Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Todo lo que trae el otoño

      ¡Dragón!, un gusano de fuego y muerte... fue todo lo que dijeron los hombres de más allá del río. Asustados, la ciudad destruida, fuertes Hombres y ricos Enanos, todos perecieron. Las noticias eran cada día más nefastas, la sombra del temor y la desconfianza se agrandaba en el corazón de los Elfos y éstos se volvieron más cautos, aunque desconfiados y hostiles. Las penas hacia los intrusos se hicieron más severas, aunque con la cantidad de seres extraños y malignos que ahora habitaba el Bosque y la oscuridad que reinaba en la mayor parte de éste, eran muy pocas las criaturas que se aventuraban a entrar, a excepción de algunos viajeros ilustres, de variadas razas, cuyas llegadas ocasionaron no pocos problemas o enojos al rey, aunque algunas veces también algo de alegría para los Elfos.
     
      Sucedió que, pasados algunos años, el otoño llegaba de nuevo, como ya se sabe, los Elfos adoran la llegada de las estaciones, sea invierno, cruel y hermoso; la primavera, con su manto bordado en colores; o el verano, cuando los caballeros y las doncellas bajaban al río a pasear en los botes (aunque esta actividad fue abandonada por un tiempo). Pero este otoño fue en algún modo distinto, extraños rumores empezaban a llegar desde los lindes occidentales, manadas de lobos y hordas de trasgos que salían de las montañas.
-¿Qué estará perturbando a esas bestias? –se preguntaba el rey a menudo, aunque las noticias de muy lejos no eran del todo bienvenidas.
-Enviaré heraldos a las fronteras occidentales, que crucen el río y las montañas y más allá, si eso te place –dijo Legolas.
-Sea –consintió el rey.
-Mañana a primera hora saldrán seis jinetes, padre –dijo Legolas.
-¿Y quienes serán esos seis? –preguntó el rey.
-Cinco cazadores y yo mismo –respondió el príncipe muy seguro.
-Nómbralos –ordenó el rey.
-Umbandil y Vilambar, de la casa de Teralonwe, y Anyon de la casa de Tarmeldil.
-Eliges bien, jinetes veloces y discretos; pero sólo suman cuatro –dijo Thranduil.
-Aún no he pensado en los otros dos, pero todavía me queda la noche.
-Ve entonces. Ah, bienvenida dulce Nimedhel –dijo el rey con una sonrisa cuando vio entrar a la muchacha.
-Mi Señor, me alegra encontraros –dijo Nimedhel sonriendo también, amaba al rey como Señor y como padre, Thranduil la estimaba como a la hija pequeña que siempre tenía canciones e historias para contar, y siempre era agradable para ellos sentarse a conversar en las tardes-, y a ti también, Legolas.
-La alegría es compartida, dulce amiga –dijo Legolas con una reverencia.
-Me quitaste las palabras de la boca, hijo –dijo el rey-. Ven, siéntate a mi lado, Nimedhel.
-Con el permiso de ambos, debo retirarme –dijo Legolas, aunque mucho le pesaba tener que marcharse, hubiese preferido sentarse junto a su padre a escuchar las canciones de Nimedhel.
-¿Saldrás? –preguntó ella.
-Saldré, sí, pero no ahora. Debo encontrar a dos voluntarios que me acompañen a una breve expedición mañana muy temprano–respondió Legolas.
-Estoy segura que Linorn querrá ir contigo si se lo pides. Y... te rogaría que llevases también a Rilrómen –dijo ella en un tono que mostraba preocupación.
-Será como pides, iré a buscarlos ahora mismo pues partiremos mañana con los primeros rayos del Sol –dijo Legolas y con una última reverencia salió de la sala.
     
      Entonces, Nimedhel se levantó de la silla en la que el rey la había invitado a sentarse y alcanzó a Legolas antes que éste cruzase el arco que hacía de salida. Lo tomó del brazo y le susurró palabras al oído.
Quiero pedirte algo más: lleva a Rilrómen a esa expedición, no sé en qué líos esté metido ahora o qué fechoría habrá cometido, pero Mirluin está terriblemente enojado con él. ¡Oh, sólo el cielo sabe lo que es capaz de hacerle si lo encuentra! –dijo Nimedhel.
-Pues nosotros no lo sabremos nunca. No te preocupes, quiera o no, haré que Rilrómen venga conmigo –dijo él.
-Oh, gracias, mil gracias. No sé cuándo terminaré de pedirte favores, y cuándo dejarás de consentir en hacérmelos... pero otra vez gracias –dijo ella y besó su mejilla. Legolas casi se cae de la impresión, perdió el equilibrio y sintió que la sangre le subía a la cara.
-¿Te sientes bien? –preguntó ella.
-Sí... muy bien... quiero decir, acabo de recordar que debo avisar a Umbandil, Vilambar y Anyon y a tus hermanos y si no me apresuro la mañana me sorprenderá –respondió él tratando de disimular su turbación.
-¡Bueno, ustedes dos! Si ya se cansaron de secretear, par de chiquillos desconsiderados, creo que ahora este viejo rey puede disfrutar de una buena canción para despedir al día –dijo el rey, sorprendiéndolos.
-Lo siento mucho, mi Señor. No deseaba incomodaros, sólo le daba a vuestro hijo un mensaje para mis hermanos –dijo Nimedhel regresando al lado del rey-. Ahora cantaré para vos la Balada de las Estrellas, me parece que es adecuada para el crepúsculo.
-Adelante, cualquier canción tuya me sentará bien –dijo el rey.
-Una vez más, adiós –se despidió Legolas desde el arco.
-Ten cuidado hijo mío. Ve con palabras de cuidado y protección y regresa pronto –dijo el rey, aunque no estaba tan preocupado pues sabía que su hijo era un gran cazador y guerrero.

      Algunos días habían pasado y una copiosa lluvia cayó sobre ellos. Legolas había enviado a Umbandil y Vilambar hacia el Norte, y él, junto a Linorn y Rilrómen, marchaban hacia el oeste por extraños y desconocidos senderos. Atravesaron una tierra maravillosamente sembrada y a lo lejos pudieron distinguir la forma de un oso gigantesco que los observaba receloso. No hallando más peligro que una quebrada pedregosa por la que era muy incómodo cabalgar, regresaron al Bosque sin más nuevas que la del Oso Observador. Sin embargo, algunos meses después, sucedería algo que alteraría sus largos años de festines en la floresta y calabozos vacíos.
      
      El otoño entró por la puerta principal y se estableció, invitado o no, en el Bosque. El rey entonces se ciñó, como era costumbre, una bellísima corona de hojas carmesí y en su mano sostenía un cetro hermoso de madera labrada y su trono también era de madera. Los Elfos del reino extrañaban las largas salidas y el rey decidió hacer un Banquete en el mismo Bosque, para alegría de los más jóvenes. Salieron entonces un día de otoño, el rey iba con su séquito de Elfos venerables y hermosos; más atrás, otro grupo de Elfos, encabezados por Legolas, marchaba cantando y riendo, los cuatro hermanos caminaban entre ellos. Los grupos andaban un poco dispersos, como en los mejores tiempos del Bosque, y ya se sentaban en pequeños claros en medio de gruesos árboles de cuyas ramas colgaban antorchas, las muchachas servían agua y frutos en pequeños cuencos y los muchachos tocaban las arpas y la mayor parte de ellos cantaba. Todo era felicidad aquel día. Uno de los grupos se estableció en un pequeño claro, todos cantaban o reían, o ambas cosas, tenían un buen rato así, largas horas de festín, pero de pronto las risas cesaron como obedeciendo una orden del corazón, todos giraron la vista hacia un extremo del claro, en el que se abría un trecho entre los árboles. Todo sucedió en una fracción de segundo, ahí estaba una criatura extraña y fea a los ojos de los Elfos, pequeño, regordete y sucio, vestía un viejo capuchón de un color indefinible y de la barbilla le colgaban extrañas ramas pardas que parecían estar trenzadas (lo que obviamente era una barba), tras él asomaron más rostros, igual de feos, y todos tenían un brillo salvaje en los ojos, como si estuviesen a punto de devorarlos, o al menos así les pareció. Rápidamente los muchachos apagaron el fuego y marcharon con pasos sigilosos hacia el otro grupo de Elfos que estaba más adelante, tras ellos podían escuchar extrañas voces que gritaban nombres más extraños aún. Bifur, Bofur, Óin, Glóin, Fili, Kili, así escucharon y a medida que los gritos aumentaban, también aumentaba la velocidad a la que corrían.
     
      Al fin, llegaron hasta el segundo grupo de Elfos, rápidamente contaron lo sucedido pero no le tomaron importancia, pues era día de fiesta y ya tendrían tiempo para tratar estos asuntos después. Las arpas tocaron de nuevo y ahora reían con más ganas que antes. Pero ni bien hubieron terminado de encender bien una fogata en el centro del claro, cuando de entre los árboles se asomó la criatura más extraña que hubiesen visto hasta ese día, todos, incluso los más adultos, se quedaron boquiabiertos cuando un hombre, o la mitad de algo que parecía ser un hombre, entró de un salto al círculo de luz, tenía una pequeña chaqueta desgarrada y andaba descalzo, pero en sus pies menuditos crecía un espeso pelaje castaño. Un joven capitán y algunos caballeros corrieron hacia él, aunque con la rapidez con que corrieron el hombrecillo nunca se dio por enterado, uno de los caballeros tocó la frente del hombrecillo y éste cayó profundamente dormido. Lo mismo sucedió entonces, los muchachos apagaron las luces y condujeron a las muchachas hacia el último claro. Pero ahora ya no escucharon muchos nombres, sino muchas voces y un solo nombre. Bilbo, Bilbo Bolsón. Eh tú, maldito hobbit, escuchaban.
     
      Al llegar al último círculo de luz, informaron de todo cuanto había pasado en los otros claros. El rey dispuso guardias en algunas esquinas y el resto se sentó a seguir disfrutando el festín. Las horas pasaban y la fiesta se volvía más alegre, Linorn cantaba y tocaba el arpa y los mejores cantores de Thranduil lo acompañaban con dulces estrofas. Nimedhel sirvió una copa de dulce vino al rey y éste bebió feliz, entonces los Elfos se instalaron en largas hileras y las doncellas y los mayordomos servían las carnes y los frutos y el vino. A la cabecera de todos ellos estaba sentado Thranduil, hermoso y noble, coronado con hojas, tenía un cinturón de preciosas gemas blancas y su vestido era verde como el sauce. De repente, Linorn dejó de cantar, el rey se puso de pie y ¡vaya sorpresa! Nada más y nada menos que un Enano, la ropa desgarrada y la capa hecha jirones. Los demás no llegaron a verlo, pero sí el rostro de enojo del rey. De esta manera comprendieron que el banquete había terminado. Con una rapidez y un sigilo, que sólo un Elfo con prisa puede tener, se agruparon y emprendieron el camino de retorno al palacio o a las otras estancias de los Elfos de los Bosques, claro que el rey no había quedado contento, y no bien hubo aparecido el Enano, y luego de apagar el fuego, ordenó a su guardia mayor atrapar a aquel intruso y llevarlo a las mazmorras. Thranduil marchaba delante junto a Nimedhel, sabía del cariño que ella tenía por los enanos, y no quería tener problemas con ella por lo que fuera a ocurrirle al imprudente prisionero. De esta manera, el Enano intruso, llamado Thorin, fue atado y conducido a las estancias de Thranduil, el pobre yacía desmayado y cuatro Elfos lo llevaban, de muy mala gana, en hombros, al final de toda la compañía.
     


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