Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Para siempre
     
      Los breves tres meses estaban llegando a su fin, Legolas recordaba las palabras duras de Mirluin, los consejos de Linorn y Rilrómen, pero más aún, la fría indiferencia de Nimedhel, lo reconfortaba el recuerdo de aquel baile en el que brindaron juntos, cada uno deseando que el deseo de el otro se cumpliese, pero sus anhelos no encontraban esperanzas en la soledad de las cavernas. Al fin, cuando estaba ya resignado, el último día antes de la partida, a aventurarse solo y sin más consuelo que el recuerdo de una noche de breve alegría, la esperanza volvió a nacer en él. Ahí, frente a él, sentada frente a la ventana que divisaba el horizonte, con el cabello suelto y las manos juntas, estaba Nimedhel, y al verlo llegar se acercó a él, le habló muy bajo pero su voz era triste y su rostro era grave.
-He estado hablando con el viento. Las noticias son oscuras e imprecisas, pero todas son ciertas. El agua también me habló ayer y me mostró cosas que nunca había visto, la voz grave de Ulmo se suavizó con el caer de las gotas y éstas me contaron algunas cosas de las que aquí no hablaré –dijo ella.
-Entonces, si el agua es así de discreta, dime, Nimedhel, ¿qué te dijeron los vientos?
-Algunas cosas que han de suceder: En el crepúsculo habrás de partir de Rivendel y vaticino también que a ti y a todos los que te acompañen el corazón les pesará, pero te digo, Legolas, que la tristeza, el miedo y la duda no te tocarán sino hasta después de mucho tiempo, pues contigo te llevarás toda mi alegría y mi esperanza, y que ésta no se acabe ni se opaque en tu corazón –dijo Nimedhel y de sus ojos brotaron lágrimas.
-Dime, terna niña, el por qué de tus lágrimas –dijo Legolas, pues ahora ella lloraba en silencio y estaba más pálida.
-Una vez, en la Habitación de la Fuente, te dije que no sólo de tristeza se llora... pues hoy lloro por dolor... Erré mucho tiempo por el mundo buscando el calor de un verdadero hogar donde siempre me recibieran con gozo, y creí encontrarlo en estas cuevas, pero lo que yo buscaba no era un lugar... sino a alguien, y ahora que lo he encontrado, mucho me cuesta tener que verlo partir –dijo ella.
-Nimedhel, hermosa amiga, creo que ambos compartimos ese desdichado sentimiento, y no más que a ti me cuesta partir. Oh, quiera el cielo que pueda volver a ver en tu rostro una sonrisa –dijo él, y sin poder contenerse acercó para sí a Nimedhel tomándola de la delgada cintura con el fuerte brazo y acariciando sus largos cabellos con la otra mano.

      Ahora ambos temblaban, ella con sus manos apoyadas en el pecho de Legolas y él acariciando su cintura y su mejilla. En el silencio de la tarde sólo podían oírse dos cosas: los cada vez más fuertes suspiros de dos muchachos enamorados y los latidos  violentos de dos corazones que en vano intentan controlarse. Los ojos celestes de él se clavaban en las pupilas plateadas de ella y parecía que estaban a punto de desvanecerse. Ella contuvo sus lágrimas y lo miró fijamente, deseaba más que nunca tener al príncipe a su lado eternamente.
-No llores más –pidió Legolas.
-Pero ya no derramo lágrimas, dulce príncipe –respondió ella.
-Sí lo haces, lloras por dentro, lo veo a través de la luz plateada de tus ojos. No llores más –dijo él y la abrazó fuertemente.

      Ella podía sentir contra su cuerpo los rápidos latidos de él, y las mejillas de ambos estaban juntas, la suave respiración de la muchacha ahora era agitada y no podía apartar las manos de Legolas, él empezó a besar su mejilla tiernamente y ella acarició los cabellos del príncipe con sus dedos.
-Qué tiempos de desatino. Pertenecemos a una raza inmortal, nos está concedido el don de vivir todos los años de la tierra y.... siento que el tiempo me rehuye –dijo él.
-Los días son cortos y oscuros los caminos, pero tú Legolas llevarás en ti la luz de mi pueblo –respondió ella y puso delicadamente en la camisa de él una estrella de rubí, el símbolo de su clan.
-Grande es el regalo que me das, pero aún más valioso para mí es poder verte y escucharte. Ay, mucha falta me harás. Sólo ahora empiezo a comprender la angustia de los mortales –dijo Legolas.
-Dejad la angustia. El Sol se oculta y debes descansar –dijo ella con tristeza y bajó la mirada. Pero él tomó su rostro de nuevo y sus miradas se encontraron.
-Sé que lees los pensamientos de la gente: jubilosos y desdichados. ¿Alcanzas a saber lo que yo pienso? ¿lo que siento? –preguntó él.
-Mucho tiempo me has llamado amiga y me has confiado secretos infantiles, te he salvado la vida dos veces y aún así... después de tantos años, todavía no me atrevo a adivinar lo que hay en tu corazón.
-Es hora de saberlo entonces. Nimedhel, blanca y hermosa amiga, te considero la doncella más preciada de la tierra. A nadie más que a ti le he confiado ciertas cosas y... tu valentía me deja admirado. Desde que te vi entrar al Bosque con tu cabello de fuego y tu piel blanca, sin más adorno que tu propia belleza... te he amado y te sigo amando.
-Legolas, dulce amigo... eres correspondido –dijo ella temblando aún y ambos se abrazaron con más fuerza. Él la consumía con la mirada y ella se aferraba con ambas manos a él. Ahí, ante la caída del Sol y el ascenso de la Luna, ante la solitaria ventana entre los cantos de las alondras y el aroma de las flores... ambos sellaron su eterno amor con un tierno beso. Los labios de los dos estaban temblorosos, él acarició su mejilla y notó que estaba fría, ella tocó sus manos y éstas sudaban. Pero nada podría haberlos separado en aquel momento, aunque todas las huestes de Sauron invadiesen el Bosque, nadie habría conseguido que él la soltase o que ella se apartase. Porque en el momento que él puso su mano sobre la de ella, en el momento que ella le dio la estrella... quedaron unidos para toda la eternidad. 



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