Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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Una noche muy fría
     
      Numerosos mensajeros fueron enviados al sur, hacia las distantes montañas, pues los Elfos sabían que la Sombra había caído desde ahí. Luego de unas semanas, empezaron a regresar poco a poco, y las noticias y los informes eran cada vez más terribles. Se supo que Dol-Guldur había sido tomada por el Nigromante, antiguo encantador y oscuro hechicero, y que el Mal fue despertado en las montañas de los Enanos, pero qué había ocurrido con la ciudad de éstas criaturas, nunca se dijo abiertamente entre los Elfos, sólo el rey Thranduil y algunos más lo supieron. De todo lo dicho, lo que más alarmó a Rilrómen fueron los informes sobre los enanos de la lejanas montañas del este y el sur, pues antaño había hecho negocios con ellos, Nimedhel compartía su preocupación, aún podía recordar a los siete dulces y gentiles  Enanos que premiaron sus historias con obsequios brillantes y juguetes encantados.
-¡Malditas sean esas criaturas si son ellas las causantes de este encierro! –decían muchos.
-Caro nos cuesta el alejarnos más de nuestros parientes del hermoso Sur, ¿qué será de ellos? ¿y de nosotros? –se preguntaban otros.
      
      Estaba cerca el Otoño, la estación favorita de Nimedhel, pues en ésta las aves acostumbraban buscar un refugio tibio donde poder evadir los vientos que amenazaban sus nidos y los túneles de las estancias de Thranduil eran su lugar preferido. Había una fuente bellamente trabajada al final de uno de los túneles, con animales labrados en plata a lo largo de la base, el agua caía en un fino y continuo chorro hacia un pequeño estanque que simulaba muy bien un lago, con flores que flotaban en él y graciosos pajarillos revoloteando en las ramas de un delicado árbol tallado en la misma roca, un gran trabajo de los Enanos. Ahí pasaba Nimedhel las horas, alimentando de sus propias manos a las avecillas que competían por los dulces granos que recibían.
     
      Más allá, al final de un pasadizo del que colgaban delicadas cortinas y tules, había un precioso mural cercano a la habitación del príncipe, en él estaba dibujado un ciervo bellísimo, con la cornamenta adornada con flores silvestres, comiendo de la mano de un niño muy bello, rubio y pequeño. Había sido pintado ahí para Legolas, en recuerdo de quien alguna vez lo salvara de una terrible caída. Sin camisa ni botas, leía cómodamente sobre un sillón en la tibia sala que le servía de estudio. Legolas tenía en las manos pluma y pergamino, una canción que no le parecía muy buena estaba escrita en él, masomenos decía esto:

El Sol se oculta,
coqueta, pasea sobre las nubes
el crepúsculo y el cielo
que pinta Elbereth con escarcha
y diamantes y fuego.      

Qué bello es el río
cuando anochece y la blanca
Señora baña sus brazos en él,
y Ulmo le habla con murmullos
y la acaricia con agua fresca.
     
Oh, fría Señora
tan bien llamada Nimedhel,
qué secretos le contarás a las
aves y a los peces
que yo nunca escucharé.
     
Ah, sabia Vannie,
si tan sólo una de tus palabras
dicha por tu boca y con tu bella voz
fuese para mí...


      Pero se detuvo, tomó el papel y ya iba a arrojarlo al fuego cuando un delicado sonido, como de agua, le llamó la atención. Se colocó un calzado muy cómodo y en lugar de la camisa, una manta de seda que le cubría los hombros. Salió de su habitación y atravesó el pasillo donde se alzaba el Muro del Ciervo, miró la imagen y sonrió, tal vez recordando algo remoto y alegre. Pero el sonido no se detenía, ahora era más claro, era agua que caía y al suave goteo lo acompañaba el arrullo de aves de todo tipo. Avanzó hasta que el pasillo doblaba a la izquierda, ahí se abría en tres pasadizos, aquel sonido provenía del segundo. Caminó hacia él y se encontró en un umbral en medio de gruesas columnas con animales labrados en ellas, y entre cada par de columnas estaban colgadas bellas cortinas con delicados encajes y tules que resplandecían al solo contacto con la luz. Se asomó entonces hasta el final del umbral y apartó las cortinas para ver. Ahí estaba la fuente de piedra y el árbol tallado y muchas avecillas revoloteaban alrededor, de espaldas e inclinada sobre la fuente estaba Nimedhel, con un delicado vestido púrpura, los brazos blanquísimos sumergidos en el agua y el cabello recogido con hilos de plata, y sobre su frente y su cuello de cisne colgaban los rizos, no tenía calzado, sus delicados pies se apoyaban de puntillas en el borde del arco más bajo de la fuente, estaría buscando algo. De repente las aves empezaron a cantar más fuerte y algunas se posaban en los hombros de la muchacha, un gorrión muy pequeño voló hasta donde estaba Legolas y se posó en su mano, lo observó curioso por unos segundos y luego volvió hasta donde Nimedhel estaba, el ave trinó algo incomprensible para él, pero Nimedhel no le prestó atención, se inclinó más hacia el arco superior de la fuente y luego dio un resoplido. Me rindo, dijo ella, ¿aún conservas la costumbre de atrapar a la gente cuando esta con las manos ocupadas, mi Señor?, agregó. Legolas no sabía qué hacer, era cierto, se había acercado sigilosamente y no se había anunciado. Pensando en que esta vez Nimedhel se enojaría, se inclinó en una profunda reverencia y pidió disculpas, pero ella sonrió y siguió jugando con las aves.
-¿No estáis enojada, mi Señora? –preguntó él al cabo de un rato.
-¿Hay razón acaso? –dijo ella, tratando de ocultar su turbación, pues el príncipe era más que hermoso, y verlo así, frío, radiante, con el delgado torso apenas cubierto por la seda, era un fuerte motivo para estar nerviosa.
-Creí que la había incomodado –dijo Legolas.
-No, claro que no. En todo caso a quien debierais pedir perdón es a las aves. Este sitio es para ellas, aquí se guardan del frío, hijo del cruel invierno –dijo Nimedhel.
-Lo haría... si supiera cómo –dijo Legolas.
-Si ése es vuestro deseo, yo podría enseñarle a hablar con los gorriones y cantar junto a las alondras –dijo ella.
-Estaría muy agradecido por eso, y a cambio... os recompensaré –dijo él.
-Sería muy feliz si tan sólo me ayudaseis a alcanzar algo que escapó de mis manos a la fuente –dijo Nimedhel.
-Trato hecho.

      Y diciendo esto, Legolas hundió el brazo en el arco superior de la fuente y tanteó con los dedos. Mientras, Nimedhel lo observaba curiosa, los brazos largos y  fuertes del príncipe brillaban bajo el agua, sus manos largas buscaban a tientas en la base de la fuente, y con las aves alrededor parecía estar coronado con plumas de oro. Pasaron unos segundos y sintió que algo frío rozaba sus dedos.
-¿Era esto lo que buscabais? –dijo Legolas.

      Nimedhel contestó con una sonrisa, había recuperado un pequeño cuenco con asas en forma de alas, y en él vertió más agua. Las avecillas empezaron a revolotear y trinar con júbilo alrededor del príncipe.
-Le están dando las gracias, pues si no hubieseis recuperado el cuenco sus hermanas no hubiesen podido calmar su sed esta noche -dijo ella.
-Me alegro por eso –dijo Legolas sonriendo, estaba nervioso también y al escucharla había enrojecido de repente, pero desvió la mirada y ella no lo notó.
-Mi Señor, nunca os agradecí el haber rescatado a mi hermano –dijo ella cuando hubo pasado un rato.
-No hay nada que agradecer. Linorn es también un hermano para mí. Además, también os debo la vida, pues me salvasteis de las arañas –dijo Legolas. Nimedhel volvió a sonreír, estaba hermosa, sosteniendo el cuenco daba de beber al pequeño gorrión que recibió al príncipe al final del umbral.
-Es realmente hermoso –dijo Legolas, observando el cuenco.
-Creo que si dijeseis maravilloso le haríais más justicia –dijo Nimedhel-. Un cuenco de oro, con alas de alondra. Fue hecho por los Enanos de las montañas, es la obra de un verdadero maestro.
-Enanos... extrañas criaturas en verdad, viven en ciudades bajo las montañas excavando y construyendo –dijo él.
-En eso no diferimos mucho de ellos, pues también vivimos en cavernas. Vuestros túneles son hermosos, frescos en el verano y tibios en el invierno, pero los Enanos mantienen los suyos cálidos todo el año, el viento entra por canales hábilmente tallados y aparte de la luz dorada de sus antorchas, no es mucho lo que reciben de los rayos del Sol –dijo Nimedhel.
-Tenéis razón, Señora. Ambos, Elfos y Enanos, vivimos bajo la misma condena ahora: soportar el paso de la Sombra bajo la tierra –dijo él con un aire sombrío.
-No me molesta permanecer aquí, pues no lo considero un castigo, luego de tantos años de errar sin rumbo... ahora me es más caro un sitio donde reposar segura y abrigada.
-Sin embargo, la larga vida entre cavernas a veces nos agobia a nosotros. La Sombra ha extendido su largo brazo hasta nuestra morada, quién sabe hasta cuando nos acosará. Enanos, dicen que son ellos quienes despertaron al Mal allá en el Sur –dijo Legolas.
-Sólo espero que no los haya alcanzado a todos –dijo Nimedhel con tristeza.
-¿Deseáis piedad para esas criaturas? –preguntó incrédulo.
-Antaño conocí a algunos de ellos. Maestros de la piedra y el metal, hacían obras maravillosas con oro o plata, diamante o esmeralda. ¿Qué habrá sido de ellos y de sus hijos? Nunca lo sabré –dijo ella.
-Habláis con un afecto increíble hacia ellos –dijo él.
-Y vos habláis como si esto estuviese errado –dijo Nimedhel.
-Si fueron ellos los que provocaron que viniese la Sombra, no merecen tal contemplación –dijo Legolas.
-¿Y quién entre todas las criaturas de la Tierra puede darles algo más que eso? Ni la contemplación, ni la piedad, ni llorar por ellos puede ayudarlos, tenían esposas hábiles e hijos fuertes, ¿quién responderá por ellos ahora que sus padres cayeron bajo la piedra? –dijo ella, y parecía muy consternada.
-Su ambición por el oro, su vehemencia y su testarudez son los culpables. Cavaron demasiado hondo esta vez –dijo él, ahora también consternado.

      Permanecieron en silencio un rato más, los únicos sonidos que los acompañaban eran el arrullo de las aves y el fluir del agua. De pronto, el silencio se volvió incómodo y Legolas quiso romper el hielo.
-¿Deseáis que os acompañe? –preguntó él tímidamente.
-No me molestaría –respondió ella sin mirarlo-. Deseo descansar ahora, la noche ha envejecido y las aves están cansadas. Terminaré de acomodarlas en sus nidos y luego marcharé.
-Esperaré por vos en el umbral –dijo él.

      Legolas salió de la estancia de la Fuente. Y una vez sola, la Dama introdujo sus delgadas manos en uno de sus bolsillos y extrajo un cofrecillo muy pequeño adornado con plata y esmeraldas, sacó de él siete piedrecillas de colores y una a una las fue colocando en el agua, y cada vez que lo hacía pronunciaba un nombre: Twalin, Flói, Naim, Advi, Admi... Órin, pero al pronunciar el último nombre se le quebró la voz... y lloró.
-Mi Señora... ¿por qué lloráis? ¿por qué estáis tan triste? –preguntó Legolas mientras entraba de nuevo.
-No sólo de tristeza se llora –respondió ella tratando de esconder su rostro. Ahora su cabello estaba suelto y le cubría los ojos.
-No os ocultéis, Nimedhel, mi Señora. No conozco la causa de vuestras lágrimas, pero si puedo hacer algo para aliviar vuestra pena... decidme qué es y lo haré sin vacilar –dijo él tiernamente.
-Si de veras queréis hacer algo por mí, entonces dejad de llamarme Señora. Llamadme Nimedhel solamente, o Vannie, como más deseéis –dijo ella.
-Como quieras, Nimedhel, pues me parece que ese nombre es más apropiado... por ser más hermoso –dijo Legolas-. Ahora, no llores más, dulce amiga. Ven conmigo o la noche morirá antes que lleguemos al final del túnel.
-Hazme un último favor, Legolas –dijo ella mucho más calmada.
-Pide lo que quieras –dijo él.
-No deseo que esta fuente sea visitada por otros que no sean el rey, tú, mis hermanos o yo misma. Si es demasiado lo que pido, comprenderé que no puedas satisfacerme este capricho, pero promete tan sólo esto: que las piedras que han sido colocadas aquí no podrán ser removidas por nadie, ninguna mano, además de la mía, las tocará. La razón te la diré algún día, créeme que así lo haré.
-Se hará todo lo que pides, lo ordenaré de inmediato, la Fuente estará custodiada día y noche, y nadie más que tú y las aves podrá disponer de sus aguas. Esta será desde ahora la Fuente de Nimedhel –dijo él muy complacido en poder cumplir los deseos de ella.
-¿Cómo he de agradecértelo? –preguntó ella mirándolo a los ojos.
-Permíteme... permíteme complacerte, tu felicidad será la mía. Verte contenta, eso es más que suficiente para mí –dijo él un poco turbado.
-Legolas (qué extraña me siento ahora que te llamo así), ya me has hecho feliz, ahora sé que alguien secará mis lágrimas y se alegrará conmigo.
-Haría más que eso si me lo permitieseis –dijo él tiernamente, mirándola fijamente a los ojos. Ella también lo miraba y no podía explicar que le ocurría: su corazón latía muy fuerte y las manos le temblaban, tuvo el extraño y repentino deseo de permanecer allí todo el tiempo que le fuese posible contemplando los ojos celestes de Legolas. De repente y sin darse cuenta, dejó caer la cajita de esmeraldas al suelo. Y el eco de aquel golpe resonó en el lugar.

      Ambos se inclinaron al mismo tiempo a recoger el cofrecillo, pero Legolas dijo: - No, no te molestes. No debí incomodarte así... Lo lamento –decía él. Pero ella insistía en que las disculpas no eran necesarias y continuaba mirándolo, pero ahora disimulaba esas miradas pues se sentía delatada. Cuando Legolas hubo encontrado el cofre lo ofreció de nuevo a Nimedhel.
-Aquí tienes, dulce amiga –dijo él y colocó la cajita en las manos de ella.

      Pero al hacer esto notó que ella temblaba y sus mejillas estaban sonrosadas, con la mirada perdida, ella tomó el cofre e inclinó más la cabeza. Entonces, Legolas tocó el mentón de ella con sus largos dedos y le levantó el rostro hasta que ambos se miraron a los ojos de nuevo. La piel de Nimedhel era de una suavidad indescriptible y los ojos de él tan claros y hermosos, ahora brillaban... pero no de furia como en la batalla ni de euforia como en las carreras, no, era algo más fuerte y sublime... Él acarició su mejilla y ella tembló aún más. Pero no soportó mucho esta situación.
-Es tarde ya, hasta el agua parece dormir y yo... quiero decir, ambos debemos descansar –dijo ella de manera fría aunque cortés.
-Descansemos entonces –dijo él, aparentando que nada había ocurrido, y en realidad nada pasó. A excepción de unas miradas delatadoras y un par de manos temblorosas nada más pasó esa noche-. Adiós, y hasta otro día.
-Adiós, y hasta otra noche -eso dijo la Dama para sus adentros y desde entonces no fueron más su majestad y mi Señora, sólo fueron Legolas y Nimedhel, amigos y cómplices.



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