Nimedhel

Era ya la hora del Torneo y los Elfos se impacientaban, pues no había señal alguna ni de Nimedhel ni del príncipe, pero el rey esperaba, las sombras empezaban a ensancharse y los arqueros desesperaban, pero el rey permanecía sentado. En ese instante se oyeron fuertes relinchos y galopes apresurados, Nimedhel y Legolas no habían podido esperar la hora de inicio de los Torneos y habían empezado la carrera, atravesaron rápidos como flechas el Claro del Este en dirección hacia el Norte, los demás, luego de recuperarse de la sorpresa, los imitaron y trataron de darles alcance, pero sólo Rilrómen y Lindir, venido desde Imladris junto a una comitiva, pudieron despuntarse de entre todos ellos y galopar al encuentro de los más adelantados, pero no bien se hubieron acercado lo suficiente para mirarse cara a cara, cuando Nimedhel se separó rápidamente, y sonriendo hizo un rápido saludo a su hermano mayor, a quien no le hizo mucha gracia el gesto, pero lejos de mortificarla esto divirtió mucho a Nimedhel que con nuevos ánimos aceleró hasta finalmente desaparecer de la vista de los demás competidores.

No fue muy larga la carrera, apenas unos minutos después Nimedhel daba la media vuelta, cabalgando alrededor de una gran roca, pasando luego en medio de dos grandes árboles de corteza gris y esquivando con un ágil salto los obstáculos que por efectos de la carrera habían sido colocados en medio del camino. Al poco tiempo, luego de retirar con una rápida estocada unas ramas secas que amenazaban con lastimarla,  llegó al claro donde el rey aguardaba sonriente y los Elfos de la Floresta la recibieron jubilosos con cantos de victoria, pero no bien se hubo puesto de pie Thranduil cuando de entre los árboles avanzó a gran velocidad un segundo jinete vestido de verde como las hojas y castaño como la corteza del sauce, sus cabellos como el oro resplandecían a la luz del mediodía; los cantos se elevaron aún más pues tanto los Elfos como su rey habían reconocido en aquel hermoso caballero a su príncipe. De pronto callaron, pues el príncipe se había apeado de su caballo, y por un instante les pareció a todos que era más alto y más brillante, como iluminado por la luz de Earendil. Se acercó al palco donde estaba su padre y se inclinó en una profunda reverencia. Thranduil descendió, alto y sonriente, de su trono, verdadero Señor de Elfos, los cabellos de oro coronados con hojas, la manos hermosas abiertas al cielo, abrazó a su hijo largo tiempo, separóse de él y besó su frente y acarició su rostro.

- ¡Bendito sea este día y todos en adelante mientras pueda poner mi mano en tu hombro hijo mío! -dijo, luego puso una corona tejida de hojas verde pálido engarzadas con hilos de plata sobre los rojos cabellos de Nimedhel, quien había permanecido inclinada ante el rey-. ¡Y salve la mejor jinete del Reino!- agregó jubiloso, con lo que todos los presentes prorrumpieron de nuevo en cantos.

Esa tarde el rey mandó que todo se dispusiese para el gran banquete. Mirluin, que había llegado tercero, apenas unos centímetros delante de Lindir, conversaba entretenido con Legolas y Linorn acerca de unas hojas encarnadas que crecían a orillas del Carnen que poseían la virtud de servir de somnífero a cualquiera que las tocase durante mucho tiempo, cosa que el inquieto Rilrómen estaba dispuesto a aprovechar en la ocasión más propicia que se presentase, mas en ese momento prefirió compartir algunos secretos de caza con dos Elfos muy jóvenes (jóvenes hasta para ser Elfos) Umbandil y Vilambar, hijos del hábil Teralonwë. El banquete duró hasta muy entrada la tarde y cuando empezaba a ocultarse el Sol, todos los Elfos callaron para dar una silenciosa bienvenida a la Noche y a la Luz de las estrellas. Entonces, en medio del silencio se oyó claramente una hermosa voz, clara y templada, que anunciaba horas felices: Thranduil rendía un tributo al Bosque.

Una segunda voz se unió al canto: era Linorn, quien de pronto recordó las voces de los árboles al oír la tercera estrofa de la canción.

Una vez concluida la canción, los Elfos permanecieron callados, mirando inmóviles las estrellas, soñando como sólo los Elfos pueden soñar: hermosas estancias de un brillo y belleza imperecederos, grandes salones cubiertos de una fina escarcha dorada, la brillantez plateada de los ojos de sus doncellas...