Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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La emboscada

La paz aún reinaba en el Reino escondido a mitad del Valle, sin embargo, y sin que esto cupiese en la mente de los Elfos, en profundas cuevas de una oscuridad impenetrable, se reunían los orcos y los trasgos, multiplicándose. Una noche terrible, el jefe de aquellas criaturas desgraciadas convocó a todos los que pudo reunir a lo más profundo de la cueva, se reunieron y deliberaron, por largo tiempo  discutieron planeando su venganza, hasta que al fin el mayor de ellos habló:
-Muerte y palizas, eso es lo que hemos recibido de esos Elfos terribles. Han derramado la sangre de nuestra familia por años hasta casi desaparecernos de estas tierras. Yo digo que repitamos ese mismo trato con sus hijos y sus hijas, sus guerreros y sus caballos. Sí, daremos muerte a todo cuanto se mueva en ese valle, ¡y devoraremos todo lo que quede en pie! Empezando por el Señor de todos ellos: el Gigante, luego seguirá su esposa: la Bruja élfica, y sus hijos... yo sabré bien qué hacer con ellos cuando los traigan a rastras hasta mi cueva: ¡el plato principal del banquete!
     
      Con esas terribles palabras habló el Gran jefe trasgo y entre horribles cantos y agudos chillidos planearon cómo habrían de dar muerte al Gigante (que así era como llamaban al alto Señor de los Elfos: Harmírion) y a su familia. Los engañarían, los atraerían y harían que los persigan hasta las profundas quebradas, llegarían entonces a un claro entre las montañas y ahí despedazarían el cuerpo de su mayor enemigo: Harmírion, el Gigante.
     
      El tiempo pasaba y Mirluin era cada día más grave y más hermoso, Rilrómen, ahora hecho todo un cazador, había adquirido el hábito de lograr que Mirluin lo persiga por cualquier motivo, así divertía a todos: enloqueciendo a su hermano mayor. La voz del siempre joven Linorn cada vez era más hermosa, y a veces, confundida con el viento, llegaba hasta los oídos de los hombres que vivían al final del cañón y éstos tenían sueños hermosos esas noches. La dulce y alegre Vannië cada día era más parecida a su madre: la piel clara y sonrosada en el rostro y rizos del color del fuego. La primavera, así como el otoño y la brisa y el rocío y el canto de las aves, eran motivos frecuentes para cantar y alegrarse. Los años de paz se alargaron y los Elfos vivían tranquilos, en comercios secretos con algunos Hombres que los surtían de buen vino y algunas especies, que utilizaban en sus continuos festines, escondidos en el fértil valle al final del cañón y entre las montañas.
     
      Pero desgraciadamente las cosas más bellas y alegres están destinadas a desaparecer pronto. Fue muy desafortunada aquella vez que Harmírion debió partir hacia otra batalla, muy jóvenes eran aún sus hijos, por esto y por los ruegos de su esposa fue que decidió no llevar a ninguno, ni siquiera al fuerte Mirluin. Sépase que Caranfind poseía el don de la premonición y sintió peligro cuando partió su esposo, un repentino dolor punzó su corazón cuando el Señor le dijo que iría de caza. Pero no permitió que Mirluin lo acompañe, si no podía impedir que él vaya, por lo menos sus hijos estarían a salvo. Numerosos wargos se multiplicaban al Sur de su hogar y representaban una amenaza para la paz de ese territorio, incluso algunos de ellos liderados por horribles orcos habían osado entrar en sus tierras y robar caballos y lastimar a los Elfos más jóvenes. Harmírion partió con los guerreros más valientes de su clan; la cacería inició y muchos lobos cayeron, sin embargo, los orcos habían preparado una emboscada. Mas esto no lo sabían los Elfos, por lo que decidieron adentrarse más entre las montañas y dar un final definitivo a esas abominables criaturas.
     
      Mientras, cerca al campamento élfico, una numerosa manada de lobos avanzaba sigilosa y rodeaba el lugar, una decena de orcos se internó en la casa más cercana y robó dos caballos, golpeó a unos niños Elfos que quisieron enfrentarlos y degolló a un hermoso muchachito que había tratado de defender a sus hermanos. Los gritos de la desgraciada madre interrumpieron la tranquilidad de la tarde. La hermosa Señora de los Elfos se adelantó con algunos arqueros hacia la casa de la mujer que había gritado y en lugar de ella sólo encontraron su vestido ensangrentado y tres asquerosos orcos que saqueaban el lugar; no fue necesario que los arqueros atacasen, la visión de Caranfind era imponente: vestida de plata y blanco armada con una larga espada de acero, brillaba como las estrellas y sus ojos fulguraban con una furia indescriptible, los orcos huyeron aterrados entre horribles gemidos ante esta imagen de la reina Elfa, la Bruja élfica, como la llamaban. Rápidamente Caranfind llamó con su voz imponente a los escasos guardias que habían permanecido en el campamento y repartió arcos a los jóvenes, cuchillos a las muchachas y dispuso un arma a todo aquel que pudiese llevarla. Si iban a morir, no lo harían huyendo.
     
      Al otro lado de las montañas, se desataba una lucha dispareja, orcos huían aterrorizados ante los guerreros Elfos, y parecía que su fin estaba cerca, llegaron entonces al centro de una planicie entre las montañas cuando la tropa de Harmírion decidió perseguir a los lobos que aún quedaban vivos. En ese momento, un gran número de orcos saltó desde las colinas hacia ellos, eliminando a muchos Elfos y capturando a los más hermosos de éstos, quién podrá decir hacia dónde los llevaron, presas de la oscuridad y la desesperación. Pero el Señor de los Elfos errantes no se había rendido, junto a sus mejores soldados permaneció allí, firme, los orcos se multiplicaban y ahora había una cantidad abrumadora, de cada grieta, de cada sombra, salían decenas de repugnantes orcos armados con lanzas y porras, dando terribles alaridos. Uno a uno cayeron sus hombres ante aquellas bestias, así quedó sólo Harmírion, única luz entre toda esa masa oscura y de una fealdad indescriptible. Tarde se arrepintió de no haber escuchado a su esposa cuando le dijo que no partiera, pero, ingenuamente, lo reconfortaba saber que ella y sus hijos estaban “a salvo” en el campamento.
     
      Todo esto lo recordó mientras luchaba, solo, perdido: el rostro de su mujer y las voces de sus hijos, Mirluin sería un gran Señor entre los suyos, Linorn no podía ser más hábil y Rilrómen sabría cómo alegrar a todos, Vannië  era bella y muy sabia, sin duda sería muy feliz algún día. Ante esto, recobró nuevas fuerzas y siguió luchando, solo, retando a  quien se atreviese a atacarlo, muchos de esos desgraciados seres perecieron en sus manos, pero una flecha y un golpe traidor... lo hicieron caer. Estaba débil, pero aún en pie, el golpe traicionero lo hacía tambalear. Aún con vida, todavía alcanzó a tomar su espada, y sus fuertes manos, ahora bañadas en sangre, se aferraban a la empuñadura.
-¿Escuchas mis palabras, amada Caranfind? -comenzó a decir para sus adentros, pues la flecha traidoramente clavada en su costado le robaba la fuerza.
-¿No verás mi última victoria? –a duras penas lograba ver, pero aún podía reconocer quién era su enemigo, asestaba certeras estocadas contra los pechos de los orcos mientras esquivaba los colmillos de los wargos.
-La oscuridad me reclama... -los lobos lo acosaban con sus horrísonos ladridos, estaba perdido, sólo podía pensar en sus hijos y la hermosa Caranfind, ¿quién los protegería?.
-Pero... sin fuerzas, ni acero, ni esperanzas... ¿cómo habré de vencerla? -se negaba a entregar su espada. Podía ver a Rilrómen sonriendo, a Linorn cantando, a  Vannië hablando con las aves y a Mirluin... tan alto, tan fuerte.
-El frío entumece mis manos... la sangre ciega mis ojos... -otro golpe y otra flecha, era inevitable, se acercaba el fin del guerrero no menos valiente de los que habitaban la Tierra media.
-¿Podrás perdonarme tanto dolor algún día... Caranfind? Amada Caranfind... - la desesperación se apoderaba de él, ya no se sentía parte de este mundo, una luz plateada lo cegaba y una voz indefinible lo llamaba.
     
      En ese momento, se callaron los sonidos y las voces, ya no vio más a sus enemigos, se sentía en un sueño, abrió los ojos y tuvo una visión, extraña y hermosa: Rilrómen se deshacía en risas y, extrañamente, Mirluin sonreía también, estaban vestidos de plata y azul entre numerosos Elfos de vestiduras verdes y doradas, bebían vino de unas copas plateadas y parecían contemplar algo que los hacía muy felices. Más allá estaba Linorn, ahora ya no era un muchachito y aunque tuviera esa apariencia algo en él lo hacía verse más maduro, parecía que cantaba, como siempre, y sus palabras se mezclaban con el susurro del mar, ¿el mar?, sí eso era, todos parecían estar embelesados con él, las gaviotas revoloteaban en lo alto y un Señor Elfo de cabellos de plata hacía señas a los suyos para que callasen, el Señor Elfo bajó de su trono y divisó el mar a través de las amplias ventanas y sonrió, se acercó a él un Elfo muy hermoso, de cabellos dorados y ojos como el cielo, coronado con hojas trenzadas en hilos de oro. Ambos salieron de aquella estancia hacia un prado donde más Elfos los aguardaban, entonces el bellísimo Elfo rubio de la corona dorada caminó hacia lo que parecía ser... ¿un enano? ¿era eso posible?, pero no se detuvo en el sonriente y elegante enano pues más allá, y de la mano de Mirluin estaba una muchacha, bellísima y delgada, coronada con hojas plateadas engarzadas en sus rizos, volteó el rostro y pudo verla ¿acaso era... Caranfind?, no, era Vannië , más hermosa y más blanca que nunca, pálida, dulce y feliz, sí, feliz hasta las lágrimas, el Elfo rubio la llamó por su nombre y ella sonrió... Sí, –se dijo Harmírion- sin duda será muy feliz....
     
      En ese momento despertó, seguía rodeado por esa asquerosa masa oscura que no dejaba de atormentarlo, pero algo en él le dio fuerzas y atacó, y reía con la caída de alguno de sus enemigos y reía aún cuando recibía más heridas, a cada momento sin dejar de luchar, y gritaba con esa imponente voz suya mientras hacía rodar por los suelos a otro par de orcos. Pero un golpe del jefe trasgo lo hizo retroceder, bañado en sangre, lo único que hizo fue sonreír y, con las últimas fuerzas que le quedaban, corrió hacia su último agresor con la espada en alto y un brillo de furia en los ojos. – ¡Caranfind! -dijo muy fuerte y esa fue la última vez que su voz fue escuchada en la Tierra Media.  Así pereció Harmírion, clavando su espada en el pecho del orco más fiero, mientras un wargo clavaba los colmillos en su cuerpo. La venganza planeada por los orcos estaba consumada, sucedió tal y como lo planearon: emboscarían a los Elfos y el cazador se convertiría en presa y su cuerpo sería devorado por sus enemigos.



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