Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Camino a la batalla
     
-Ah, sólo espero que nadie recuerde el camino donde me cubrí de vergüenza –decía Gimli. Pero Legolas lo reanimó.
-Es normal en los mortales temer a los espectros, aunque a mí me parecieron frágiles e impotentes. Vamos, hijo de Dúrin. Estas naves nos llevarán pronto a destino. Una gran batalla nos espera.
 Y era cierto pues, separados de los Rohirrim que marchaban en línea recta hacia Minas Tirith para prestar ayuda a los gondorianos, habían atravesado los Senderos de los Muertos junto a Aragorn y la Compañía gris. Los difuntos respondieron al llamado de Heredero de Isildur. Ahora iban en oscuros barcos. Llegaron entonces y vieron que las orillas del río estaban invadidas por Hombres del Este, crueles y sanguinarios. Los Espectros demostraron entonces para qué habían venido y hubo victoria. Pero la verdadera batalla estaba más allá, el la Ciudad Blanca. Hacia allá partieron, rumbo a las llanuras del Pelennor. Era una hueste numerosa. A la vanguardia iba Aragorn, y con él los hijos de Elrond, y Gimli y Legolas. Así llegaron a la batalla, y el hacha y el arco se blandieron en manos poderosas.
     
      Algunas leguas al Oeste, un jinete, de rostro duro pero hermoso, se asomaba en una pendiente. Minutos más tarde, el bello caballero contemplaba el paisaje desolador. Así llegó Mirluin a la cima del monte y ante él se extendían, a pocas millas, las llanuras del Pelennor, ahora invadidas por una hueste abominable: criaturas de Sauron sedientas de muerte. Una de ellas llegó arrastrándose hasta él, su escaso cabello pardo estaba apelmazado por el polvo, el sudor y la sangre negra; su cuerpo hedía y estaba moribundo, pues había sido alcanzado por una flecha mortal. Mirluin lo rodeó, arrogante, con su caballo y lo miró con asco.
-Es la g... guerra... estás en medio de una. La Gran guerra... la Ciudad perecerá, el tiempo de los Elfos ha... ha terminado, comienza la Era de la Oscuridad, e... en la que el Hombre ssserá el nuevo esclavo... y el Gran Ojo... será temido pa... para sssiempre... –dijo con dificultad el orco, y soltó un horrible gruñido que pretendía ser una risa.
-¿Para siempre dices? –preguntó Mirluin apeándose de su caballo, y su voz hizo temblar aún más al orco, pero algo más adivinaba el Elfo en las palabras de la inmunda criatura-. Hablas así por que ya no tienes nada que perder, inmundicia.
-Pero ustedes sí... y mucho –continuó el orco, ya no temía pues como bien había dicho Mirluin, él ya no tenía nada que perder, el dolor lo hacía retorcerse, pero aún así disfrutaba de seguir insultando al Elfo-, los débiles Hombres han sido d... derrotados... ¡los Elfos acobardados huyen hacia el Oeste! Sí, cobardes... la Sombra avanza y ya nada es capaz de detenerla. Y tú, t... tonto... ¿eres capaz de ir hasta allá a enfrentarla sin... sin más armas que t... tus manos desnudas? ¡Ja! Iluso, mentecato... huye ahora que puedes... antes que el Ojo te haga suyo y utilice tu carne para alimento de wargos.
-Debería rebanarte las piernas lentamente, pero en lugar de eso te haré un favor –dijo Mirluin sacando su espada, y la fría hoja resplandeció contra el cielo encarnado, el orco se estremeció y soltó un gemido de terror. Pero no había furia en los ojos de Mirluin, sino compasión. Pues había adivinado que ese trasgo asqueroso y de grotesco lenguaje, en otros tiempos había sido una criatura feliz y hermosa, y que el tormento y el miedo la habían corrompido hasta hacer de ella lo que ahora era-. Ahora descansarás y así libraré al mundo de tu presencia –y para sus adentros dijo: - Quiera Mandos que algún día encuentres paz.
      Segundos después, la cabeza del orco rodaba monte abajo. Mirluin aún estaba pensativo, parado en lo alto, como detenido en el tiempo, contemplando con sus ojos poderosos la lejana batalla.
-Esta es la hora –dijo.
      Se cubrió el rostro con la capucha, subió a su corcel y con un bravo grito de guerra emprendió la veloz carrera rumbo a la batalla. Al verlo, muchos de los que estaban cerca retrocedieron, los orcos caían muertos, atacados por una mano anónima que esgrimía una espada sin piedad. Aquí y allá los cuerpos caían sin vida, Hombres de todas las estirpes y criaturas hoscas e informes se deshacían de cansancio, pero ninguno dejaba las armas; jinetes hermosos arrasaban con la infantería negra, y lo propio hacían los orcos, mutilando los cadáveres y haciendo que las bestias se sirviesen de esas carnes. Pero llegó un punto en que la batalla parecía perdida para los Hombres que, enloquecidos, ya corrían a replegarse y huir. Mirluin continuaba dándole valiente uso a su espada, pero con la mente buscaba a Legolas. Su vista tanteaba de cuando en cuando y buscaba una cabellera de oro. Pero no la halló.
-¿Dónde estás, hermano? –se preguntaba a cada instante-. Aparece ya, los tuyos te quieren en el hogar –decía, y luego gritaba: -¡Hermano! ¿Massë nalyë, Meldonya? (¿Dónde estás, amigo mío?)
      Pero ninguna voz contestaba su llamado. Y en el instante en que Mirluin trataba de distinguir entre la masa de guerreros a Legolas, un golpe inesperado lo hirió en el costado. Casi cae del caballo, pero sus brazos eran fuertes y sus manos rápidas. Giró y pudo ver frente a él una hueste distinta: Hombres del Este. Mas, ¿qué ser no ha temido alguna vez la poderosa voz de Mirluin? Así, sin pensarlo dos veces, se lanzó sobre el capitán enemigo y la lucha fue feroz.
     
      Más allá, el hacha hacía de las suyas y el arco cantaba.
-Se terminan las flechas –pensó Legolas-. Es el turno de la espada. Guardaré la flecha de Vannie Nimedhel para mi presa más grande.
-¡Eh, Elfo! –lo llamó Gimli-. Mucha ventaja te llevo, debilucho. Decenas de orcos han perecido por mi hacha, ¿qué me dices de ti?
-No es el momento, Gimli –respondió Legolas mientras derribaba a dos orcos con un solo golpe-. Trato de encontrar un enemigo digo de mi última flecha.
-Pues... ¿qué te parece ese que viene corriendo hacia ti? –preguntó Gimli retrocediendo, pues un enorme olifante se acercaba a veloz carrera hacia el Elfo.
-¡Perfecto! –dijo Legolas, y corrió en dirección a la bestia. El Enano lucía preocupado.
-¡Hey, no, no, no! Vuelve aquí, vuelve, Elfo loco. Esa bestia te hará trizas con sus patas antes que puedas acercarte a ella –gritó el Enano.
-Si tanto temes por mí, ¡ven conmigo, maese Enano! Consigue algo más de gloria para tu hacha... si aún tienes fuerzas para ello –respondió Legolas. El Enano se sintió herido en su orgullo y fue con el Elfo a enfrentar al olifante.
      Oh, muchas canciones se compusieron inspiradas en aquella hazaña. El Enano hizo heridas profundas en la gruesa piel de aquel animal, y la espada élfica resplandecía bañada en sangre. Gimli dio un fuerte hachazo y no pudo desprender el arma de la pata del olifante, por lo que permaneció un buen rato colgado, siendo zarandeado como un pequeño insecto prendido a la presa. Pero al fin, el Elfo logró trepar a la cabeza del olifante, rápido y ligero como una saeta hábilmente lanzada... y la última flecha, delgada y poderosa, dio a parar en la nuca de la bestia, que cayó muerta al suelo.
-Derribado, ¡en tu honor, amada Vannie Nimedhel! –dijo el Elfo jubiloso.
-Cuando regreses a tu Bosque podrás decírselo tú mismo. Pero no olvides, Elfo pedante, que las mordeduras de mi hacha fueron el punto clave –dijo el Enano.
-Luego discutiremos eso, Enano vanidoso. Ahora... ¡cuidado! –advirtió Legolas, pues un orco intentó darle un golpe de cimitarra a Gimli sin que éste lo notara. Pero Legolas usó uno de sus largos cuchillos como flecha, arrancando la cabeza del orco.
-Esa te la debo –dijo el Enano. Y la batalla continuó.
 
      El día moría, la batalla estaba siendo ganada por los Hombres, cuando el Elfo vio, o creyó ver, a uno de los de su raza peleando contra los últimos Hombres orientales que aún quedaban en el campo. Vestía de blanco y algo le brillaba en el pecho, decenas de crueles Haradrim, una hueste entera huía de él. Pero pronto la visión desapareció, y Legolas pensó que no había sido más que una ensoñación producto del cansancio o algún extraño encantamiento. Aquella victoria, sin embargo, les había costado mucho. Numerosos guerreros valientes perecieron. Los soldados regresaron a la Ciudadela cuando el Cielo se cubrió de negro. Gimli y Legolas marchaban rumbo a las tiendas que habían dispuestas fuera de la Ciudad para los capitanes de los ejércitos.
-¿Lo viste? –preguntó el Elfo a su inseparable amigo.
-¿Ver qué?, ¿cómo te hacías el héroe con tu flecha y tu espadita? –intentó bromear Gimli.
-Oh, ya tendré ocasión de responder a eso. Pero no, me refiero al jinete de librea blanca, ¿lo viste?
-Ah, visiones tuyas, Legolas. Grande fue la hazaña de hoy y nuestras razas poderosas demostraron su valor. Sin embargo, el cansancio también toca a los Elfos y a los Enanos. Descansemos ahora, mañana a primera hora afilaré mi hacha.
-Descansemos. Este fue un día largo, y los capitanes deliberarán largas horas. Ah, dormiré complacido, pensando en el canto quejoso de las gaviotas. Qué maravilla de aves, cómo quisiera oírlas cantar de nuevo. Y más aún: ir al Mar. Ahí podría escucharlas todo el día y... zarpar. ¡Subir a una barca de velas blancas y abandonar la Tierra Media!
-¿Qué? ¡No me digas que quieres marcharte ahora! Aún hay grandes empresas que realizar y... ¿Legolas? –preguntó el Enano, pero el Elfo dormía apoyado en cómodos cojines. Su vista andaba perdida en el aire, y su mente vagaba en el Mar y en el Bosque y en el último beso que le regalara su amada Nimedhel-. Buenas noches, amigo –dijo el Enano, y se acomodó entre almohadones pesados para descansar de la larga y agotadora jornada.



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