Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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El heraldo

 El Bosque era cada día más hostil, aquí y allá las arañas y otras criaturas malignas andaban a sus anchas. Ya los soldados habían dejado de patrullar hacia las fronteras de Sur, ya hasta los cazadores más temerarios habían abandonado toda senda que los alejase de sus moradas, ya los más jóvenes habían decidido privar a las orillas del río de sus voces encantadas. No, no había paz en el reino de Thranduil, la guerra ha comenzado, decían los más viejos y doctos, y el propio rey lo sentía en el corazón.
-La guerra ha comenzado –dijo el rey Thranduil mirando el vacío.
-Los cielos se oscurecen más temprano cada día. Una Sombra viaja desde el Sur hacia nosotros –respondió Mirluin sombrío.
-Ah, y mi hijo viaja hacia ella. Las últimas noticias que el temerario Rilrómen nos trajo eran en algo favorables, mas mucho temo que esa breve victoria sólo sea una treta, una burla más del Enemigo –dijo el rey.
-Treta o no, de todas maneras ha empezado la guerra en el Sur, y muchos serán los que ahí perezcan. El Hombre no es más el ser poderoso con quienes los Elfos alguna vez nos aliamos, no. Ha perdido la poca voluntad que le quedaba y sólo algunos pocos, y contados, de entre ellos, aún tienen la suficiente fortaleza para resistirse a ser dominados por la Oscuridad, pero ¡ay! ¿Cuánto les durará esa fuerza? Aún la Sombra no se ha revelado en todo su poder, y aquí y allá los pueblos mortales se le unen y doblegan ante su autoridad.

 Mirluin terminó de hablar, pero el rey no dijo más, su pensamiento andaba perdido en recuerdos lejanos y visiones extrañas, algunas inciertas, otras más claras, pero todas oscuras. Así supo Mirluin que Thranduil pensaba en su hijo apartado del hogar y comprendió su dolor, pues él mismo lo había sufrido. Entonces, se retiró de la presencia del rey y, encerrado en sus aposentos, anduvo pensativo largos días. Al fin, decidió salir al encuentro de sus hermanos, Linorn fue el primero al que halló.
-Sí, tal vez alguien lo recuerde –se decía Linorn.
-Recordar qué –preguntó Mirluin.
-Un himno, lo acabo de componer... habla sobre nosotros, claro que no es tan bueno como quisiera, pero creo que podría dar un espectáculo decente... si decido cantarlo alguna vez en público –dijo Linorn.
-Ninguna canción tuya me ha desencantado alguna vez, hermano. En tu voz las palabras siempre son claras y los versos como encantamientos poderosos, siempre lo he pensado así.
-Y sin embargo nunca antes me lo habías dicho, Mirluin. Dime, ¿qué sucede? Tu mirada, ya de por sí fría y severa, ahora tiene un brillo más bien helado. ¿Qué secretos oscuros guardas?
-De todos nosotros tú siempre fuiste el más suspicaz, Linorn. Rilrómen es valerosísimo y Vannie Nimedhel muy sabia, pero tus oídos son más abiertos que los de ellos, percibes los pensamientos de los otros más claramente que las ideas que te son dichas.
-Entonces tengo razón en pensar que sí ocultas algo. Dime qué es, por que si eso que guardas te atormenta, entonces te ayudaré a aliviar la carga –insistió Linorn.
-Nada que un viejo Elfo como yo no pueda resolver solo, hermano. Ahora termina ese himno tuyo, quiero verlo terminado antes que la estación termine, ahí juzgaré si es o no decente.
-Sea, no voy a insistirte más, sería como rogarle a una roca que cante. Pero por favor, Mirluin, no dejes que los pensamientos oscuros empañen tu visión, decide con calma y cuida tus pasos.
-Hasta ahora creí que ninguno de nosotros había heredado el poder de nuestros antepasados para leer en la mente de los demás, hasta ahora... –pero Mirluin no terminó de decir su frase, besó a su hermano en la frente y salió. Linorn no volvería  a verlo en mucho tiempo.
 
      Mirluin fue a la habitación de su hermana, y lo que vio terminó por hacerlo decidir. Allí, frente a él, estaba Nimedhel, y su cabello ya no brillaba y la luz de sus ojos se había apagado.
-¿Por qué? –se preguntaba ella con amargura-, ¿por qué no he de tomar un caballo y partir yo también?
-Porque yo jamás te lo permitiría –dijo Mirluin sentándose frente a ella-. Oh, Nimedhel, mi corazón recibió un duro golpe al saber que Legolas, a quien amo como un hermano, iría hacia la boca de la Oscuridad. Pero ahora recibo una dolorosa puñalada, pues ya no eres la misma y me aflige que tu voz no se oiga más en los pasillos.
-La aves cantan para ellas mismas ahora, y Linorn puede bien contentar al rey con sus canciones. Pero yo no tengo paz, quiero partir, Mirluin, quiero ir al Sur –dijo Nimedhel afligida, mas no reveló a su hermano el motivo verdadero de su pena.
-Oh, criatura –dijo Mirluin casi en una lamento-, ¿qué extraño brillo es ese que tienes en los ojos?, ¿y ese acento sombrío que oscurece tu voz? ¿Qué te ha pasado? Sé lo mucho que amas a Legolas, yo mismo sufro su larga ausencia, pero siempre has sabido esperar, siempre has sido tú la que nos daba esperanzas. Mas ahora entristeciste al punto de querer ir tú misma al camino de la locura.
-No, no es locura, ¡es sensatez! Tengo muchas preguntas y sólo una boca puede contestarlas. Mirluin, ¿me dejarás partir?, ¿o tendré que renegar de ti e ir por mi cuenta?
-¡Eso nunca! –respondió Mirluin-, antes le entregaría mi carne a los orcos.
-Entonces... ven conmigo –dijo Nimedhel casi rogando.
-No. Ya he tomado una decisión, y esto incluye que te quedes, encargaré a Einiel tu cuidado, no saldrás de estas mazmorras hasta que así lo decida yo o el rey.
-No puedes encerrarme y abandonarme aquí, Mirluin. Quiero respuestas, ¡quiero verlo a los ojos y escuchar su voz! ¡quiero que él mismo me responda! Tengo tantas preguntas que hacerle, Mirluin –dijo Nimedhel alzando la voz al punto de asustar a unos pequeños gorriones que dormitaban en su regazo. Mirluin la miró con compasión y tomó las delicadas manos de su hermana entre las suyas, pensando que la lejanía de su amado era la causa de tanto dolor en su hermana. Pero él no supo, hasta mucho después, las verdaderas causas de la tristeza de Nimedhel.
-Mucho lamento la decisión que ahora tomo, pero algún día entenderás. Tus pensamientos andan en caos, el dolor te ciega, necesitas reposo y meditación, ve a tus habitaciones y permanece ahí.
-¿Hasta cuándo, Mirluin? ¿acaso tendré que esperar la buena voluntad del rey para poder salir de mi propia habitación?
-Las mazmorras y los pasajes son tan tuyos como del rey, pues el mismo Thranduil lo ratificó ante mí, pero de esta fortaleza no desees ausentarte, ni tú ni ninguno de nuestra familia. La guerra ha comenzado, hermana, mucho tiempo hace que ni los soldados ni tus aves salen de las estancias más ocultas por esta razón, pues hasta el cielo oscuro cubre el día. Aprende de tus alondras, Nimedhel, quédate aquí.
-Si crees que no tengo más prudencia que un soldado o más entendimiento que un ave...
-No, no es eso lo que pienso. Pero los senderos y los rayos del Sol han sido cubiertos por la Sombra y ya nadie está a salvo afuera.
-Y tú, ¿qué piensas hacer?
-Lo que esté a mi alcance para evitar que la Sombra destruya todo cuanto amamos, si es que la fuerza de mi brazo aún tiene el poder para hacer cosas como esa –dijo Mirluin, pero Nimedhel no comprendió el significado de estas palabras sino hasta más tarde, un motivo más para sus lágrimas. Así, Mirluin besó la mejilla de su hermana, mirándola como si fuese la última vez que lo hacía. Dio media vuelta y salió de la fría estancia, Nimedhel lo siguió con la mirada, haciéndose mil preguntas mientras su hermano se marchaba... quién sabe hasta cuándo.

 Era la hora cercana al crepúsculo, Rilrómen, como siempre, examinaba unas hojas extrañas color pardo que encontrara a las afueras de una ciudad de Hombres. Mirluin lo sorprendió con un saludo amable, pero Rilrómen, actuando como por instinto, sólo atinó a dar una respuesta delatadora.
-Juro que yo no fui esta vez –dijo Rilrómen escondiendo las hojas muertas en uno de sus bolsillos.
-¿Así es como saludas a tu hermano mayor? –preguntó Mirluin-. Ya, cambia esa cara, no he venido a reprocharte nada. Ven, quiero que hablemos.
-¿Es otra de tus aburridas charlas familiares? Está bien, de todas maneras esperaba hablar contigo. Pero... debo dar aviso a Nimedhel y a Linorn.
-No, ya hablé con ellos. Es tu turno ahora –dijo Mirluin. Rilrómen tragó saliva-. Es importante para mí, hermano.
-Y para mí también, Mirluin –respondió Rilrómen, ahora su semblante era serio, pues había notado la preocupación en su hermano mayor-. ¿Qué ocurre?
-Te lo diré, pero ahora sígueme.

 Salieron entonces de las estancias de Thranduil, a Rilrómen le sorprendió que Mirluin permitiese una salida como esa, pues ya a nadie le estaba permitido salir sin consentimiento del rey.
-Thranduil me ha concedido este pequeño favor. Espero poder pagárselo algún día –explicó Mirluin, pero nada más dijo. Ambos hermanos montaron sus caballos y se adentraron en el Bosque, Mirluin permanecía callado y pensativo, el único sonido que se escuchaba era el rumor de las hojas y la tenue conversación de las criaturas oscuras que aún vivían ahí. Pero si Rilrómen quería decir algo, Mirluin sólo levantaba una mano, esto era señal de quedarse callado, y Rilrómen obedecía.
 
 Luego de cabalgar un buen tramo, llegaron a las faldas de las Montañas del Bosque. Entonces subieron la cuesta, y cuando llegaron a un lugar muy alto que se elevaba por encima del Bosque, pudieron ver que el cielo estaba casi rojo, un enorme rubí veteado de oro, a excepción de una mancha horrible que se dibujaba al Sur y al Este. Recordaron entonces a los Elfos del Aire, extraños habitantes de las distantes y frías Montañas, domadores de dragones, hermanos lejanos, antiguos parientes conocedores de encantamientos, indómitos, hermosos y sabios; de quienes se dice que eran de temperamento salvaje y al mismo tiempo inocente. Gobernados por reinas poderosas con nombres más hermosos aún que sus largas y rojas melenas, en una Ciudad escondida, remota y desconocida por los mortales: Kemenluin de la Montaña. Pero ningún registro hablaba de ellos en la Tierra Media, salvo las Memorias de los Hijos de Harmírion. Al fin, mientras ambos contemplaban absortos la muerte del Sol, Mirluin habló.
-No, ellos tampoco vendrán, porque largo es el brazo de la Sombra y cada día avanza más hacia nosotros. No, no es necesario que ningún Elfo, Hombre o Enano parta con ejércitos hacia el Sur, pues si la misión de Legolas no se concreta, si la Compañía fallase, entonces la Oscuridad, tarde o temprano, también llegará a nosotros y habrá guerra en el Bosque –dijo, y Rilrómen lo observaba como temiendo lo que iba a decir más adelante, pero no dijo nada en ese momento. Mirluin continuaba mirando el horizonte y parecía que le pesaba cada palabra que pronunciaba-. Ahora debo resolver una duda que me había planteado desde hace tiempo, y para la que ya tengo respuesta, pues esto es lo que he decidido: Partiré, un heraldo solo en las tierras hostiles, pero no iré a la perdición ni a la locura, pues aún abrigo esperanzas. Legolas, a quien todos amamos, partió ya hace tiempo y yo he de ir a acompañarlo. Enfrentaré a la Sombra cara a cara. Daré honra a mi espada en la batalla, así perezca en ella.
 -Llévame contigo –dijo de repente Rilrómen, no pudiendo contenerse-, si esta ha de ser la última batalla que libres quiero estar a tu lado con una espada en la mano.
-Escúchame atentamente. Quiero... no. Necesito que entiendas algo muy importante, Rilrómen –comenzó a explicar Mirluin, pero Rilrómen negaba con la cabeza como adivinando lo que su hermano pensaba decirle-. Iré a la guerra, si no marcho ahora, de todas maneras la guerra vendrá a nosotros: los nuestros perecerán consumidos por el fuego al igual que los árboles secos. Debo tratar de impedirlo. Partiré y traeré conmigo a Legolas. Pero... si yo llegase a perecer, tú serás el Señor de nuestro clan, tan menguado pero aún vivo. No, tú no caerás, yo no lo permitiré. Si no vuelvo junto a Legolas, portarás mi diadema y guiarás a nuestra gente más allá del Mar, llevándote contigo a nuestros hermanos. Es más, desearía que este mismo día te lleves a los nuestros hacia los Puertos. No me esperen, pues de mi destino nada puedo augurar.
-Si quieres que te suplique... lo haré, no me importa lo que digas, no quiero ser Señor de nada, quiero seguir siendo Rilrómen, el que enloquece a su hermano mayor, a Mirluin hijo de Harmírion, Señor de los Elfos Caminantes –dijo Rilrómen y había lágrimas en sus ojos.
-No dejaré que lo hagas. Ayúdame hermano –dijo Mirluin poniendo en manos de Rilrómen su preciada diadema: el emblema de un Señor Elfo-. Esto tampoco es fácil para mí, pero alguien debe cuidar de Nimedhel y Linorn, piensa en ellos... y en nuestra gente, debes llevarlos a los Puertos, debes convertirte en el Señor...
-¡No! –estalló Rilrómen, devolviéndole la delicada corona a su hermano-, ¡Esa responsabilidad te la dio nuestra madre a ti, a nadie más! No seré Señor más que de las hierbas y los brebajes. ¡Eres tú quien debe guiarnos! ¡Tú eres el Señor! Cuando perdimos a padre tú te quedaste con nosotros y nos protegiste... como hasta ahora, y cuando madre partió... ¡demonios! ¿Quién, sino tú, nos consoló en las noches y nos enseñó a defendernos y soportar el dolor? Te convertiste en nuestro único apoyo, ¡en padre y madre y Señor! –dijo Rilrómen casi gritando, y ahora lloraba desconsoladamente sobre el hombro de su hermano mayor. Pero Mirluin no le contestó esta vez, nada dijo ya. Recordó lo mucho que habían sufrido llorando por años la ausencia de sus padres, lo terrible que fue arrastrar su pena por países extraños, la ansiedad y el dolor que lo invadieron por cada caída, cada lágrima que derramase cualquiera de sus hermanos. Abrazó a Rilrómen y acarició tiernamente sus cabellos, ahora ambos lloraban. Mas aquella no sería la última vez que Mirluin llorase.
-Ahora, escúchame –dijo Mirluin al cabo de un largo rato, y entre sus fuertes manos tomó el rostro acongojado de su hermano menor-. Debes dejar de pensar sólo en ti. Piensa en Linorn, que aunque hábil no gusta de las batallas más que de tus brebajes, pues no es tal su naturaleza. Pero tú eres un guerrero de la Casa de Harmírion, y tenemos algo más valioso aún que todos los tesoros de Thranduil: Vannie Nimedhel, ¿acaso te olvidas de ella y de Linorn?
-No hermano, no los olvido, pero...
-Cuídalos entonces –sentenció Mirluin-. Nuestro otro hermano, Legolas, está peleando allá lejos en Mordor, tal vez ya sin más esperanzas que las que se llevó cuando partió del Bosque. Iré a su encuentro y pelearé a su lado en nombre de nuestra familia y... de lograr vencer a la Sombra, retornaré con él portando nuestras banderas y todo será felicidad otra vez, ¡estaremos juntos de nuevo! –dijo Mirluin con una seguridad que casi convence a Rilrómen.
-Júralo y te obedeceré sin vacilar.
-Lo juro, por el amor que te tengo –dijo Mirluin secando con sus manos las lágrimas de Rilrómen. En ese momento una brisa fría y repentina agitó los cabellos y la capa de Mirluin.  Entonces Rilrómen notó que bajo el negro manto de viaje, Mirluin portaba una espléndida cota de malla, y sobre ella una hermosa librea del color del diamante con bordes bordados en granate, como el vino de los Elfos, además de esto, lucía en el pecho una hermosa flor de rubí. Rilrómen creyó ver a su padre revivido en Mirluin.
-Entonces obedezco –dijo Rilrómen al fin-, no te impediré seguir adelante. Ya antes hemos protegido a los Hombres, pero ahora la Sombra se cierne sobre todas las razas. ¡Parte ya y vence! Pero lo más importante... sea cual sea el resultado... regresa, hazlo y no volveré a tocar una sola hierba mala en mi vida.
-Como siempre prometes demasiado, hermano –dijo Mirluin intentando sonreír y parecer sereno.
-Siempre he cumplido mis promesas. Tú cumple ahora.
-Cumpliré, por el honor de los Elfos –respondió Mirluin. Entonces, ambos bajaron de sus caballos y Rilrómen se inclinó ante su hermano mayor. Éste colocó la diadema en la frente de Rilrómen.
-Desde ahora, Señor de los Elfos Peregrinos... Vaya, parece que nunca dejaremos de errar –dijo Mirluin suspirando.
-Esta diadema no me sienta bien. Regresa para que seas tú quien la lleve, pues a mí me pesa demasiado en el corazón llevarla –dijo Rilrómen, incorporándose.
-Mi Señor –dijo Mirluin inclinándose ante su hermano -. Sé que protegerás a los nuestros, por el amor que les profeso. No derrames más lágrimas, joven rey. Vive y gobierna con justicia.
      Así dijo y, luego de abrazar fuertemente a su hermano, partió a todo galope. Montaña abajo... contra el viento... a una velocidad inalcanzable... corría Mirluin, en la mano izquierda portaba el estandarte verde del rey del Bosque y en la derecha el de su Clan, un estandarte poderoso, blanco en el centro y plateado en los bordes, llevaba como único adorno una estrella bordada con hilos de plata y en el centro relampagueaba una flor hecha de rubí. Tal era el emblema de los Elfos del clan de Mirluin, el Heraldo solitario.   
 

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