Nimedhel

31 de Julio de 2005, a las 20:37 - Nimedhel
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LIBRO QUINTO
     
SOBRE LOS HECHOS POSTERIORES A LA GUERRA DEL ANILLO

Numerosos encuentros I
     
      Un grito de júbilo se oyó al unísono en el Valle Maldito. El canto de libertad y esperanza renacidas. Gandalf fue junto a las águilas al rescate del Portador del Anillo y el resto se quedó a exterminar los últimos resquicios de Mordor. Nada les impedía enfrentarse a los trolls ahora. Pues tanto orcos como Hombres del Este estaban aterrados, habían perdido su fuente de poder, les había llegado la hora de la ruina. Entonces, la Hueste Blanca ingresó a Mordor por los gigantescos portales, y ahí deshizo todo cuanto pudo. Porque allí se criaron las criaturas que dieron muerte a sus padres, allí nacieron los seres repugnantes que consumieron las carnes de sus mejores soldados, y allí creció la incesante Oscuridad que empañó sus ojos y corazones por años incontables. Pero no más. Habían venido a cobrar una larga pena, y sólo luego de ver destruido aquel nido de muerte hasta sus cimientos se sentirían pagados. Mas, el día moría, y todos estaban cansados. Así, el rey Elessar llamó a la retirada, e invitó a los Soldados Blancos y Verdes que marchasen con ellos. A la delantera iba el rey, con el príncipe de Dol Amroth y Éomer de Rohan a ambos lados, y tras ellos cabalgaban el príncipe Legolas y Gimli el Enano. Y los hermosos hijos de Elrond con estrellas en la frente. Luego venían los altos capitanes de los ejércitos. Entre ellos el Capitán Blanco, a quien el rey invitó a cabalgar a su lado.
     
      Las huestes cansadas llegaron a las tierras de Ithilien. Allí el aire era más puro y limpio. Los solados llegaban y eran atendidos por gente docta en las artes de sanar. Y las heridas curaban rápido y los corazones se reanimaban, porque había llegado el rey, había vencido a la Sombra y era una hora de regocijo y de una nueva paz. El mago llegó con Frodo y Sam, y ambos fueron conducidos a unas estancias entre los árboles y sanados con hierbas virtuosas. Ahí se restablecían de las heridas y los daños. Sin embargo, Aragorn Rey no salía de su asombro, así, cuando todos los soldados terminaron de ubicarse en los lindes del Bosque de Ithilien, el rey mandó llamar al capitán de la Hueste Blanca, y con él fueron Legolas y Gimli. Y Éomer e Imrahil.
-Salve, alto Capitán Blanco, que en tan desesperada hora nos socorriste –saludó Aragorn. El capitán se apeó del caballo y se quitó el casco plateado. Y he aquí que Legolas ahogó un grito de júbilo, pues debajo del caso había un rostro hermoso, las facciones perfectas y los ojos como el mar, sus cabellos eran negros como el ópalo y había satisfacción en aquella sonrisa. Era alguien que Legolas y Aragorn conocían bien.
-Soy Mirluin, hijo de Harmírion, Señor de los Elfos Peregrinos del Este. Todo nuestro respeto y ventura al Rey Elessar, el tan esperado Piedra de Elfo de los Hombres –saludó haciendo una reverencia, y toda su tropa lo imitó. Luego se puso de pie y continuó diciendo: -Y estos, Señor, son mis capitanes y soldados –dijo. Y, oh, maravilla. Tras él estaban tres Elfos hermosos y jóvenes como las flores en primavera, dos de ellos eran rubios, uno sonreía pícaramente, y el otro más bien parecía un hermoso adolescente. Pero el otro capitán, que portaba un gran arco de oro y flechas plateadas, tenía el cabello rojo, la piel como la nieve y los ojos de plata: una muchacha.
-¿Cómo?, ¿las doncellas de vuestro Clan también han venido a prestar ayuda a los Hombres?, ¿hasta vos, mi Señora, habéis arriesgado vuestra vida? –preguntó Aragorn.
-No sólo yo, Rey de Hombres –respondió la doncella, y he aquí que se trataba de Vannie Nimedhel, que más alta y hermosa pareció entonces. Y ante sus palabras, los demás soldados se descubrieron los rostros. Los Hombres, que se habían acercado atraídos por el brillo de aquella compañía, enmudecieron de asombro, pues la Hueste Blanca tenía Elfos hermosos portadores de brillantes espadas, pero había también entre ellos varias mujeres, los cabellos trenzados y los rizos sujetos con hilos de plata. Todas traían en el pecho un rubí y en la frente un diamante-. He aquí a nuestro Clan de guerreros Elfos, pues en él caballeros y doncellas blanden sus espadas con igual destreza.
-Y también arqueros del Bosque Negro en el Norte, enviados por Thranduil Rey en auxilio de los Hombres –dijo Mirluin.
-Todo esto me regocija. ¡Entrad y reposad, hermosa y valiente gente! Pues largo y duro fue el combate. Aquí encontraréis paz y sustento. Que sean servidos como los amigos que son –sentenció Aragorn, y dispusieron para ellos numerosas tiendas, y disfrutaron del vino y los frutos de Ithilien.

 Aragorn se retiró haciendo una reverencia. Éomer e Imrahil, al igual que el resto de los soldados, no salían de su asombro.
-¿Ves lo que yo veo, Imrahil? Doncellas vestidas con acero. Y muchachitos portando espadas más largas que sus brazos –dijo Éomer casi sin creerlo.
-No, no hay duda. Parecen más bien sacados de una vieja historia, es como si una de esas extrañas canciones de antaño hubiese cobrado vida antes nuestros ojos. Pues más que reales me parecen remotos, demasiado enaltecidos para poder siquiera dirigirnos a ellos –dijo Imrahil.
-Lo mismo pienso. Entonces, dejad que se entiendan con el rey, y sólo con él. Y que descansen bien de la batalla... si es que en verdad necesitan descanso, pues sus ojos y sus manos brillan como acero recién lustrado, y en sus rostros más veo satisfacción que cansancio –dijo Éomer. Y ambos entraron al campamento para restablecerse.

  Los Elfos Blancos entraron a las tiendas y algunos se quedaron vagando y cantando en las afueras. Pues la satisfacción de ver derrotada a la Sombra era para ellos suficiente recompensa a sus pesares. Pero el Enano miraba maravillado a las doncellas de la Compañía.
-¡Por mis barbas! Esto no termino de creérmelo –dijo.
-Vannie... amada Nimedhel –decía Legolas, acercándose a Nimedhel y olvidando por un momento al Enano.
-Alto, Legolas –ordenó Mirluin antes que Legolas pudiese siquiera tocar las manos de Nimedhel-. Sé bien de lo que guardas en tu corazón, ya antes te dije que habrías de merecértelo –Legolas no podía creerlo, pero Mirluin continuó-. Esto lo envía tu padre –dijo, entregándole a Legolas una delicada diadema de plata y perlas: su emblema de príncipe-. Ya te la has ganado.

 Legolas comprendió entonces. Pero al dirigirse hacia su amada ésta no le correspondió, todo lo contrario: lo miraba de manera triste y fría. Mas los hermanos, sin percatarse de esto, sonreían y, lentamente, se dirigieron a las tiendas, dejándolos solos.
-Alta y hermosa Vannie Nimedhel. He esperado tanto tiempo sólo para verte de nuevo, pero ¿por qué tu mirada fría? ¿No te contenta verme? –preguntó Legolas.
-Demasiado tiempo esperé yo también. Y durante todos esos largos años mi angustia nunca fue mayor, pero... –dijo ella.
-Oh, veo que esa angustia no te ha abandonado. Pero no más, querida mía. Ya todo ha pasado. Empieza una nueva edad, este será nuestro comienzo, amada Vannie. Pues el Bosque de Ithilien es hermoso y pacífico. Deseo iniciar aquí una vida nueva... contigo –dijo Legolas acercándose a ella.
-Y yo no deseo sino la verdad –respondió Nimedhel apartándolo con las manos.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué este rechazo? –preguntó él.
-Lo mismo quisiera saber yo. ¿Por qué?
-No comprendo. Algo te ha sucedido, tu belleza es la misma pero tus ojos no brillan. Dime, ¿acaso la Sombra actuó en ti? Si es así no debes preocuparte, el rey cura con las manos dicen las tradiciones de este lugar.
-Recuerda que la enfermedad no toca a los de nuestra raza. No, es otro mal el que me aqueja: se llama mentira, y duda, y también traición.
-Sigo sin comprender –dijo Legolas-. Dices palabras duras cargadas de amargura, pero no les encuentro sentido.
-¡Hablo de tu falso amor! ¡De tus promesas engañosas! ¿Por qué faltaste a tu palabra?
-Nimedhel, me acusas de cosas que ni siquiera comprendo. Nunca te he mentido –dijo Legolas consternado. Pero ella lo miró fijamente a los ojos y se acercó hasta que pudo sentir la respiración del Elfo en su rostro. Legolas quería abrazarla y nunca más dejarla, pero una tenue hostilidad en su mirada lo hizo detenerse y retrocedió, entonces, ella habló.
-Por el amor que un día dijiste que sentías por mí. Quiero que jures algo sin dejar de mirarme.
-No deseo apartar los ojos de ti jamás, Nimedhel. Juraré lo que me pidas.
-¿Juras que no tocaste las Piedras de Órin?
-Nunca las toqué. En todo el tiempo que estuve en las cavernas mi mente y todo mi ser se consagraron a ti. No volví a entrar en la Estancia de la Fuente por respeto a ti y a tu deseo de guardar la memoria de los Señores Enanos que tanto amabas. ¿Por qué me haces jurar esto? –dijo Legolas y sus ojos como el cielo se humedecieron. Estaba desesperado, no comprendía la duda en su amada y esa frialdad lo destrozaba.
-Entonces... ¿cómo? ¿Cómo las tenía ella? ¿Por qué Ryriel las tenía? –se preguntó Nimedhel apartando la mirada de Legolas, ahora miraba el suelo y luego al cielo. Como buscando respuestas donde nunca las encontraría.
-¿Quién es Ryriel? ¿De qué hablas, Nimedhel? Si esta es la última arma de la Sombra... muy certera es, pues ya siento que la vida me falta con sólo contemplarte tan cercana y distante al mismo tiempo –dijo Legolas, y sin darse cuenta de ello, una lágrima recorrió su mejilla. Cerró los ojos desconsolado, hundiéndose en pensamientos tristes. Pero de repente... una tibieza, una felicidad vaga y tenue tocó su corazón. Una voz suave acarició sus oídos, una canción sonaba sólo para él, y sintió que el calor le volvía al cuerpo.
-Mallo tulalyë, canya cundu? (¿de dónde vienes, valiente príncipe?) –cantó Nimedhel.
-Nimedhel... –dijo Legolas, pero ella acarició su rostro y siguió cantando.
-Tula coanyanna, suca yulma, laurecallo (Ven a mi casa y bebe una copa, héroe dorado) –entonó ella en esa bellísima voz suya, y al mismo tiempo se acercaba más a Legolas. Y cuando estuvo muy próxima a sus ojos y a sus labios, Legolas dijo:
-Bella Señora. No comprendo tus preguntas, ni tampoco por qué primero me castigas con tu mirada y luego me tientas con tu frescura tan cercana. Si ya no me amas y deseas que te deje en paz... –pero no pudo terminar de decir nada. Nimedhel se aferró a él y lo abrazó fuertemente. Legolas la estrechó contra su cuerpo esbelto y cansado y, en ese momento, fue como si el velo de inseguridad y amargura que cubría la mente de Nimedhel... se desvaneciera.
-El Bosque es hermoso y las flores se abren dando la bienvenida a la nueva edad. No deseo otra cosa que tenerte conmigo para siempre y vivir a tu lado –dijo ella.
-Y así será. Hasta que tenga la fuerza para ello. Seremos felices, haremos nuestro hogar aquí y no habrá joyas que brillen más que tu sonrisa –dijo Legolas acariciándola tiernamente.
-Perdona las dudas que empañaban mi corazón. Nunca dejé de amarte, pero muchas mentiras me hicieron dudar. Mas ahora al contemplar tus ojos sinceros... sé que nunca me mentiste. Te amo, Señor del Bosque. Jamás volveré a dudar de ti.
-Y yo nunca te daré motivos para que dudes, créeme. No volveré a abandonarte –dijo él aproximando sus labios hasta los de ella.
-Ejem... hum... En cuanto a mí... –dijo una voz, ante la cual los Elfos se separaron un poco sorprendidos-, deberán disculparme. Sé que debí haberme retirado hace rato, pero... Bueno, es que de veras deseaba conoceros, Dama Nimedhel –se explicó el Enano, haciendo una profunda reverencia ante la doncella, ataviada como un guerrero-. Quiero que sepáis que este Elfo que tenéis en frente no ha cesado de hablarme de vos en todo el viaje, altísima Señora. He sido testigo de sus penas y las lágrimas que derramó recordando vuestro nombre en la soledad de la noche. Ha cantado para mí innumerables versos que relataban vuestra historia y vuestra belleza, y provocó ensoñaciones maravillosas en mi cabeza. Pero ahora me doy cuenta de qué tan cortas se quedan las visiones, mi Señora, pues sois más hermosa que los rubíes y los diamantes que os adornan la frente.
-Estáis disculpado, noble Señor –respondió ella hincándose ante Gimli-. Y ahora le daré mil gracias, pues habéis sido el soporte, confidente, maestro y sabio consejero de mi amado. Os debo, en parte, que Legolas esté aquí conmigo. ¿Qué deseáis a cambio de tan noble favor? Nómbralo, Señor Enano, y será vuestro.
-Oh, mi Señora. No creo merecer siquiera vuestras amables palabras –dijo el Enano un poco ruborizado.
-Has lo que te dice, Gimli, amigo mío. No sabes lo testaruda que puede ser una doncella de su Clan –dijo Legolas riendo. Pero Nimedhel no se enojó.
-Hacedle caso, Señor Enano. Lo que me pidáis... lo tendréis –dijo Nimedhel.
-Pues... verá, querida Señora. Sé, por mi amigo Legolas, que conoció antepasados míos y cantó para ellos canciones que eran como encantamientos. Quisiera... saber... bueno.. ¿podríais acaso complacer a este servidor con tan sólo unos versos? –pidió el Enano, y tenía el rostro completamente enrojecido. La Dama sonrió y respondió complacida.
-Oh, maese Gimli. Sois dulce como los frutos nuevos y amable como la hierba. La noche está próxima y hasta los más fuertes están cansados. Pero para vos no habrán negativas. Cantaré hasta que vuestros oídos se sacien... ¡y aún más! Pero ahora me quitaré estas pesadas ropas de soldado, ya no volveré a esgrimir una espada y a portar una cota de malla. Pues esta fue mi última batalla. Ahora he de reposar y preparar las canciones con las que os haré revivir los recuerdos de la Montaña, la poderosa y fría Erebor –dijo Nimedhel, y el Enano se complació. La doncella se despidió de ambos con una sonrisa dulce y se encaminó hacia las tiendas, ligera y graciosa, como una alondra dando la bienvenida a la primavera.



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