Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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De vuelta al camino

Partieron con las primeras luces del día, la noche anterior se la habían pasado en medio de un delicioso festín, en el que los Señores Jinetes Elfos fueron declarados Amigos de los Enanos. Muchas historias y canciones se escucharon aquella noche y cuando cabalgaban al día siguiente, las risas y las palabras amigables aún resonaban en sus cabezas. Marchaban a trote ligero, deteniéndose de vez en cuando para descansar a los caballos, pues el peso de las compras y los numerosos obsequios no era algo que alegrase a las pobres bestias. Pero aparte de ellas, sólo Rilrómen se quejaba.
-¿Por qué rayos habré bebido de  aquel veneno? –se preguntó el Elfo, a quien la cabeza aún le daba vueltas-. Por todas las criaturas de la Tierra, juro que no volveré a probar nada parecido a esa... esa...
-Cerveza –se lo recordó Linorn-, y bien haces en decidir así.
-Parece que nuestro hermano no sólo gano un amigo ayer, sino también una jaqueca terrible –dijo Nimedhel, que al parecer era la única preocupada por Rilrómen.
-No lo compadezcas, pequeña, que bien merecido lo tiene –acotó Mirluin aún muy serio, al tiempo que Nimedhel se acercaba a Rilrómen para acariciar su frente-, beber a cántaros la cerveza de los Enanos ¡como si no supiera lo que es el buen vino!
-Mal haces, Mirluin, en seguir acosándolo así con palabras tan duras, cuando un dolor de cabeza como este es suficiente tormento –le increpó Nimedhel.
-Vamos, Nimedhel. No era mi intención atormentarlo. Sólo quiero que aprenda a medir las consecuencias de sus actos y a ser responsable por ello –se excusó Mirluin, quien sólo a Nimedhel rendía cuentas-, pero creo que tienes razón, esa jaqueca debe estar atormentándolo. Hagamos un alto ahora mismo. Quizá algo de lo que aún sé alivie a Rilrómen.
     
      Se detuvieron en un pequeño valle al pie de una quebrada, por el que corría un riachuelo. Mirluin se humedeció las manos hermosas en el agua y luego le tocó la frente a Rilrómen, que de inmediato se sintió vigorizado, olvidando todo dolor o malestar.
-Ya había olvidado lo bueno que eres curando, Mirluin –dijo Rilrómen-. Te lo agradezco hermano y créeme que no volveré a avergonzarte así.
-Con que te sientas arrepentido es suficiente, Rilrómen. Y... no vuelvas a preocuparme de esa manera ¿quieres? –dijo Mirluin poniendo una mano en el hombro de su hermano- Ahora, ¡andando! Debemos dar alcance a nuestra gente al Sur de estas estribaciones.
     
      Montando en sus rápidos corceles emprendieron una vez más el camino, al atardecer ya estaban reunidos con los otros que los seguían. Se brindó aquella noche y los broches de plata de los Enanos relucían ante la luz de la luna. Cantando y riendo pasaron la noche y aún en la mañana seguían andando entre los árboles jóvenes. A un lado, Nimedhel y Linorn compartían frutos de una pequeña fuente, los dos hermanos mayores se retiraron a conversar a la cima de una quebrada, pues aunque Mirluin era de un temperamento muy fuerte, y a veces feroz, no dejaba de ser el hermano mayor y a todos los amaba por igual, adoraba la sonrisa, no muy frecuente, de Nimedhel, la voz del tierno Linorn y hasta la jovialidad de Rilrómen. Nunca lo admitió, pero sí reconoció para sus adentros que el día que Rilrómen dejase de colmarle la paciencia su vida no sería igual, ¿a quién sino tendría que castigar? No, Mirluin no era un tirano, era severo y algo impaciente, pero amaba entrañablemente a Rilrómen, incluso cuando lo avergonzaba haciendo alguna broma, y a pesar de las constantes amenazas de Mirluin (como la de vender a Rilrómen como esclavo en una mina de Enanos si éste continuaba comprobando los efectos de las hierbas en los guardias), el amor de estos hermanos nunca decreció.
     
      Pasaron algunos días y el pequeño valle los empezó a cansar, pues el invierno no era agradable ahí. El viento frío trae tristes recuerdos, había dicho Nimedhel, y Mirluin decidió que partirían al anochecer. La mañana de ese día frío, Rilrómen y Nimedhel entrenaban con sus espadas en un duelo de iguales, bajo la atenta mirada de Mirluin. Nimedhel iba ganando, pues en más de tres ocasiones había obligado a Rilrómen a retroceder ante sus rápidas estocadas, pero él siempre respondía con una sonrisa y volvía al ataque. Linorn, por su parte, animaba a su hermana a darle una lección a Rilrómen mientras que Mirluin reía y aplaudía con cada golpe bien dado de cualquiera de los dos contrincantes.
-Veo que nadie está de mi lado hoy –decía Rilrómen entre risas, al tiempo que esquivaba una estocada de su hermana menor.
-¿Qué esperabas, hermano? No querrás que te de vivas luego de intentar dormirme con esas horribles hierbas tuyas –dijo Linorn.
-Ya te dije que lo sentía y además...
-¡Cuidado a tu derecha, muchacho distraído! –advirtió Mirluin, pues Nimedhel atacó con fuerza por ese lado.
-Vamos hermanito –dijo Nimedhel alzando su espada-, la próxima vez no tendré piedad –agregó desafiante.
-Eres muy pretenciosa, pequeña –se burló Rilrómen.
-Haré que te arrepientas por eso, Elfo iluso –respondió Nimedhel con una sonrisa, estaba muy segura de su victoria.
-Ya Nimedhel, dale su merecido de una vez –dijo Mirluin entre risas, él también daba por ganadora a su hermana.
     
      El duelo continuaba, de vez en cuando tenían que saltar a una roca o rodear algún árbol. El ruido de las brillantes espadas producía una música extraña y desafiante, era como una invitación, un deleite para los oídos el choque de las armas; y la danza de guerra de los espadachines, un espectáculo para los ojos. Finalmente hubo un ganador, ahora os narraré cómo terminó el duelo. Nimedhel avanzaba con cierta ventaja, pues era rápida y ligera. Rilrómen había tenido algunas dificultades, pero supo sobreponerse a tiempo para que su hermana no le rebane algún miembro, luego de un par de horas, ambos estaban ya muy cansados pero ninguno quería ceder. Rilrómen tramó en su mente un plan para tomar desprevenida a Nimedhel, sabía que los largos discursos llenos de palabras pomposas la disgustaban, así que intentó desesperarla hablando muy rápido mientras peleaba, contando lo bien que se sentiría cuando la haya derrotado, pues la obligaría a bordarle una capa nueva con los hilos que ella había guardado (era una costumbre que el ganador de estos duelos hiciese una petición especial al perdedor, la que, según sus propias normas, debía ser cumplida a cabalidad). Pero Nimedhel no era como Mirluin, y si bien a veces despertaba una gran cólera en ella, no era precisamente por oír discursos aburridos. De esta manera, las palabras de Rilrómen terminaron por cansarlo a él, dejándolo casi sin aliento. La elfa hizo por fin un rápido movimiento, esquivando una fuerte estocada de su hermano, y con un elegante salto y otro movimiento de brazo terminó por poner la punta de su espada en el cuello de Rilrómen, ganando el duelo.
-Nunca debí enseñarte mis trucos. No si sabía que algún día los usarías contra mí –dijo Rilrómen muy cansado, pero aún sonriente.
-No eres un buen perdedor, hermano –dijo Nimedhel-, pero sí un gran espadachín. Ahora, mi petición.
-Ya imagino lo que pedirás, de seguro que me disfrace de algo ridículo, pero no te preocupes, usaré alguno de tus vestidos y no tardaré en complacerte –dijo Rilrómen. Linorn no aguantó más la risa, había imaginado a su hermano vestido de princesa y la visión era muy cómica, aún soltando carcajadas fue a buscar su arpa.
-Las cosas que imaginas –dijo Nimedhel riendo también-. No, no quiero que te disfraces de nada. Es un pedido muy pequeño, sólo deseaba algo donde poder guardar las cuentas de plata que me obsequiaste –así dijo Nimedhel y de inmediato Rilrómen tuvo una visión de una caverna distante, en la que había una bodega llena de extrañas baratijas y juguetes encantados, un enano lo saludaba y le pedía algo a cambio de...
-¡Un cofre! –exclamó Rilrómen-, tengo lo que quieres, hermanita.
     
      Caminaron hasta la tienda de Rilrómen y de entre sus ropas sacó un pequeño paquete envuelto en pieles. Lo puso en las manos de su hermana y ésta descubrió el objeto. Qué maravilla de cofre, hecho de esmeraldas y con bordes de plata. Rilrómen explicó las propiedades mágicas de la cajita y Nimedhel se lo agradeció con un beso en la mejilla. Linorn tomó su arpa y empezó a tocar una suave melodía.
-¿Me complacerás con esta pieza, Señora? –preguntó Rilrómen.
-Si me prometes que esta vez tendrás piedad de mis pies –dijo Nimedhel.
-Prometido. Ahora, ¡a bailar!
     
      Linorn acompañaba su música con hermosos versos cantados en aquella maravillosa voz suya, Rilrómen era un magnífico bailarín y Nimedhel parecía la misma Yavanna cuando danzaba con sus pies ligeros sobre el pasto moviendo sus largos brazos blancos.
     
      El Sol estaba despidiéndose cuando emprendieron la marcha, cada miembro del grupo tenía su propia cabalgadura, montaron en ellas y se perdieron al fondo del valle y atrás de la quebrada. El deseo de iniciar una carrera no se hizo esperar y los cuatro hermanos que cabalgaban delante aceleraron la marcha. Se alejaron a galope vivo del resto del grupo, sorteando cual obstáculo se atravesase. Porque así eran estos muchachos: valientes e impetuosos, jóvenes príncipes, altivos, fuertes y brillantes como estrellas. Todavía pasarían algunos años en la soledad de las llanuras antes de encontrar un hogar para ellos y lo que quedaba de su gente.



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