Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Secretos mal guardados
     
      Lo siguiente que supieron los Elfos fue que un grupo de Enanos había invadido y atacado a los asistentes al Banquete de otoño, el rey desde luego interrogó y encarceló a los intrusos. Pero era un rey muy justo y sabio, no maltrató en ningún momento a los Enanos, aunque sí usó palabras duras con ellos. Nimedhel también se enteró de lo ocurrido, mas no dijo nada, pues respetaba la autoridad del rey y conocía de su juicio prudente y sabio.
     
      Algunas semanas transcurrieron, y a pesar de tener calabozos ocupados la calma se mantenía en los salones del rey. Pero empezaron a suceder acontecimientos extraños, minúsculos pero extraños al fin y al cabo: las Bandejas de Doce Panecillos ya no llevaban doce sino sólo diez u ocho, desaparecían manzanas y aparecían copas vacías con rastros de hidromiel. Aunque en la abundancia de los manjares de los Elfos nadie hubiese podido notar que los alimentos empezaban a desparecer, Galdion, el mayordomo mayor del rey, sí lo notaba, después de todo era él quien llevaba las cuentas, ni una sola manzana era servida sin que él lo supiese; pero no podía explicarse cómo las manzanas desaparecían, a menos que les hayan crecido patas y hubieran aprendido a correr como las bestias, lo que era imposible, incluso creyó que Rilrómen o Legolas le querían gastar una pesada broma, pero eso era menos posible que lo anterior, eran Elfos inquietos y traviesos, pero no malévolos, nunca le harían pasar un mal rato. Por fin, decidió no hacer caso, tal vez estaría contando las manzanas demasiado rápido, así que pronto olvidó el asunto.
     
      Por ese entonces, el rey decidió ofrecer un nuevo festín, en reparo por el anterior que no pudo llevarse a cabo como los Elfos planeaban. Llegó la tarde, la hora del crepúsculo, y la música comenzaba a resonar en los salones de Thranduil, muy elegantes estaban los hermanos, con cinturones de brillantes y hermosas diademas que adornaban sus frentes. El rey recibió a Nimedhel besando su mano, y las arpas y las campanas redoblaban sus notas, los cantores deleitaban a todos con sus hermosas estrofas, jóvenes y doncellas nobles de la casa del rey se reunían y charlaban animadamente. Rilrómen invitó a bailar a una preciosa muchacha, pariente de Vilambar, y ambos estuvieron juntos durante casi todo el festín.
-Que delicia, disfrutar de días como éste entre flores, risas y arpas. Que hermosura –se regocijaba el rey.
-Hermoso en verdad, padre –dijo Legolas mirando el vacío.
-Yo hablaba de la fiesta, hijo –dijo el rey, quien era muy suspicaz.
-Y yo de la música –dijo Legolas, volviendo a la realidad y tratando de no levantar sospechas en su padre, no quería delatarse. Pero el rey conocía demasiado bien a su hijo.
-Deberías sincerarte de vez en cuando, por lo menos conmigo, ¿no te parece? –dijo Thranduil.
-Lo siento, padre, no comprendo por qué lo dices, pero si te he ofendido...
-Nada de eso, por todos los Valar. Al menos a mí que soy tu padre tendrías que hablar con la verdad –dijo el rey un tanto irritado-. No, no esperaré que te disculpes de nuevo. Si te da pena, vergüenza o... qué se yo, lo entiendo, eres joven y discreto. Pero te aconsejaré esto: no es saludable andar con el juicio perdido, los ojos distraídos o con secretos mal guardados –dijo el rey-. Ahora ¡ve y disfruta de las canciones y las risas!, esta noche es para ti.

      Legolas se retiró y dejó a su padre charlando con algunos Elfos venerables y sabios, entre ellos estaban Teralonwe, hábil maestro de la herrería; Tarmeldil y Oiolonwe, antiguos capitanes de su ejército de arqueros, y dos Elfos más. El príncipe no sabía qué pensar, su padre había dicho palabras sensatas y muy oportunas, ¿habría adivinado sus pensamientos?, Eso no es posible, se respondió a sí mismo, caminó hasta un extremo de la Gran Sala y pronto se encontró charlando animadamente con Linorn, volteó el rostro hacia su padre y ahora éste dialogaba con Mirluin, ambos sonreían por momentos, y por momentos también parecían graves, pero generalmente reían. Más allá estaba Rilrómen, y con él Nimedhel, bellísima, fría, orgullosa; vestía delicados tules y sedas, sus manos brillaban y en su cabeza resplandecía una magnífica corona de hojas de plata y frutos de rubí: una verdadera Reina del Otoño. La acompañaban dos doncellas de su séquito, antiguas y nobles, y de ellas la Dama Einiel era la más venerable, había estado con Nimedhel desde que ésta era una niña, e incluso antes, pues había servido a la madre de ésta en días felices. Legolas, aún dudando, se atrevió a acercarse.
-No podías llegar en un momento más oportuno –dijo sonriendo Rilrómen.
-Tendrás que explicarme eso –respondió Legolas-. Nimedhel, mi Señora –agregó inclinándose.
-Deja ya la formalidad, Legolas –dijo Rilrómen-, entre nosotros no es necesaria.
-No es exceso de formalidad, hermano, se llama cortesía y tal vez deberías aprenderla de Legolas –dijo Nimedhel.
-Suenas como Mirluin –rió Rilrómen. Las damas sólo lo miraban con reproche, pero Legolas y Nimedhel sonreían.
-Todo está tan hermoso: las arpas, el fuego y la bebida –dijo Nimedhel.
-Y las canciones, los frutos y las doncellas –dijo Legolas casi sin pensar.
-¿En verdad te parece así? –preguntó Nimedhel con una sonrisa tierna. Legolas sintió que le quitaban el calor de la sangre.
-Oh, no preguntes cosas como esa. ¿Ya ves cómo lo pusiste? Si hasta podría decir que acaba de ver al mismísimo Nigromante –bromeó Rilrómen.
-¿De qué hablas, Rilrómen? ¿Dije algo que te molestó, Legolas? –preguntó ella preocupada.
-De ninguna manera, mi buena amiga –respondió Legolas aún turbado-, es sólo que... –pero Rilrómen no lo dejó terminar.
-Es sólo que no sabía cómo decirte lo hermosa que te ves, Reina del Otoño –dijo Rilrómen, tratando de imitar, muy exageradamente, el tono elegante y formal de Legolas, a quien esta vez se le fue todo el color del rostro.
-Basta, Rilrómen –le increpó Nimedhel.
-No, no es necesario, pues habla con la verdad. Me quitaste las palabras de la boca, Rilrómen –dijo Legolas, y armándose de más valor agregó: - Una verdadera Reina del Otoño y de los Elfos, eso pareces, hermosa amiga –dijo, y Nimedhel, acostumbrada a esta clase de cumplidos, se sonrojó.
-Creo... creo que aquí sobro –dijo Rilrómen, pues ahora Legolas y Nimedhel se miraban fijamente a los ojos, y parecía que nada los quitaría de aquel trance-. Me retiro. Hay cosas más interesantes que observar a dos estatuas.
-Hacéis bien, joven Señor –dijo Einiel, con una sonrisa cómplice.

      Permanecieron así un rato más, luego, ambos sonrieron y continuaron charlando, Nimedhel fue la primera en hablar. Alzando una copa la extendió hacia Legolas.
-Bebe, dulce amigo. Deseo brindar contigo –dijo ella mirándolo a los ojos.
-Dicen que lo dicho antes de beber una copa equivale a un deseo –dijo Legolas.
-Entonces brindemos por aquello que más deseamos –dijo ella.
-Ojalá que lo que deseamos sea cumplido, aunque tal vez esté abrigando demasiadas esperanzas, pues hay cosas que jamás estarán a mi alcance –dijo él.
-Al igual que las flores del color del vino que sólo crecen en las quebradas y los abismos, muchos creen imposible conseguir siquiera una de ellas. Pero existen quienes se atreven a colgarse de la roca y de la rama y logran hacerse con un buen ramillete –dijo ella.
-Pero yo no deseo más que una, y es la más difícil de conseguir –dijo él pensando en voz alta.
-Hay secretos que tus palabras ocultan. Dime, ¿a qué le temes? –preguntó ella. Pero no encontró respuesta.
-Esta no es noche de pensamientos sombríos, hay fuego y música, no invoquemos al miedo, la mejor arma de la Oscuridad. Tendrás que perdonarme por haber estado pensando en voz alta –dijo Legolas.
-No hay nada que perdonar, eres mi amigo y como tal te escucharé hasta que mis oídos se cansen, lo que nunca sucederá. Además, es bueno que compartas tus sentimientos y temores, y te doy las gracias por haberme hablado de ellos. Después de todo no es bueno andar con secretos mal guardados –dijo Nimedhel sonriendo.
-Suenas como mi padre –dijo él.
-Me honras, Thranduil es un rey sabio y prudente. No te vendría mal hablar con él más seguido. Pero ahora bebamos, la noche es joven y hay frutos, música y vino en abundancia –dijo ella. Luego ambos alzaron sus copas y brindaron.
-Por que tus deseos se hagan realidad –dijo él.
-No antes que los tuyos.

      Hablaron un rato más, y reían y a veces cantaban, dejaron a las doncellas a un lado y se apartaron hasta un extremo del salón. Los que estaban más cerca los vieron entonces y a muchos se les alegró el corazón al verlos juntos, una visión maravillosa: dos jóvenes Señores de los Elfos, arrogantes y hermosos. Tampoco escaparon a la mirada de Mirluin y Thranduil, que los observaban pensativos. Sin embargo, no todos compartían la misma alegría, en un rincón y oculta entre las cortinas, estaba Ryriel, y los ojos le relampagueaban... ¿acaso estaba apunto de llorar? ¿eran las lágrimas contenidas lo que daba ese repentino brillo a sus ojos? ¿o acaso era ira? ¿acaso era el fuego de la cólera que despierta la envidia y los celos? Tal vez era todo eso reunido: rabia, celos y envidia. Pero qué podría hacer ella, Ryriel, doncella de la corte del rey, ante Nimedhel de los Elfos Caminantes, Nimedhel la Blanca, Nimedhel la Sabia, Nimedhel la Hermosa, Nimedhel la amada de todos. Así pensaba Ryriel y el corazón se le sumió en sueños turbios y oscuras visiones.



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