Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Una nueva bienvenida

Los años habían pasado entre aventuras y juegos, los Torneos se celebraban cada cierto tiempo con total normalidad, sin embargo, en esa ocasión era distinto, pues el día estaba más cerca y el príncipe no daba señal alguna de querer aparecer, muchos meses habían pasado ya desde que Legolas emprendió el viaje hacia el Este y el Sur, mas no había noticias de él. El rey Thranduil, empero, declaró que los Torneos se realizarían de todas maneras, pues estaba seguro que el príncipe llegaría a tiempo.

Un aire de paz se respiraba en el palacio, las doncellas se apresuraban a servir las bebidas y seleccionar los frutos que habrían de ser esa mañana el desayuno del rey, quien vestido de verde y oro bajaba, él y su séquito, al Gran Salón, seguido por la Dama Nimedhel y sus tres hermanos, Mîrluin, Rilrómen y Linorn, arqueros del rey, diestros, fuertes y hermosos; Nimedhel, de cabellos de fuego y piel como la nieve, apenas si dejaba oír sus pasos, era blanca y liviana, descendía las escaleras de la mano del rey como una figura fantasmal hecha de fuego y luz. Así la vio Legolas la primera vez, cuando atravesaba el Bosque a galope vivo junto a sus hermanos, montada en Aglaroch, con los cabellos de fuego sueltos y el rostro como el diamante, muchos años atrás, cuando el Bosque empezaba a oscurecer.

El rey se sentó a la cabecera de la gran mesa llena de manjares de todo tipo y bebió de una copa de plata. Los Elfos del Bosque Negro acostumbran, si bien no están internados en la Floresta, degustar los frutos entre cantos y dulces palabras. Sin embargo, el rey miraba hacia otra dirección, hacia el delgado túnel que se dirigía al Este y el Sur, con un aire de ansiedad y leve preocupación; al fin, dijo:

- La Primavera está sobre nosotros, ha traído los cálidos vientos, la luz dorada del Sol y ha avivado el canto de las aves, sin embargo no ha traído lo más preciado para mí, pues mi hijo no da señal alguna de querer volver al lado de su padre.

Al decir esto, los más cercanos al rey callaron de repente, pues había gravedad y tristeza en la voz de Thranduil, de quien bien se sabía que amaba a su hijo por encima de todos sus más grandes tesoros. Si bien era cierto que el príncipe gustaba aventurarse lejos de los dominios de su padre, casi siempre en compañía de Linorn, Rilrómen y Mîrluin, esta vez había preferido hacerlo solo y el viaje había sido, hasta el momento, el más largo que hubiese realizado. Viendo esto, Nimedhel, que tenía hacia el rey un amor entrañable como el que una hija profesa hacia su padre, colocó su delicada mano sobre la del rey y le dijo casi como en un susurro:

- Largos y peligrosos son los caminos que vuestro hijo ha recorrido, solo o acompañado, a lo largo de los años, y los vientos siempre han sido más cálidos y el Bosque más verde cuando estaba cerca la hora de su retorno. Y, ¿no os parece mi señor que la brisa es más tibia?, ¿no percibís acaso que los árboles de vuestro reino abandonan su vestido de oro para de nuevo reverdecer? Sólo os pido alteza que esperéis un poco más, el que vos esperáis siempre retorna en esta época para dar la bienvenida a las hojas nuevas.

Aquellas palabras fueron para el rey como el haber salido repentinamente de un pesado sueño, despertado por el canto vivo de las aves y las dulces voces élficas entonando canciones para el Sol. El rey miró en los ojos de Nimedhel y halló paz, sonrió y, con la copa en alto, exclamó:

- ¡Que se sepa en todo el reino que yo Thranduil, rey del Bosque, nombraré a los vientos cálidos a partir de hoy y para siempre: Vannie, por las Palabras de la Señora, que me han devuelto la paz!

Dicho esto, brindó por Nimedhel, los demás lo imitaron y ese día hubo cantos en honor a la Dama del Bosque.

El día señalado llegó y los competidores, muy temprano en la mañana, se preparaban para la incursión en el Bosque, Nimedhel y sus hermanos vestían largas capas negras con bordes de plata y el traje de ellos era como el mar y el traje de ella era como el cielo, pero el príncipe no aparecía. Mirluin no había querido que Nimedhel participase esta vez, alegando que las arañas habían aumentado en las profundidades del Bosque y que temía por su seguridad, pero Nimedhel no hizo caso a esto, ¿Prefieres que me quede encerrada en las mazmorras del rey, bordando capas, tejiendo pañuelos y engarzando las hojas de la corona del ganador? No, hermano. Seré yo quien porte la corona, no quien la haga. A Mirluin no le quedó otra alternativa que ceder.

Se separaron entonces en grupos pequeños para cerciorarse que no hubiese “peligro” en el bosque, aunque peligro no es la palabra correcta, los Elfos buscaban más bien que nada molesto interrumpiese su cabalgata. Entiéndase “algo molesto” como un imprudente Enano que se haya atrevido a aventurarse en el Bosque en aquella desafortunada (para el Enano) ocasión, puesto que los Elfos hubiesen preferido jugar a tiro al blanco con aquella desdichada criatura, lo que hubiese interrumpido la competencia, cosa que no estaban dispuestos a permitir.

Un grupo de exploradores se adelantó, se internó en el bosque por algunas horas y finalmente regresaron, pero el príncipe no aparecía; en ese momento una agradable brisa acarició los cabellos de Nimedhel, faltaba poco tiempo para la Hora sin Sombras que marcaba el inicio de la competencia y la Dama decidió internarse una vez más en el Bosque, para pasar el tiempo mientras los demás aguardaban e intercambiaban consejos en el Claro del Este. No muy lejos, hacia el Este y el Sur, un cansado jinete vestido de castaño y verde se adentraba en el Bosque, tenía los ojos como el amanecer y su cabello brillaba al Sol, era delgado y sin embargo fuerte, esbelto y ágil, su rostro joven y sin defecto resplandecía al igual que sus manos hermosas; saltó ligero de su caballo y acercó el oído a un gran árbol que se alzaba a su diestra, cualquiera que lo hubiese visto podría haber pensado que el árbol tenía algo muy importante que decirle, y no hay poca verdad en esto, pues las hojas del oscuro ramaje se estremecieron apenas el muchacho hubo puesto sus manos sobre la corteza, el joven semblante permanecía inmutable, mientras sus oídos se acercaban más al viejo fresno, cuando finalmente esbozó una débil, aunque satisfecha, sonrisa. Un perfume de flores y hierba fresca le advirtió que alguien lo esperaba.

- ¡Salve Legolas, hijo de Thranduil!, es Usted sin lugar a dudas una gran presa que podré llevar al rey para pedir mi recompensa, a menos que la presa opine lo contrario -dijo amenazante la Dama.

- Me llamáis presa y sin embargo no me habéis cazado –respondió muy sereno el joven Elfo viajero-, cosa que sería incorrecta y por supuesto desleal, dado que la competencia de caza aún no empieza, al parecer no se ha dado cuenta Usted que vuestro caballo tiene una gran sombra en la hierba y no es sino hasta el mediodía cuando las sombras desaparecen y comienza el Torneo; además y por si no lo sabe, estoy enterado de todo cuanto ocurre en el reino de mi padre, pues lo mismo que a mi Señora le dicen los vientos, a mí me lo cuentan los árboles -respondió Legolas, y parecía otro y sin embargo era él mismo.

 Nimedhel no sabía si enojarse por el atrevimiento del Elfo, elogiar su inteligencia, burlarse de sus aires de grandeza y gran conocedor del Bosque o simplemente festejar su osadía, pero antes que hubiese decidido bien qué posición adoptar, el delgado joven de verde continuó su discurso, no con poca pomposidad y sabiendo (por Rilrómen) que esto irritaba sobremanera a Nimedhel.

- Me he dado cuenta que he causado extrañeza, enojo y perplejidad en mi Señora, pues bien, sepa que aún no he terminado, pues si mal no recuerdo fuisteis vos la que acercó un cuchillo a mi cuello estando yo indefenso mientras me acercaba... ¿cómo dijo Usted en aquel entonces...? ah, si, sigilosamente y por la espalda. Por lo tanto creo correcto que en esta ocasión seáis vos la que me ofrezca primero una disculpa y que sea yo quien le dé una ofrenda para que perdone mis palabras que deben haber sido para vos peores y mucho más agudas que la punta de una espada.

Lejos de enojarse, y con los ánimos decididos, Nimedhel rompió a reír, la alegría por el retorno del príncipe era mayor a cualquier otro sentimiento; y era muy cierto además lo último que Legolas dijo, pues muy bien sabía Nimedhel de su llegada cuando se internó por segunda vez en el Bosque, enterada por el susurro del viento y los rumores de las aves fue a su encuentro, ansiosa por devolverle la bienvenida dada hace años. Y como ella, también él, advertido por los árboles, sabía que así lo recibiría, pues los árboles del Bosque tienen voces propias y pueden hablar y hasta cantar para los oídos que sepan escucharlos; Legolas del Reino del Bosque sabía escuchar e interpretar las voces de los grandes sauces y los susurros de las hojas por sí mismo, por largo tiempo se extravió en la floresta para escuchar la conversación nocturna de la hierba y el follaje. Al fin, Nimedhel habló.

- Vuestro padre estará feliz de teneros de vuelta –dijo ella.

- Sólo espero que no sea el único feliz en recibirme –dijo él en una voz muy baja, que Nimedhel alcanzó a oír.

- Una sombra opacó vuestros ojos por un instante ¿Acaso estáis triste, Señor? –dijo Nimedhel.

- Los ciervos pasean cerca al río que los centinelas vigilan, las aves y otras criaturas pequeñas vagan en el suelo y la enramada sin que nos atrevamos siquiera a interrumpir sus susurros y gorgoteos, nuestras doncellas pasean sus delicados pies sobre la hierba, recogen las flores en primavera y recolectan hojas rojas en el otoño, que aquí es siempre bien recibido... pero la tristeza no es bienvenida aquí, en los dominios de mi padre, lejos de las frías montañas –respondió Legolas.

- Pues el júbilo y la fiesta sí. Mucho tiempo hemos esperado su llegada para comenzar los Torneos, vuestro padre prefirió esperar hasta hoy para que seáis vos quien inicie la carrera, y no me parece correcto que tengamos que defraudarlo –dijo Nimedhel, y Legolas comprendió en seguida el significado de estas palabras.

Rápidamente, Nimedhel giró su caballo y Legolas montó en el suyo saltando ágilmente. La doncella le dijo a Legolas con la mirada que él no tenía oportunidad de ganarle, a lo que el Elfo respondió con una sonrisa desafiante. Ambos empezaron a correr, y ningún ciervo, lobo u otra criatura de cuatro patas hubiese sido más veloz que aquellos corceles.



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