si es que el fuego no se propagaba por todas las Estancias del Metal y causaba el completo hundimiento del Mírdaithrond.

- Hay que cerrar las esclusas de seguridad – se dijo – Pero primero hay que sacar a toda la gente -.

Vio a varios mírdain ayudando a sus compañeros, sacándolos de bajo los escombros y portándolos en brazos.

- ¿Y Celebrimbor? -.

Lo encontró caído a pocos metros de él. Una de las hojas de metal, propulsadas por la explosión, había alcanzado al príncipe noldo en un hombro, un poco más y le hubiera cercenado el brazo derecho.

- ¡Celebrimbor, responde! -.

- Pienso matar a Aegnor – gimió entreabriendo los ojos.

- ¡Gracias a Elbereth!... apóyate en mí, hay que salir de aquí antes que nos convirtamos en elfos a la brasa -.

Nueva explosión, seguida de otras más pequeñas. Fendomë protegió a su amigo con su cuerpo. Algunas columnas y vigas cedieron, el recubrimiento marmóreo de las paredes caía en forma de bloques, el aire empezó a escasear siendo sustituido por gases.

- No podré llegar... vete tú – le ordenó Celebrimbor.

- Sólo es el hombro, seguro que... -.

- No, debo tener el costillar entero roto -.

- Tranquilo, voy a sacarte de aquí, amigo mío -.

Fendomë buscó rápido en torno suyo, desterrando el miedo en todo momento. Tenía que haber algo. Sus ojos se iluminaron al descubrir uno de los carros que se usaban para transportar el mineral.

Sin pensarlo dos veces, cogió en brazos a Celebrimbor y le subió en el destartalado armatoste. Pesaba mucho, los músculos le dolían, la cabeza le retumbaba y apenas conseguía respirar, cada bocanada era como tragar brasas candentes; y aún así avanzó firme, sin resignarse a dejar que su compañero y él perecieran de modo tan absurdo.

Desesperado vio como las compuertas de laen transparente empezaban a cerrarse, si quedaban de ese lado morirían asfixiados o achicharrados. Una idea cobró forma e invadió su mente.

- No lo conseguiremos – tosió Celebrimbor.

- Tú sí -.

Para horror del príncipe noldo, Fendomë invocó unas palabras arcanas que crearon una fortísima ráfaga de viento, propulsando así el carro fuera de la Estancia. Desfallecido, el elda contempló como las laminas de cristal se cerraban herméticamente.

Entre el humo vio un rostro familiar pegado a las puertas. Aegnor aporreaba el grueso cristal con una desesperación que rayaba la locura, Fendomë le hizo un gesto con la mano que decía "déjalo, es inútil". El Mantenedor de los Fuegos se quedó mirándole y Fendomë sabía que, aunque él no podía apreciarlo, los violáceos ojos de su amigo estaban anegados por el llanto.

Las deflagraciones a su espalda aumentaron, y Fendomë se volvió para hacer frente a la muerte. Esto era lo que se merecía desde hacía milenios, desde lo sucedido en Aqualondë cuando empuñó su espada contra gente inocente y desarmada y les arrebató la vida.

Rodeado de llamas, avistó aquella mole pétrea que caía directamente hacia él, una de las columnas; sabía que debía llevar una gran velocidad, sin embargo él tenía la impresión que todo se había ralentizado en torno suyo.

- Me encomiendo a ti Elbereth, Señora de las Estrellas, Protectora de los Eldar -.

Sonrió y la oscuridad se cernió sobre él.


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