Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Adiós a la Tierra Media

 Pero la tercera edad culminaba, el tiempo de los Elfos había terminado. Una mañana fría, un mensajero llegó a la Ciudad de Ithilien en medio del Bosque a anunciar las nuevas. Pero ya el Señor Legolas, movido por un presentimiento, estaba esperando, y así dijo:
 -El rey ha muerto. Aragorn Elessar, Señor de los Hombres nos ha abandonado –y derramó muchas lágrimas-. Nunca un Elfo comprenderá bien esta suerte extraña de los mortales, condenados a envejecer y morir.
-Pero tal es su destino, y nosotros los Elfos no podemos decidir sobre él. El Señor Aragorn fue grande y sus últimos años fueron más que felices. Partamos a Gondor, pues los funerales serán largos y Arwen, su esposa, necesitará consuelo –dijo Nimedhel.

 Se ausentaron algunos días, y cuando los funerales terminaron, los Señores retornaron al Bosque. Pasaba el mediodía y las muchachitas y los jovencitos vagaban en los Bosques y cantaban y bailaban. Legolas y su esposa reposaban en un amplio balcón de su palacio. Nimedhel estaba sentada en un sillón largo, la espalda apoyada en grandes almohadas; su esposo reposaba en el regazo de ella, recostando su cuerpo a lo largo del gran sillón.
-Nuestra hora también ha llegado –dijo Nimedhel acariciando los cabellos de oro de Legolas-. ¿O me equivoco, esposo?
-Hablas con la verdad. Sí, a nosotros también nos ha llegado la hora –dijo Legolas besando las manos de su esposa-. Ahora comprendo los propósitos de Aneril.
-Así es. Teralonwe le dejó ese legado, pues muy bien sabía, tanto él como tu padre, que nuestro tiempo acabaría pronto. Y quiso dejarnos un obsequio. Veamos entonces de qué se trata, vayamos a ver qué nos tiene reservado el hábil Aneril.

 Ambos Señores salieron entonces del castillo y recorrieron los pasajes cubiertos de jardines y enredaderas, aquí y allá se oían cantos y risas, pero a su paso la gente callaba y se inclinaba sobrecogida. Porque Legolas era hermoso entre los de su raza, su belleza era más que humana y entre los suyos no había quien tuviese más oro en la cabeza, más brillo en los ojos, o más blancura en las manos. Y su esposa era bella, coronada con fuego y bañada en luz. De esta manera, muchos siguieron a sus Señores hasta los límites de la Ciudad, pues sabían que algo iba a ser revelado.
 Cuando el período de encierro terminó para Aneril el constructor, el Señor de Ithilien se encaminó con su esposa hacia los muros y esta vez las puertas se abrieron de par en par, y la obra oculta al principio a los ojos de Legolas ahora era mostrada ante todos, las telas cayeron y he aquí que era un barco, un hermoso navío blanco y gris con mástiles de plata y remos brillantes, y sobre el mástil más alto flameaban tres estandartes: a la izquierda uno verde con hojas de haya, a la derecha uno blanco con un rubí al centro, y en medio de estos dos se alzaba el más alto, uno como el cielo con bordes de plata y la gema y la hoja estaban dibujadas en él con cuentas de diamante, pero en medio de éstas, una larga flecha, el arma predilecta de los Señores de la Ciudad, se dibujaba a lo largo del majestuoso y soberbio estandarte: el emblema de los Elfos de Ithilien. Tras él, numerosos navíos, más pequeños y no menos hermosos, aún eran retocados por algunos artistas, todos ellos portaban el estandarte de Legolas, Señor de Ithilien, quien así dijo:
-Aneril de la Casa de Teralonwe, eres hábil entre los tuyos. Constructor de Navíos, tu obra está entre las más bellas que hayan contemplado mis ojos –dijo Legolas y tanto Aneril como los artesanos se hincaron ante su rey.
-Sabes, esposo, lo que esto significa –dijo Nimedhel-. Ésta es la señal.
 Entonces, Legolas la miró a los ojos y ella hizo un gesto de asentimiento. Él, decidido, volvió la vista hacia los Elfos que lo habían seguido y así dijo ante toda la Ciudad:
-Hermanos. Todavía un breve tiempo disfrutaremos del aroma de este Bosque. Pero no os entretengáis en él más de lo debido, pues esta edad ya no es para nosotros... nuestro tiempo ha culminado. Debemos partir.

El día despertaba, la niebla los envolvía. Un rey Elfo, el último que quedaba en la Tierra Media, avanzaba en el silencio de la mañana. Estaba en un navío gris y blanco, y tras él muchas otras barcas se deslizaban como tristes cisnes siguiendo la corriente. El Señor Elfo tenía los cabellos de oro y vestía como la niebla, una gran capa bordada en seda envolvía su cuerpo largo y esbelto. El Elfo caminó hasta la parte delantera del navío y contempló las frías aguas del río Anduin, muy pronto llegaría al mar. Pero antes debía hacer una breve parada.
-¿Esposo? –preguntó tras él una bellísima mujer. Era pelirroja y su piel brillaba como el rocío contra la luz del Sol, sus ojos eran de plata y vestía como el cielo, y adornaba su cuello delgado un maravilloso collar de plata con Siete Piedras de colores engarzadas en él.
-Nos acercamos –dijo el Elfo y ordenó detener la embarcación junto a una de las márgenes del río-. Será breve –dijo luego y descendió de la barca.
 La joven mujer de cabellos rojos miró el horizonte y le pareció distinguir entonces que de entre la niebla, en el largo camino que se extendía más allá de las márgenes del Anduin, algo avanzaba. Esperó unos minutos sin apartar la vista del extraño grupo que se acercaba, su esposo permanecía quieto mirando el mismo punto. La niebla se disipó y he aquí que se trataba de una escueta caravana. Cuatro fornidos Enanos llevaban en hombros una litera espléndida, toda ella de plata y oro. Pero tras el grupo venían a pie seis Enanos más, dos de ellos se adelantaron llevando en alto soberbias banderas negras con piedrecillas engarzadas en los bordes. El Señor Elfo se adelantó y los dos Enanos porta-estandarte se hincaron ate él. Entonces, los cargadores bajaron la pesada litera y las cortinas grises se abrieron. Y del grandioso artefacto descendió un robusto Señor, tenía nieve en los cabellos y su piel estaba arrugada. Pero sus manos eran fuertes y sus ojos brillaban más que el oro que adornaba su magnífico cinturón.
-Marchaos ya –ordenó el robusto Señor Enano-. Esta también es mi hora. Marchaos –dijo. Y los Enanos de su comitiva emprendieron la retirada intercambiando miradas de sorpresa, pero el Señor llamó a uno de ellos-. Detente, Móin, mi más cercano y querido pariente. Esto te pertenece ahora. Regresa a las Cavernas y has todo cuanto yo haría, y más aún, por amor a nuestro Pueblo –dijo el Señor Enano, y el otro se inclinó ante él extendiendo las manos, en las que recibió el hermoso cinturón dorado del viejo Enano. Entonces, abrazó a su Señor y también se marchó.
-Gimli, hijo de Glóin. Amigo... hermano –saludó el Señor Elfo hincándose ante Gimli, pues de él se trataba.
-Legolas, mi viejo amigo Legolas –decía el Enano poniendo las manos en los hombros del Elfo, que se irguió emocionado-. Mi tiempo también ha llegado. El Sol se pone en la cuenta de mis años. Mis manos aún son fuertes, pero mis pies son más pesados y mi barba ya no es roja. Mi hacha está filuda y mis ojos todavía pueden distinguir el blanco, pero las piernas se me doblan y mi cabello se cubre de nieve. Sí... estoy cansado.
-Ven conmigo, Gimli. Andemos juntos una vez más. Pues por gracia de Aquella que te obsequió el rizo élfico... podrás viajar también. Y yo tendré el honor de ser tu guía, Portador del Rizo –dijo Legolas.
-Andemos pues –respondió el Enano. Y el Elfo lo llevó de la mano por la escalinata de cuerda y diamante. Una vez en la barca, las escaleras se levantaron y el almirante pidió permiso al Señor Elfo para desplegar las velas y retomar el viaje. Legolas dio licencia y la embarcación avanzó, seguida por una flota de botes grises con velas de plata. El viento jugaba entre los cabellos del Elfo y las barbas del Enano, y ya se hacía más frío y más regocijante al mismo tiempo-. Adiós, adiós –decía el Enano-. He esperado largos años por esto, pero mis ojos se cubren con lágrimas, ¿qué no debería estar feliz? Pronto veré a la Señora que me obsequió los Tres rizos en Lórien, pero nunca más estaré dentro de una cueva entre la roca brillante.
-Entiendo lo que sientes. Pues yo ya nunca más estaré entre las hayas y la tierra húmeda. Pero más allá del mar veré a Arniel Wilwarin, mi madre, y ella conocerá de mí –dijo Legolas.
-Regocijaos, Señor Gimli –dijo Nimedhel caminando hacia él y besando la frente del Enano-. Ya habéis hecho todo cuanto quisisteis. Ahora es momento de disfrutar. ¡Ved el mar que se extiende ante nosotros!, ¡contemplad por última vez las tierras y la vasta planicie! Esta es la hora.
-Acércate, Vilyandil –dijo entonces Legolas y un muchachito bellísimo, de no más de una docena de años, obedeció al llamado del Elfo y se inclinó ante Gimli.
-Ya estoy aquí, padre –dijo el niño: Vilyandil, hijo de Legolas.
-Así que éste es tu hijo. Muy parecido a ti, Legolas mi amigo. Pero los ojos son de la madre –dijo Gimli con una sonora carcajada. Luego se volvió con la mirada al mar-. Ah, el viento. Sólo ahora comprendo la nostalgia de los de tu raza por el mar. La inmensidad, el azul infinito, la plata y el oro perdidos en una sábana de zafiro. Amigo, esto es algo con lo que nunca soñé. El azul, el azul... –decía Gimli absorto en la contemplación del mar. Los tres Elfos hermosos estaban muy quietos, con los ojos fijos en el horizonte, Nimedhel y Legolas tenían las manos apoyadas en los hombros de su hijo. Pero el Enano se separó de ellos y caminó solo hasta la proa del barco, donde el caso de la nave cortaba las aguas a su paso. Ahí se detuvo a observar, hipnotizado, las olas, ora cercanas, ora distantes. De repente las gaviotas que jugaban revoloteando entre los altos estandartes... callaron. Y el azul inmenso del océano amado... se volvió de plata. Y fue como si un velo grisáceo cayese, liberando su vista, revelando ante sus ojos una nueva maravilla. El cielo y el horizonte entero brillaban, como si penetraran en el mismo Sol, o en la misma Luna. Y otra nave, más majestuosa, más brillante, más soberbia y más sublime, les daba la bienvenida desde el cielo. Los Elfos alzaron la vista, y el Enano alzó los brazos ante un nuevo amanecer, una luz eterna que los abrigaría hasta el Fin. Y nadie volvió a saber de ellos en las costas, ni en los Bosques, ni en toda la Tierra, porque en aquella flota iban Legolas del Bosque, y Nimedhel del Valle, y su hijo Vilyandil el Hermoso, y el mejor amigo de éstos: Gimli el Enano. Así fue como el mundo quedó despojado de su mágica presencia, desde entonces y para siempre.

Culminaba la primavera, pero la mañana era fría y la niebla empañaba las ventanas. Algunos Hombres de Gondor, ya acostumbrados a visitar Ithilien para entretener sus ojos y oídos con las maravillas de los Elfos de ese lugar, atravesaron la alta entrada de la Ciudad de Mármol. Venían con algunas jovencitas y muchachos nobles de la Ciudad de los Hombres, y charlaban sobre los planes que tenían para el futuro. Convivirían algunos meses con los Elfos y luego viajarían más al Norte, aprovechando la cercanía de este sitio con el principado de Ithilien, que años atrás entregara Aragorn Rey a Faramir, el Último Senescal. Pero grande fue su sorpresa cuando encontraron la Ciudad vacía, no había ahí más ruido que el de los cascos de sus caballos, ni más presencia que la de las altas casas blancas de sus antiguos habitantes. Recorrieron la Ciudad a caballo, deteniéndose ante las puertas donde las doncellas se reunían a charlar y ante las ventanas de las que siempre salían risas. Pero nada de eso había ahora. Sólo las flores y enredaderas, y algunas aves mañaneras habitaban aquel lugar.
-Padre, ¿no nos dijiste acaso que hermosas gentes vivían aquí? –preguntó una jovencita a un Hombre alto y de aspecto noble.
-Y así es, Asselya. Pero tal parece que la Tierra se los hubiese tragado. No hay rastro de ellos –respondió el padre.
-Entonces es cierto lo que las viejas canciones cantan... se han marchado. Los últimos que quedaban en esta tierra para hacerla más feliz y hermosa... nos han abandonado –dijo otro Hombre.
-Me temo que sí. Ay, cuanta falta harán. Todavía quería saber algunas cosas más. Pues en mi última visita, cuando era yo muy joven, me quedé con las ganas de aprender más canciones –dijo un hombre muy mayor.
-Pamplinas. Aquí no hay ni ha habido nadie –dijo la jovencita.
-Cierto. Las construcciones y las flores son hermosas... pero a la vez extrañas. No parece que de veras alguien haya estado aquí, todo es tan lóbrego –dijo un muchacho.
-Todo es parte de sus cuentos. Las canciones de nuestras nodrizas hablan de lo mismo, pero sólo ahora me doy cuenta que sólo era eso: canciones –dijo otro joven.
-¿Y dices tú, padre, que en tu juventud los viste? ¿Seguro que no lo soñaste todo? –dijo la jovencita.
-Nada de sueños. Esta gente hermosa vivió mucho tiempo en estas Tierras. Todavía las canciones de los Pueblos de los Señores de esta Ciudad se cantan en las viejas cantinas, aunque sólo algunos las entiendan –replicó el padre.
-¿Qué acaso esos Elfos venían de distintos pueblos? Yo pensé que todos eran iguales: hermosos y extraños –dijo Asselya.
-Pues que mal que no hayas aprendido nada teniendo tantos buenos libros llenándose de polvo en tu casa –dijo el hombre viejo-. Es hora que te vayas enterando de muchas cosas.
-¿De qué nos vas a hablar ahora, abuelo? –preguntó un muchachito ansioso.
-¿Han escuchado algo sobre los Elfos Errantes del Este? –preguntó el anciano.
-No, nunca antes, abuelo –respondieron los jóvenes.
-¿Y sobre los Elfos del Bosque Negro del Norte?
-Tampoco de ellos hemos oído hablar. Aunque... el nombre de ese Bosque me es familiar –dijo Asselya.
-Pues de ese Bosque norteño salió su príncipe hace muchos años para acompañar al que sería nuestro rey Elessar en una gran aventura, ¿quieren oírla? –preguntó el viejo.
-Sí, claro que sí –respondieron al unísono los muchachos. Sabían que una gran historia iba a ser relatada. Entonces, el anciano buscó un lugar cómodo sonde sentarse. Así que se ubicó en una elevación cubierta de pasto joven y flores encarnadas. Los muchachitos, y también los adultos, se sentaron alrededor del viejo, pero éste permanecía en silencio. El viejo tomó entonces una de las florecillas que crecía a sus pies y dijo:
-Estas hermosas flores rojizas son llamadas comúnmente nomeolvides. ¿Sabe alguno por qué? Por sus rostros puedo deducir que no lo saben. Está bien, no hay problema, pues ahí empieza esta historia –dijo, y entonces se puso de pie y pareció más alto y esbelto, cerró los ojos un instante y sonrió, luego miró a los jóvenes sentados a su alrededor y, con una voz majestuosa y fuerte, comenzó a relatar:- Anthadan, hijo de Amlaelas, es mi nombre. Mi padre fue durante muchos años un exitoso comerciante y erró con su caravana y sus carretas hasta que un buen día la ventura trajo a un Señor Elfo a su camino, Rilrómen se llamaba. Era Amlaelas un hombre alto y más fornido entonces y viajaba constantemente. Así que estaba mi padre en los límites de las Tierras de Rohan rumbo a concretar un negocio cuando se topó con este Elfo. Le pidió sus ropas y ese príncipe Elfo le dio a cambio maravillosos y mágicos obsequios –dijo acariciando una extraña botellita sujeta a su cinturón-. Años más tarde mi padre me contaría todo cuanto supo luego de ese Señor Elfo. Para que sepáis desde ahora y para siempre que estas hermosas criaturas no sólo son parte de los cuentos de las viejas. He aquí entonces lo que otros hombres más versados compartieron conmigo más tarde cuando visité Gondor y hallé Elfos vestidos de Blanco junto a otros príncipes importantes, pues ellos también son parte de esta historia. He aquí lo que pasó con este Elfo Rilrómen, y con sus hermanos los Príncipes Blancos, y con las flores rojas, y con el Bosque Negro, y la ahora Abandonada Ciudad de Mármol. He aquí lo que he de registrar más adelante en pergaminos y en libros antes que los años desgasten mi memoria. ¡He aquí la Historia de las Vidas de los Elfos!

***FIN***


Hasta aquí es narrada la Historia de las Vidas de los Elfos, relato recogido por Anthadan el Narrador, hijo de Amlaelas el Comerciante. Pues a través de largos años interpretó las viejas Canciones que recogió en sus viajes a Rohan, y Gondor, y el lejano país de los Medianos. El relato completo de estas Vidas élficas se ha perdido, y sólo escasos fragmentos de la obra de Anthadan han llegado a nuestros días. Pero los más versados conocen de la Historia que ya ha pasado a canciones y cuentos. Mas, dada la falta de credibilidad que ocasionó la Partida de los Elfos, y la desaparición de criaturas como Enanos y Hobbits, la creencia en estos maravillosos y mágicos seres... se ha perdido para siempre.  



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