Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Sospechas
     
      Cortos fueron sin embargo los años de tranquilidad que los Elfos del Bosque gozaron. En los cuales los hermanos y Legolas habían afianzado su amistad, ahora Rilrómen y Linorn lo llamaban hermano, y Legolas amaba y respetaba a Mirluin con el mismo amor y respeto que se puede sentir hacia un Señor Elfo, noble, antiguo, poderoso... y tierno, pues aunque severo, Mirluin tenía la ternura de un padre orgulloso y también quería a Legolas. Pero la sospecha despertó en Mirluin, pues desde el último Baile de otoño, Nimedhel ya no gustaba tanto de salir a correr a caballo con él y durante mucho tiempo se internó en las cavernas de Thranduil para pasear sola y hablar con los pájaros a escondidas. Cierto día su hermano la descubrió.
-Creo que necesitas un poco de Sol, pequeña –dijo Mirluin entrando a la Habitación de la Fuente.
-Y yo creo que tú necesitas más modales –respondió ella en modo cortante-. No puedes entrar aquí de esa forma, aún siendo tú.
-¿Acaso interrumpí algo? –preguntó él algo sorprendido, pues si bien Nimedhel era orgullosa y discreta, nunca le había contestado así.
-Hablaba con los gorriones, tenemos mucho que decirnos –dijo ella, indiferente.
-No sabes mentir, pequeña –dijo Mirluin en un tono comprensivo.
-No estoy mintiendo, y deja de llamarme pequeña. Hace tiempo dejé de necesitar tu ayuda para afilar mi espada y apearme de mi caballo, pues apenas soy menos alta y fuerte que tú –dijo ella y en su mirada había reproche y en su voz arrogancia.
-Pero yo soy mayor y veo cosas que tus aves no podrían decirte así tuvieran más juicio que Thranduil –dijo él parado frente a ella, y por un momento pareció más alto y su voz fría y templada atravesó los oídos y el corazón de Nimedhel como una flecha. Ella se dejó caer en el borde del arco inferior de la Fuente y allí permaneció sentada un rato.
-Perdóname, Mirluin. He sido grosera contigo, no debí hablarte de esa forma, pues eres mi hermano y Señor –dijo ella muy apenada.
-Créeme que me contento sólo con ser tu hermano, pues es una alegría tremenda saber que estamos unidos –dijo Mirluin en un tono más amable sentándose al lado de ella-. Pero tienes razón, no eres ya una pequeña elfa. Mírate, Vannie de los Elfos, eres alta y hermosa. Perdóname a mí por mi ceguera y mi terquedad.
-Ambos estamos perdonados entonces –dijo ella abrazando a su hermano-. Pero dijiste que mentía, ¿por qué lo hiciste?
-Hay cosas que no pueden ser ocultadas, como el Sol cuando ponemos un dedo en el cielo. Y tú, Nimedhel, estás entre esos maravillosos dones que nada en el Mundo puede opacar, pero no soy yo el único que así lo nota.
-Y yo que pensé que sólo Rilrómen hablaba en acertijos –dijo ella.
-Tu hermosura, mi querida hermana, no ha estado oculta. Hay ojos que se posan en ti y no se apartan –dijo Mirluin, continuaba pensando en voz alta.
-Eso lo sé bien, tú y Rilrómen y Linorn no se cansan de vigilarme todo el tiempo desde que no tenía más que la mitad de tu estatura. Pero... ¿a qué viene todo esto? –preguntó ella.
-Mi niña, tu sabiduría es grande. Pero en estos asuntos eres aún muy inocente –dijo él sonriendo y mirándola tiernamente.
-Sigo sin comprender –dijo ella.
-No es necesario que lo hagas. Sólo respóndeme con la verdad –dijo Mirluin.
-¿Qué es lo que deseas saber? –preguntó muy confundida.
-Hace un considerable tiempo te escondes aquí con las aves y pasas el día entero confiándole cosas que con ninguno de nosotros compartes. Los días de más Sol no cabalgas ni con Rilrómen ni conmigo, y tampoco sales a cantar con Linorn... y hasta has dejado de contarle historias al generoso Thranduil. La Dama Einiel, tu doncella más amada, también anda preocupada, dice que cantas en susurros acariciando las hojas. Y yo mismo he notado esa conducta extraña... dime, Nimedhel, ¿qué te tiene tan ida? ¿no estás feliz en el Bosque? La Oscuridad ha retrocedido pero parece que los días de Sol o de lluvia pasan igual para ti. ¿Qué secretos le cuentas a los pájaros que no compartes con nadie más?
-Yo misma no lo sé... –respondió ella mirando el vacío-. Y no me mires con esa cara, parece que no me creyeras, pero te hablo con la verdad. A veces tiemblo de miedo, otras veces un dolor indefinible me hiere el pecho... y otras no sé qué hacer para dejar de cantar por la felicidad... Mi corazón me traiciona, pero... no, no diré más pues estoy confundida y dentro de mí el pensamiento me ordena callar –dijo ella, y hablaba con franqueza.
-Si eso te ordena la mente, hazle caso. No insistiré más, querida hermana. Te dejo ahora con tus pensamientos, pero trata de escuchar también a tu corazón, que aunque menos sabio, muchas veces es mejor consejero –dijo él, besó en la frente a Nimedhel y se alejó con pasos largos.
     
      Ya entrada la noche, Nimedhel recorrió los largos y hermosos pasillos, decorados con finos tapices y cortinas, que conducían al Gran salón, a la izquierda y a la derecha se abrían más túneles que llevaban a las habitaciones del rey y más a la derecha... a los aposentos del príncipe. Tras ella avanzaba Einiel, la venerable Dama que la servía. Avanzaban por un estrecho pasillo y llegaron hasta donde se alzaba un muro alto decorado con una hermosa pintura: Un niño bellísimo acariciaba a un ciervo joven y esbelto, ambos compartían frutas amarillas y brillantes, pero más brillantes eran los ojos celestes de aquel muchachito. Dulce príncipe, se encontró diciendo Nimedhel mientras observaba, de inmediato calló pues a ella misma le sorprendió haber dicho tal cosa, giró la mirada a uno y otro lado para ver si alguien más, aparte de Einiel, la había oído y de pronto se encontró con la doncella Ryriel.
-¿Tenéis la costumbre de hablar con las paredes? –preguntó Ryriel y en su voz había un acento frío, pero no como Mirluin, el de ella era más bien siniestro.
-Eso es muy atrevido, Señora –dijo Einiel ofendida aunque conservando un tono suave y respetuoso, pero Nimedhel no le prestó atención a sus palabras, sólo la estudiaba con su mirada penetrante.
-¿Le parece así? Pensé que no lo tomaríais más que como un simple comentario –dijo Ryriel sin siquiera inclinarse, como era debido en un caso como ese pues se trataba de una doncella ante una Señora élfica.
-Dame tu nombre, doncella –dijo Nimedhel, aunque el rostro de la joven le era familiar y algo en ella le desagradaba.
-Ryriel, Doncella de la Casa de Oiolonwe, Dama de la Corte del Rey del Bosque, la Danzante de Yavanna y la Coronada por el Príncipe –así se expresó Ryriel, con cierta arrogancia, aunque dentro de ella sintió que tales títulos no significaban mucho ante una Elfa de la estirpe de Nimedhel-. Ya he dicho demasiado de mí, ahora... ¿no querríais hablarme más sobre vos? –dijo como retándola, y Nimedhel reconoció en ella a la misma doncella que tiempo atrás había curado las heridas del príncipe.
-¿Es que acaso no sabéis con quién estáis hablando? –dijo Einiel molesta.
-Sólo sé que muchos la llaman Señora, aunque a mi entender no haya mayores razones que la preferencia del rey –dijo Ryriel.
-Entonces sois más corta de entendimiento de lo que parecéis –dijo Nimedhel con una voz suave pero severa-. Pues sabed de una vez que soy Nimedhel, hija de los poderosos Harmírion y Caranfind, Señora de los Elfos del Valle Escondido, Ama de las Aves y el viento, Vannie de los Jinetes Peregrinos y Servidora de Thranduil, Rey del Bosque –dijo Nimedhel y parecía más alta y más digna que cualquier otra Dama o Señora de los Elfos-. ¿Esto te satisface, Dama Ryriel? Pues bien, ya sabes quién soy, y en adelante no habrás de dirigirte a mí si no es como una doncella se dirige a una Señora –dijo, y Ryriel retrocedió ante tanta dignidad, majestad y fuerza, y con una leve inclinación salió de la vista de Nimedhel y Einiel.
-Atrevida es sin duda –dijo Einiel-, pero... ¿cómo permitió mi Señora semejante osadía? Me atrevería a decir que esa doncella Ryriel es oscura y  sospecho también que no tiene buenos pensamientos hacia Usted.
-Oscura o no, Einiel, es sólo una doncella... igual que yo.
-Oh, no digáis eso, amada niña. Estáis por encima de cualquier otra muchacha de este Reino. Sois hija de grandes Señores: Harmírion, guerrero del Valle y la Montaña, y Caranfind, mi querida y poderosa Señora, maestra de las hojas y las canciones... –decía Einiel, pero Nimedhel la interrumpió.
-No hablo de los títulos o los nombres. No, ahora comprendo, ella es quien despertó en mí amargos sabores aquel día en que las arañas volvieron con fuerza al Bosque, pero entonces yo no escuché a mi corazón, y callé todo cuanto sentía, silencié a mi corazón por mucho tiempo, pero ahora es demasiado el peso, y me oprime el pecho cada vez que pienso en ello –dijo Nimedhel y parecía que hablaba consigo misma.
-Dulce niña, haced caso a vuestro hermano entonces, muchas veces el corazón es mejor consejero, dice él.
-Mi corazón me manda gritar, Einiel, me ordena decir todo cuanto siento pero... No puedo. No ahora y no a Mirluin –dijo Nimedhel.
-¿Se lo contaríais a la vieja Einiel? –preguntó Einiel, y en su voz había ternura y comprensión.
-Oh, amada Einiel, tanto tiempo a mi lado y yo sin mirarte siquiera. Sí, a ti te lo diré, serás el cofre donde guarde mis secretos –dijo Nimedhel.
-Y sólo vos tendréis la llave.
-Vámonos ahora, dulce amiga. Las paredes escuchan y hay cosas que deben permanecer ocultas –dijo Nimedhel y ambas se alejaron hacia las habitaciones de ella.
     


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