Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Gollum huye
     
      Era tarde ya, la Dama Nimedhel corría escaleras arriba hacia a la derecha y luego a la izquierda, atravesó los muros y las puertas hasta llegar a un arco saliente tras la puerta Este con un hermoso barandal de mármol, Nimedhel se detuvo ahí, contra el viento que le contaba en susurros los secretos del Bosque, inmóvil y pálida como la muerte. Un dolor, un vacío, inundó su cuerpo, era como haber sido traspasado por el viento frío, insano, de la muerte y la traición. Se levantó y camino hacia el borde mismo de la plataforma marmolada, las manos hermosas apoyadas en las barandas de plata, los labios temblorosos y un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Así la halló Thranduil, de espaldas, la cabellera desmelenada y con la mirada fija hacia el Este, él no tuvo que decir palabra alguna, la Dama le habló sin mirarlo: Melda heru (mi querido Señor) -lo llamó, y en su voz ahora quebrada sólo había una cosa: miedo- ¿dónde está vuestro hijo y dónde mis hermanos? -agregó, esta vez mirándolo. Sus ojos grises se posaron en los de él, verdes como su reino en primavera. Thranduil no esperó más, ordenó inmediatamente una comitiva para que fuera en busca de Legolas, Mirluin y Linorn, pues la Dama los sentía en peligro. Apresurados se reunían los arqueros al mando del capitán Mardaer, y también un importante grupo de cazadores Elfos liderados por Rilrómen, maestro en el manejo de los cuchillos, y al sonido imponente del cuerno salieron a todo galope de las caballerizas; en el camino, algunos Elfos más se unieron a la cabalgata, llevando largos arcos y cubiertas las doradas cabelleras con sus capas.
     
      Ya habían recorrido un buen tramo, y los ruidos de gritos y peleas crecían: voces de alarma llamando a la lucha mezcladas con los horrísonos gruñidos de los orcos. Yrch!- gritó Rilrómen apresurando la marcha, cuando de pronto se cegaron, Fuego, fuego!- se oía ahora, Símen! Los orcos queman el bosque!- El humo dificultaba la visión para los Elfos pero se dejaron guiar por los gritos y finalmente llegaron a un claro donde se libraba una lucha feroz, los rostros bellísimos ahora manchados por sangre negra, las cabelleras desmelenadas y las capas echas tirones, así encontraron a dos jóvenes soldados que yacían inmóviles en medio del campo de batalla.
-Umbandil y Vilambar, valientes hijos de Teralonwë, juro que serán vengados –dijo Rilrómen, y su rostro de expresión alegre como el nacimiento del día cambió drásticamente, pues el dolor lo invadía ahora. Ahogando sus lágrimas ordenó a otros dos que retiraran a suelo seguro los cuerpos de sus amigos para que éstos no sean corrompidos por los orcos.
-¡Rilrómen! Símen! (aquí) -llamó Mirluin, mientras derribaba a dos orcos oscuros como la misma muerte.
-Mirluin, hermano, ¿dónde está Linorn? –dijo Rilrómen alarmado luego de estrecharle la mano.
-La última vez que lo vi estaba luchando junto a Legolas, allá, cerca de aquel árbol donde soltamos a esa criatura Gollum -dijo Mirluin al tiempo que emprendía la marcha junto a Rilrómen.

      Más allá, casi al borde del claro desde donde se cortaba en un abismo, otra batalla se libraba: ahí, de pie, Legolas, el amado príncipe del Bosque, empuñaba un largo cuchillo con la mano derecha y con la izquierda manejaba hábilmente la espada que le fuera obsequiada por el propio Mirluin. Una decena de orcos lo rodeaba y cada vez que avanzaban hacia él para hacerle daño, Legolas respondía con rápidas estocadas que terminaban derribando a los orcos más osados. Cerca se encontraba Linorn, en una situación no más agradable, muchos de esos monstruos lo acosaban con sus rudas lanzas y cimitarras. Legolas era muy valiente, y no menos hábil era Linorn, pero parecía que los orcos se multiplicaban a medida que los iban exterminando. De pronto, ambos se vieron cercados, espalda contra espalda enfrentaban a los orcos, que no se atrevían a ver de frente sus brillantes ojos, ahora encendidos por la ira de tener que ver a esos seres infectos pisoteando su hogar. Un inmundo anillo negro los rodeaba ahora, no podrían permanecer mucho tiempo así. De repente, uno a uno comenzaron a caer, dos arqueros Elfos se acercaban a todo galope mientras con sus arcos iban desapareciendo a los invasores.
-Tiro Legolas! (mira) -dijo Linorn- ahí vienen mis hermanos. Buena hora para llegar, no os hubierais molestado, Legolas y yo ya los teníamos donde queríamos -se atrevió a bromear Linorn cuando sus hermanos se hubieron reunido con ellos.
-Ya habrá tiempo para bromas después -le increpó Mirluin- han muerto a Umbandil y Vilambar.

      Linorn y Legolas lo sintieron profundamente, pues aquellos habían sido muy buenos compañeros de caza y no pocas veces salieron juntos en algún viaje hacia tierras desconocidas.
-Separémonos ahora –dijo Legolas aún conmocionado– lo mejor será si cada uno va hacia lados opuestos a reunirse con el resto de los soldados.

      Todos obedecieron, Mirluin se reunió con un grupo de diestros espadachines que pronto acabaron con un importante número de orcos. Rilrómen peleaba cerca al borde del claro, con hábiles manos empuñaba sus cuchillos sin bajar la guardia. Linorn hacía lo propio no muy lejos de su hermano y Legolas se adentró un poco en el bosque para perseguir a tres orcos que se habían atrevido a robar la bellísima espada de Umbandil. De nuevo parecía que los orcos aumentaban e iban llegando más fuertes y más grandes. Rilrómen recibió fuertes golpes no sin luego dar una lección a los que se atrevieron a tal agravio, para después reunirse junto a su hermano Linorn y continuar luchando.
     
      Legolas, a punta de flechazos y estocadas, logró recuperar la espada de Umbandil de las manos de esas criaturas, pero de pronto se encontró solo, la furia no lo había dejado meditar bien sobre si era o no una buena idea internarse solo en el Bosque persiguiendo a tres orcos famélicos. En eso oyó un fuerte rugido, numerosos orcos, más fuertes y más grandes se acercaban a él y lo rodeaban como a una presa, indefensa y perdida. Era inminente: habría de enfrentarse solo a ellos si nadie venía en su ayuda, estaba perdido, sí, pero en ningún momento dispuesto a rendirse.
 
      Mirluin, Rilrómen y Linorn lo buscaban con desesperación entre las filas de orcos que huían de su alcance, pues habían llegado a amar a Legolas como uno más de sus hermanos y no estaban dispuestos a perderlo. De pronto lo divisaron, ahí, solo, rodeado por un círculo de muerte, estaba muy lejos, sabrían que tal vez no llegarían a tiempo para socorrerlo y lamentaron amargamente el haberse separado de sus rápidos caballos. Corrieron veloces apuntando con sus arcos, pero estos orcos eran más difíciles de derribar: altos como beórnidas, recios como enanos, malignos como dragones. Entonces, y cuando ya se creía perdido, se oyó un fuerte grito que alcanzó a oír el resto de los soldados: ¡Harmírion!, gritó muy fuerte una voz desconocida, Mirluin casi cae al oírlo, aquel grito de guerra volvió a oírse como hace cientos de años no ocurría. Y aunque la voz era clara y suave, la potencia de aquel grito aterró a los trasgos. Los suelos se estremecieron, los árboles también y los orcos, unos confundidos, otros aterrados, comenzaron a ceder; de entre las sombras se acercó galopando a toda velocidad un Elfo delgado, de manto oscuro, el arco tendido y el rostro cubierto. Rápidamente se deshizo de casi la mitad de aquella funesta manada y la otra mitad huía despavorida, siendo perseguida por los soldados que aún tenían fuerzas para ello. Los hermanos y Legolas se acercaron a aquel extraño jinete y le pidieron su nombre.
-Descúbrete guerrero, quiero saber quién nombra a mi padre en la batalla y le rinde honor matando a las criaturas que le dieron muerte -ordenó Mirluin.

      Pero no fue necesario que insistiese, pues el príncipe ya había reconocido al delgado arquero, las níveas manos que sujetaban el arco no podían ser de otra persona. Se acercó al jinete encubierto, quien ya se había apeado de su caballo, se inclinó y besó su mano.
-Hantale (gracias), Nimedhel  -dijo Legolas.

      Mirluin y Rilrómen se inclinaron, admirados, ante su hermana y Linorn corrió a abrazarla.
-Ha sido una tontería –le increpó Mirluin- siempre te he dicho que no te enfrentes sola a los orcos, pero... –agregó- es una suerte que esta vez no me hayas hecho caso -le dijo y también la abrazó.
-Mi Señor, -dijo, jadeante, un soldado vestido de castaño- la criatura Gollum... no la hayamos... tememos que haya escapado.
-¡No puede ser!, día y noche la vigilamos y conocíamos de su temperamento cobarde y su temor a las armas –dijo Legolas enojado mientras todos se dirigían hacia el fresno donde vieron por última vez a la criatura- Será mejor que nos separemos de una vez para comenzar la búsqueda -agregó.
-Es lo mejor, pero esta vez yo iré contigo y Linorn. Rilrómen acompañará a Nimedhel y otros seis soldados irán con ustedes, si estás de acuerdo –dijo Mirluin dirigiéndose a Legolas.
-Sea -sentenció el príncipe, aunque le hubiese gustado más ser él quien acompañe a Nimedhel, y en lo más profundo de su corazón, aún lastimado por el dolor de la pérdida de sus amigos, no dejaba de admirar la hidalguía y el valor de la Dama del Bosque.

      Galoparon hasta muy entrada la noche, desde aquel claro hasta los mismos lindes del bosque, y aún más allá, donde la niebla es mayor y no hay verdor. Finalmente decidieron regresar al palacio, a las tibias estancias de Thranduil. Brindaron por los guerreros caídos y el rey levantó la copa en honor a Nimedhel y los soldados sobrevivientes. Luego de comunicar al venerable Teralonwë la muerte de sus hijos, lloraron por ellos, entonando cantos y dulces lamentos dedicados a los hermosos Umbandil y Vilambar, brillantes como estrellas, nobles como los corceles, fuertes como el propio Orome y jóvenes, tan jóvenes. Nadie pudo consolar al pobre Teralonwë, quien agobiado por la pena, se recluyó en sus aposentos a llorar a sus hijos y juró que no habría de realizar obra alguna hasta que se haya reunido de nuevo con ellos en las estancias de Mandos, lejos, donde se extienden las aguas, camino hacia el Hogar de los Elfos.



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