Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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LIBRO SEGUNDO
 
SOBRE LOS ELFOS DEL BOSQUE NEGRO

Jugando en el Bosque
 
Una cálida mañana de primavera, cuando el rocío yacía en las hojas y la niebla se escondía entre la enramada, un venerable viejo vestido con una capa gris y un sombrero azul muy puntiagudo, caminaba por el Gran camino del Bosque Verde, donde Thranduil era rey. Mientras avanzaba, el viejo silbaba una canción, mezclando palabras extrañas con nombres muy extraños y un ritmo más extraño aún. Más adentro, en el Reino del Bosque, al Norte del camino, dos hermosas doncellas se dirigían por un amplio corredor hacia las estancias del hijo del rey del Bosque, llevaban en sus manos finos ropajes para el pequeño príncipe, una camisa blanca con botones plateados y una hermosa capa del color del roble.
     
      El día era hermoso, el Sol brillaba con mucha fuerza y los rayos atravesaban las hojas, los pajarillos daban la bienvenida al nuevo día con sus mejores silbidos, el príncipe, sin embargo, no prestaba atención a esto, pues estaba muy ocupado en su habitación tratando de ponerse las botas por sí mismo, actividad un tanto complicada para él pues, aparte de ser muy pequeño, no estaba acostumbrado a hacer esta clase de cosas él solo, tenía nodrizas y doncellas y pajes que servían para hacerlo por él. Pero el joven príncipe estaba dispuesto a aprender a ponerse bien las botas sin la ayuda de nadie, ni de las nodrizas (que, según él, sólo servían para vigilar que no escapase de casa sin permiso o sin compañía) ni de los pajes (que, en su opinión, eran espías de su padre que lo retenía encerrado sin motivo). Mucho después, exhausto y rendido, luego de haber luchado por más de media hora con sus botas pardas, logró su cometido: ¡tenía puestas las botas! Rápidamente se levantó del suelo y buscó algo apropiado para vestirse pero no atinaba con nada, - En verdad -se dijo- las nodrizas saben de estas cosas.
     
      Finalmente se decidió por una camisa verde sauce y un capuchón castaño, no estaba tan mal, pensó. Buscó algo con qué armarse, después de todo, una incursión en el Bosque no es un simple paseo, a menos que se esté bien armado por si alguna criatura molesta quiera arruinarle el día. Sacó entonces una pequeña daga de un cofre de madera, obsequio de su padre: Thranduil, Señor del Bosque. – Con esto bastará -pensó, mientras abría la puerta muy despacio para no delatarse. Muy tarde: las doncellas estaban a veinte pasos de él. Pero estaba dispuesto a salir sea como sea, ni siquiera los guardias podrían detenerlo. Contó hasta tres en su mente y corrió lo más rápido que pudo, así, logró deslizarse fuera del corredor, avanzó hasta el salón donde su padre solía sentarse a resolver asuntos del Reino, luego, un túnel delgado e iluminado por algunas antorchas y otro túnel con los arcos tallados, otro túnel y otro y otro y... ¡las puertas estaban cerradas! Hace mucho los enanos habían ayudado a construir esas hermosas cavernas con columnas y capiteles tallados en la roca viva y habían enseñado a los Elfos a encantar las puertas con palabras secretas. –Malditos Enanos -se dijo para sus adentros muy enojado. Dio un resoplido y, esta vez en voz alta, dijo: -Preso otra vez... –estaba a punto de irse, cuando las puertas milagrosamente se abrieron, oyó entonces el rumor del agua y de las hojas, y divisó el puente que cruzaba el río. - ¡Libre! -gritó y las puertas se cerraron tras él. –Palabras mágicas -dijo entre risas y partió.
     
      Al otro lado del río, algunos kilómetros más allá, el anciano del sombrero puntiagudo exploraba el Bosque, buscando un camino... ¿hacia dónde?, sólo el viejo lo sabía. Buscó algo qué comer en su bolso de tela raída y extrajo algunas manzanas, rojísimas, y unos frutos pequeños y amarillos que por cierto se veían muy apetitosos. Mientras, el pequeño príncipe se divertía realizando con su pequeña daga una serie de movimientos de lucha que había aprendido observando a los guardias del rey, saltaba de una rama a una roca y de ésta a otra rama amenazando a los troncos caídos y retando a un duelo mortal a las enredaderas, después de todo, pertenecía a un pueblo de valientes cazadores Elfos.
     
      Un ciervo se asomó entonces y unos gorriones empezaron a cantar y revolotear sobre su cabeza y también algunos conejos aparecieron, -¿Quieres jugar? -le dijo al ciervo y éste se acercó y dejó que el niño lo acariciara. El príncipe dejó sus juegos un momento para entenderse con el animal. -¿Estás solo? -le preguntó y el hermoso cervatillo hurgó con su nariz los bolsillos del príncipe. – Ya veo, tienes hambre... yo también -dijo entre risas, pues el ciervo le hacía cosquillas con el hocico. De repente calló, pues oyó ruidos extraños al otro lado de una gran roca, parecían silbidos, pero si habían algún ave capaz de producir ruidos semejantes, él no la conocía. Se acercó sigilosamente y observó largo rato, al fin pudo divisar entre las ramas a un hombre, o algo que parecía serlo, un tanto encorvado, las ropas eran extrañas, más aún su barba (los Elfos no tenían barba y les divertía mucho burlarse de los enanos por este motivo). Se preguntó entonces qué tenía que hacer alguien, o algo, así en su Bosque. Entonces, el viejo se levantó apoyado en un bastón y se adentró en el Bosque, parecía que buscaba algo entre las ramas, el pequeño rodeó la roca con mucho sigilo y tropezó con el bolso del viejo, rápidamente empezó a hurgar en él: pequeños paquetitos con quién sabe qué clase de cosas adentro, una daga en una vaina muy bonita adornada con piedrecillas rojas, algunos pergaminos, una bufanda plateada, una capa muy maltratada y... ¡manzanas!, se veían apetitosas, entonces pensó que podría hacerse con ellas un buen desayuno para él y para su nuevo amigo: el ciervo. Tomó todas las que cabían en sus bolsillos y en sus suaves manitas, giró despacio y le alcanzó la más grande y roja al ciervo, que se lo agradeció lamiéndole el rostro. Entonces, el pequeño tuvo una idea, tanto como para sorprender a su padre como para evitar un posible castigo: llamaría a los guardias para que lo apresaran por invadir su Reino, no sin antes coger el bolso y llevárselo a su padre como prueba de su astucia y valor. Regresó andando en puntillas dispuesto a robarse el bolso, cuando una voz le increpó:
-¡Hey! –dijo el viejo. Al instante el niño se quedó petrificado, pero no por el miedo, sino por que había reconocido al viejo, sin duda se trataba de un mago.



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